domingo, 3 de octubre de 2010

La Carta (Del Libro de Cuentos Palabras Sacan Palabras)

Leticia arribaba de sus vacaciones, cuando su madre le ordenó ir al buzón sembrado en la costilla de la cerca, para recoger la correspondencia que pudiese haberse abultado tras casi una estación de ausencia.   La adolescente refunfuñó sílabas difíciles de descifrar al amparo de sus labios semicerrados; reclamación más propia de su edad  que de su carácter innato, pero caminó hacia el antejardín rumiando un chicle incoloro que se apronta a cumplir doce horas en su boca, que es el tiempo de viaje, desde que salieron de la casa de campo hasta llegar al exclusivo barrio que los acoge durante el año de ocupaciones; pisó el césped –prolijamente cuidado por el jardinero durante el verano- y llegó con su caminar ganso hasta el reducto con forma de casa que recibe las esquelas encima de la tapia, y que el jardinero no ha podido asear porque la madre de Leticia olvidó la llave en el bolso que la acompañó al paseo; miró por la rendija para ver que tan lleno estaba el conducto, abrió el candado y extrajo un cerro de sobres para los cuales sus manos apenas daban abasto.  Su tez alba hizo contraste con la escasa luz que había al interior de la sala, cuyas cortinas aún no habían sido abiertas para dejar entrar la luz del sol; dejó las cartas sobre la mesa de caoba, y sólo después de que facilitó el paso de los rayos de sol hasta la habitación blanquecina, que le hicieron apagar por unos segundos sus ojos verdes, volvió hasta el comedor y hurgueteó entre las misivas para leer los remitentes; acto inútil para su propósito, que no era otro que recibir noticias de un antiguo amigo de infancia que se había mudado de barrio hace ya tres veranos, y que confieso, aunque sea acusado de insolente, fue el primer amor de esta muchacha de pelo rubio, cuando apenas llegaba a los trece.
“Te prometo que te escribiré”, le había dicho Andrés antes de subir al automóvil donde lo esperaban sus padres y seguir la huella casi invisible dejada por el camión de mudanza que lo llevó a una ciudad que con el paso de los años le era imposible recordar; y que se había convertido en la primera promesa rota que mermó su personalidad cuando su cuerpo apenas evidenciaba el cambio de la infancia a la adultez, y que la harían dudar “para siempre” según se había prometido respecto a la palabra de un hombre.
Leticia separó cuidadosamente la correspondencia, a un costado la que pertenecía a cuentas de tiendas comerciales; a otro, las que traían el sello de casas bancarias; y en un tercer espacio apiló las que eran de personas naturales.   La primera, tenía sello aéreo, por lo que pensó de inmediato que pertenecía a su tía espigada que se había trasladado a Inglaterra cuando la dictadura llegaba al crepúsculo y de la cual recordaba sólo su afición por el orden, su elitismo y un comentario que profirió a boca de jarro a su madre en el pórtico del embarque internacional: “Que los Upelientos se queden con su país de mierda, pero yo no estoy dispuesta a volver a hacer cola”, le habría dicho antes de ingresar a la manga de acero y hacerse humo para siempre del territorio nacional.  La segunda, era un sobre blanco con letra imprenta, dibujada prolijamente con lápiz tinta; y si bien alimentó por un instante la esperanza de que se tratara de Andrés, el reverso le arrebató la ilusión de golpe y porrazo, cuando se dio cuenta que era una carta de un compañero de la marina, que tuvo su padre hace algunos años, y del que no tenía noticias desde que había renunciado a dicha rama de las fuerzas armadas, con el arribo de la democracia.   La tercera, sorprendió a Leticia por varios motivos.  Primero, porque traía una rosa dibujada en la esquina del sobre, lo que abiertamente interpretó como una cursilería propia de su abuela, a quien desestimó como expedidor pues había estado con ellos durante todo el período estival; segundo, porque no tenía remitente, asunto que llamó más aún su atención debido a que jamás había tenido en sus manos lo que ella decodificó como “un anónimo”; tercero, porque tras el papel emanaba un casi imperceptible aroma a perfume, que solo logró percibir cuando trató de leer a contraluz algo respecto a su contenido.  ¿Quién podría enviar una carta así a su padre? 
De pronto, sintió la voz de su madre acercándose hasta la sala, y por alguna razón que desconoce y que sólo puede atribuir a la curiosidad, tomó el sobre y lo escondió en uno de los bolsillos de su falda.   
¿Algo interesante hija?, preguntó la madre cuando ya la tuvo a su vista. “Lo de siempre, tiendas, bancos; una carta de un ex compañero de trabajo de papá y una última de tía María Luisa”. “Quizá qué maravillas contará tu tía ahora respecto a Inglaterra”. “¿Quizá tenga novio?”. “No se de donde sacas esas cosas”. “Siempre que te escribe es porque o tiene nuevo auto, nuevo viaje o nuevo novio”.  “Leticia, no seas irrespetuosa con tu tía”. “¿Pero si no está aquí mamá?”. “Aún así, no me gusta que hables mal de ella”. “Pero si no hablo mal, pero siempre que te escribe o se trata de hombres o de otras frivolidades”. “¿Cómo otras? ¿Acaso crees que los hombres también son frivolidades como tú dices?”. “Mentirosos”, para ser más explícita. “¿Esto se trata de Andrés, cierto?”. “Nunca cumplió su promesa”. “No lo juzgues hija, quién sabe, quizá sus padres se lo llevaron al extranjero, como tu tía”. “Aún así, yo hubiese escrito”. “Quizá olvidó la dirección”. “Vivió aquí toda la infancia mamá, no lo excuses; siempre haces eso”. “¿Qué?”. “Excusar, ya me oíste”. “No le hables así a tu madre”. “Pero si es verdad, con papá haces exactamente lo mismo, cuando llega tarde, cuando no llega, en fin, tantas veces”. “No voy a seguirte el juego Leticia, vete a tu cuarto”. “Eso no cambia lo que siento, todos los hombres son iguales”, alcanzó a murmurar mientras subía las escaleras que la conducían a su habitación.
Entró al cuarto de murallas tapizadas de afiches de moda, un espejo colgado sobre la puerta entregó su imagen inversa, se sentó sobre el cobertor que retrataba una noche de luna menguante, y con la confidencia que otorga la vuelta proferida al pestillo de la puerta, se atrevió a abrir el sobre misterioso que cargaba a hurtadillas al alero de sus caderas; desdobló la hoja, un tenue aroma florido se escapó al deshacer el primer pliegue y su vista se fijó en la primera columna, luego en la segunda y así jerárquicamente hasta llegar al último piso del folio, o más bien hasta el espacio donde se puede escribir un pie de página y que servía para la firma del remitente. 

Estimado Don Antonio:
Espero no le parezca una insolencia llegar de esta manera a Ud. pero confiada en la confidencialidad que se le atribuye a la correspondencia, me atrevo a escribirle ya que han pasado meses desde que no se nada de usted y eso nos tiene preocupadas, pues no es tal distancia no ha sido habitual desde nuestro reencuentro.  Encontré su dirección en la guía telefónica, y preferí comunicarme a través de esta carta, pues no tendría palabras para explicarle nuestra situación a su  hija, más aún, cuando la decisión de contarle lo nuestro, quedamos que sería competencia suya, cuando se sintiera preparado y no antes. 
Se que la situación no ha sido fácil desde que ratificó el vínculo que nos une, pero espero que esté tranquilo, que no se sienta presionado a ninguna decisión, pues sabré entender como en el pasado, que aún no explicite mi existencia a su familia, sobretodo por el temor que imagino le causa la reacción de Leticia.  
Ojalá pronto pueda venir a verme, aunque sea un minuto para estar tranquila de que nada ha cambiado y que no se ha arrepentido de asumir lo que represento en su vida.
El aroma de la carta es porque recordé lo mucho que le gustaron las rosas que adornan el jardín, aquella primera vez que lo vi entrar por la puerta de casa y que fue para mí volver a tener algo que creía perdido.
Un abrazo y un beso,
Amalia

Una lágrima se precipitó sobre el último párrafo cuando Leticia concluía la lectura, una gota de agua cargada de una aglomeración  de sentimientos que se balanceaban entre la tristeza, la irritación y el desencanto, y que no hacían más que ratificar las palabras que susurró al subir la escalinata, y que durante los tres últimos años tuvo como único destinatario a Andrés y su ofrenda quebrantada.  “No puede ser”, repitió negando con un movimiento de cabeza lo que estaba concluyendo. “No sería capaz”, reiteró al imaginar al padre engañando a su mamá en aquellos días en que arribaba pasada la o las otras en que simplemente no llegaba a casa, excusándose en que el barco no había podido zarpar debido a condiciones climáticas que hacían difícil mantenerse en pie hasta al acorazado más resistente a los vaivenes de la marea. “Pobre mamá”, amasó en  los labios, antes de romper en un llanto sin salida, con la razón nublada por una  infidelidad que se le presentaba tan evidente ante la rúbrica de aquella intrusa llamada Amalia, que había tenido el descaro de entrar a su casa a través de un relato perfumado.  “Hija, abre la puerta”, interrumpió la madre, cortando la cuerda de su congoja.  “Te he dicho que no me gusta que te encierres con llave”, repitió coincidiendo con el momento en que Leticia encontró un recoveco donde pudo esconder la prueba de su morriña, que fue el momento previo al que se atrevió a abrir la puerta, creyendo que el rastro de los sollozos se había borrado ante la insistencia de sus manos, que se esforzaron por ocultar la prueba de su melancolía. “¿Qué le pasa mi amor? ¿Estuvo llorando?”. “No, ¿por qué?”. “No me mienta, una madre siempre sabe cuando una hija tiene pena”.  “No es nada mamá”. “Se trata de Andrés, ¿verdad?”. “No tengo ganas de hablar ahora”. “Bueno mi amor, lávese la carita y baje para que cenemos con el papá”.
Leticia ingresó al tocador para ganar unos minutos que le permitieran aclarar sus perturbadas impresiones; imágenes dislocadas que se hurgaban polizontes en su mente y que no hacían más que reiterar en signos, caracteres y figuras, las vocales, consonantes, términos y dicciones recogidas de la carta que se había filtrado indiscreta por la hendedura del buzón. Se estacionó en el recuerdo de la frase  nos tiene preocupadas, y su preocupación se hizo creciente al asociar dicha pluralidad con una segunda familia, ya no sólo un desliz, una amante pasajera, sino otra esposa, otra hija, tal vez más de una,  que habían aprendido –forzadas quizá por la necesidad- a convivir con el fantasma de una casta paralela, una estirpe que había sido puesta de pie antes que la que se mantenía en omisión.  Frente al espejo, análogo al tiempo en que estrujaba el rastro de su desdicha, llegó a sentir lástima por aquella realidad paralela que se escondía tras la cita sabré entender como en el pasado, que aún no explicite mi existencia a su familia, pero lo que más la atribulaba, lo que la hacía aplazar su descenso al primer piso donde se sentaría a la mesa del engaño, era desconocer la exactitud del peso, estatura y talla de lo que aquella mujer representaba en su vida. Y si llegaba a representar más que ella y su madre ¿no sería preferible mantener el secreto? ¿Era necesario en nombre de la verdad arriesgar la estabilidad que hoy ambas tenían?, mal que mal, su madre jamás había trabajado y el único talento que había cultivado era administrar la servidumbre de la casa, y su confesión probablemente terminaría por arrojar por la borda la casa de campo, la educación privada, la vestimenta de importación, los viajes al extranjero, en fin, todos aquellos pequeños y grandes placeres a los que estaban habituadas.
Bajó las graderías hasta llegar al comedor; se sentó a la mesa con la mirada sujeta al suelo, el padre se inscribió a la cabecera y ante el silencio tácito de que marcaba a su hija, le preguntó si se sentía bien. “No es nada”, replicó la madre para encubrir lo que ella creía una decepción que se movía en el péndulo de lo afectivo y lo platónico.  La plática transitó desde las anécdotas vacacionales hasta el venidero ingreso a clases, y concluida la cena -un bife con salsa de champiñones acompañado de hojas de brócoli y repollitos de Bruselas sazonados con soya  y aceite de oliva- Leticia pidió permiso para regresar a su alcoba, única testigo de la revelación manuscrita.
Se dirigió al baño en suite, escindió la carta en mendrugos minúsculos que parecían celulares fragmentos de arena en su mano empuñada, los arrojó al excusado y tiró la cadena dos veces hasta que la evidencia desapareció por completo en su marcha en espiral.
Con los días y amén de una conciente premeditación,  el recuerdo de la carta se hizo más nubloso; las frases fueron deshilachándose hasta carecer de sentido, y concluidas un par de semanas, Leticia se llegó a preguntar si el contenido de la misiva no había sido más que una pesadilla.
El error de su conclusión llegó al segundo día de haberse iniciado el año escolar, cuando a metros del pórtico de su casa divisó al cartero disponiéndose a depositar la correspondencia en el casillero personalizado donde se podían leer los apellidos que arrastraba su nombre.  “Espere, no las deposite en el buzón”, habría berreado cuando se encontraba a unos quince metros de la cerca. “Yo las cargo, así no debo ir por la llave para retirar los sobres”, había impugnado cuando estaba a pasos del repartidor, segundos antes de que los documentos fueran barajados por sus palmas níveas y sus dedos delgados, y sólo un minuto previo a que su vista se estrellara con un sobre con aroma a dejavú. “No es posible”, musitó con los dientes apretados antes de subir a su cuarto, donde una vez custodiada por el pestillo, se atrevió a violar el contenido.

Don Antonio
Mi aflicción me mueve nuevamente a escribirle, acongojada por la espera de una respuesta que no llega.  He llegado a preguntarme si le habrá pasado algo; Dios quiera que me equivoque pero no encuentro explicación a esta distancia. 
Necesito verlo, no crea usted que es por dinero, que bien sabe es el último de los aspectos que me pueden importar, pero mucho me gustaría contemplarlo llegar a casa, ver que está bien, compartir un café que tanto le gusta o fumar un cigarrillo en el balcón pese a se que no piensa que no tengo edad suficiente para acarrear esos vicios.
De señales pronto, que esta preocupación me está forzando a buscarlo, aunque se bien las consecuencias que puede tener una llamada telefónica o presentarme sin avisar a la puerta de su casa.
Lo extraño,
Amalia.

El solo hecho de imaginar los ojos de esa mujer explorando en los ojos de su madre, separadas por tan solo el cubrepiso ubicado a la falda de la puerta, llevó a Leticia a cuestionarse si no sería mejor cegar su instinto y entregarle la carta a su padre, disfrazada con otro sobre y la imitación de la rúbrica que se había entrometido por segunda vez en su hogar que ahora pendía del hilo de su juicio aún inmaduro.  Después de todo, quizá la extraña que se refugiaba tras el papel era parte del mundo de su progenitor hacía ya mucho, y la vida podría continuar inalterable, sin mayores pérdidas que la memoria del hecho sabido y oculto. Sin embargo, después de una reflexión ataviada de fantasmas, donde se enumeran los espectros de la postergación, la incertidumbre, el desamparo y otros propios que caminan de la mano de la pérdida, la niña decide volver a amputar el manuscrito, del que empiezan a caer como gotas de sangre, flequillos de su corteza alba,  flecos de su cuerpo albino, mechones de su carne cana, guedejas que se van disolviendo en el oleaje  caracol que reposa al fondo de la taza del baño.
“No sería capaz de venir hasta acá”, sisea mientras intenta convencerse de lo apropiado de su acto, o al menos el que demandaba seguir manteniendo su familia indeleble; y así, buceando en un mar de de perplejidad, los días se esfuman entre los compromisos académicos, las obligaciones  sociales,  los débitos del consumo y los deudos eclesiásticos; y fue  precisamente un domingo soleado, después de cumplir el mandato de la fe, de haber orado un Padre Nuestro y un Ave María con las rodillas apoyadas en la banca de la Iglesia  a la que acudían sagradamente el último o el primer día de la semana –análisis más dependiente del credo que de las artes de la estadística o la historia-   que arriba del auto, a metros de la casa, vieron a una mujer joven, lozana, que seguramente aún no alcanzaba la mayoría de edad, al alero de la cerca, como una carta desprendida del buzón estacionado en perspectiva justo frente a su hombro.
“Qué hace ella acá”, preguntó la madre al padre; despertando una conclusión truncada en el fuero de la hija, quien se preguntó en sigilo hasta qué punto su madre estaba enamorada para admitir una relación paralela que ella jamás habría aceptado, ni aunque hubiese sido Andrés, que era definitivamente el amor de su corta existencia.  “Te dije que era necesario que lo conversaras con Leticia hace un buen tiempo”, volvió a reprochar la madre, antes de que el hombre que conducía el carro tomase la palabra.  “Leticia, debemos hablar”, dijo antes de que la niña estallara en llanto.  “Lo sé todo, lo sé todo”, dijo entrecortado por la emoción desbocada a la que conduce la angustia. “Me has decepcionado tanto papá”, volvió al acecho con palabras sollozas.  “Cómo puedes hacernos esto;  y tú madre, cómo puedes aceptarlo”, desafió con el alma en veda. “Jamás me imaginé cuando leí las cartas que esta mujerzuela sería capaz de llegar hasta la puerta de nuestra casa”, arremetió otra vez, con el rostro nuboso de lágrimas que parecían no agotarse.  “¿De qué cartas hablas mi amor?”. “No es lo que imaginas”, interrumpieron alternadamente los progenitores al asumir que la conclusión de Leticia se había descarriado hacia una vía impropia. “Papá no ha hecho nada malo mi amor, fue antes de que tú nacieras; incluso antes de que yo llegara a su vida”, agregó la madre evocando a la razón, que a esas horas transitaba por parajes distantes a la mente de la hija, al mismo tiempo que el padre bajaba del auto, para recibir con un abrazo exculpatorio a la mujer que esperaba frente al buzón.  “La mujer que está ahí no es amante de tu padre. Es tu hermana, mi amor”, concluyó la madre, segundos antes de acoger a Leticia entre sus brazos que le sirvieron de cuna para contener la tribulación. “Tu padre no lo supo hasta hace un par de años, cuando la madre de Amalia se acercó para revelarle esta noticia”.  “No sabíamos como decírtelo mi amor”. “Trata de comprender”, balbuceó sólo interrumpida por las pausas intencionales que puso al pronunciar tan cuidadas palabras.
“¿Te sientes preparada para saludarla?”, examinó la tutora mirando los ojitos aún acuosos de su niña que reposaba arrimada al árbol de su pecho. “Sí, estoy bien”, respondió Leticia irguiéndose como flor en primavera antes de atreverse a salir del auto para situarse cara a cara con aquel nombre que ahora tenía historia y que se había colado por la rendija del buzón en forma de carta. 

jueves, 16 de septiembre de 2010

La última cajita de pastillas (Del libro de cuentos y relatos Diez Trajes para la Muerte)

Marito era distinto por muchas razones, y aunque sus padres omitían sus distingos y evitaban que sus diferencias marcaran su personalidad, no eran suficientes para que olvidara las réplicas del contexto, cosa entendible si atendemos al carácter del ambiente, siempre resistente al cambio, a la inclusión y a la integración de la diversidad.
Sus singularidades se estrellaban con la cotidianeidad, cuando sus piernas frágiles lo excluían de la “pichanga” del barrio, cuando las articulaciones de sus rodillas cedían ante el pedaleo de la bicicleta, cuando sus muñecas rechinaban al intentar trepar un árbol, en fin, cuando por culpa de sus huesos de algodón no tenía más camino que apartarse a la vereda de enfrente, sentarse en la berma y ver en diagonal la felicidad de los otros.
Marito tenía apenas nueve años, y ad portas de entrar a la escuela, un edificio público con número y calle de tierra, donde se habitúa a instruir la pobreza, se había enclaustrado en su cuarto, sin dar el más mínimo signo de conversar con el sol.
¡Qué pasa mi amor!, había interrogado la madre sin romper el hermetismo con que trataba de armar columnas y filas de uniformes colores en su cubo rubrix. ¡Todo bien hombrón!, inquirió el padre cuando lo vio hipnotizado con los ojitos adheridos a la caja de imágenes, logrando una exigua mueca, que  bien pudo decir S.O.S. como “todo bien viejo”.
Los juegos se sucedían en las afueras de su ventana, estrujando los últimos días de un verano que ya se apaga, y con la mitad del rostro por sobre la buhardilla, vio como los días se llevaban cada atardecer las sonrisas de los niños jugando al “luche”, al cordel, al “paquito ladrón” o a la escondida.
El día previo al ingreso a clases cerró la cortina de su cuarto, se escondió bajo el cobertor, y en la oscuridad más absoluta, sacó la última cajita de pastillas para dormir que hace sólo unos segundos había retirado del primer cajón del velador de su madre.
Tomó un sorbo de agua –que descansaba cómplice en un vaso apoyado en su cómoda- y dejó que la garganta recibiera unánimemente las píldoras que su mamá ingería para llamar al sueño.
La primera fue en nombre de los golpes que recibía de los niños mayores de la escuela; la segunda, en honor a las prohibiciones que le quitaban su infancia; la tercera, por la ausencia de amigos que acompañaran sus sueños; la cuarta, por la bicicleta que no pudo montar; y así hasta llegar a la última, la última cajita de pastillas.

domingo, 29 de agosto de 2010

No Admitir (Del Libro de Cuentos Palabras Sacan Palabras)

Son las una y cuarto de la madrugada y Gabriel no se ha dado cuenta como se le pasó la hora frente al computador, una noche más, desde que descubrió en el chat el camino para romper su problema de comunicación, el que arrastra desde pequeño debido a lo poca bondadosa que fue la providencia con él, a la hora de distribuir las virtudes explícitas, que no son otras que aquellas que se ven a simple vista y que nada conocen de alma; pero a diferencia de las demás noches, sombras de sosiego en lo que se refiere a la posibilidad de entablar una conversación exenta de perversiones, una pequeña frase en cursiva, un breve texto en Arial número doce, apareció frente a la pantalla, en la sala compartida, llamando la atención a su dormido sentido de la vista. “Alguien que quiera de verdad…”, recitaba textual el párrafo que atrajo como imán sus manos al teclado para contestar el mensaje. “Hola”, respondió con escueta timidez al anuncio. “¿Cómo te llamas?”, le preguntaron a quien sabe cuántos metros o kilómetros de distancia. “Gabriel”, escribió inquieto viendo como el tecleo sonoro de sus dedos dibujaba palabras frente al monitor. “¿Qué edad tienes?” “18”, contestó subiéndose los bonos, justificando su mentira por temor a que si reconociera los dieciséis que realmente carga en sus espaldas, pueda motivar una despedida prematura del que está al otro lado de la línea invisible que los mantiene conectados. “¿Qué haces?” “Estudio”. “¿Qué estudias?” “Derecho”, contestó enrojeciéndose por la falta que no era otra que revestirse por un crédito que aún no recibe, pese a que dicha carrera es la que amasa su deseo y la que será objeto de su postulación el año próximo, cuando acabe secundaria. “¿En qué Universidad?”, siguieron interrogando en un muelle que no era visible a la barca de sus ojos. “En la Chile”, dijo o más bien escribió trayendo al ruedo el deseo de sus padres, que desde pequeño lo imaginan de terno y corbata defendiendo causas, pese a lo contradictorio que resulta a ojos ajenos debido a su opaca personalidad. “¿Y tú, qué haces?”, se atrevió al fin a escribir, rompiendo el rol de receptor pasivo con que hasta ahora estaba arropado. “Soy médico”, leyó en la página electrónica. “¿Alguna Especialidad?”. “Pediatra”, le respondieron después de unos segundos de espera inquieta que casi lo lleva a apretar el ícono de zumbido, para llamar la atención del receptor de su interpelación. “¿Eres homosexual?”, notó que se delineaba en la interrogación manuscrita. “Imagino que tú igual”, respondiendo tácitamente con otra pregunta. “Claro, pero nunca he estado con otro hombre”, leyó absorto y a la vez fascinado por la respuesta. “¿Qué edad tienes?”, se aventuró a preguntar por lo insólito que le resultó la contestación. “30”, le respondieron con la lentitud que asumen los que estudian sus respuestas. “¿Y tú?”. “Yo qué”. “¿Has estado con un hombre antes?”, examinaron agregando un dibujo de mejillas sonrojadas al costado del escrito. “Nunca”, respondió sintiéndose infante en la respuesta. “¿En serio?”, cuestionaron en busca de ratificación. “Lo prometo”, respondió haciendo uso del vocablo que supone estricto apego a la verdad. “¿Cómo eres?”, indagaron con una escritura que podríamos definir como ansiosa por lo intempestiva que apareció en el reflector. “Común”, confesó apenado por su falta de atractivo, como si tuviese culpa alguna de su carencia de beldad, que tampoco era tal carencia, si supiéramos que lo que le faltaba de belleza y personalidad le había sido compensado con generosa emotividad e intelecto. “¿Qué respuesta es esa?”, vio que apareció escrito en el ordenador. “Una respuesta honesta”, trazó con la prisa que le daban sus dedos ágiles, natos conocedores del teclado. “Pude haberte dicho que soy guapo, pero sería más la decepción si llega el momento de conocernos”. “Inteligente respuesta”, leyó al frente de sus ojos negros. “¿Y tú, cómo eres?”, examinó con el temor de quien cree que el amor escapa de las imperfecciones, sin entender que el que huye no es el amor, sino el deseo superfluo. “No soy un Adonis, pero hay muchas mujeres que me encuentran atractivo”, dijo el que escribe, ojea el que lee. “¿Y te importa lo que piensan los hombres o las mujeres?”. “Ambos, el ego no conoce de géneros”, respondió el prosista ignoto. “La vanidad tampoco”, respondió el que se reconoce tímido, pero que tiene alas cuando se escuda tras un artefacto que no conoce de prejuicios, haciendo que nacieran caricaturas de humor sobre la pantalla. “Ha sido un placer hablar contigo”, escribió el mayor de los comensales que aún no se conocían en sus formas, no porque no tuvieran Webcams sino porque el más joven prefería omitir su existencia debido a su menguada anatomía. “Más bien escribir contigo, que aún no conocemos nuestras voces”, precisó el púber. “¿Podemos volver a conversar?”. “Desde luego”, garabateó el que por autodescripción, imaginamos goza de menos atributos físicos, para dar paso al intercambio de msn, que es el primer paso para llevar un diálogo público a una conversación privada para quienes acostumbran usar Internet para cubrir sus inseguridades, para ampliar sus círculos afines, para estrechar la distancia que separa del ser amado, para romper las fronteras lingüísticas y para tantos otros fines, que bien pueden ser nobles o tan virulentos como un mensaje infectado almacenado en el spam. “No he preguntado tu nombre”, escribió Gabriel antes de cerrar el correo. “Mateo”, leyó antes de clausurar con un click la ventana abierta de la página web.





Tres horas demoró Hotmail en arrojar la advertencia de que el usuario que Gabriel esperaba con tantas ansias ya estaba conectado, ansias ciegas, únicamente motivadas por el atractivo que nace al arrimo del anonimato, de grafías, caracteres, letras al fin y al cabo que bien pueden decir la verdad como arrastrar mentiras, eso depende de la decodificación que el usuario haga del mensaje, de la interpretación que haga de las mayúsculas y minúsculas, de las negritas y cursivas, de los códigos, símbolos y morisquetas que se esgrimen como argumentos en las relaciones narrativas.

Sonó la puerta, evitando que el lozano ávido de una plática escrita, pudiera responder con celeridad el “Hola” que se aproximó como ola sobre el monitor, mojando la playa de su espera. “¿Con quién hablas?”, preguntó la madre, que venía a darle el beso de buenas noches antes de retirarse al lecho. “Con un compañero de curso”, respondió el escolar velado de sinceridad, que también había vetado su apetito sexual ante los ojos de sus progenitores, sabiendo que su respuesta reciente conduciría a su madre hasta el sitio de descanso. “Buenas noches mi amor”, dijo la de instinto gregario, al mismo tiempo que sus labios rozaban la frente del mocito, para enseguida conducir sus pasos hasta el tálamo. “¿Qué pasa que no me contestas?”, es lo último que alcanzó a leer antes de disponerse a otorgar una disculpa electrónica. “Era mi madre, por eso no te podía contestar”. “¿No saben tus padres que eres gay?”, preguntó el interlocutor omiso.”No”, se demoró en escribir el que está frente a los ojos del narrador, por miedo fundado o no, eso lo juzgarán ustedes, a ser rechazado por su falta de arrojo. “Te entiendo, en mi caso, nadie sabe que soy homosexual”, se dejó ver en la pantalla la comprensión del camarada. “¿NADIE?” replicó en mayúscula como haciendo énfasis en la necesidad de una respuesta igual de absolutista. “NADIE”, respondió el parlante comprendiendo el código en que fue parida la expresión. “¿Con quién vives?”, preguntó el infantillo y la respuesta se demoró más de la cuenta pensó él, para una pregunta tan sencilla. “Con mis padres”, respondió el hombre del cual desconocemos intenciones más allá de las que declara. “¿Dónde vives?”, rasgueó curioso el mayor. “En el centro”, respondió sincero el adolescente. “¿Y tú?”, escudriñó el que recién respondía. “Más arriba de Escuela Militar”, respondió el adulto, sabiendo que su respuesta obligaba a una asociación de clase. “¿Cuiquito?”. “No, pero tampoco flaite”. “¿Cómo estás vestido?”, escudriñó el del barrio alto. “Pijama corto, camiseta blanca, descalzo”, reconoció con cortedad el más niño. “mmm”, escribió el más experimentado como un piropo que manifiesta agrado. “¿Y tú?”, osó contrapreguntar el pequeño mientras el rojo alcanzaba sus mofletes. “Boxer ajustado, camiseta sin mangas”, leyó en el monitor y el carmesí volvió a trepar por su rostro. “Me gustaría estar allí contigo” deletreó en negritas el de anatomía más madura, como una muestra de acentuación de franqueza en las palabras, que más sinceras suenan no cuando se leen sino cuando se puede escuchar el ritmo, los tiempos, los acentos, la entonación de la voz. “A mí igual”, confesó el que no siendo un efebo, no alcanzaba la mayoría de edad. “¿Tienes una foto?”, solicitó Mateo con signos de interrogación. “Sí”, reconoció el mancebo. “¿Me puedes enviar una?”. “Sí. La busco en la carpeta y te la envío”, señaló Gabriel al mismo tiempo que escrutaba primero en el escritorio, luego en la carpeta de fotografías, revisando entre las imágenes en jpg aquella en que se viera más agraciado y que no era otra que una en que su imagen se retrataba en plano americano, ya que bien sabía que su figura no admitía un zoom in o un primer plano. “Te la estoy enviando”, escribió al tiempo que presionaba agregar con su dedo índice, sin poder desprenderse de la sensación de incertidumbre que le ocasionaba que su retrato estuviera en evaluación al otro lado de la línea. “Te ves lindo” le respondieron una vez que la fotografía se había desnudado con lentitud en pixeles verticales sobre la mampara del solicitante. “Es lo que hay”, dijo Gabriel excusándose por su carencia de primor, que ya dijimos no era culpa de él, sino de la naturaleza que lo había embozado con otros dones. “Me gusta lo que hay”, leyó aliviado, después de unos minutos de silencio, en que gobernado por su inseguridad, llegó a imaginar que se unilateralmente se cerraría la ventana de conversación. “Y tú ¿Tienes fotografía?”, silabeó envalentonado por el descanso que le produjo haber sido correspondido. “Mejor que eso, tengo Webcams”, le respondieron mientras unánimemente se desplegaba un link en la visera que lo instaba a aceptar la recepción de imágenes, y apenas su dedo angular cedió al convite, vio a Mateo aparecerse como un fantasma a través de la red. “Eres muy guapo”, escribió reconociendo los atributos del interlocutor, que se tomaba la barbilla en síntoma de coqueteo, dejando al descubierto sus ojos pardos, su nariz respingada, su barba rasa, su pelo castaño y crespo, sus hombros anchos, su torso marcándose a través de la camiseta sin mangas. “Gracias”, leyó como epístola a su cortejo.

Una hora más se extendió la plática carente de audio, sesenta minutos de gestos que ya no eran sólo vocablos esparcidos en forma manuscrita sobre el monitor, al menos a la vista de Gabriel, que se fue a recostar con el alma en vilo, no sin antes echar mano a su deseo erecto y despierto, para poder conciliar el sueño,



“Me compré una cam”, fue lo primero que escribió sobre el computador el que ayer estuvo en vela por el deseo, omitiendo el hecho que ya desde antes la tenía, pero que le avergonzaba hacer uso del aparato hasta verse correspondido. “Enciéndela, te quiero ver”, le contestaron desde una distancia geográfica que se desvanece en la red. “Me da un poco de susto”. “No hay nada que temer, te lo prometo”, leyó antes de atreverse a presionar shift, para que su contorno viajara kilómetros para asomarse ante otros ojos, adelantándose a su percepción herida por la inquietud que ocasiona la perplejidad y la vacilación. “Mateo, ¿sigues ahí?”, borroneó con prudencia luego de unos segundos en que el folio iluminado cayó en reserva. “Aquí estoy”, le ratificaron desde un extremo anónimo. “¿Muy desilusionado?”. “Al contrario, me pareces lindo”. “No mientas”. “Sólo digo lo que pienso”. “Gracias”. “¿Estás seguro que tienes 18?”. “Si, claro”, timó por segunda vez por aprensión a que el uso de la autenticidad lo alejara de su homólogo. “”Te ves más joven”. “Tú igual”, reembolsó la falacia cristianizada en piropo. “¿Cómo es tu voz?”, estudió en el terminal. “Suave, un poco aguda tal vez, pero no afeminada”. “¿Y la tuya?”. “Grave, masculina”. “Me gustaría escucharte”. “A mí igual”, alcanzó a hilvanar el más crío, antes de que los dígitos se aparecieran en el lomo de la persiana analógica, haciendo que el abdomen se agitara en péndulo en signo de revolución. “¿Quieres mi número?”, preguntó como réplica a lo que consideró un acto de confianza.”Me encantaría, aunque ya tienes el mío y sólo te basta con marcar”. “No me queda saldo, pero si quieres me puedes llamar”, alcanzó a escribir antes de precisar el guarismo que identificaba su celular, el mismo que tardó sólo un parpadeo en trinar para traerle por vez primera la voz del que hasta ahora sólo conocía a través de textos. “Aló”, respondió cauto. “Que gusto escucharte”, le respondieron al otro lado del auricular. “Igualmente”, respondió tiritando. “¿Estás nervioso?”. “Un poco”. “Tranquilo, no hay motivo para inquietarse”. “Lo se, es sólo que no me imaginé hablar contigo tan pronto”. “Es verdad lo que dijiste respecto a tu voz”. “Qué”. “Suave, pero se te olvidó decir que también es dulce”. “Gracias”, dijo mientras sentía un rubor caluroso abochornando sus carrillos. “La tuya es muy varonil”, agregó respondiendo al floreo. “Tengo ganas de verte”, escuchó mientras se calentaba la sangre que corría por sus venas. “Yo igual”, admitió abatido por los sentimientos que llegaban primerizos a su corazón que no sabía de amor. “¿Cuándo te podré ver?”. “Cuándo tú quieras”, respondió arrepintiéndose de lo fácil que sonó su respuesta. “Mañana en la noche”. “Está bien, dime dónde y a qué hora”, exigió precisión en el lenguaje. “A las nueve en el metro Los Leones”. “¿De la mañana?”, preguntó inocente. “No, de la noche”, le respondieron con una risa en los labios. “¿En qué salida?”. “Por Providencia”. “Bueno, ahí estaré”. “No me dejes plantado”. “No, no, jamás haría eso”, respondió con ternura. “¿Por qué?”. “Me gustas”, reconoció sintiéndose tonto por su confesión prematura. “Tú igual”, le respondió aliviándole la carga de su revelación, antes de que ambos colgaran, para dar paso a los últimos recados que se escribieron pasada la línea de la sensualidad a través del msn.



“¿Estás listo?”, se dejó entrever luego de que un sismo iconográfico hiciera zigzaguear la pantalla. “Vengo saliendo de la ducha”, confesó el adolescente que llevaba la camisa a medio abrochar sobre el torso y una toalla amarrada a la cintura que cubría sus partes íntimas. “Estás atrasado”, le reclamaron. “Disculpa, me visto y salgo de inmediato”. “¿Cuánto te demoras en llegar?”, le preguntaron con un ansia seca, que si bien pudo haberle hecho retroceder, cegado por la pasión le hizo apurar el tranco. “30 minutos”, dijo calculando el tiempo que necesitaba para terminar de cubrir las desnudeces de su cuerpo, las tres cuadras que debía caminar y el tiempo de trayecto desde metro Santa Lucía hasta la estación señalada como destino en la tertulia anterior. “Está bien, te espero a las 9.15 en el Portal, pero no te demores”. “Llegaré a tiempo, no te preocupes”, señaló antes de finalizar la conversación, sin evidenciar que había dejado abierta la ventana en el monitor.

Se puso un bóxer blanco, con un cinturón ajustó su pantalón a la cadera, se peinó frente al espejo, se lavó los dientes, se aplicó dos garúas de perfume en cada flanco del cuello, caminó bajo las sombras que vestían las cuadras que separaban su vivienda del Metro, se trasladó de pie, inmóvil y afirmado en la barra atestada de otras manos que henchían el transporte, se bajó en Los Leones, tomó la salida izquierda, subió a la superficie, y cuando estaba a menos de una cuadra del punto prefijo, vio la atractiva efigie de Mateo saliendo a su encuentro desde la esquina donde transitaban aglomeradas soledades.

Se estrecharon en un abrazo partido, lo decimos por la diferencia de afecto que se vislumbró en la gestualidad proferida; más fría y distante, en el mayor de los que hoy miden sus cuerpos; más cálida y cercana, en el más joven de los que enfrentan sus humanidades; transitaron confundiéndose en el anonimato que concede la masa, que a esas horas sale del trabajo o inicia el happy hours, según el peso de sus ocupaciones, ociosidades y bolsillos; se sentaron en la terraza de un restaurante que se encontraba en las cuadras menos saciadas de gentío; bebieron café, y después de encontrar la hebra que uniera la conversación que habían dejado pendiente, se aprestaron a conversar con igual naturalidad a la que habían trazado a través del CPU. “Eres muy guapo”, se arriesgó a declamar el que se jactaba de su retraimiento. “Gracias”, contestó sin corresponder la galantería el que sabía de sus patrimonios físicos. “Quiero estar contigo”, exteriorizó intrépido el más crecido. “Pero debo regresar a casa, ya que no me dejan dormir fuera”. “No me respondiste la pregunta”, inquirió con mayor temple el de fachada seductora. “Bueno, pero no hasta muy tarde”, cedió el de sentimientos nobles. “No te preocupes, vamos a un mirador y luego yo te voy a dejar”. “¿Andas en auto?”, curioseó el que había mentido respecto a su edad. “Sí, lo tengo estacionado a la vuelta”, señaló Mateo apuntando con el anular la arista urbana más próxima. “Bueno, vamos”, aceptó el niño sin medir consecuencias respecto a la propuesta indecorosa.

Arrastraron sus pies hasta alcanzar el vehículo que se abrió con un pestañeo electrónico, se sentaron mirando el parabrisas y desaparecieron pasando de las calles boscosas hasta aquellas más desérticas; subieron una colina de oscuridades, el conductor se bajó primero, abrió el maletero del coche con la excusa de sacar una frazada, llamó al copiloto que se trasladó a tientas por la costilla del armazón de acero a causa de la escasa luminosidad que aportaban las estrellas y una luna menguante, y cuando alcanzó su lado, a menos de un metro, dejó caer con fuerza un garrote de fierro que escondía en su mano izquierda sobre el cráneo ahora roto del que creyó enamorarse a un click de distancia. “Púdrete maricón”, le gritaba al tiempo que se empezaba a erosionar la epidermis del rostro, a desgarrar la piel más profunda de la espalda, a develarse los huesos de las extremidades forjadas a golpes. “Pico quería el maraco”, gritó al tiempo que la sangre brotaba fuera de las venas, que las lágrimas mojaban las cuencas de los ojos, que los fluidos corporales humedecían la entrepierna. “Muérete puto”, dijo antes de limpiar la varilla cromada con un guante y lanzarla cuesta abajo a través de la quebrada, antes de pisar el acelerador de su carromato que ahora dejaba en penumbras al que confundió amor con ilusión, en el espejismo destellante de una pantalla de Internet.

Su madre recién vio la ventana desplegada sobre el monitor, cuando alertada por la ausencia de su hijo, se dirigió hasta la habitación de Gabriel extrañada por el inusual vacío que le traía la alborada. Sólo encontró respuesta a la inquietud que le produjo el mensaje cuando pasado el mediodía una llamada le advirtió de la necesidad de reconocer un cuerpo que finalmente fue el de su hijo.

Muerto él, que no vio intenciones detrás de un correo electrónico para poder apretar a tiempo “no admitir”. Muerta ella, que jamás intuyó los peligros que se esconden en un aparentemente inofensivo mensaje de texto. Muerto el padre, que sólo se enteró esa tarde del destino de su hijo al que había discriminado pese a no tener certeza respecto a su sexualidad.



Obesa (del Libro de Cuentos Diez Trajes para la Muerte)


“Obesa”, me gritaban los niños en el patio de la Escuela mientras intentaba que mi trasero esponjoso cupiese en el reducido asiento del columpio, que nunca más intenté abordar, por el temor creciente de que se cortara una de las sogas que lo sostenía, y resbalara al suelo, multiplicando las burlas de aquellos que con justa razón me recordaban irónicos el volumen de mi cuerpo. “Obesa”, me insultó una compañera de secundaria, cuando me sorprendió infraganti con una fotografía del niño que le gustaba escondida en el bolsillo de mi agenda, imagen calcinada tras dejar atrás ese vergonzoso acontecimiento y unos cuantos meses oxidados en que la contemplé con devoción platónica en los recodos de mi cuarto. “Obesa”, volvió a resonar fuerte aunque solo fue en mi cabeza, cuando el hombre más guapo de la fiesta mechona chocó con mi hombro, y omitió la colisión sin siquiera dirigirme una disculpa, una sonrisa, una mueca de desprecio.

Un adjetivo era yo para el mundo, un simple apelativo que arrastraba consigo a todos los años comprendidos entre mi infancia, adolescencia y a esta juventud espinilla, que me enluta la cara con acné, como si no tuviera suficiente con la cruz que carga mi envoltura fofa.

Alguien se burla de mí detrás del espejo, y estoy harta de tener que soportar a este adminículo que mi madre se obsesiona con ubicar en distintos recovecos de la casa, en el living para que extienda el espacio, al final de las escaleras para dar una sensación de profundidad de campo, en el baño, en los ángulos convexos del walking closet.

Me miro y solo encuentro grasa consumiendo mis facciones, grasa nívea tras los fuelles de mis caderas, grasa elástica columpiándose en mi antebrazo, grasa porosa salpicando de celulitis mis muslos, grasa blanda hundiéndose como un barco abollado en el mar de mi estómago, grasa laxa ocultando mis partes íntimas y detestablemente virginales.

Aunque mi hermano me pregunte irónico si me pasa algo que estoy tan flaca, aunque mi madre me ordene que “no puedo adelgazar más”, mientras llena de comida la bandeja que día a día deja en la falda de mi cama y que luego yo desgajo por el excusado, aunque mi única amiga llore a mi lado suplicándome que “coma algo”, que me voy a morir –como si no supiera que yo que nadie muere de gordura- aunque la propia pesa parece haberse descompuesto al indicarme un peso que evidentemente excedo con creces, tengo una certeza paria que me indica que este año a dieta no ha surtido efecto alguno frente al espejo.

Llevo meses sin comer frituras, azúcar y pastas; ya casi he olvidado hace cuanto no me echo un pan a la boca; de carne roja, ni pensarlo; si hasta el agua mineral la eliminé de mi dieta para que el gas no exceda el volumen de mi esófago, y aún así, parece que nada de lo que haga me hará ver mejor.

Parece que estoy condenada a cargar con esta figura, y de verdad me duele, como me dolieron las risas de los niños gritándome “obesa” cuando traté de subirme al balancín, como dolió el “muévete de ahí guatona” que me abofeteó en la cara cuando un tipo me empujaba para ganar un asiento en la micro, o el “mira la gorda como se engulle el helado”, que musitaron esas flacas en la mesa del frente en la pastelería.

Un dolor interrumpe mi calvario y se instala en mi vientre; primero cayo, pero luego punza, espolea, y decido llamar a mamá para que venga en mi ayuda. Nadie me escucha, el apretón en el abdomen se hace más intenso, fustiga como un roedor escarbando la madera; caigo al suelo, el dolor se extiende a las paredes abdominales, me abrazo, grito más fuerte rogando que alguien me escuche. Desde el suelo, entre espasmos, el espejo me entrega la imagen de una mujer en los huesos; presiento que me voy a desmayar, la vista se me nubla y lo último que logro divisar son los pies de mi madre que corren a mi lado.

Abro con dificultad los ojos, el suero ingresa por mis venas, una mariposa de acero se posa en mi brazo izquierdo y un monitor ronronea rutinario a mis espaldas. Los cierro. Lo último que escucho es al médico consolando a mi madre.

Un Parpadeo (Del Libro de Cuentos Diez Trajes para la Muerte)

Lo único que vivía en ella era una parte menguante del hemisferio derecho de su cerebro. La mayor parte del tiempo dormía, y en el resto, sólo sus ojos abiertos y un pequeño movimiento de sus párpados daba cuenta de que estaba despierta.

Así había estado desde hace doce años, inmóvil, con su cuerpo recostado de manera horizontal sobre la cama –que cada tres horas era mecido de su ángulo para evitar laceraciones inevitables- una manguera conectada a su nariz y otra a la vena del antebrazo por donde recibía el suero que le servía de alimento; y una bolsa colgando de la pelvis que le permitía soltar la orina.

A veces, su padre subía el respaldo de la cama para que su vista calzara con la programación televisiva; en otras, giraba la cama convertida en sofá hacia la terraza para que posara los ojos fijos sobre los peatones que estuvieran a su alcance, mientras los rayos del sol iluminaban su tez de luna y hacían ver más verdes sus ojos de alga.

Su madre, sagradamente, tres veces a la semana, le abría la bata y limpiaba con minuciosidad sus partes íntimas y expuestas; y cuando el ánimo le acompañaba, le leía los mismos cuentos infantiles que custodiaron su infancia.

Su hermana tocaba el piano que estaba a un costado de la sala con los ojos empañados de melancolía, y de vez en cuando, subía el volumen de la radio y le cantaba al oído.

A los tres años de estar en estado vegetal, su príncipe azul salió del cuarto, renunciando a los besos que trataban de despertarla del sueño eterno, y así también, salieron sus amigos, sus conocidos y otros pasajeros temporales que se aparecen en los caminos de la vida.

En las noches, con la oscuridad de cómplice, muchas veces la madre lloraba velando su sueño, deseando los minutos para verla despertar, y la culpa encendía su desvelo en las oportunidades en que deseaba que partiera, para reencontrarse con su sonrisa de antaño, extraviada después del accidente, con su círculo de amistades a quién ya no podía dedicarles tiempo, con su hija menor ante quién hoy ejercía una sobreprotección castrante, con su esposo, al que había renunciado a entregarse más allá de un abrazo partido estrechado bajo las sábanas.

Doce años habían echo lo suyo en los padres de la que antes era apenas una adolescente y que ahora estaba a un año de golpear la puerta las tres décadas; las canas habían crecido en sus cabellos, las arrugas se habían ceñido sobre sus frentes, en las quebradas de los ojos, en los barrancos de las mejillas, y las espaldas se estaban curvando con el peso de las primaveras; pero había una huella aún más imborrable dejada por el tiempo, y era la que no dejaba olvidar esa noche tiniebla.

La niña cumplía diecisiete, esa mañana había abierto los regalos, floreciendo una sonrisa que alcanzó a ser fotografiada cuando sacó de su envoltorio el Ipod, el último disco de Britney, una medallita de oro blanco –que enseguida colgó de su cuello- y un reloj Swatch, que prendió a su muñeca. Almorzaron a los pies de la piscina, recibiendo la brisa tibia del mediodía, y con el atardecer llegaron las amistades y los minutos se llevaron los palmitos, las aceitunas rellenas, el ceviche de salmón y las brochetas de camarones que engalanaban el cóctel.

La noche cayó como un relámpago sobre la terraza, y a penas treinta minutos después de que los adolescentes salieran rumbo a la fiesta, un llamado telefónico los condujo hasta el hospital, donde su retoño había llegado en coma, después de que un camionero –dormido al volante- se estrellara contra el auto donde viajaba su hija.

Ningún indicio de recuperación se había presentado en esa docena de años marchitos; ni un leve movimiento de un pulgar, ni una vocal pronunciada de sus labios, nada, a excepción de una ligera inclinación de los párpados que en los últimos años les habían servido para comunicarse aunque sea básicamente con su hija. Un parpadeo para afirmar, dos parpadeos para la negación.

“¿Quieres que volteemos la cama al sol?”, un parpadeo. “¿Prendo la televisión?”, dos parpadeos; y así, siempre las mismas preguntas, para similares respuestas, que se repitieron días, meses y años, rutinariamente, como único gesto de vida.

Esa mañana, al cumplirse doce años aferrada a ese sarcófago de resortes, plumas y telas, su hermana abrió las cortinas, y luego de terminar una sonata en el piano, se acercó a la cama, lavó y secó el sudor nocturno que se estaciona en distintos recovecos, se acercó al oído, y preguntó: “¿Estás cansada?”. Un parpadeo afirmó lo que la sangre ya sabía. “¿Quieres que haga algo?”, recitó la única capaz de lenguaje, mientras una gota de tristeza caía hasta empapar la frente de la enferma. Otro parpadeo. “¿No quieres vivir más?”, susurró con la voz entrecortándose por la aflicción. Un parpadeo. “¿Quieres que te saque estas mangueras?”, otro más.

La hermana soltó la mano de la que ya no esperaba un milagro en su regazo, corrió hacia sus padres, les contó lo ocurrido, y volvió con ellos, ratificando en un parpadeo la dolorosa verdad que los esperaba en el cuarto.

Durante semanas discutieron la decisión, semanas que se hicieron purgatorio para sus almas roídas por el peso de la fe, y al cabo de ese tiempo, entraron juntos a la habitación, el padre desconectó el suero; la hermana sacó la jeringa clavada a su brazo y la madre, lloró sin consuelo, cuando después de un parpadeo, su hija moribunda agradeció la despedida.

Cinco días después velaron sus restos, al sexto la bajaron a la tierra, al séptimo pidieron perdón a Dios por su pecado, concientes, de que era la última voluntad de su hija.

Fábula de la Locura (Novela Breve)


 
I

Diez hileras verticales y horizontales de acero coagulado, formaban los cien nichos que decoraban cada costilla del cuerpo húmedo, flemático y hostil del depósito de cadáveres, que siúticamente, para los menesteres humanos, se apoda morgue; fosas metálicas estrechamente vinculadas las unas a las otras, de setenta por setenta centímetros, espacio suficiente para situar restos con atisbos de humanidad, exequias anoréxicas y obesas, altas y bajas, negras y blancas, pero uniformemente anémicas, inapetentes, lánguidas, muertos al fin y al cabo, que ahora pernoctan perennemente en el cerrazón de cajuelas de hierro, obstruidas sólo por dos bisagras resonantes por la falta de aceitado de sus pliegues, y cuyo único signo identitario es una credencial roñosa etiquetada en su lomo de acero, a veces numérica, a veces con alguna clave que permita recordar al occiso, siempre o casi siempre anónimo, antes de volver a abrir y cerrar el sepulcro inconcluso.

Al final del pasillo, una decena de camastros de estructura férrea e inquebrantable, jergones con ruedas y compartimientos inferiores, velan a los difuntos y esperan por sus cuerpos para el análisis vejatorio, que en la búsqueda frenética de sus identidades, en la indagación delirante de los motivos de sus decesos -tantas veces fortuitos, tantas otras forzosas- de la pesquisa exaltada de una pista que de luces respecto al homicida, a la escena del crimen, al contexto de la contravención; rasgan y corroen la piel humana; vejando y ultrajando muchas veces por segunda vez los cuerpos.

Once de las doce hamacas de azófar gélido estaban ocupadas ese día, invadidas por fémures rotos, tibias roídas, cráneos agujerados; dominadas por pedazos de carne incinerada, de huesos vapuleados; hastiadas con los polvos, cenizas y migajas de seres irreconocibles por los efectos del incendio que esa noche rasgó con sus sables de fuego, las estructuras corpóreas e incorpóreas que habitaban el centro psiquiátrico. El paisaje cenicero era sombrío en su encuadre: los pelos canos de una anciana se encontraban chamuscados en espiral sobre la mollera, mitad desierta, mitad florida; la mandíbula de un hombre adulto se encontraba sobrepuesta por encima de la dermis, epidermis e hipodermis derretidas por el golpe bestial de las llamas; las costillas de un joven se podían contar con el tacto o la vista, la clavícula rota en zigzag de lo que parecía una dama traspasaba los pliegues generosos de sus grasitudes; las uñas azabaches de otro ser anónimo eran la única corona visible de lo que antes fueron manos que hospedaron tendones, nervios y dedos; los ojos emblanquecidos de una hembra púber se perdían mirando una luna que no saldría más en las tinieblas de su descanso forzado; como si con ese altivo gesto, supiese que podía omitir al cadáver que reposa a su lado y que es lejos el más irreconocible, con los huesos florecidos en su cuerpo erosionado, un agujero en la mejilla que deja ver parte de muelas y dientes, como si fuesen piezas exteriores; otro en el cuello, que deja al descubierto las aortas ensangrentadas, el último en la boca del estómago, que deja ver parte de los intestinos y otros enseres interiores, bajo los cuales no hay nada más que piel escaldada.

El olor putrefacto es nauseabundo; el aroma a mierda, a orina, a semen, a fluidos corporales se pasea en péndulo por las fosas nasales, se estanca bajo la sien, se vuelve contracción en el abdomen, ansias de arcada, que en nada se asemeja en lo repugnante y fétido a este bálsamo que contamina hasta el último de los poros abiertos de los que se mantienen vivos en este sarcófago de muerte anunciada.

Esa noche, la madrugada y el día que se avecina, los esqueletos no serán reconocidos; y sólo después de tres días, como si se tratase de un pasaje bíblico, llegarán hasta la bóveda mortuoria, desde las más remotas direcciones, algunos feligreses que resucitarán la identidad de las víctimas; otros en cambio, esperarán en vano, pues no hay pares que lleguen en su búsqueda, aunque sea ésta, la última, que aproxime a los perturbados, dementes, locos e idos, a un descanso cuerdo, peldaño postrimero del cielo, pues el infierno es para los que profesaron maldad conciente, y éstos pobres diablos, nunca supieron de realidad.


II

Veintiocho pasajeros habitan la casona que servía de refugio a almas extraviadas en su desvarío; algunos habían perdido la razón a causa de un amor ciego, otros la traspapelaron cuando sus aspiraciones frustradas se transformaron en frustraciones; los menos, nacieron con ella como una carga autoimpuesta después de un traspié embrionario; los más, la adquirieron por la ausencia irreparable de seres queridos, de los que marcharon por voluntad propia, de los que partieron obligados por la guadaña que carga en sus manos esqueléticas la muerte. Esquizofrénicos paranoides, desorganizados, catatónicos simples, residuales y hebefrénicos; enfermos de Alzheimer, depresivos, psicóticos agudos, histriónicos y obsesivos compulsivos, eran parte de la fauna que recorría los pasillos adoquinados, los jardines floripondios, los cuartos sinuosos, las murallas de adobe y adocreto, en fin, los recovecos vivificados y exánimes del recinto febril donde la locura es más que una fábula.

La morada era una construcción antigua y a mal traer, un vestigio de aires coloniales, deteriorado por el paso de los años, cuya senilidad se dejaba entrever en la techumbre erosionada por efecto del viento y la lluvia, en los muros resquebrajados por los sismos; en las puertas de madera henchida e hinchada por los cambios de estaciones, con sus transformaciones climáticas, meteorológicas, y atmosféricas; así como en sus pertenencias y capitales patrimoniales: los adoquines del pasillo, los ladrillos de la bodega, las tejas de la cubierta, el horno comunitario que aún presta utilidad y recita vapores a un costado del jardín, la fragua de madera, la glorieta estacionada en el epicentro del patio.

Siete habitaciones, que se apostan como colmenas o covachas al interior de una larga y angosta faja de enloses; con siete ventanas que miran al jardín; cuatro camas por lecho, con dos hamacas ubicadas en paralelo y un camarote en perpendicular; veintiocho ubicaciones, veintiocho mundos, que son todo un descubrimiento cuando se instala la decisión de escudriñar al interior de sus soledades, privaciones y ausencias. Una sala de recreación y otra habilitada para la comida completan las plazas y asientos de la residencia, donde iremos descubriendo, con las menos ansiedades posibles, los seres mágicos y naturas que los ocupan, sacramentan o profanan.

En el pasillo que mira la huerta hay tres bancas pintadas de alba, las dos laterales están vacías, al medio, al corazón, dos semblantes exangües, encadenados por no más cadenas que las manos, atrapan los primeros rayos de sol que profiere el crepúsculo matutino; son Herminia y Joel, hoy cumplen un año de noviazgo, trescientos sesenta y cinco días en que han ido ganando paulatinamente las reyertas contra las limitaciones que les impone sus condiciones mentales; ella, haciendo un gallito contra los sentimientos de carente alegría, disminución de la energía física y la autoimposición de ideas negativas que llegan inexplicablemente hasta su pensamiento a causa de la depresión; él, atestando un golpe bajo a su aplanada afectividad, a la alteración de su conducta y al impertinente delirio que caracterizan su esquizofrenia hebefrénica.

Su mirada está puesta en el edén, huerto o vergel donde las más diversas flores comparten espacios con los vegetales, envidiando en silencio, recíprocamente, los atributos que son dados por la madre naturaleza a una y otra especie. El tomate, la acelga, el cilantro y el perejil, ansiando para sí los colores, el aroma y el polen de la flora; las margaritas, rosas, violetas y calas; apeteciendo ser verdura, para tener un fin más utilitario que la mera virtud ornamental, que les fue concedida en su génesis.

Los amantes no alcanzan a escuchar los susurros de las flores, pues sus palabras son tan nimias, que se hacen imperceptibles a los oídos humanos, y pueden perfectamente ser confundidas con el chiflido del viento, con la erosión del suelo o con la suave cantinela que produce la diseminación del polen; sólo tienen la audición para escuchar los latidos de sus corazones, que palpitan como timbal, en la caja rezongona de sus pechos yermos; sólo tienen vista para mirar y admirar la fealdad que transmuta en belleza ante el ojo subjetivamente enamorado; sólo tienen olfato para sentir sus olores, aromas y fragancias, que bien podrían ser pestes, igual se percibirían como dulces deleites pues las fosas nasales también han cedido ante la ausencia de ecuanimidad que conlleva el amor; el gusto les alcanza para sentir el sabor dulce de la integridad de sus bocas pestíferas, y el tacto, para entibiar con caricias su piel que tantos años se agrietó esperando afectos que nunca llegaron.

Pese a la escasez de propiedades con los que fueron embestidos, en el momento del parto o en la símil travesía de sus humanidades, eso nunca lo sabremos, la razón les alcanza para estar concientes del objeto de lo festejado y para asignarle valor a los avatares del recorrido: la incredulidad de sus pares, más por enajenación que por razón fundada; la obstrucción de la justicia, que no le da crédito suficiente a sus juicios para concederle formalidad cívica a su relación; entre otras barreras, trabas, estorbos e impedimentos que saldrán a la luz o más bien que dará a luz el relato a medida que vaya aumentando su embarazo literario.


III
Los once cuerpos despojados de vestiduras, desguarnecidos de identidad, esperaban con sus hendiduras la inspección vejatoria de la que ninguna corporación se salva en la gélida potestad del Centro Médico Legal. Llegaron hasta aquí tras la ratificación de que ninguno dio atisbos de respiro, halo, indicio o atisbo de vida, por lo menos no de vida como terrenalmente se define y distingue, cuando aún las llamas que azotaron el psiquiátrico no se convertían en brazas, cuando los organismos aún no se enfriaban tras el voraz señorío del fuego, cuando las balizas de la policía, los bomberos y la ambulancias aún no dejaban de trinar a través de la avenida, dejando su eco esparcido por entre las calles, callejones, pasajes y callejuelas. Llegaron antes de que los periódicos imprimieran con tinta en sus primeras planas la noticia pictórica de la tragedia en esa madrugada; antes de que protagonistas lesionados de diversa consideración, con un esguince, con una lesión cervical, con quemaduras de primer, segundo y tercer grado, encontraran una cama desocupada en los mercados arrebatados de enfermedades, padecimientos y ahogos del hospital público.

La sala aún estaba baldía de médicos, enfermeros, asistentes y otras aves rapaces que se encargan de escudriñar en los pescuezos, tendones, ligamentos y musculaturas, de los que de alma se encontraban desvalijados; no porque no la tuvieran al momento de estar vivos, sino porque el alma –vivaz como es- alcanzó a trepar al cielo huyendo de las flamas y resoles que fustigaron el albergue de los de juicio extraviado; se encontraba vacante, húmeda, imperturbable en su silencio sepulcral, a la espera de que a lo menos un aliento diligente, fraguara los cuerpos de los que esperan inconcientes a ser examinados, sólo motivados por el hambre de ser identificados, referidos, reconocidos, para que cualquiera de apellido coincidente venga, lo reclame, lo llore y le otorgue digna sepultura.

Al fin una mujer, de sobrantes años y carnes, y grasitudes resbalándole por sobre las caderas, se digna a entrar en el campo árido y estéril; recorre el pasillo, mira las cajuelas de metal que guardan o esperan muertos distantes en el tiempo o de data reciente, se dirige a las entidades descalzas, las mira con abulia e indolencia; abre una exigua manguera de sumiso viento intermitente, y esparce el contenido, librando los cuerpos de migas que no le son propios y que en nada ayudan a la faena exploratoria que más tarde ocupara el tiempo de los expertos; aparta el soplo de rocío, los recorre uno a uno, deteniendo su mirada con mayor atención en sus popas y proas, troncos y extremidades, esquivando con los pies las colillas de humanidad que se despeñaron al suelo a causa de la erosión artificial. Constatada la efectividad de su prolija tarea, con la garantía de haber hecho el encargo rutinario por el cual recibe cada fin de mes un tímido y parvo salario, que apenas le alcanza para satisfacer las demandas de una morada, que si bien no conocemos, imaginamos carga con un marido alcohólico, violento o ausente, hijos maduros de inmaduros frutos, que al fin y al cabo, también les han sido entregados bajo tutoría, tanto en lo referido a su alimentación como a su techumbre y abrigo; sale del circuito sombrío, y deja los cuerpos nuevamente incomunicados, como quizá mucho de ellos ya vivían antes de que el siniestro dilapidara los tiros y retiros del caserón que le sirvió de refugio a su falta de cordura.

Allí yacen apilados, con mayor hacinamiento y menor distancia de la que gozaban cuando dormían con plácida inconciencia en sus alcobas añejas; se tumban uno al lado del otro; y el movimiento de un mechón de cabello producido por el viento colado entre la puerta que se acaba de cerrar, y una mano que se cae de la cadera derecha por la pulcritud de su enlosada superficie, hace pensar, equívocamente, que algo de vida queda en ese panteón azulado.


IV

Herminia se enamoró de Joel apenas lo vio atravesar el pórtico del psiquiátrico, un día de verano como el que actualmente los presenta inmóviles, aun presos de las manos frente al jardín, hace casi tres años. No sabemos qué fue lo que desordenó su percepción en ese primer avistamiento, pero cierto es decirlo, que lo que al sentido de su vista llego como imagen enaltecida en virtuosidades, no fue otra cosa que un mendigo harapiento, de ropaje sucio y resquebrajado, cabellera desordenada y pastosa por menoscabo de agua, uñas sombreadas y dentadura maltrecha por falta de hábitos. En otros tiempos la polilla que llegó a sus ojos convertida en mariposa tuvo mejor pasar; una esposa, un hijo varón, una casa –pequeña pero casa al fin y al cabo- un oficio remunerado, sanos codicies, que lentamente fueron desapareciendo al unísono de la distorsión de su pensamiento cuando bordeaba las veinticinco primaveras, límite etáreo que circunscribe la ciencia como promedio para la manifestación tácita de la esquizofrenia en el caso de los varones.

La enfermedad llegó como ladrón en la noche, sin notificación previa, más por razones ambientales que bioquímicas, cuando múltiples síntomas se dejaron caer como lluvia sobre su cuerpo no provisto de paraguas; retratándose primero en la desorganización del lenguaje y la hipocondría; luego, en alucinaciones auditivas y visuales, que se hacían más explícitas y hasta monstruosas con el consumo de alcohol; posteriormente en apatía hasta por el más imperceptible de los deberes, y finalmente, con la anhedonia, que lo alejó de todo tipo de placeres, incluido los que profiere los sucesos y susurros de alcoba. De allí, sólo un tranco lo separó de los cuidados del hogar y de los afectos circunspectos; en eso contribuyó la desrealización, que le hacía ver el entorno como nebuloso, irreal y distante.

Años vagó por aceras, veredas y brocales; años durmió al regazo del pórtico de una vivienda, en las postrimerías de una fábrica, en el frontis de una galería enrejada de orines; lentamente se adecuó a lavar sus presas en el canto de un estero contaminado, a devorar las sobras que se apilaban en los tarros de basura, a defecar en esquinas sombrías que luego, con la pérdida del pudor se hicieron iluminadas.

No fue hasta que un pastor evangélico, rutinario y habitual transeúnte que paseaba a diario por la cuadra mendiga, se compadeció de su alma disparata; abrazándolo con un pan primero, luego con abrigo y finalmente persuadiendo a las autoridades para que facilitaran su búsqueda de una vacante en el centro psiquiátrico, hasta donde llegó a su alero, cuando Herminia lo avistó desde un costado de la huerta.

Ella se sorprendió recibiéndolo con una mansa y dúctil sonrisa, gesto y mohín que llevaba infinitos soles y lunas sin avistar, a causa de una depresión con trastorno bipolar que había desvirginado su cuerpo y que no se apartaba de él, con igual tenacidad con que los zancudos no se apartan de la sangre.

El de ella tampoco era padecimiento heredado, sino que apareció como un trastorno de adaptación tras la inesperada muerte de sus padres, y que equívocamente le aseguraron no se extendería por más de seis meses; pero como el arte de la salud sigue siendo humana, por más indumentaria y corona de dioses con que se revistan los médicos; la providencia querría lo contrario, y la atraparían en este estado y en la casona que al inicio del relato motivo nuestra descripción, quizá como una forma de protección, para ahorrarle las travesías que tal huérfana debería enfrentar, sin tener las herramientas emocionales para hacerlo.

Y allí se encontraban ellos, besándose con la piel de sus manos, para celebrar el aniversario de su concubinato, que aún no era el ocaso de su amor –que para eso soñaban con matrimonio- entendiendo con mediana claridad, más por el peso de la aflicción que por un juicio claro, todo cuanto habían cargado en sus hombros para llegar a este momento: dolores, penas, pérdidas de vida y de historias, que para éstos efectos no se diferencian, pues ambas no son recuperables, unas porque no pueden revivirse de la tierra, otras, por que ya han cimentado los pilares de una familia donde no caben terceros.

“Te amo”, rezan una y otra vez, el uno y el otro; tres, cinco, diez veces, sin extenuación, como si esa palabra que tanto esperan pronunciar como escuchar los que se dicen cuerdos, borrara todos los episodios funestos que los han llevado a este instante fecundo en que no hay más ansiedades que las propias de quienes se aman.

Durante la tarde vendrá la fiesta, que para eso han estado urdiendo tanto los locos más cuerdos que abultan sus amistades, como el cuerdo más loco que los cuida.


V

Cuando las colectividades interfectas ya estaban higienizadas de sus sobrantes; esperando en hilera horizontal uno y otro decoroso hipogeo; mientras sus almas ya estaban revoloteando en los altares apostados más allá de las nubes, dos nuevos pasajeros de los que aún les corre sangre por las venas, ingresaron al perímetro crepúsculo, intercambiando palabras que a vista de los deudos parecerían ofensivas, pero que no son más que palabras menguantes, que seguramente pronuncian para hacer más grata la laboriosidad estéril e infecunda que los convoca; vocablos distintivos, descriptivos, gráficos y estereotipantes, que no hacen otra cosa que otorgarle una identidad previa a los que aún carecen de una en propiedad: el agujerado, refiriéndose a aquel que fuera objeto de nuestra narración al comienzo de la historia y cuyo cuerpo está cargado por huecos de disímil longitud y aro, mayores a los provocados por una bala perdida; el ciego, representando al que tiene la piel pixelada y contraída como una gasa sobre los ojos por una flema o varias de ellas que alcanzaron cejas, párpados, pestañas y el sinfín de internalidades que convierten en vista los ojos; el amputado, personificando al hombre mayor que tiene la pierna desprendida, apenas sujeta por un par de nervios y ligamentos, a causa de su salto al vacío desde el techo del recinto incendiado, y así otras ocho calificaciones, seudónimos, que deletrean en remplazo de la enumeración de los entes; palabras todas pronunciadas por el médico mayor, que el menor bastante tenía con la tribulación que le causaban las exequias.

El médico forense más curtido en arrugas y experticia, se aproxima al primer cuerpo, que es el de una mujer joven, de no más de veinte años; aún se pueden ver rasgos Down en sus facciones: cuevas grandes donde se alojan ojos caídos, pómulos bajos, mofletes postrados, un cierto aire infantil en el peinado, una tímida rosácea que ha ido desapareciendo con el paso del deceso; posa el punzón sobre el tórax, con el filo hace una incisión que baja por un camino ensangrentado y luego se separa en dos vías, que dejan al descubierto las intimidades que guarda el occiso, el corazón, los pulmones, el esófago y otras entelequias, que no son de apetito, ni gastronómico ni narrativo. Abren el segundo cuerpo, con análoga dedicación y pericia, y luego, el tercero, el cuarto, hasta completar los once órganos, con sus correspondientes secciones, miembros y entrañas, que aparecen como flores de pétalos abiertos esperando una polinización que no llega y que no es otra que la individualización de sus vapuleados temples.

El médico más joven se queja de la pestilencia que a emergido tras la apertura de los interiores; se nota que es aprendiz en estas artes lúgubres, ya que si bien la fetidez es tan real como los cuerpos que ahí esperan, en nada conmueven a aquellos que por hábito adquirido o por dote innato, han escogido como profesión el trato directo con los muertos; y eso incluye a peritos, criminalistas, forenses, funerarios y enterradores, que si bien no todos son uno, por lo menos están unidos por el cordón umbilical de lo profano.

Los médicos han cumplido la tarea de abrir los cuerpos, de dejar al descubierto sus imperfecciones ocultas, sus desperfectos subrepticios: las pancreatitis, el cáncer gástrico, los padecimientos pulmonares, las fallas renales, en fin, toda la gama de enfermedades sublimes, que no emergen a la superficie por distracción, desprolijidad, falta de control médico o bien porque las maquinarias que fueron creadas para dicho oficio, como el estetoscopio, la trompetilla acústica, el pielógrafo, no han sabido o podido cumplir su tarea; y ahora se dispondrán a escarbar en cada rincón, para ratificar la causa evidente del fallecimiento colectivo. Ambos profesionales, el avezado y el novicio, se cuestionan respecto a la necesidad de mutilar la carne para encontrar el ethos de la muerte; cuando la razón es tan ridículamente evidente, que cualquiera de los procedimientos y procederes que fueron, están siendo y seguirán siendo circunscritos por unas cuantas horas más, parecen innecesarios ante la axiomática ratificación de las causas que llevaron a estos vivos a estar muertos.


VI

Los prometidos recién disgregaron sus manos cuando Artemisa, un gordo travestido y delirante, se les acercó y los estrechó en un abrazo voluminoso y sudado, que se hizo graciosamente afable, en su descontrolada e histriónica personalidad, adquirida o heredada, eso no reviste mayor sabor en los parabienes del relato. Culminado el saludo obeso y destilado, descollada la última de las congratulaciones respecto a los méritos del sostenimiento de la unión, del sustento del enlace, el sujeto de hombría soslayada y maquillaje sobrepuesto, se retiró unos pasos, advirtiéndole a los que eran objeto de festejo de la fiesta que esa tarde se celebraría en el comedor, que estaba ad portas de ser engalanado con serpentinas, globos y piñatas, todas piezas y accesorios que habían sido comprados por el cuidador y donados para que fructiferara la festividad.

“Déjadme todo a mí”, señaló en su dialecto el hombre que en remplazo de pantalón llevaba falda y enaguas. “Ustedes esperad, que nos estamos encargando de todos los menesteres”, agregó como si se tratase del bufón que alegra a los reyes en la corte. “Gracias”, remacharon los amantes en forma unánime, dando muestras de que la gratitud y los buenos modales no son privativos a quienes están faltos de sensatez.

Entre saltos se apartó hasta el figón, de un brinco se subió a un mesón de roble, y ya erguido sobre él, estirando la integralidad de los dobleces de sus sebos, empezó a adherir los cantos de las cintas bicolores que empezaron a formar una telaraña desordenada bajo el cielo raso, y bajo ellas, prendidas con pegatina, globos verde ambarino, se generaba una acuarela casi caroca, donde más tarde, se formaría la candonga, que de carnaval Paulista sólo tenía la preñada locura.

Quien lo ve montado sobre las tablas, invariablemente altivo, persistentemente festín, perennemente jubiloso y alborozado, no imagina el vía crucis que se vela tras su gozo, una historia carenciada, menesterosa en afectos, más no en artificios materiales; que partió cuando su padre lo golpeó frente a su madre y lo expulsó de la morada, derribando su modelo paterno que le hubiese servido al menos en algo, para sino configurar, al menos cimentar su masculinidad.

Parsimoniosamente va instalando los accesorios, hijuelas y agregados en los picos de la taberna, que ya velado el mediodía, bulle de aromas propios de la cocina: el picor de la pimienta salpicando sus hedores en el agua hirviendo, el hormigueo del comino esparciéndose en los vapores, el orégano desquebrajado confundiéndose en los efluvios condimentados, la albahaca tiñendo de cosmética huerta los interiores y exteriores de la olla, la caluga de gallina diluyéndose en el caldo; y así, en un continuo, cada especie aportando lo suyo, lo propio hace la cebolla, las papas, el pimiento y el pescado, hasta que sus inciensos van despertando el apetito, el de Artemisa y media docena de comensales que se han acercado a ayudarle en su tarea, con absoluta, mediana o extinta conciencia respecto a las causas que hacen que el estadio se vaya engalanando de solemnidad para una fiesta que espera en la antesala de las horas.

Visten tres de los cinco mesones que descansan erguidos en cuatro patas sobre la baldosa; los desabrigados tendrán que esperar a que finalice el almuerzo para recibir similar atención, mientras tanto, deberán conformarse con velar su celo con el guiso de pescado que se asoma a sus cuerpos encerados, y que actúa como anzuelo, sobre las corporalidades desquicies que lloviznan desde disparejas trayectorias, arrastrando sus desganos y negatividades, los depresivos; sus manías y cambios temperamentales, los bipolares; sus delirios, alucinaciones, incoherencias y apatía, los psicóticos agudos; sus ideas de grandeza, ansiedades e iras, los esquizofrénicos paranoides; su inmovilidad motora, mutismo y muecas, los esquizofrénicos catatónicos; en fin, todas las sintomatologías que nacen y se acrecientan en los fueros internos y gobiernos externos de los de seso descaminado.

La fiesta vendrá con el segundo crepúsculo del día, cuando el sol baje lo suficiente para encender las luces témperas que el histriónico pintó y que ahora yacen prendidas de los soquetes eléctricos, y que más tarde, teñirán las cóncavas y convexas individualidades que habitan el patio de la locura.






VII

La carne, ya rasgada por el cincel, se apresta a recibir las observaciones más minuciosas que la extraigan del anonimato; unas con más suerte que las otras, pronto serán hilvanadas, para estar más presentables a la vista de quienes en las comisuras de la incertidumbre, las dejaron en el centro psiquiátrico, por falta de afecto, de paciencia; o aquellos que sin certeza de destinos, nunca supieron el rumbo que tomó un hijo extraviado, un padre autoexiliado en sigilo, un abuelo perdido en las inclemencias de su desvarío.

Con firmeza, los médicos, tanto el versado como el neófito, toman las agujas y el hilo que irán zigzagueando la piel, bordando en ondulada palpitación la carne, labrando las comisuras, a veces, retrayendo el rumbo por la impenetrable dureza de un músculo, de un nervio que se reusa a ser zurcido, de un ligamento que se niega a la penetración del metal, quizá como una respuesta mecánica del cuerpo, habituado en vida a rehuir del dolor.

Con las manos enguantadas empujan y aplastan los cogollos y entresijos, que se sobreponen a la dermis cuando ésta está siendo remendada; con las manos despojadas del látex, el especialista más viejo prende un cigarrillo que se lleva a los labios para recitar bocanadas, ante la contemplación pasmada o sobrecogida del más lozano, imaginamos, por lo inadecuado que resulta a ojos clínicos entregarse en obediencia al hito vicioso en los meandros de la sala contaminada por el olor a formalina.

¿Cuántas personas habían en el psiquiátrico a la hora del incendio?, preguntó con un dejillo de abatimiento en su voz, el forense más verde en desarrollo. “Treinta”, respondió parco el perito más maduro, desconociendo que había una que a esa hora no estaba en el recinto. ¿Y qué pasó con el resto? “Heridos, lesionados, algunos de mayor gravedad aún deben estar en el hospital”. ¿Y todos eran locos? “Casi todos, menos la dueña y el enfermero”. ¿Se sabe ya qué originó el fuego? “No, pero cuando trasladaron los cuerpos alguien escuchó que al parecer fue intencional”. ¿Pero quién diablos querría hacer algo así?, preguntó con estruendo el más joven. ¿Quién querría mantenerlos vivos?, respondió en interrogante el más carente en afectos.

La interpelación silenció por unos instantes el paisaje verbal que se desarrollaba en el panteón colectivo, descobijó el habla, y cuando las manos ya estaban limpias de las miasmas que podían cargar los cadáveres, ambos forenses salieron por un café, a la espera de esa tarde, en que una parva de gentío llegaría hasta el lugar, para reclamar cuerpos que eran suyos y otros que simplemente no les pertenecían.

¿Habrá salido algo en el diario?, preguntó el sujeto más tierno. “Me imagino que sí, el siniestro apenas fue ayer”, respondió el más ahorrativo en afectos. ¿Cuánto tiempo tenemos? “Dos horas, antes del reconocimiento de los cuerpos”.

Se alejó el médico más púber por la calle, se perdió en la masa que a esa hora emergía de los locales comerciales, centros financieros y otras cúpulas laborales dispuestos a la merienda, y sólo se detuvo cuando el periódico del pueblo retrataba en portada el siniestro que ocupó hace un rato la discusión y sus quehaceres; tomó el papiro, lo puso bajo el brazo y caminó hasta la terraza asoleada de un restaurante, donde pidió un café con el que acompañó la lectura.

Sus ojos se movilizaron por el epígrafe, título y bajada; se deslizaron por el lead y el cuerpo de la noticia; su alma se sintió tanto o más conmocionada que cuando despojaba a los muertos de sus vestiduras y hendiduras, y se detuvo con especial atención en la cuña escrita del fiscal “las causa del siniestro es aparentemente intencional, hecho que verificaremos mañana con el informe pericial”. Apartó la mirada de la crónica amarillista, del gancho noticioso, de las seis “w” que responden el qué, cómo, cuándo, quién, por qué y para qué; cerró el periódico, y bebió su brebaje de granos, pensando más en la pregunta de su colega que en la propia: ¿Quién querría mantenerlos vivos?

Los ánimos de quienes se apiñaban en el bodegón, con los muslos flectados bajo los mesones, ya henchidos, llenos, preñados en sus apetencias, saciados por el menú nutriente de fierro y sodio que aportan las cernícalas criaturas, estaban prestos al festejo que llegaría caída la tarde; unos más ansiosos que otros, debido a más a sintomatologías naturales que a las patologías que cargan como lastres.

Rápidamente se aprestaron los más equilibrados y perspicaces a retirar los platos y servicios de plásticos, que antes les sirvieran para regocijar las demandas del estómago; presurosamente se arrojaron otros sobre los tableros infructuosos para cubrir su rusticidad con manteles improvisados, fabricados con incólume e impoluto papel craft, como sus símiles, antes de almuerzo revestidos; fulminantemente se precipitaron los que carecían de ocupaciones en alhajar con accesorios su superficie: jarros, escudillas, bandejas, cubiertos y otros enseres, todos de materialidad flexible o pergamino, para evitar que los de limitados aforos o de capacidades diferenciadas, se lastimasen en su manipulación, como bien podría ocurrir por la endeble apariencia del vidrio, la porcelana, la cerámica o el metal, que por su utilidad dual, podría servir tanto para los fines para los que fueron creados como para atentar contra la dignidad propia o ajena.

El orondo Artemisa, cuya estructura de personalidad le concedía libertades y lo eximía de inhibiciones, retraimientos y pudores, lideraba la muchedumbre; con el vocablo altanero daba órdenes que el pelotón semiconsciente seguía con afanosa obediencia, y con las manos aladas y las uñas pintadas de refulgente rojo, apuntaba los tiros y retiros donde debían colgarse, engancharse o tenderse los cotillones que faltaban.

En cierta forma o con más precisión sea dicho, en completa forma; la comodidad, el agrado y la complacencia con la que el travestido realizaba ésta y otras encomiendas, se justificaba debido a que éste era el único contexto eximido de los prejuicios y discriminaciones que acompañaron su previa travesía, la de otros tiempos, donde su hiperactividad y enajenación no fueron tan macizas. Y tan grato y placentero se sentía en esta mazmorra de la chifladura, que hasta el cuerdo y juicioso que velaba su sueño, que no era otro que Joaquín, el enfermero, había dudado de la veracidad de su perturbación mental, incluso titubeando respecto a la legitimidad de los informes psiquiátricos que eran practicados trimestralmente por los que en estas artes son más diestros.

Cuando el sitio refulgía de gratitud por las faenas y ocupaciones manifestadas, tanto que de haber sido humano se habría desecho en loas de correspondencia, en risas excitables e incluso en lágrimas de impresión; Artemisa se dirigió al cántaro del pequeño escenario que había creado con sábanas y cobertores de arcoiris, se acomodó frente al espejo y con la mirada hincada en su fisonomía, empezó a crear el personaje que lo había ocupado la última semana, cuidando la prolijidad con la que fue situando el rimel sobre las pestañas, el rubor sobre las mejillas, el labial sobre los labios, la base con énfasis en las zonas de mayor decoloración o anemia; los aretes ceñidos a los lóbulos de las orejas, un palillo atravesando las algas negruscas y recogidas de su cabello, en fin, todas los prodigalidades y filantropías que ante sus ojos la aproximarían en ilustración, serigrafía o grabado a la eximia cantante Rocío Jurado, de la cual había robado dos canciones, una dupla de coplas, una pareja de composiciones, que esa misma tarde pondría a disposición de la apertura del festín, en honor a Herminia y Joel, es cierto; pero tampoco mentiríamos si afirmamos que también en honor a su ego, pretensión o afinidad.

La música era para Artemisa un regalo de los dioses, un placebo que calmaba sus pesares, que fueron heredados cuando su padre lo expulsó debido a su estropeada sexualidad y que lo tuvo en rodaje, recorriendo, descansando y durmiendo en vigilia en sitios baldíos, canchas de fútbol abandonadas, carros de trenes que en otra época habían rodado con orgullo ante los vapores emanados, cuevas húmedas que no eran más que recovecos apostados entre los pies de un puente y la cabeza de un estero, casas abandonadas a punto de caer. En todos los lugares la música soleó su tormento, y aunque nunca tuvo voz para creerse golondrina, buscó en el doblaje, la forma de sentirse artista de comedia, en el drama de su historia.


VIII

Las puertas de la morgue se abrieron como alas de ave marchita cuando el reloj marcó las quince horas en punto, en forma precisa, estricta, puntual y justa, para saciar los desasosiegos, zozobras, vacilaciones e incertidumbres de los que esperaban afuera, en cadena, mirando unos las espaldas de otros, para ingresar a su debido turno, en cuartetos, a reconocer o tratar de reconocer a los que habían caído aprisionados por las llamaradas, por buches y boqueadas de humo, por una puerta que no se quiso abrir debido al drástico cambio de temperatura –o al pestillo que cruzaba su pescuezo según averiguaremos más tarde- por una tabla que cayó calcinada dejando inconciente a una ya inconciente mollera; por un listón que cedió roído por el fuego, atrapando un pie en su caminar presuroso.

Los cuatro primeros en matricularse en el recinto fueron varones; así lo quiso el azar que nada sabe de caballerosidades, ni de paridades, ni de igualdad de género o quizá así lo dispuso el albur y la predestinación, a fin de proteger a las que creyó más débiles, no en fuerza interior, sino en las resistencias ante el asombro, el estupor o el pasmo de verse enfrentada a las corrupciones, vahos y pestilencias que emanan de los cuerpos que de vida ya se olvidaron. Avanzaron dubitativos hacia el lecho de expiración, con el sentido del olfato perturbado por los vapores vinagres y azafranes que brotaban de los organismos yacientes; y ya puestos, situados, afrontados en oposición ante los occisos; en oposición decimos en cuanto unos están erguidos y los otros llanos, unos respirando y otros con ausente inhalación y exhalación; avistaron el intervalo matemático en que las sábanas dejaron al descubierto las fases flojas e inapetentes, y allí, sin mediar tregua a los ojos fáciles de impresión, se desvistieron los rasguños en los carrillos, las cicatrices que aún no secan ni mejoran al costado de los pómulos, la cutis calcinada en las frentes, bajo los párpados, en las fisuras de las barbillas híspidas y lampiñas, los orificios, aberturas y boquetes que dejan al descubierto los huesos tras las quijadas y la cerviz.

Dos de los huéspedes -de los laboriosos, no de los interfectos- negaron con un leve y horizontal movimiento de cabeza el conocimiento de los indolentes; el tercero fue capaz de reconocer a uno de ellos: la longeva de pelos canos y chamuscados que describimos al inicio de la fábula. Se cubrió los ojos con las manos, quinqués apagados por el tormento, candiles sin luz, nebulosos de lágrimas que empezaban a despeñarse por las cañadas de los malares. “Es mi abuela, es mi abuela”, repetía una y otra vez el hombre de traza carenciada. “Perdón, perdón”, volvía a vociferar entre quejidos, sin precisar si las disculpas iban dirigidas a la occisa o a un ser superior. “Perdón Dios mío”, aclaró enseguida, entre gimoteos, tratando de contener un llanto que brotaba como río por su semblante.

El más nuevo de los médicos, el mismo que leyó el periódico para enterarse de las causales de la ignición, se aproximó a apaciguarlo y una vez que el desánimo había mermado su ímpetu o vigor, pidió a una asistente que lo condujera hasta un cuarto contiguo, donde procedería a completar cédulas, visar papeletas y firmar los manuscritos que le permitieran retirar a quien había reconocido como la madre de su madre, pues a la madre de su padre ya le habían dado meritorio mausoleo, cuando hace un par de años cayó en sueño eterno por causas naturales.

La angustia del hombre, que luego sería la angustia de otros que aún esperaban en la ringlera al aire libre, se debía a la constatación de saber perdido definitivamente lo que fue extraviado después del paso de un otoño, un invierno y una primavera, cuando la ahora difunta había vagado por las calles a causa de un Alzheimer que apareció recién pasado los setenta y cinco años, en parte a causa de factores vasculares descontrolados, como la diabetes, la hipertensión arterial y la dislipemia; y en parte también por un traumatismo craneoencefálico, que seguramente aceleró la sintomatología de la enfermedad bastarda.

Afiches decolorados prendidos en los postes de luz, una constancia impresa dejada en la comisaría y el registro de asilos, hospitales y hasta la propia morgue que hoy lo tenía de vuelta, habían sabido de su pesquisa; y recién ayer, cuando la televisión abierta llevó hasta su cerebro las imágenes del manicomio siniestrado, sintió esa comezón en el pecho que advierte, insinúa y sugiere que algo esconden los pixeles que forman el cuadro, algo propio, que moviliza hasta el más recóndito de los ímpetus personales.

Salieron los convidados que tuvieron peor suerte; o mejor fortuna, dependiendo del punto de vista en que se mire; y entraron cuatro más que no obtuvieron respuesta, y luego otros cuatro, con igual estrella; y recién cuando el último conjunto se vio recto delante de las almas momificadas, dos de ellos reconocieron a los suyos: al joven que podían contárseles las costillas con los dedos y al de las uñas azabaches que se erguían sobre lo que apenas podía denominárseles manos.


IX

Herminia y Joel estaban sentados en la mesa del centro, el enfermero esperaba de pie, a la zaga de los mesones y los comensales en signo de ordenamiento; otros aquejados que iremos descubriendo en las próximas líneas atestaban los tableros engolosinados; cuando se abrieron las colgaduras, que ya expusimos eran fundas y embozos colorinches, y tras ellos emergió Artemisa, entonando la primera de las dos baladas de dual rocío. Venía vestido de paños celestes, túnicas de gasa de cortes y extensiones irregulares que lo hacían ver un poco más grácil, delgado y ligero que de lo que objetivamente estaba compuesto. “Se me enamora el alma se me enamora, cada vez que te veo doblar la esquina, perfumado de albahaca y manzanilla… se me enciende la luna cuando me miras”, decía al tiempo que un estruendoso aplauso ensombrecía la melodía, un encomio, loa, cumplido, que hacía que el travestido hinchara el pecho, haciendo más voluminosos sus implantes artificiales que escondía bajo un sostén de bizarra copa; “Se nos ha hecho tarde, tu sonrisa y la mía se las llevó el río, tu mirada y la mía se hicieron gaviotas y volaron al aire, y volaron al aire”, volvió a encender a la multitud al tiempo que danzaba con gracia teatral sobre el plató, mientras hacía ondas con los flecos de su pollera bajo las cuales escondía casi imperceptible su hombría. “Cada vez que te veo rondar mi calle, vigilando mi casa, mañana y tarde… el fuego está encendido, la leña arde”, finalizaba con la barbilla y las axilas depiladas mirando el cielo y una lágrima rociando de una escarcha glamorosa su rostro.

Un raudal de abrazos cayó sobre la pareja agasajada, apretones concientes e inconcientes, pero dotados de mayor sinceridad de los que muchos otorgan en la cotidianidad de la cordura, puesto que ni de envidia, ni de egoísmo saben aquellos que caminan aturdidos por la confusión de sus malestares; cayeron con mesura y ahínco; con ternura y templanza; uno a uno, con la propiedad de sus ansiedades y zozobras; primero el de Artemisa, luego el de Joaquín y así, sin pausa, también se aproximaron las caricias y arrumacos del resto de los camaradas.

Asimismo fue diluyéndose la once: los canapé de atún, de huevo, de ave morrón que el enfermero preparó sin ser menester de su oficio; las galletas de mantequilla, de azúcar y avena que había comprado la propia Artemisa; los esponjosos, fofos y embarazados queques de vainilla y chocolate que donó doña Dominga, la administradora del recinto que más tarde ocupará nuestra atención; los jugos y bebidas que habían sido adquiridos a través de una colecta, al igual que la torta de milhojas que sólo vio la luz cuando había pasado ya tiempo suficiente de departe y relajamiento.

Joel fue quien agradeció en el púlpito a nombre de la pareja; de la mano de Herminia, quien no tenía habla, pues la emoción había traspasado los umbrales de la descompensación; hasta el punto que los tiritones le habían ocupado los movimientos, la afonía le había tragado la voz y las lágrimas borraba la alegría principiante de sus ojos.

El que en perspectiva de los sensatos usaba disfraz y a la vista de los locos llevaba envolturas que le eran innatas, después de escabullirse unos minutos, volvió a las tablas, ahora con nuevos atuendos: un traje negro de rosas rojas bordando los contornos gruesos, orondos y voluminosos, unos zapatos de charol azabache y taco aguja que apenas contenían sus pies talla cuarenta y dos, unos pendientes circulares que se deslizaban como ruedas infecundas bajo las cisuras de sus asas, un collar de perlas que se filtraba entre los pliegues de su cuello, unas pantys caladas que se dejaban ver casi ridículas bajo las rodillas; y ya empoderada del tablado único, exclusivo y excluyente, como pez en el agua, empezó a mover con realismo los bordes de sus labios repintados, como si la voz que emergía de la pista pregrabada fuera la de ella propia. “Como una ola tu amor llegó a mi vida, como una ola de fuego y de caricia, de espuma blanca y rumor de caracola, como una ola; y yo quedé prendida a tu tormenta, perdí el timón sin darme apenas cuenta, como una ola… tu amor creció como una ola”.



X

Habían pasado ya tres días del reconocimiento de cuerpos, que logró que al menos una terna de ellos volviera al polvo de la mano de cristiano entierro; mientras otros ocho quedaban en deuda, a la espera que un familiar adyacente o inaccesible, de esos que nunca les dedicaron ocupaciones en vida, ahora se dignaran a dar la cara, por vergüenza o culpa, da igual a los que ahora reposan, contar de que los libre de los destinos prefijos que esperan a las substancias insuficientes en amparo, arrimo o socorro, y que no son otros que el sepelio colectivo, donde los cuerpos son números que se desprenden cuantitativamente, sin importancia de la tabla, regla, capitel o ábaco de la vida, y que se acumulan bajo tierra, sin respeto a la intimidad última; como si no hubiesen tenido suficiente con compartir casas, cuartos y camas cuando tuvieron aire que dar y recibir; es eso, o el rol de conejillo de indias, tester, elemento de prueba, objeto de ensayo, sondeo, examen o experimento; y fíjense bien que hemos ocupado la dicción objeto y no sujeto, que tal adjetivo sería demasiado presuntuoso de usar en este caso, donde la carne es ofendida como si nunca hubiese sabido de alma.

El más inocente de los hospitalarios -que el mayor bastante curtido estaba de vicios, licencias y corrupciones para ser acreedor de tal título- estaba inquieto, después de que la lectura matinal del pasquín pueblerino, confirmara que hubo intención, designio o propósito tras el cruel e inhumano hecho que consumió el psiquiátrico los días antepuestos; premeditación y alevosía que ahora era objeto de investigación, exploración, búsqueda o escudriñamiento, cualquiera fuera el término utilizado por la fuente informativa, por lo menos daba indicios de no estar dispuestos a la impunidad.

Entró a la tumba de conglomerada ausencia de halos; ahora vacante a primitiva impresión, no porque alguien hubiese robado los esqueletos, sino porque estos se tumbaban con la cara en nirvana y el sello dispuesto a la superficie, y sintió pretensión de abrirlas, desligarlas, destrabarlas, a fin de poder constatar un barrunto, una señal, una presunción, lo que fuera, a fin de encontrar un indicio que lo aproximara al responsable de tal aberración; una huella dactilar impregnada en los revestimientos anatómicos, un pedazo de tela intrusa colgada de alguna cuenca del vestuario, un cabello disonante con el pelo del exánime, cualquier evidencia que permitiese encontrar al culpable de una desgracia de tal magnitud que este pueblo nunca había conocido.

Se imaginó qué razones tendría alguien para extinguir con fuego el fuego de los apartados de la razón, que en nada se diferenciada de un exterminio de infantes o lisiados, pues todos corrían en desventaja a la hora de la autodefensa, se preguntó una decena de veces respecto a las incitaciones, motivaciones o estimulaciones del crimen, y concluido el devaneo, sólo atino a preguntar a su fuero doméstico cuántos de los encerrados no tenían la discreción disipada. Se internó a las oficinas administrativas, se encontró con la asistente que baldeó en un inicio las colectividades, soltó la pregunta que tenía atada a sus profundidades y recibió un guiño ignorante como respuesta. Siguió caminando, se internó en su oficina y revisó los diarios que había comprado para seguir el curso de la reseña noticiosa, los leyó con serenidad, hasta encontrar la respuesta a lo que buscaba: el enfermero era el único juicioso que estaba ese atardecer anaranjado en el refugio donde pena la sensatez, más no el sentimiento.

Salió del Centro Médico Legal con el alma en vilo, seco y con ansias de satisfacer su sed con justicia y partió rumbo al lugar del suceso, aquel espacio físico, que se hizo casi etéreo con el fulgor del fuego, como si llegando hasta allí, pudiese aclarar los aspectos opacos, apagados y sombríos del crimen no resuelto.



XI

El alba que descascaró la noche, al día siguiente de la celebración del primer aniversario de Herminia y Joel, trajo nuevos desasosiegos y consecuentes afanes, más a los que estaban a cargo de la comarca que a los que en ella habitaban; y dichos compromisos y débitos se iniciaron temprano, cuando la mayoría de los nativos del territorio aún dormían, pernoctaban o al menos se cabeceaban; comenzó con un llamado vociferante que forjó la regenta al hombre de los cuidados físicos -que los mentales semanalmente eran atendidos por un psiquiatra, encomendado de las medicaciones y las compensaciones- y continuó con una conversación demandante de obsequios nada claros. “Las cosas no están bien Joaquín, debemos encontrar la forma de restringir gastos”. ¿Cuán mala es la situación doña Dominga?, ese era su nombre desde que su padre, en una cuota de restringida inspiración decidió asignarle el alias en virtud del día de la semana en el que había parido la madre. “Bastante crítica, necesito que tomemos nota de todos aquellos consumos que podemos reducir”. Así fue hecho, y después de un breve espacio en el que el sanitario se dirigió al escritorio a buscar lápiz y papel, empezaron a descontar los compromisos que podían ser menguadamente eludibles o deducibles. “Necesitamos ahorrar en abarrotes, no podemos seguir manteniendo lo que dilapidamos hoy”, instruyó la administradora, y así fue rebajada de la lista mensual la porción de carnes –rojas y blancas daba igual pues su costo era ya casi indistinto- lo mismo con los aceites, el azúcar, el arroz y las leguminosas, que lejos quedaron los tiempos en que se alzaron como invitado de excepción en la mesa de los más carenciados. ¿A qué hora se apagan las luces?, preguntó la única mujer presente en la plática. “A las once”. “A contar de hoy quiero que el interruptor baje a las nueve; que tres horas diarias y noventa al mes, me imagino que en algo contribuirán a bajar la cuenta”. “Está bien, yo me hago responsable”, dijo el de las artes curativas. “Perfecto, yo me encargaré de preparar una nueva solicitud al Concejo para conseguir una mayor subvención municipal este año”. ¿Cuándo se presenta el requerimiento doña Dominga? “Al final de esta semana espero estar ingresándolo a Gabinete, ya pedí audiencia en todo caso”. ¿Y cree que con estas medidas serán suficientes para salir de esta situación? “No, aún queda una medida”. ¿Cuál? “Necesito que se incremente el descuento de quienes reciben pensión”. ¿Pero si sólo les damos el veinte por ciento de su sueldo? “Lo sé, pero nosotros financiamos todas sus necesidades, así es que necesito que sólo quede el diez para sus gastos personales”. ¿Tan críticas están las cosas? “Más de lo que imaginas”. ¿Y si a pesar de todo no logramos solucionar el problema?, curioseó el joven temeroso de la respuesta. “Entonces no nos quedará más remedio que cerrar”.

Las anatomías de los que parloteaban se disiparon en itinerarios disímiles; ella, con frialdad temeraria, presta a sentarse frente al computador para escribir la propuesta mendiga que debía llevar hasta el municipio; él, afectado en su emotividad, con clara vocación de servir en cualquier oficio –quizá a modo de compensación- a los que esperaban en las alcobas, pasillos, jardines y otras curvas del caserón.


XII

El menos cursado de los forenses llegó hasta el psiquiátrico que se delineaba como una imagen posterizada en la portada tan urbana como rural de su contorno; urbana, en cuanto a los asfaltos, macadanes, fábricas, comercio y otro puzzle de construcciones que se empezaban a erguir a su derecha, a su izquierda y en la parte posterior de su imagen solerizada; rural, en cuanto a las montañas que salivan heladas en sus crestas, al follaje de la arboleda que forma una autopista verdusca en los caminos laterales, a los equinos y becerras que relinchan y maúllan en los potreros que se dibujan en el entorno apenas distante; y era allí, el mortal de inquietas jurisdicciones, de cuestionados fueros, de éticas potestades, enfrentado a la imagen que había avistado en la fotografía sepia del impreso, sin más movimiento que las ondulaciones que manifiesta su visual atribulada, sin más expectativa que la contemplación pasmosa de una escena enlodada por acertijos ignorantes de resolución, sin más estímulo que la ignota afectación que le origina la aseveración del estado de los cuerpos que antes fueron objeto de su expiación, cuerpos roídos, mutilados, mancos, amputados, parvos y tullidos, adjetivación certeramente insuficiente para representar los daños y averías en que se encontraban las ocho humanidades que aún esperan por identificación en el vientre estéril del Centro Médico Legal, y las otras tres que ya fueron retiradas y que ahora con seguridad, se desintegran bajo tierra o se acumulan como exiguas cenizas en una cripta, destino que depende más de las creencias de los que quedan en posición vertical, de los que yacen perennemente horizontales.

Allí está el hombre bueno, de inspiración altruista, puro en intenciones, noble en actitudes, a metros del esqueleto calcinado de la vivienda que alojó el sueño de los locos, deteniéndose en las estructuras apolilladas que aún quedan en pie, en los cimientos fracturados que antes le servían de sostén, en la puerta mordida por la filosa dentadura del fuego, en el revestimiento de madera desunida por donde ahora se cuelan fulminaciones solares, en los vidrios esparcidos en la falda de la morada, que dejan al descubierto los enseres carbonizados que se apuestan más allá del hueco que era abrigado por ventanas, visillos y cortinas; migajas de escritorios, arrimos, lámparas y sofás; pinturas truncadas de acuarela remangada que transforman el paisajismo en imagen abstracta, en fin, todos aquellos esperpentos elaborados con madera y que ahora no son más que elementos desfigurados de brazas apagadas; un espectáculo hostil, en el que sólo resistieron los armazones y armaduras de las lechos, de los comedores, de la cocina y de otras manufacturas confeccionadas de acero.

Caminó el hombre acercándose a las decrepitudes en que se encontraba la flora del jardín, a las decadencias que forraban el horno comunitario, a las ruinas que retrataban una fragua vetusta, y no pudo ir a más allá, pues el pasillo exterior donde se apilaban los domicilios más íntimos, pese al paso de los días, aún se encontraba cercado por una franja de plástico amarillento, que fue instalada por la policía a penas los vivos y muertos fueron retirados de entre los escombros; se detuvo nuevamente a contemplar la fachada menoscabada, y cuando se aprestaba a acometer la insolencia de traspasar el anillo perimetral que alerta o cuida las pesquisas, vio salir detrás de lo que quedaba de casa a un policía encargado de vigilar las inmediaciones.

¿Le puedo ayudar en algo?, preguntó el uniformado, cuando aún estaban separados por más distancia que la que se dedican dos árboles al momento de plantarse. “Sí, gracias. ¿Sabe usted quién está encargado de los peritajes?”¿Por qué le interesa a usted esa información? “Disculpe, no me he presentado, yo soy uno de los forenses que estuvo encargado de los cuerpos”, dijo sin pronunciar más nombre que la etiqueta de su cargo, que ya era bastante cuando la intención es abrir puertas ante los de menor rango. “Un tal fiscal Encina”, contestó con confianza el vigilante y con un dejo de desprecio, sentimiento natural hacia la nueva embestidura que le otorga el nuevo modelo de justicia a los civiles, y que se hace más pronunciado en los pueblos pequeños, donde los carabineros son figuras ilustres, insignes, conspicuas. ¿Y sabe usted en qué va la investigación? “Se rumorea que ya tienen sospechosos”. ¿Alguien en particular? “No tengo más información señor forense”. “Agradezco su gentileza”, dijo el de ocupación fúnebre, al tiempo que sus pasos se perdían entre las aceras entierradas y pavimentadas del poblado, y su cabeza desvariaba, tratando de imaginar las formas, grafías y contexturas del o los responsables de semejante barbarie.


XIII

La plática, reveladora y debeladota que habían urdido Joaquín y doña Dominga en rincones apartados de los tímpanos de los idos, se había multiplicado como eco fácil en los valles, montes y depresiones del sueño del enfermero la noche siguiente y la subsiguiente a la palabra revelada, y ahora se veía encomendado de tareas restrictivas, restringidas y delimitadas, que lo obligaban a sofocar la luz cuando el sol apenas se apaga en su clamor estival, a descontar la carne de la dieta familiar y peor aún, a recortar los ya cercenados estipendios que los vulnerables recibían como subsidio, gabela o contribución de las manos invisibles del Estado; y aunque el dinero no era decidor y tal vez ni siquiera necesario para los personajes ignotos, excéntricos, desequilibrados o retrasados -pues éstos nada entendían de patrimonio o capital- el nuevo descuento en sus colillas remunerativas, lo hacía sentir avaro, cicatero, usurero, ignominioso y ruin al fin y al cabo, aunque nada tenía que ver él en la decisión parida.

Con estas mortificaciones y desabrimientos cargaba el enfermero en sus hombros cuando se aprestaba a chequear a los aborígenes de la posada, diligencia que realizaba sagradamente cada término de semana y que incluía toma de presión, pulso, control del peso y otros avíos propios de su oficio. Con la voz, los gestos o las manos fue llamando a los que aún yacían tendidos en los tálamos, a los que paseaban sus imperfecciones por el plantío, a los que charlaban dislates y desatinos en el comedero, hasta que todos, uno a uno, de manera flemática o presurosa, iban aproximándose a la sala de estar, soltando los botones de los puños de su camisa para recibir el pulsímetro, abriendo la boca para alojar al termómetro que mediría el calor de sus cuerpos, subiendo sus anatomías en una pesa electrónica que delataría sus gulas y glotonerías, sus mañas, anorexias o faltas de apetencia; y tal como entraron, con estampa de ovejas encarriladas por el labrador, salieron del recinto para volver a sus ocios e inactividades, todos y cada uno de los que tenía por hogar el psiquiátrico, menos una anciana enajenada que seguía al interior de la sala, como era su hábito, con los ojos perdidos en el televisor.

La octogenaria en cuestión llevaba por nombre Rosario, una dama meñique, delgada, de declinantes ojos color miel, mandíbula hendida, arrugas haciendo ovillos y surcos en su rostro albo, y cabellos estrechos como pelusas y enteramente canos; que pasaba los días con la vista enlodada en la programación televisiva, sin más comunicación o nexo con la realidad que los sucesos, hechos, eventos, transmisiones y programas que la consumen y consuman. Fue la primera en llegar al hospicio, cuando el lugar recién estaba siendo habilitado para sus funciones, y una de las pocas en hacerlo de la mano de familiares, que tal vez extenuados de sus cuidados, de su arrobamiento, de su sigilo, se rindieron ante su propia incapacidad, incompetencia o invalidez, más de atención, que de afectos.

Rosario no tenía más sentido de realidad que el que adquiría a través de las crónicas informativas de los noticieros, de las relaciones extramaritales de las teleseries, de los chismes y voyerismos de la matiné farandulera, y de las bufonadas animé de las caricaturas; y sólo a veces, en ocasiones extintas, daba indicios de más vida, cuando al menos sacudía el cuello o hacía una mueca creída de sonrisa, ante los guiños descubiertos por el rechoncho Artemisa, que la acicalaba de canciones dobladas.

Con entereza el custodio iba arremangando los pliegues del antebrazo para tomar las pulsaciones de su corteza senil; con paciencia acomodaba el termómetro en la rendija entreabierta de su boca, y con un poco más de esfuerzo, logró que Rosario se retirara de su hipnosis para llegar hasta la pesa donde su bulto delataría el volumen de su armatoste.

“Estamos listos”, monologó el protector, ante la mirada que poco tenía que decir de la anciana, que ya había devuelto su vista a la caja de Pandora, que a esas horas transmitía la teleserie vespertina, un drama cebollero y lacrimógeno, con aires venezolanos, con heroínas ciegas, pobres y excluidos, y un hermano perdido que terminará siendo el amor imposible en el clímax de la historia.

Salió Joaquín de la sala, con dirección al escritorio, recordándose la tarea de recolectar, y cobrar el lunes siguiente, las pensiones y rentas que llegarían aún más seccionadas a los bolsillos de los que caminan sin más destino que sus propias contradicciones.


XIV

A lo menos un nacimiento de luna y dos de soles tardó el forense más joven en encontrar al tal señor Encina, que había salido al ruedo en la conversación pasajera que se bosquejó bajo el paisaje cremado de la casa que antes sirvió para acoger a alientos inconcientes. Lo encontró en el pórtico del tribunal, justo cuando el suscrito acababa de entregar la carpeta documentada del caso siniestrado, para que los que están dotados de facultad aprehensiva, pudieran ordenar los trámites pendientes al alero de las pruebas doctas, confiado en que las evidencias, testimonios y argumentos ilustrados, tuvieran el peso suficiente para hacerlo. ¿Señor Encina?, se atrevió a preguntar el de artes medicinales, al reconocer el rostro que antes había sido retratado en la fotografía del diario. “Sí”, respondió el de destrezas jurídicas, abriéndose a la conversación, que se inició con protocolares saludos y presentaciones, y que luego dio paso a pláticas más sólidas e intensas. ¿Ha encontrado pruebas suficientes para iniciar proceso? “Espero que sí amigo mío, al menos todo lo que recopilé ya está en poder de la corte que es la instancia que ahora debe dirimir e instruir los pasos siguientes”. “¿Y cuáles son esos pasos?, disculpe usted mi ignorancia”. “Declaraciones, juicio abierto, en fin, debido proceso”. ¿Y cuánto demora eso señor fiscal? “Espero que la próxima semana ya tengamos noticia”. ¿Algún sospechoso? “Más de uno amigo mío, pero sería una imprudencia adelantarle hipótesis respecto a un juicio que aún no es tal”. “Descuide, lo entiendo”. ¿Y los cuerpos, ya fueron retirados? “Sólo tres de los once, señor fiscal”. “Qué pena hombre, por eso yo digo que no hay mayor condena que el abandono”. “Tiene usted razón, es muy triste verlos allí sin más destino que la experimentación o la fosa común”. “Aquí tiene mi tarjeta por si más adelante requiere información”. “Gracias”, atinó a indicar el médico para cerrar el diálogo, al mismo tiempo que el timbre de su celular advertía llamada. “Hasta luego”, alcanzaron a decirse los que antes conversaban antes de apartar sus sendas. “Aló”, pronunció al auricular inalámbrico mientras caminaba hacia un café, peldaño previo de su jornada científica. “Aló”, le respondieron al otro lado de la línea. ¿Dónde estás?, preguntó el forense de sensibilidad menos pronunciada que junto a él había escudriñado en los cadáveres. “Camino a un café, antes de entrar al trabajo, ¿Por qué? ¿Ocurre algo?”. “Nada grave, es sólo que recién llamó una mujer afirmando que uno de los muertos es su familiar y que necesita retirar el cuerpo durante la mañana”. “Ojalá así sea, por el bien del cuerpo digo yo”. “Es verdad, ojalá coincida con lo que ella busca”. ¿Y cuál es el problema? “Que yo debo retirarme en una hora, ya que tengo una reunión urgente con el jefe de hospital”. “No te preocupes, antes de una hora estaré ahí”.

Pensó en saltarse el café, pero se dio cuenta de que aún le sobraba tiempo para darle extinción a un brebaje; respetó su trayectoria, se sentó en la misma terraza que lo había acogido los días preliminares, y una vez concluido el contenido de la taza, marchó hacia la morgue para atender la demanda de la mujer que había llamado a priori, que ojalá fuera cierta, en cuanto su interior descansaba cada vez que la piel yerta era reclamada en nombre de la sangre que carga la genealogía; esperó un momento y vio la figura de la mujer aparecerse delante de sus ojos. Se trataba de una mujer de unos cincuenta bien llevados años, alta estirpe -eso se nota en el caminar, en los modos, el maquillaje, las ropas y los accesorios- vestida de un traje de lino negro, escuetamente decorado por un cinturón blanco, un sombrero de igual tono con un cinto albo vadeando su circunferencia, y unos lentes templados que al retirarlos dejó al descubierto unas pestañas curvas y espigadas, ojos verduscos de plañidero temple y el rimel ligeramente dilatado. ¿Puedo pasar?, preguntó con tonalidad grisácea. “Adelante”, respondió el médico con aires de reverencia, como si le estuviera caballerosamente retirando la silla de la mesa para que tomara asiento. “Vengo a retirar a mi hijo”, sentenció la mujer con convicción que el interlocutor no quiso poner en duda. ¿Cómo es su hijo? “Alto, blanco, gordo, me imagino que sigue intacto, la verdad es que hace mucho que no lo veo”, reconoció acongojada por la culpa. El forense recorrió el perímetro y los contornos de su memoria para dar entre todos los cuerpos revisados, con el que coincidiera, sino íntegramente, por lo menos en vislumbres, por la descripción proferida. “Hay un hombre que podría corresponder a su representación”, advirtió antes de abrir el ataúd metálico que contenía las exequias de una masa voluminosa que de no ser por los dotes del tren inferior bien pudo haber sido una mujer. “Es él”, afirmó la dama adolorida por la certeza.


XV

Era lunes, día de recuentos y descuentos antes advertidos, sino a los comensales, por lo menos al ejercicio literario; lunes de treinta grados a la sombra, que se hacían más intensos con los vapores que recitaba el horno apostado en el patio, que se veía obligado, por apetencia y necesidad, a extraer de su fuego medio centenar de panes amasados, esponjosos por el yudo, acuosos por la manteca, gibosos por el efecto de la levadura, que más temprano que tarde serían engullidos con margarina por los oriundos especímenes que se daban cita en sus intermediaciones.

La tarea estaba bajo el alero de Joaquín, que si bien se había titulado de enfermero, para orgullo de su familia proletaria, había aprendido a potenciar otras habilidades, que lo tenían muchas veces oficiando de guardia, lavandero, sacristán e incluso panadero, como hoy, exceptuando la demasía de deberes de la cocina, que estaban a cargo de una mujer ya mayor que casi no forma parte de la narración, no por un dejo elitista ni por arbitrio discriminatorio, sino por responsabilidad del propio personaje, que por misión u omisión, no tiene cabos sujetos de ninguna punta, vértice o extremo de las historias que arrebatan el psiquiátrico.

Los de dictamen díscolo hacían un círculo desordenado a unos metros del horno, trecho que no pasaba de los tres metros y que pudo ser menos si no fuese por las caliginosas, candentes y abrasadoras emanaciones del fogón, que ya tenían a algunos asistentes con el rubor, soflama y sonrojo arrebatando sus fases. Joel y otro de los internos ejercían de colaboradores en las tareas posteriores a la extracción de las masas yudadas; ordenando los bollos sobre un larguero, esparciendo pincelazos de yema de huevo sobre la superficie opaca de los panecillos, cubriéndolos con trazos y trozos de sacos de harina para mantener sus bochornosas difusiones; Herminia oficiaba de espectador junto a una multitud de voluntades fantasiosas, de pie, con los aposentos acomodados sobre bancas, o en cuclillas sobre la superficie rústica de la tierra erosionada; todos eso sí, a punto de romper la hiel, por sus ansias ignotas de freno, rienda o autocontrol; mientras Artemisa mediaba de bufón, como era su costumbre, situando con guantes un par de acopios aún fogosos sobre su tórax, que simulaban un sostén amasado y que despertaba los cosquilleos, risas y carcajadas de los que yacían allí aglutinados.

“Necesito contarles algo”, interrumpió el enfermero cuando la segunda y última horneada ya estaba al amparo de las concavidades del crisol. “Díganos tío”, contestaron en forma desordenada un puñado de los turbados que gozaban de atención más lúcida. “La mesada será más pequeña este mes y quizá los próximos”, sugirió con honestidad el que disfrutaba de razón impoluta. ¿Por qué tío Joaquín? ¿Qué pasa?, se atrevió a reclamar respuesta uno de los condiscípulos que atendían. “Estamos con un déficit que no hemos podido solucionar”. ¿Cómo déficit?, preguntaron los que manejaban breve vocabulario. “Nos falta plata para hacer funcionar la casona, ¿entienden?”. “Sí, sí, por mí no hay problema, haga lo que tenga que hacer”, señaló Joel. “Por mí tampoco”, se sumó Herminia en su rol de mujer obediente que siempre camina al lado del marido, pese a que estaban casados sólo por la piel y los afectos, quedando la justicia al debe de su demanda. ¿Hay alguien a quien le afecte esta reducción?, preguntó el de vocación social. ¿Me alcanza para los cigarros tío?, preguntó Eneldo, un hombre con pánico que escuchaba en los potreros del círculo de las humanidades. “Sí, no tienes de qué preocuparse”, lo tranquilizó, al sumar y restar el coste de los tres cigarrillos diarios que sagradamente consumía y consumaba aquel que contradictoriamente se había revestido con la responsabilidad del cuidado de las matas, madrigales y verdores que integraban la circunscrita y confinada flora del vergel. “Yo no tengo problemas mientras me alcance para maquillaje”, agregó Artemisa enfundado en labial, sombra y rubor.

Con el pan ya cocido y la venia de los involucrados salió el de mollera salubre a cobrar las nimias dietas que el gobierno entregaba a los postergados, que no eran todos pese a lo evidente de sus vulnerabilidades, sino sólo aquellos que cumplían con una serie de requisitos excluyentes y documentados. Salió con la integridad ilesa, el honor indemne y la patria interna conciliada, diciéndose a sí mismo, que ojalá las medidas que doña Dominga había tomado fueran suficientes para mantener en pie no sólo el recinto, sino las esperanzas y sueños de los que en él habitaban.


XVI

Emergió el cuerpo rollizo de la morgue enconada de muerte, cáscara dual, que tanta utilidad habría prestado a macho como a hembra, y previo a su egreso, cada una de sus fisonomías marchitas quedaron de manifiesto: rostro albino, ojos mustios color miel, decolorados por la embestida del deceso, labios gruesos aún entintados por pixeles de labial deslucido, un corte entreabierto en la frente –quizá a causa de un tablón herido por el fuego, precipitado sobre el caletre que cayó sobre la víctima cuando aún poseía respiro- cuello saturado de pliegues a causa de la crasitud, pectorales flojos y mantecosos con forma de busto femenino, vientre cebado de lardos y cicatrices operatorias –a raíz de una pancreatitis que casi lo precipitó prematuramente a la tumba- genitales liliputienses e inanimados –tal vez reprimidos en su crecimiento por el deseo de femineidad- piernas rasguñadas y la clavícula rota que representamos en la génesis de la novela.

Lentamente fue vestido el ente momificado, con las prendas de tela costosa que su madre trajo la mañana siguiente al reconocimiento, trapos XL, paños níveos de etérea materialidad que fueron abrigando, forrando, encubriendo sus imperfecciones; las naturas que le fueron dadas por genética –claramente no de la madre que recordarán representaba una decena de años menos bajo el sombrero enlutado- como las adquiridas, primero a causa de su gula, después a causa del incendio. “Se ve tan distinto con estas ropas”, recitó la señora de ojos empañados por la pena. “Tan lindo mi niño, nunca debí dejar que te fueras”, sentenció la mujer al ala de sus culpas y de los yerros de aludidos que no estaban en el ruedo. ¿Perdonarías a tu madre si esta hubiese aceptado tu exilio? Inquirió la damisela buscando respuesta en la mirada tácita del forense. “Seguro habría un motivo que incitara la comprensión”, contestó el médico para aliviar el peso de su pecado. “Le juro que no fui capaz de decirle a mi marido que parara, que se detuviera ese día”, se excusó la cortesana extraviada en el sujeto de sus disculpas, mientras su memoria la llevaba al momento en que dejó que su hijo saliera a su viaje sin retorno. Fue una tarde de invierno, antesala del ocaso, cuando la chimenea liberaba bocanadas de humo, que se diluían entre el viento y la lluvia; atardecer de reproches, que luego se hicieron bramidos, insolencias y golpes, cuando el padre entró al cuarto del hijo y lo encontró besándose en la boca con otro pupilo de igual género. “Sal de aquí maricón de mierda”, le gritó el patriarca al que venía de fuera, al tiempo que daba tumbos con la mano empuñada, primero sobre el muro y luego sobre el primogénito. “Eres una vergüenza”, fue lo primero que dijo al mancebo atribulado. “Yo no tengo hijos maracos”, volvió a arremeter con la metralleta de los vocablos que pueden herir tanto o más que las municiones de acero. “Loco y puto es inaceptable”, continuó su monólogo que tanta animadversión y resentimiento cargaba. “Quiero que salgas de esta casa, ya no eres hijo mío”, fue lo último que dijo luego de que su palma de la mano se estrellara una y otra vez contra las mejillas de su filio. “No por favor, perdónalo”, suplicaba la madre, inmovilizada y pavorida ante el acecho de la violencia de la que fue testigo obligada. “No, no, no”, gimió sin pausa ante la mirada fría e indiferente del cónyuge y al constatar que había desaparecido tras la puerta la mirada tibia y dulce de su hijo floripondio. “No podrá defenderse solo”, fue lo último que dijo, antes de que el marido se encerrara en el despacho, sin más compañía que un whisky que bebió al calor del fuego.

“Me he culpado tantos años”, recitó la mujer al clínico después de haberse extinguido el pensamiento íntimo. “Estoy seguro que su hijo esté donde esté sabe bien de la honestidad de su disculpas”. ¿Cree usted en Dios?, preguntó la mujer. “Sí creo”, respondió el de profesión distinguida.

Con los documentos legales en regla el cuerpo fue puesto en el féretro, para luego salir rumbo a la carroza, escoltado por una falcada de individuos encorbatados que nada sabían de las confesiones que se habían desprendido a causa de la nostalgia y el arrepentimiento dentro de la gruta pasajera.

Se fue el carro, rodando lasitudes por la calle empedrada, y tras de él, en un automóvil viudo, la dueña de la cofia seguía lamentándose por lo que pudo haber evitado de haber sido fabricada de un material más sólido en cuanto a carácter y emociones.


XVII

Eneldo era un hombre sosiego, de poca habla y escasa compañía, que había llegado al psiquiátrico hace ya media década, cuando su familia se había rendido a sus cuidados, a las crisis de pánico y a las descompensaciones que cada vez eran más breves en periodicidad y más extensas en aguante. Al inicio era uno de los pocos pacientes que recibía visitas, pero lentamente fue menguando su compañía, hasta hacerse omisa, no sabemos si a causa del paso del tiempo o la distancia, que quiérase o no, todo lo agrieta, percude o extingue; o motivado por el deseo de no seguir siendo testigos de la enfermedad trepadora que muchas veces lo mantenía semanas encerrado en su cuarto, temeroso de todos los fantasmas que su mente inventaba, y que Doña Dominga comparaba con Jonathan Noel, el protagonista de La Paloma de Patrick Süskind, que se aisló en su morada a causa de una paloma que estaba erguida en su umbral. Iguales eran sus fobias, desconfianzas y manías; miedos y temores tan reales como sus motivaciones inexistentes, que lo hacían apagar sus párpados para silenciar imágenes inventadas, cerrar con doble cerradura la puerta para no ser objeto, codicie o presa de visiones inanimadas, jamás abrir las persianas de su cuarto para no dejarse atrapar por las miradas de sus fantaseados perseguidores, aprovisionarse de enseres perecibles e imperecederos, que guardaba bajo la cama, en el clóset y el velador para hacer frente a guerras que nunca llegarían; abastecerse de medicamentos, remedios y yerbas para sortear las plagas, pandemias y pestes que solo cobraban vida bajo su fuero.

La tarde que Joaquín llegó con las ofrendas truncadas de sus pensiones, que no era otro día que el mismo en que el pan cayó bajo captura del horno comunitario, Eneldo salió de su cuarto y a paso de hormiga, lento y bordeando la muralla, se dirigió hasta la sala de espera, la misma donde Rosario envejecía frente a la programación, para recoger su las migajas de su estipendio, que destinaría como lo hacía ya hace cinco años, al ahorro forzado por la pavura de su patología. ¿Cómo estás Eneldo? Preguntó el enfermero al avistarlo en la fila donde se cobrara el importe. “Bien”, respondió lacónico y con voz meñique que apenas llegó como un silbido al oído de Joaquín, por la distancia que lo separaba del tercer puesto de la fila. “Recuerda que mañana almorzaremos juntos”, le dijo el tutor, haciendo hincapié en una obligación bisemanal que el psiquiatra había recomendado como parte de la terapia para el que sufría de pánico. “Sí, si, recuerdo”, contestó el hombre con desgano, claro en las ocupaciones que le había asignado el neurólogo y que incluía el cuidado de la huerta, que ya dijimos hacía mientras fumaba uno de sus tres cigarrillos de consumo cotidiano. ¿Regaste el jardín?, preguntó el protector. “No, lo hago enseguida”, contestó el maniático, sabiendo que esa era una de las expediciones impuestas que debía consumar día por medio, mientras era apurado por un manojo de sus compañeros que atestaban la runfla.

Salió con rumbo al plantío, raudo, antes de que la noche le cayera en los hombros; abrió la llave conectada a la manguera, y tomando el tubo por el asa, roció la emulsión sobre la tierra prolífica, los arbustos almidonados, las hortalizas ya crecidas, las flores de pétalos abiertos; hasta que al cabo de tres cuartos de hora, finalizada ya la tarea, volvió a su refugio, que también era socorro, amparo y defensa; mientras el último de los feligreses recibía la porción tacaña de su paga.


XVIII

La corte había ordenado la apertura del juicio oral, así al menos lo retrataba el matutino del pueblo, cuyas mil copias de tiraje ventilaban sus hojas inferiores, mientras las superiores eran sostenidas por perros de ropa sobre tendederos superpuestos en los kioscos urbanos. “Con declaración de sospechosos se inicia juicio sobre incendio del psiquiátrico”, alcanzó a leer el joven forense por titular, antes de comprar el libelo y llevarlo hasta el café que ya era su segunda posada, o más bien la tercera después de su vivienda y la morgue. “Mañana a las diez de la mañana en el tribunal local se inicia el juicio que la fiscalía abrió para investigar las causas e identificar los culpables que originaron el mortal siniestro que afectó al centro psiquiátrico y que terminó con once víctimas fatales, siete de las cuales aún esperan por reconocimiento”, alcanzó a leer como entrada, antes de que hiciera una pausa para beber un sorbo del café que había pedido, antes de continuar la lectura. “La fiscalía llamará al estrado a la administradora del recinto Dominga Carvallo Vásquez y al enfermero Joaquín Rodríguez Rodríguez; a fin de dilucidar si les cabe responsabilidad en los hechos, así como en un hecho insólito para la justicia nacional, serán llamados a prestar declaración un grupo de sobrevivientes, pese a su deteriorada condición mental”, descansó nuevamente el lector ante el punto aparte, extrañado por semejante medida cautelar. “Este último hecho ha despertado la crítica de la defensoría pública, responsable de salvaguardar los derechos, la presunción de inocencia y la legitimidad del debido proceso de los acusados, argumentando la invalidez de las declaraciones que puedan esgrimir los enfermos, a causa de la limitación de su conciencia”. “El Fiscal en Jefe, Enrique Encina, justificó la medida, esgrimiendo la necesidad de ratificar las pruebas con que ya cuenta la fiscalía para demostrar la culpabilidad de los aludidos”. Cerró el impreso el médico, preso por las inquietudes y dudas que le causaba el caso, y llamó a su colega, el de vasta experiencia, para solicitarle permiso administrativo para el día siguiente, a fin de poder asistir a este momento épico, que por novedad, proximidad e impacto, seguro merecería la atención de la prensa no sólo local, sino la responsable de la configuración de opinión, fortalecimiento de conductas y movilización de masas a nivel nacional. “Ojalá la cobertura sirva para que vengan otros familiares a reclamar los cuerpos”, pensó en voz alta, antes de dirigirse a su domicilio.




XIX
Escasa fortuna había tenido la propuesta que doña Dominga había amasado durante noches desveladas a fin de que el Concejo Municipal aprobase un aumento presupuestario que le permitiese al centro psiquiátrico sortear las penurias, infortunios y desdichas que hace ya un año arrastraba sin poder salir a flote; irrisoria suerte para aquellos que habían en el epicentro de sus vocaciones cimentado un refugio que servía de abrigo a los que la naturaleza o la providencia les había privado no sólo de cordura, sino también de techo, vestido, comida y afectos; peor destino para aquellos que desconociendo los avatares del mercado, los resquicios de la oferta y la demanda, los devenires del debe y el haber, quedarían hoy al borde de la calle, a la que hoy no podrían acostumbrarse, no por falta de intención, sino porque en algo ha contribuido el apego, hábito y usanza en distanciarlos de una forma de vida tan animal.

Afligida e inconsolable llegó la dueña hasta su domo con la noticia, contrariada por la falta de disposición, voluntad política, discernimiento o criterio de aquellos que hacen del poder no más que un simple recodo del cual pueden valerse, beneficiarse o aprovecharse; se sentó en su escritorio, llevó las manos a la cara y echó a llorar, como no lloraba hace ya tantos años, cuando su emotividad estaba menos adobada, aguerrida o curtida por sus prácticas, mermas, detrimentos y sacrificios. Con el aspecto mortecino la sorprendió Joaquín cuando ingresó al estudio, llevando sus brazos y manos hasta las espaldas de su patrona, cierto de que las caricias en algo deprecian la agonía. “No fueron aprobados los fondos”, alcanzó a decir la guía mientras se secaba las lágrimas que caían por los carrillos. ¿Cuáles fueron los argumentos?, inquirió el empleado, ávido de coherencia. “Que éste es proyecto privado, que muchos de los internos no son originarios del pueblo, que era una responsabilidad del Estado, eso y otras cosas que no alcancé a escuchar por falta de razón”. ¿Y podemos hacer algo para revertir la situación? “La situación no es reversible amigo mío, todo está perdido”. “¿Cómo así doña Dominga? Siempre hay una salida”. “Esta vez no Joaquín, por más que ese fuera nuestro deseo, las cuentas se agolpan, estamos atrasado con los proveedores, llevamos meses sin poder pagar el agua y la luz, esta semana nos cortarán el gas, nada ya podemos hacer”. ¿Cuánto es el déficit? “Más de cinco millones”. ¿Qué haremos ahora? “No nos queda más remedio que cerrar”. “Pero no podemos cerrar doña Dominga ¿qué pasará con los que aquí habitan?”. “Encárgate de buscar lugar para aquellos que puedan ser trasladados, lugares y ciudades distintas, no importa, aunque difícil tarea será, debido a que nunca sobran vacantes en estas lides”. ¿Separarlos dice usted? “No tenemos más alternativa”. ¿Pero eso sería matarlos? “Muertos están entonces, a pesar nuestro”, alcanzó a decir, antes de que el llanto volviera a romper el cántaro.

Llevó su cuerpo el enfermero hasta el patio del recinto, miró las propiedades materiales y espirituales que se esparcían por las heterogéneas madrigueras de la casona, se detuvo en la umbría del huerto, en las antigüedades enderezadas y reclinadas que eran parte del patrimonio -no del suyo, sino de la morada- y en cada uno de los camaradas que a distinta velocidad velaban el espacio sentenciado; conmoviéndose por Herminia y Joel, que reposaban de la mano a la sombra del olivo; por Artemisa, que lavaba sus polleras, blusas y cintillos sobre la batea; por Eneldo, cuyo rostro se aproximaba temeroso por entre las cortinas que colgaban de la ventana; por Rosario, que a esa hora se apilaba frente a la televisión siguiendo sus fulguraciones; en fin, por todos aquellos que tenían por casa al psiquiátrico y por únicos afectos a los que él les declaraba.


XX

La sala del tribunal colmó sus asientos veinte minutos antes de que empezara el juicio; autoridades locales, las mismas que antes habían negado la subvención; medios nacionales, para los cuales antes ni este pueblo ni el psiquiátrico existían; vecinos acaudalados, que jamás habían desembolsado un peso de sus bolsillos para atenuar las demandas de la casona; dueños de fundos, que nunca confirieron un animal o un trozo de él para cubrir las necesidades proteicas de los que arrebataban el hostal; vecinos comunes y corrientes, que al inicio se habían opuesto a que un centro psiquiátrico ocupara parte de sus dominios, llegaron anticipadamente a la cúpula que en teoría debía ser ecuánime, neutral y equitativa.

El forense estaba sentado en la cuarta fila, entremedio del párroco de la única iglesia del pueblo y del policía que vigilaba el recinto cremado, que ahora se percibía distinto en vestimenta civil; mientras en primera fila, frente al juez que ya tomaba posición del estrado, se distribuían a un lado los acusados y al otro, los carentes de juicio, que servirían de testigos, que eran grabados a través de un paneo, un travelling, plano medio, americano o primer plano por las cámaras televisivas virtuosas de zoom.

“En nombre de Dios se inicia la sesión”, señaló el juez, dando inicio al juicio, mientras la secretaria de actas ya aporreaba con sus dedos el teclado de la máquina de escribir, donde sería registrada toda declaración, acusación o defensa, dicha o gesticulada al interior del circuito. Primero fueron presentadas las pruebas incriminatorias; las puertas cerradas con llave de los cuartos, las huellas dactilares del enfermero disecadas en el portón de entrada, las manchas de parafina esparcidas en algunos recodos del sitio amagado; y una serie de elucubraciones, la mayoría ciertas, respecto al vínculo entre la situación de quiebra del recinto y las posteriores inclemencias que atormentaron al inmueble; luego vino el turno de la defensa, más volátiles, menos tangibles que las esgrimidas al inicio del debate, y que se sustentaban únicamente en las inmaculadas hojas de vida de los inculpados, en las intachables trayectorias profesionales y atributos humanos.

“Que pase el primer acusado al podium”, ordenó el juez para que el jurado que reposaba sus ancas a un costado del lugar contara con evidencias más sólidas para su conclusión posterior. “Jura decir la verdad y toda la verdad”, dijo uno de los juristas. “Sí, juro”, señaló doña Dominga, que al parecer, nada sabía de las razones que motivaron el siniestro. ¿Por qué no estaba usted en el lugar del suceso cuando ocurrió el siniestro?, preguntó el fiscal Encina. “Por que ya era tarde y generalmente yo me retiro a las ocho, luego queda a cargo Joaquín, que es sujeto de mi absoluta confianza”, respondió abatida, pero sin dar el más mínimo indicio que pudiese inculpar a su subalterno. ¿Es cierto que estaba desesperada por la situación financiera en que se encontraba el psiquiátrico? “Es cierto, de hecho recurrí al Concejo Municipal que rechazó nuestra propuesta, pero eso no tiene ninguna conexión con el hecho fatídico”, rezongó la interpelada, al tiempo que alcalde y concejales disminuían su estatura, tardíamente avergonzados por su indolencia, para después continuar respondiendo las interrogaciones que no tenían más fin que incriminarla.

“Que pase el segundo acusado”, decretó el jurista de mayor rango, al tiempo que Joaquín subía a la grada a prestar declaración, también bajo juramento. ¿Por qué sus huellas están en la puerta de salida si usted duerme en el lugar señor Rodríguez? “Porque salí un momento del lugar”, respondió intimidado. ¿Cuál fue su destino esa noche? “Solo salí a caminar un momento señor fiscal”. ¿Está diciéndome que por una antojadiza caminata usted renunció su tarea señor Rodríguez? “Así es”. ¿Podríamos decir que cometió al menos una falta, negligencia, notable abandono de deberes? “Podría decirse”, se vio obligado a ratificar el interrogado ante el peso de los argumentos. ¿Podría decirse también que como caminó sin destino, no cuenta usted con coartada? “Podría decirse”, volvió a ceder el denigrado ante la reclamación del legalista. “No hay más preguntas señor juez”, terminó Encina, cumplida la tarea de haber sembrado la duda en el jurado.

¿Tiene testigos señor defensor?, inquirió el juez. “Sí señor”, respondió el aludido, y al instante Herminia, primero, y Joel, después, prestaron declaración, con énfasis en las atenciones, favores y cuidados que los ahora, a su vista calumniados, les habían proferido. “Los tíos son buenos”, alcanzó a pronunciar la enamorada, antes de que la regresaran del brazo al pupitre; declaraciones afectivas, emotivas, y también contradictorias con la información de prensa donde la propia defensoría se rehusaba al hecho que los pacientes oficiaran de testigos.

Cuando nadie lo imaginó, o por lo menos ninguno de la decena de los locos que se encontraban al lado de la defensa, Eneldo subió al pedestal a favor de los que buscaban la prisión para los acusados. “Esta defensoría no da crédito al testigo señor juez, el suscrito sufre de pánico y paranoia; no está habilitado para prestar declaración”. ¿Cuál es su nombre estimado? Pronunció el juez mirando fijamente al demente que ya había tomado posición en la peana. “Eneldo Antonio González Gajardo”, respondió titubeante, amilanado, tanto por los pesares del contexto como por los propios de su afectación. ¿Qué edad tiene señor? “Cuarenta”. ¿Sabe qué hace acá señor González? “Decir la verdad, señor juez”, alcanzó a responder, al unísono que el magistrado respondía un “No ha lugar” a la petición de la defensa.

¿Podría relatarle a los presentes lo que vio desde su ventana la noche del incendio?, preguntó con voz dulce Encina, como queriendo aminorar la tensión del que prestaba declaración. “Vi al tío Joaquín con un bidón caminando por el pasillo”. ¿Y recuerda que hacía con el bidón, don Eneldo? “Yo creía que iba a regar las plantas, pero esa era mi tarea, sólo echo agua sobre la madera”, reconoció con inocencia el signatario, inocencia que conmovió al jurado, a los asistentes e incluso a doña Dominga, que no parecía no dar crédito a lo que escuchaba. “El agua en cuestión era parafina. No hay más preguntas”, sentenció el querellante, instalando el pavor entre los presentes en una y otra ala de la pieza. He aquí el recipiente y el informe que confirma que las huellas impresas él, pertenecen al señor Rodríguez, dijo con las manos ocupadas por las pruebas que ahora se develaban irrefutables.

“Dime que es mentira”, se escuchó pronunciar a doña Dominga que tenía la vista y el alma aparentemente herida por la noticia. “No lo es”, respondió Joaquín asumiendo culpabilidad que ahora sólo reclamaba por la cuantía del castigo. ¿Por qué lo hiciste?, clamó la mujer visiblemente más no sabemos si realmente afectada, pregunta para la que no hubo más respuesta que un silencio y una mirada prendada al suelo proferida por el culpable.

El jurado tomó nota, se retiró y volvió con la sentencia: cadena perpetua efectiva.



XXI
Más de diez llamadas había realizado Joaquín en busca de un cupo, una vacante, un asiento disponible que acogiera a los míseros que ahora quedarían sin cobijo; llamadas infructuosas, baldías, áridas de respuesta positiva. Colgó el teléfono después del último intento, se comunicó con el Ministerio de Justicia que hizo oídos sordos y dio señas burocráticas para solucionar la demanda comunitaria, y finalmente, logró comunicarse con familiares de apenas dos de los veintiocho pasajeros que almacenaba la choza, los que para la tristeza del relato, nunca acudieron a retirar a los suyos.

¿Alguna vacante?, inquirió la administradora de la propiedad. “Nada”, respondió el dependiente. ¿Algún familiar dispuesto a hacerse cargo? “Ninguno”. ¿Alguna puerta que nos quede por golpear? “No”. Permanecieron mudos por unos instantes, mudos de impresión, de martirio, más ya no de incertidumbre, pues ahora tenían certeza por lo menos, que nada quedaba por hacer. ¿Qué piensas?, inquirió la patrona al creer ver un cambio en la naturaleza, temperamento y complexión de la mirada del súbdito. ¿Qué harán estos pobres cuando ya no tengan hogar?, respondió en interrogante y con verdad menguante, más no íntegra el que había sido demandado de contestación. “Volverán a vivir como antes”. ¿Y eso le parece justo? “Tú sabes que no comparto ese destino, pero debes aprender a hacer de tripas corazón”. “No puedo, no me conformo”, confesó Joaquín con un tono que se paseaba entre la melancolía y la cólera. “Debemos decírselo ya”, solicitó la mujer. “Esperemos un poco”, respondió el siervo. ¿Esperar qué? “Que aparezca alguna institución, una autoridad que nos ayude”. “Eso no ocurrirá, no seas ingenuo”. “Confíe en mí, deme un par de días”. Ella se quedó en su despacho, él salió camino al patio donde se sentó a un costado de Herminia y Joel, que a esas horas tomaban el sol como era ya costumbre. ¿Qué representa para ustedes esta casa? “Todo”, respondieron en forma unánime los que se hacían arrumacos. ¿Qué ocurriría si no la tuvieran? “No se tío ¿pasa algo?”, preguntó el varón. “Nada Joel, sólo sentí curiosidad”. “Creo que no sobreviviríamos”, respondió voraz el esquizofrénico. La palabra precedió al movimiento, y al instante Joaquín estaba camino a tomar una decisión que no juzgaremos acertada o incorrecta, hasta que la justicia lo haga de la mano del criterio del lector.


XXII

La celda que servía de hostal a Joaquín estaba fría, húmeda, abarrotada no sólo de fierro sino también de soledad, tanto como el preso estaba abarrotado de pena, frustración, incomprensión y vigilia, más no de culpa, pues en su fuero existía claridad del espíritu altruista de lo obrado, tal como oyen o más bien leen, ya que el acto, que ante la justicia y la muchedumbre era un crimen, antes su gobierno íntimo era el único proceder que le cabía ante el peso de las circunstancias. ¿Qué más podía hacer?, se preguntaba incrementando la confianza en su acto. ¿Soltarlos a la calle y dejarlos pasar hambre, frío, pellejerías que al fin y al cabo igual terminarían en la muerte?, recriminaba al vacío para sosegar su espíritu. “Hice bien en no exponerlos”, pensaba ahora en voz baja, para revalidar su elección forzada.

Caminaba de un lado para otro, llenando con sus pasos condenados el cubículo de cinco por cinco metros que ahora sería su última morada, circulaba aletargado, como queriendo reafirmar en cada tranco el resultado ciego de su miope conducta; se sentaba, se paraba, fumaba un cigarrillo como queriendo evaporar a través del desprendimiento de las cenizas el adagio que lo crucificaba y repetía una y otra vez la rutina, ignorante de otras formas de matar el tiempo al interior de la cárcel, jaula, presidio, no más que una correccional en virtud de los requerimientos de un pueblo pequeño como en éste.

El párroco esperaba en las afueras del pórtico enrejado. “Adelante padre”, señaló el preso, una vez que notó que la puerta cedía, ante el giro de la llave empuñada en la mano de uno de los tres gendarmes que existían en el pueblo. ¿Cómo estás hijo?, preguntó el sacerdote, que había conocido bondades del alma del ahora privado de libertad, las que se habían expresado en el diezmo, así como en otras donaciones que siempre en forma anónima había hecho a la iglesia. “Tranquilo padre, tranquilo”, susurró el recluso. ¿Estás arrepentido Joaquín?, preguntó el clérigo, con tono amigable y familiar, dado por los años de conocimiento que tenían el uno del otro. “Quisiera ver mi error para arrepentirme, pero excúseme usted y Dios si estoy en falta, pero no veo aún cuál ha sido mi pecado”. ¿No ves que has matado hijo mío, que has atentado contra el quinto mandamiento? “Dígame cuál era la otra opción, si no hubo ni un solo mortal que sintiera clemencia por estos pobres que quedarían sin protección”. “Siempre hay opción, es sólo que a veces no las vemos”. ¿Cuál padre, dígame cuál para sentir verdadero arrepentimiento y hacer lo que sea para obtener el perdón de Dios? “No acudiste a mí, que bien pude haberte ayudado”. ¿No pensé que la iglesia contaría con los fondos para hacer algo? “No cuenta hijo, pero siempre encuentra el modo”. Lloró el pecador al ver por fin el pecado en su acción, lloró sin pausa, todo el día, toda la noche, por la ceguera que había afectado sus sentidos y que había tenido efectos irreparables, lloró hasta causar un diluvio en su propia celda, sin contar con madera para construir la el arca que le asegurara un cupo en el cielo.


XXIII

Esperó Joaquín que doña Dominga saliera del recinto esa noche en que el plan ya estaba decidido, hizo tiempo hasta que todos los inquilinos lograran conciliar el sueño, y dos horas después de que había bajado el interruptor que dejaba en las sombras los cobijos de la casa, caminó en puntillas hasta la fragua, donde lentamente colmó de parafina una cuba, y después de haber dado a luz un suspiro, tomó fuerzas y caminó por los pasillos adoquinados. Cerró con llave cada una de las puertas que daban al corredor, y una vez que las tranqueras estaban presas por los picaportes, lentamente fue esparciendo la parafina en la falda de los cuartos enmaderados. Prendió un fósforo, que no alcanzó a dar lumbre por la acción de la brisa que había extinguido sus fuerzas, y pese a la advertencia de la naturaleza, volvió a encender la cerilla, que en flamas arrojó sobre el agua que no apaga el fuego, sino que lo aviva; y después de atestiguar la rapidez con que las llamas iban consumiendo los revestimientos de las habitaciones, cerró los ojos, salió por el portón y caminó sin destino cierto, con el llanto artero.

Las llamas empezaron a consumir los pies, extremidades, tronco y cabeza de la casona; la brisa en algo contribuyó a aumentar su volumen y a extender su dominio, y al poco rato, las flamas alcanzaban los rincones interiores, devorando los cuadros, los veladores; encendiendo los clóset, rasgando las ropas, achicharrando las pieles que gemían de dolor en sus cuevas incineradas.

Algunos trataron infructuosamente de salir por las ventanas abarrotadas, pero no consiguieron más que heridas en su forzajeo con el vidrio filoso; otros corrieron hacia las puertas incendiadas, que en las tinieblas no eran más que hogueras selladas imposibles de sortear; algunos se golpearon contra las murallas, como queriendo en su desesperación derribar el concreto, las vigas y los troncos que formaban su corporalidad; los menos se escondieron bajo la cama donde yacieron cremados, los más lucharon hasta encontrar una fisura, una grieta, una rendija que les permitiera huir del siniestro.

Los alaridos se podían escuchar a más de dos cuadras; gritos, aullidos, bramidos, quejas, súplicas y llantos que el viento llevaba hasta las casas apostadas unos metros más allá del psiquiátrico y que hicieron que pronto un centenar de vecinos se apostara frente a la casa en llamas; algunos ayudaron, otros permanecieron impávidos, pero todos para los que nunca el lugar fue grata compañía, sintieron un puñal atravesando sus pechos, una daga rebasando sus conciencias. Mayor fue el estupor cuando empezaron a emerger, vivos y muertos o más bien, vivos arrastrando muertos en medio de las hosquedades, sujetos heridos, magullados, en vuelto en llamas algunos, en vuelto en sangre otros, pero todos, pese a sus delirios, alucinaciones y demencias, contribuían a rescatar los restos ebúrneos y osteológicos de los que habían expirado su halo en el régimen de la efusión.

Artemisa holgaba en la cornisa de la ventana resquebrajada, tumbada en el suelo, con el cuerpo inerte, una astilla incisiva incrustada en su costa y los ojos abiertos pero sin presunciones de vida; Rosario, en tanto, vegetaba debajo de la cama, con los huesos ahumados en reemplazo de la piel de la cual apenas quedaban briznas y partículas; mientras otros nueve figuras se exhibían de las más disímiles formas y circunstancias; en posición fetal, cremados sobre la baldosa; con el cráneo roto, por un trozo de cielo que se precipitó sobre la mollera ya turbia; con la quijada desenmascarada y los molares a contraluz, producto de una llama que se rehusó a abandonar la mandíbula; escondidos en un clóset, petrificados y sublimados por la fuerza de los resoles; rasguñados, a causa de la impotencia que tiende a la flagelación; postrados, en el triángulo que forman las esquinas ennegrecidas por las favilas.

Herminia y Joel alcanzaron a escapar, cuando advertido por el fuego, este último atinó a retirar las bisagras, goznes y articulaciones de la puerta aprisionada; para salir casi desnudos, a ventilar sus presas al patio, donde estuvieran a salvo. Eneldo se salvó por la acción de terceros, de los pocos forasteros que ya narramos acudieron en auxilio de los que estaban siendo devorados por las deflagraciones y fogonazos, preso, desesperado, reafirmando sus convicciones nacidas del pánico, cuando había sido retirado de los apéndices y extremidades de los reflejos.

Afuera se encontraban los vivos y los muertos, y cuando el enfermero llegó y con ímpetu se abalanzó sobre la cacerola hirviendo de ardor y padecimiento, para convencer a los presentes de su inocencia, altruismo y acto heroico, un guiño advirtió al de culpas ocultas de que su contravención estaba en peligro de ser descubierta, que no era otra seña que el retroceso impulsivo y los ojos desorbitados del último rescatado.


XXIV

Dos días tuvo que contener sus ansias el forense de brío detectivesco para acceder a la celda donde Joaquín pagaba su ahora asumida culpa; días de novedades, donde la profecía autocumplida de su deseo, hizo que una parva de familias provenientes de los más lejanos rincones del país acudieran hasta la morgue para escudriñar los cuerpos, por si alguna evidencia, axioma u otro elemento probatorio los hiciera coincidentes en genealogía, ralea, casta o estirpe; y que terminó con otros tres cuerpos identificados, restando sólo cuatro por justa reclamación.

Compuesto, temeroso de la reacción del desconocido y con prejuicios que no le gustaba cargar ingresó al calabozo. “Disculpe usted mi imprudencia, pero necesito que me ayude”. ¿En qué podría ayudarlo yo a usted?, contestó el cautivo. “Desde que vi los cuerpos no puedo concentrarme en más tarea que saber qué motivó este hecho”. ¿Estuvo usted en el incendio?, preguntó el recluso. “No señor, no estuve allí, los cuerpos sólo los vi cuando llegaron a la morgue. Yo soy uno de los forenses que tuvo que inspeccionar las corporaciones”. “No envidio su tarea, disculpe usted que se lo diga”. “Lo entiendo, no es fácil de comprender”. “Imagino que lo que he hecho tampoco”, afirmó el sentenciado. “Exactamente, pero sepa usted que yo no tengo ambición de juez, sólo quiero despejar mi inquietud y poder conciliar el sueño”, confesó el médico. “Creí que les estaba salvando”, susurró el desahuciado de libertad. ¿Cómo así?, preguntó el curioso, sin observar coherencia en la respuesta. “Estábamos en quiebra, debíamos cerrar, busqué por todas partes quien se encargara de los afligidos, una institución, una familia, una persona, pero nadie contestó, absolutamente nadie”. ¿Me entiende?, inquirió el reo buscando empatía, más no complicidad, pues después de la charla con el párroco había entendido la errata de su acto. “Más o menos”, respondió el fisgón, obligando al emisor a profundizar sobre el tema. “No estaba yo dispuesto a que volvieran a la calle, soy un convencido que tarde o temprano hubiesen muerto, pero después de sufrimientos y padecimientos innecesarios, y eso no era justo, ya bastante habían sufrido en sus vidas para volver a ser discriminados, excluidos, aislados”. ¿Es decir que no tuvo usted más motivación que una hipótesis? “No hipótesis señor forense, una convicción” ¿Y por qué habló en condicional cuando dijo creí que le estaba salvando? “Por que es tiempo pasado, tarde me di cuenta que pudo haber existido una salida”. ¿Cuál habría sido esa? “La iglesia”.

No vio maldad el que respuestas buscaba, en aquel sujeto que en la calle era visto como un monstruo, ni una gota de perversidad, ni el más mínimo indicio de malevolencia; quizá solo un error, un equívoco, una acción sin más culpa que la desesperación que nubla el juicio, y cuando se aproximó al reducto donde habitaban los que gozaban de independencia, se conformó al pensar que “Ni el peor de los actos del hombre define al hombre todo”.


XXV

La ambulancia, los bomberos y la policía se agolparon en las quietudes e inquietudes de la casa siniestrada. Los del carro enrojecido se apiñaron sobre escaleras, se arrimaron a árboles, sobre el horno comunitario y en otras altitudes naturas e implantadas, desde donde dispararon chorros de agua que luchaba mano a mano con el fuego, tratando de detener su paso impetuoso y grosero; y cuando las soflamas había disminuido en altitud y anchura, se atrevieron a subir a la techumbre averiada, desde donde mojaron los interiores, apuntando a las esquinas, márgenes y otros rincones donde el fuego rehusaba a retirarse. Los de traje embotonado y verde dibujaban dos cercas en las inmediaciones del recinto, una invisible que servía de barrera a los curiosos y otra de materialidad plástica que se prendió de maderos ya enfriados, que buscaba circunscribir un perímetro indemne que más tarde sería escudriñado por peritos y criminalistas, al tiempo que trataban de controlar la masa, siempre ávida de enigmas y aún más de responsables. Los de delantal blanco retiraban los cuerpos y los apilaban sobre un terreno llano y desolado, formando una columna de anatomías imperfectas, anómalas, abiertas y bifurcadas, que al instante cubrían de pies a cabeza por telares nevados, al mismo tiempo que otros atendían a los que estaban lastimados, llagados, maltrechos y purulentos, para luego trasladarlos hasta el hospital local, donde serían atendidos con mayor aplicación y vehemencia.

Poco tardaron los del Centro Médico Legal en sentir el olor a sangre y alistarse en el sitio del ocaso, y lentamente, a vista y paciencia de los que miraban atónitos, boquiabiertos y estupefactos, retiraron las sábanas que cubrían los cuerpos y empezaron a embalarlos en sombreados morrales que empezaban a cerrarse del extremo inferior al superior, hasta contar once, que era el número de víctimas que había cobrado la ignición.

Algunas mujeres que eran madres no lograron contener el lloriqueo cuando desde su butaca expectante vieron pasar los bultos, una anciana no resistió la impresión y se desplomó al suelo, sumándose a los que habían sido atendidos y derivados al sanatorio; una pareja de jóvenes hipaba por el impacto que se hacía más fuerte pues más de una vez habían visitado a alguno de los que ahora se presentaban ante sus ojos sin vivacidad ni respiro; un par de niños lloraba por imitación y por falta de discernimiento, mientras la mayoría hacía elucubraciones, conjeturas, presunciones e hipótesis respecto a las causas del hecho infausto. El fiscal llegó al recinto pasada las dos de la madrugada; de pulcro terno y zapatos lustrosos recorrió los recovecos, largueros y curvas asadas; y cuando ya los peritos habían hecho lo propio, buscando pruebas que iban poniendo en bolsas transparentes, se aprestaron a emitir un juicio en voz baja, por temor al equívoco.

La apreciación fue escuchada por uno de los que por mayor cercanía espacial, tenía sus oídos dispuestos al acecho, y pronto la información se convirtió en rumor, ruido y bisbiseo que fue recorriendo las sartas de animosidades; creciendo en dimensión, cambiando en su matiz, desvirtuándose en su esencia. “Fue intencional”, dijo el primero que escuchó el siseo; “Dicen que hay un sospechoso”, transmitió el cuarto en descifrar el mensaje; “Están identificados los culpables”, decodificó el décimo en recibir la referencia; y así el dato fue transformándose en noticia, en acaparar portadas, en inquirir la atención de personajes insignes, de autoridades y de la prensa nacional; y así también, el mensaje de que las culpas eran plurales y no singulares, empezó a impregnar a la propia policía y también al fiscal, que terminó por requerir a una dupla de involucrados, no sabemos aún si por indicios fundados o por responder a la impetración del público.

Los cuerpos aludidos fueron dispuestos de forma horizontal, acopiados, sin espacio entre uno y otro, en compartimentos verticales en la parte posterior del amplio carromato del centro médico legal; y viajaron poco más de dos kilómetros, dieciocho cuadras para ser exactos, antes de ingresar a la bóveda que al inicio describimos, colmada por nichos de metal en sus extremidades y por camastros de igual materialidad al final del pasillo. Minutos antes, cuando el móvil iba camino a su cubil, la resonancia del teléfono despertó a los forenses, primero al ducho y a continuación al neófito, que en un abrir y cerrar de ojos por así decirlo, estarían frente a los muertos, prestos a desvalijar sus morfologías.


XXVI

Casi al cumplirse una semana de la reclusión a la que Joaquín había sido confinado, doña Dominga apareció en la puerta de la mazmorra, no sabemos aún por qué fines movilizada; y cuando el carcelero abrió la rendija, se instaló a estribor de quien había sido su subordinado, y en voz baja, casi imperceptible, como evitando ser escuchada, quitó las vendas a sus labios que durante un septenario habían callado. ¿Cómo estás? “Intranquilo doña Dominga”. ¿Qué pasa? “Hace unos días estuvo aquí el capellán y sepa usted que me dijo que él nos habría prestado ayuda si hubiésemos acudido a él”. “Mala hora encontró el curita para confesarse”. ¿Qué otra hora tendría, si nunca antes supo de nuestra suerte? “Tienes razón, no hay culpa en quien ignora”. “Eso me tiene mal doña Dominga, pensar que pudo existir una salida y que no la vi, que me cegué a verla, que dejé que tantos murieran, inocentes e ignorantes de su desgracia”. “Tranquilo amigo mío, no ha sido tu intención ni la mía lo que ha ocurrido”. ¿Y usted no siente remordimiento estimada patrona? “Compunción sí, más no arrepentimiento, lo que hicimos lo hicimos porque nadie nos ayudó cuando lo necesitamos”. “Tiene usted razón doña Dominga, pero si hubiésemos esperado un poco”. “Ya habíamos esperado demasiado Joaquín, no te mortifiques más”. ¿A qué ha venido, no ve que es peligroso que la asocien a mí? “Sólo quería darte las gracias por protegerme”. “No hay nada que agradecer, usted siempre fue buena conmigo y ésta era la única forma que encontré de devolverle la mano”. “Hiciste más que eso, que bien sabes que lo ocurrido fue tanto idea tuya como mía”. “No diga más jefa, lo hecho, hecho está”. “Gracias otra vez”, alcanzó a decir la que ahora aparecía reconociendo responsabilidades que en el juicio había negado, y si bien recuerdan, hasta disfrazado con loas de asombro y desconcierto.

En el límite exterior de la ergástula, el que da a la calle, tropezó con el fiscal Encina, quien la saludó con venia indiferente, ya que pese a la sentencia que la liberó de faltas, él seguía incrédulo de la inocencia de la mujer, pero no tenía pruebas para incriminarla.

¿Dónde están las pertenencias del reo?, preguntó Encina al escolta que amparaba la comisaría. “En ese cajón señor fiscal”, dijo apuntando el compartimiento inferior del escritorio. ¿Está allí el celular? “Me imaginó que sí señor”, volvió a responder el de menor embestidura. Abrió la gaveta, tomó el teléfono del convicto, lo encendió y se dirigió al ícono de las llamadas recibidas, no encontró nada, y finalmente, cuando fue al signo de las apelaciones salientes, vio el nombre de la mujer en la pantalla, llamada que había sido hecha a las veintiuna cincuenta horas, horario casi exacto al que el peritaje había señalado como inicio del siniestro. “Llame al juez y dígale que necesito urgente que me de una entrevista. Dígale que tengo pruebas para reabrir el juicio”, solicitó el fiscal, antes de salir raudo por la puerta.


XXVII

Los forenses llegaron a la morgue antes que la aurora dibujara la madrugada, exaltados, uno por la interrupción del sueño, el otro por la ignorancia de la praxis, que desde que había egresado de la universidad no lo había enfrentado a una situación tan borrascosa como la que ya intuía tras haber sido relatado el contexto general de la emergencia a través del teléfono. ¿Te sientes preparado?, preguntó el más viejo al que por fisonomía y aspavientos se develaba menos cursado en las destrezas de la muerte. “Creo que sí”. “Si no te sientes bien cuando estemos dentro, no te preocupes, recuerda que alguna vez también fui joven y pasé por esto”. “Está bien, agradezco su atención”. ¿Cuántos cuerpos simultáneamente has tenido que atender? “Uno, sólo uno”. “Prepárate, porque ahí dentro hay once que nos esperan”. ¿Once? “Sí, once, el incendio fue en el psiquiátrico, imaginarás que bien podrían haber sido más”.

Entraron al emplazamiento donde los cuerpos aún no habían sido desprendidos de sus impurezas; eso vendría más tarde, con la mujer que rociaría de viento los cuerpos antes de entregarlos a la revisión acuciosa de los expertos; y a penas el menor vio las deformes humanidades, allí tumbados sobre las hamacas de hierro, arrugó la nariz, tragó saliva y cerró los ojos, que no abriría hasta segundos después cuando sintiera que su integridad volvía en sí. ¿Te sientes mal? “Ya estoy mejor”, mintió el presumido de título pero carente de oficio. ¿Qué te parece el panorama? “Perturbador”, respondió sin atisbo de vergüenza por su debilidad. ¿Habías visto algo así? “En absoluto, sólo cuerpos ya momificados; éstos parecen tener aún el alma pegada a la piel”. “Es posible amigo mío, siempre y cuando creas en el alma y el purgatorio”. ¿Usted cree doctor?, preguntó el principiante. “No, la fe no es compatible con esta carrera amigo mío”. ¿Por qué dice eso? “Porque cuando la tienes te preguntas más de lo que puedes responder, te exiges más de lo que puedes rendir, te culpas por hechos que no dependieron de ti”. ¿Tú crees, verdad? “Sí, creo”. “La fe incrementa las debilidades”, dijo con tono hereje. “Para mi las amortigua”. “Coincidiremos entonces en que si existe Dios, existe purgatorio ¿verdad?”. “Eso creo”. “Y si existe purgatorio, ¿te has preguntado cuántos de estos pobres aún están ahí perdidos, buscando la luz?, inquirió con inflexión de sátira o soberbia, no lo sabemos con precisión. “Prefiero no preguntármelo”. “Es mejor así, sería más chocante aún, abrir cuerpos cuyas almas aún no tienen descanso”. “Es verdad”, reconoció el joven. “Salgamos un momento, dejemos que limpien los cuerpos, que ya luego tendremos de qué ocuparnos”.

Egresaron del lugar y dieron paso a la mujer, la de sobrantes años, carnes y gratitudes, que entró al campo estéril y abrió una manguera de viento intermitente que libró a los cuerpos de sus fragmentos malolientes.



XXVIII

Encina había logrado adquirir la grabación de la llamada que el hoy preso, había realizado a su patrona, segundos después de iniciado el incendio, y al escuchar el contenido, las dicciones escuetas pero determinantemente pronunciadas no había ocurrido otra cosa que la ratificación de su credo originario, aquel al que fue llevado por la razón y la intuición, sin distingo de ningún tipo. “Está hecho”, se escuchó la voz de Joaquín comunicando la noticia omisa. “Ya hicimos lo que teníamos que hacer”, siguió para esperar la respuesta conforme de la remitente. ¿Será rápido?, preguntó la destinataria. “Me aseguré de que fuese lo más rápido posible”, corroboró el emisor. “Tranquilo, no teníamos más salida”. “Lo sé doña Dominga, que duerma usted bien”. “Lo intentaré”.

El coloquio telefónico era indiscutible en sus intenciones y sólo era cuestión de tiempo para que llegase hasta el juez, y de ahí, saltara convertida en penalidad, escarmiento y castigo dirigida con certeza hasta la que se creía intocable por la mano de la justicia.

“Señor Encina, el juez está al teléfono”, reclamó el ayudante que a esas horas estaba al lado del fiscal. “Aló”. “Buenas tardes señor Encina, esta mañana recibí su solicitud, cuénteme, que intenciones tiene”. “Tengo una prueba que demuestra que hubo un cómplice en el crimen”. ¿Qué tan certero es el elemento probatorio del que me habla? “Irrefutable señor juez, es la grabación de la conversación que delata la conspiración del hecho acometido”. ¿Y quién está detrás de la cinta estimado fiscal? “La administradora del inmueble”. ¿Está usted seguro de lo que me está diciendo? “Absolutamente, acabo de escucharla”. ¿Cuándo puede traer la grabación a mi oficina? “Ahora mismo, si no es imprudencia”. “Descuide usted, lo espero en media hora en mi despacho”.

Corrió el jurista, ávido de rectitud, que era también almíbar para serenar su ego inquieto; literalmente corrió con la grabadora entre las manos, sin darle tregua, atravesando las residencias comerciales y particulares que competían altaneras al costado de la vereda, cruzando el kiosco donde antes guindaron los periódicos que graficaban la aberración del crimen, rebasando la terraza donde el forense fresco y tierno acostumbraba a tomar su café, esquivando los transeúntes que embutían la acera, hasta llegar a la fachada, cobertizo, delantera y acceso del mercado donde el juez bullía resoluciones. Entró al lugar, prendió la grabadora en presencia de su cacique, y concluido el relato electromagnético, escuchó lo que el ministro tenía que decir. “Bien hecho estimado Encina, dictaré sentencia sin necesidad de juicio”. ¿Y el debido proceso señor?, se atrevió a preguntar el jurisconsulto apegado al reglamento. “Las bestias no merecen debido proceso”, calificó el de poderío casi ilimitado. “Con esta prueba incriminatoria la señora Carvallo no tendrá más remedio que reconocer su infracción y con eso, llegamos a un acuerdo con la defensoría respecto a la pena”. “Disculpe mi atrevimiento señor juez, pero ¿por qué eximirla de un proceso abierto?”. “Este pueblo ya tiene demasiada pena e ira como para seguir avivando su fuego”.


XXIX

Dominga dormía la siesta cuando la policía llegó hasta su casa interrumpiendo sus sueños, a través del sonoro y reiterativo alarde del timbre que llegó como ventisca aturdidora despeinando su flequillo; exaltada se levantó de la cama, con el corazón apretado bajó las escaleras que separaban las alcobas de las prestancias del primer piso, y frunciendo el ceño, abrió la puerta, temerosa de una conjetura que se había asomado a su instinto, pero que le parecía improbable. ¿Qué pasa, qué es todo este barullo?, preguntó insolente y con incuestionable molestia.”Señora Carvallo, tenemos una orden de detención en su contra”. ¿Qué se me imputa?, preguntó con fastidio. “Está usted acusada de actuar como cómplice en el incidente del siniestro. Tiene derecho a guardar silencio, podrá llamar a su abogado, de no tenerlo el Estado le concederá una defensa, todo lo que diga puede ser utilizado en su contra”, rezaron los aprehensores, al tiempo que aseguraban unas esposas sobre las muñecas de la inculpada. “Esto es humillante, no es necesario”, decía la mujer, mientras trataba de librarse el peso que ahora afligía sus articulaciones.

Caminó esposada hasta subir al automóvil, a veces llevando sus manos atadas a la cara; en otras, soltando un murmullo declamatorio que derivaría en vagido cuando el volquete ya estaba en marcha, preguntándose en clandestinidad cómo habían descubierto su intromisión que le parecía tan prolijamente oculta, tan meticulosamente vedada. ¿Pudo Joaquín haberme delatado?, repitió consecutivamente a su cognición, mientras al vehículo ya llegaba a puerto.

Se abrió la puerta del carromato, bajó el bulto de las manos cautivas; del brazo fue conducida hasta el despacho del juez y después de una breve pero fornida entrevista, salió la mujer del despacho, sin fuerzas para reclamar clemencia, después de haberse escuchado urdiendo el plan que acabaría con el psiquiátrico en llamas. “Decida usted, cinco años y un día que es la pena mínima que exige la ley ante la comprobación de complicidad o un juicio abierto que bien podría concluir con veinte años o más, dependiendo de los cargos que se imputen, que nada difíciles son de probar en este caso”, había esgrimido el magistrado en los recodos de su escribanía. Y así salió la que se confesó culpable de los cargos, con dirección a una celda paralela que ocupaba su encubridor, pues no había cárcel más que este fortín mixto que hace años no recibía pasajeros en este pueblo donde las faltas, infracciones y delitos no son pan de cada día.


XXX

El día que arrestaron a doña Dominga, que era el mismo en que reconoció su falta a la luz de las evidencias y certidumbres, Joaquín estaba inquieto, con la mirada perdida y el alma corcovada, tanto por la noticia que llegaba como brisa salina recién despachada por el mar a sus oídos, como por pesadillas que se habían filtrado las últimas noches en las aristas de su sueño; alucinaciones laboriosas, que le traían de regreso a los que por su desliz ahora estaban ausentes, deslumbramientos nada amigables, donde Artemisa, Rosario y otros dos esperpentos llegaban hasta su sentido, descalabrados y maltrechos, erosionados por efecto de las brasas, solicitando auxilio y asilo que no tuvieron respuesta. Una a una se abalanzaron las almas purgatorias sobre el ánimo opaco del que deliraba, una a una llovieron súplicas, interpelaciones, ruegos y peticiones de asistencia, hasta que su imagen, la propia, la que creía salva, empezó a arder como aquellos que había encerrado bajo llave en sus madrigueras.

Ya lucido, desolado por el recuerdo de las desazones que invadían sus madrugadas, y más desolado aún, por la imagen de doña Dominga que pasó encadenada frente a su mirada, tomó una nueva decisión, otra vez sin ver pecado en sus actos deliberados; y fue así, como esa noche, apenas la penumbra se había agolpado sobre los rincones despejados, tomó las sábanas de su catre, las unió como si se tratase de una soga, amarró un vértice a su cuello, y después de haberse subido al respaldo de la cama y de haber asegurado el otro cabo a los barrotes de un hueco empinado, corrió con los pies la litera y se dejó suspender hasta que el respiro se le hizo imposible.

Allí terminaron los días del enfermero de nobles sentimientos y erradas acciones, allí finalizó su pesar por la constatación del error fuera de cualquier posibilidad de enmienda, allí concluyó el luto que cargaba por los que había herido a muerte sin más intención que su resguardo, allí remató su historia el hombre que mucho había aprendido de caridad y poco de perseverancia. Quizá esos menesteres los aprendería en el cielo, pues no doy crédito al infierno para el caso de los que se han arrepentido en las honduras más íntimas de su jurisdicción.



Dos cuerpos quedaron finalmente en la morgue sin saber de contestación; el resto había sido reclamado, temprano o tarde, por una rama, por endeble que fuera, del árbol genealógico que sostenía sus historias. El forense recto se encargó de la digna sepultura de los dos que quedaban para que no corrieran la suerte de los que sirven de experimento o de los que caen acopiados en una fosa común; se encomendó también a la tarea de buscar cobijo para los que quedaban vivos y que pronto deberían abandonar el hospital, donde curaban sus heridas, quizá con la pausa que dicta el destino incierto; y recién durmió tranquilo, en paz, cuando las tareas conferidas estaban hechas, no sin antes pensar en su intento por quebrar con la premisa de Hobbes de que “el hombre es un lobo para el hombre”.