domingo, 3 de octubre de 2010

La Carta (Del Libro de Cuentos Palabras Sacan Palabras)

Leticia arribaba de sus vacaciones, cuando su madre le ordenó ir al buzón sembrado en la costilla de la cerca, para recoger la correspondencia que pudiese haberse abultado tras casi una estación de ausencia.   La adolescente refunfuñó sílabas difíciles de descifrar al amparo de sus labios semicerrados; reclamación más propia de su edad  que de su carácter innato, pero caminó hacia el antejardín rumiando un chicle incoloro que se apronta a cumplir doce horas en su boca, que es el tiempo de viaje, desde que salieron de la casa de campo hasta llegar al exclusivo barrio que los acoge durante el año de ocupaciones; pisó el césped –prolijamente cuidado por el jardinero durante el verano- y llegó con su caminar ganso hasta el reducto con forma de casa que recibe las esquelas encima de la tapia, y que el jardinero no ha podido asear porque la madre de Leticia olvidó la llave en el bolso que la acompañó al paseo; miró por la rendija para ver que tan lleno estaba el conducto, abrió el candado y extrajo un cerro de sobres para los cuales sus manos apenas daban abasto.  Su tez alba hizo contraste con la escasa luz que había al interior de la sala, cuyas cortinas aún no habían sido abiertas para dejar entrar la luz del sol; dejó las cartas sobre la mesa de caoba, y sólo después de que facilitó el paso de los rayos de sol hasta la habitación blanquecina, que le hicieron apagar por unos segundos sus ojos verdes, volvió hasta el comedor y hurgueteó entre las misivas para leer los remitentes; acto inútil para su propósito, que no era otro que recibir noticias de un antiguo amigo de infancia que se había mudado de barrio hace ya tres veranos, y que confieso, aunque sea acusado de insolente, fue el primer amor de esta muchacha de pelo rubio, cuando apenas llegaba a los trece.
“Te prometo que te escribiré”, le había dicho Andrés antes de subir al automóvil donde lo esperaban sus padres y seguir la huella casi invisible dejada por el camión de mudanza que lo llevó a una ciudad que con el paso de los años le era imposible recordar; y que se había convertido en la primera promesa rota que mermó su personalidad cuando su cuerpo apenas evidenciaba el cambio de la infancia a la adultez, y que la harían dudar “para siempre” según se había prometido respecto a la palabra de un hombre.
Leticia separó cuidadosamente la correspondencia, a un costado la que pertenecía a cuentas de tiendas comerciales; a otro, las que traían el sello de casas bancarias; y en un tercer espacio apiló las que eran de personas naturales.   La primera, tenía sello aéreo, por lo que pensó de inmediato que pertenecía a su tía espigada que se había trasladado a Inglaterra cuando la dictadura llegaba al crepúsculo y de la cual recordaba sólo su afición por el orden, su elitismo y un comentario que profirió a boca de jarro a su madre en el pórtico del embarque internacional: “Que los Upelientos se queden con su país de mierda, pero yo no estoy dispuesta a volver a hacer cola”, le habría dicho antes de ingresar a la manga de acero y hacerse humo para siempre del territorio nacional.  La segunda, era un sobre blanco con letra imprenta, dibujada prolijamente con lápiz tinta; y si bien alimentó por un instante la esperanza de que se tratara de Andrés, el reverso le arrebató la ilusión de golpe y porrazo, cuando se dio cuenta que era una carta de un compañero de la marina, que tuvo su padre hace algunos años, y del que no tenía noticias desde que había renunciado a dicha rama de las fuerzas armadas, con el arribo de la democracia.   La tercera, sorprendió a Leticia por varios motivos.  Primero, porque traía una rosa dibujada en la esquina del sobre, lo que abiertamente interpretó como una cursilería propia de su abuela, a quien desestimó como expedidor pues había estado con ellos durante todo el período estival; segundo, porque no tenía remitente, asunto que llamó más aún su atención debido a que jamás había tenido en sus manos lo que ella decodificó como “un anónimo”; tercero, porque tras el papel emanaba un casi imperceptible aroma a perfume, que solo logró percibir cuando trató de leer a contraluz algo respecto a su contenido.  ¿Quién podría enviar una carta así a su padre? 
De pronto, sintió la voz de su madre acercándose hasta la sala, y por alguna razón que desconoce y que sólo puede atribuir a la curiosidad, tomó el sobre y lo escondió en uno de los bolsillos de su falda.   
¿Algo interesante hija?, preguntó la madre cuando ya la tuvo a su vista. “Lo de siempre, tiendas, bancos; una carta de un ex compañero de trabajo de papá y una última de tía María Luisa”. “Quizá qué maravillas contará tu tía ahora respecto a Inglaterra”. “¿Quizá tenga novio?”. “No se de donde sacas esas cosas”. “Siempre que te escribe es porque o tiene nuevo auto, nuevo viaje o nuevo novio”.  “Leticia, no seas irrespetuosa con tu tía”. “¿Pero si no está aquí mamá?”. “Aún así, no me gusta que hables mal de ella”. “Pero si no hablo mal, pero siempre que te escribe o se trata de hombres o de otras frivolidades”. “¿Cómo otras? ¿Acaso crees que los hombres también son frivolidades como tú dices?”. “Mentirosos”, para ser más explícita. “¿Esto se trata de Andrés, cierto?”. “Nunca cumplió su promesa”. “No lo juzgues hija, quién sabe, quizá sus padres se lo llevaron al extranjero, como tu tía”. “Aún así, yo hubiese escrito”. “Quizá olvidó la dirección”. “Vivió aquí toda la infancia mamá, no lo excuses; siempre haces eso”. “¿Qué?”. “Excusar, ya me oíste”. “No le hables así a tu madre”. “Pero si es verdad, con papá haces exactamente lo mismo, cuando llega tarde, cuando no llega, en fin, tantas veces”. “No voy a seguirte el juego Leticia, vete a tu cuarto”. “Eso no cambia lo que siento, todos los hombres son iguales”, alcanzó a murmurar mientras subía las escaleras que la conducían a su habitación.
Entró al cuarto de murallas tapizadas de afiches de moda, un espejo colgado sobre la puerta entregó su imagen inversa, se sentó sobre el cobertor que retrataba una noche de luna menguante, y con la confidencia que otorga la vuelta proferida al pestillo de la puerta, se atrevió a abrir el sobre misterioso que cargaba a hurtadillas al alero de sus caderas; desdobló la hoja, un tenue aroma florido se escapó al deshacer el primer pliegue y su vista se fijó en la primera columna, luego en la segunda y así jerárquicamente hasta llegar al último piso del folio, o más bien hasta el espacio donde se puede escribir un pie de página y que servía para la firma del remitente. 

Estimado Don Antonio:
Espero no le parezca una insolencia llegar de esta manera a Ud. pero confiada en la confidencialidad que se le atribuye a la correspondencia, me atrevo a escribirle ya que han pasado meses desde que no se nada de usted y eso nos tiene preocupadas, pues no es tal distancia no ha sido habitual desde nuestro reencuentro.  Encontré su dirección en la guía telefónica, y preferí comunicarme a través de esta carta, pues no tendría palabras para explicarle nuestra situación a su  hija, más aún, cuando la decisión de contarle lo nuestro, quedamos que sería competencia suya, cuando se sintiera preparado y no antes. 
Se que la situación no ha sido fácil desde que ratificó el vínculo que nos une, pero espero que esté tranquilo, que no se sienta presionado a ninguna decisión, pues sabré entender como en el pasado, que aún no explicite mi existencia a su familia, sobretodo por el temor que imagino le causa la reacción de Leticia.  
Ojalá pronto pueda venir a verme, aunque sea un minuto para estar tranquila de que nada ha cambiado y que no se ha arrepentido de asumir lo que represento en su vida.
El aroma de la carta es porque recordé lo mucho que le gustaron las rosas que adornan el jardín, aquella primera vez que lo vi entrar por la puerta de casa y que fue para mí volver a tener algo que creía perdido.
Un abrazo y un beso,
Amalia

Una lágrima se precipitó sobre el último párrafo cuando Leticia concluía la lectura, una gota de agua cargada de una aglomeración  de sentimientos que se balanceaban entre la tristeza, la irritación y el desencanto, y que no hacían más que ratificar las palabras que susurró al subir la escalinata, y que durante los tres últimos años tuvo como único destinatario a Andrés y su ofrenda quebrantada.  “No puede ser”, repitió negando con un movimiento de cabeza lo que estaba concluyendo. “No sería capaz”, reiteró al imaginar al padre engañando a su mamá en aquellos días en que arribaba pasada la o las otras en que simplemente no llegaba a casa, excusándose en que el barco no había podido zarpar debido a condiciones climáticas que hacían difícil mantenerse en pie hasta al acorazado más resistente a los vaivenes de la marea. “Pobre mamá”, amasó en  los labios, antes de romper en un llanto sin salida, con la razón nublada por una  infidelidad que se le presentaba tan evidente ante la rúbrica de aquella intrusa llamada Amalia, que había tenido el descaro de entrar a su casa a través de un relato perfumado.  “Hija, abre la puerta”, interrumpió la madre, cortando la cuerda de su congoja.  “Te he dicho que no me gusta que te encierres con llave”, repitió coincidiendo con el momento en que Leticia encontró un recoveco donde pudo esconder la prueba de su morriña, que fue el momento previo al que se atrevió a abrir la puerta, creyendo que el rastro de los sollozos se había borrado ante la insistencia de sus manos, que se esforzaron por ocultar la prueba de su melancolía. “¿Qué le pasa mi amor? ¿Estuvo llorando?”. “No, ¿por qué?”. “No me mienta, una madre siempre sabe cuando una hija tiene pena”.  “No es nada mamá”. “Se trata de Andrés, ¿verdad?”. “No tengo ganas de hablar ahora”. “Bueno mi amor, lávese la carita y baje para que cenemos con el papá”.
Leticia ingresó al tocador para ganar unos minutos que le permitieran aclarar sus perturbadas impresiones; imágenes dislocadas que se hurgaban polizontes en su mente y que no hacían más que reiterar en signos, caracteres y figuras, las vocales, consonantes, términos y dicciones recogidas de la carta que se había filtrado indiscreta por la hendedura del buzón. Se estacionó en el recuerdo de la frase  nos tiene preocupadas, y su preocupación se hizo creciente al asociar dicha pluralidad con una segunda familia, ya no sólo un desliz, una amante pasajera, sino otra esposa, otra hija, tal vez más de una,  que habían aprendido –forzadas quizá por la necesidad- a convivir con el fantasma de una casta paralela, una estirpe que había sido puesta de pie antes que la que se mantenía en omisión.  Frente al espejo, análogo al tiempo en que estrujaba el rastro de su desdicha, llegó a sentir lástima por aquella realidad paralela que se escondía tras la cita sabré entender como en el pasado, que aún no explicite mi existencia a su familia, pero lo que más la atribulaba, lo que la hacía aplazar su descenso al primer piso donde se sentaría a la mesa del engaño, era desconocer la exactitud del peso, estatura y talla de lo que aquella mujer representaba en su vida. Y si llegaba a representar más que ella y su madre ¿no sería preferible mantener el secreto? ¿Era necesario en nombre de la verdad arriesgar la estabilidad que hoy ambas tenían?, mal que mal, su madre jamás había trabajado y el único talento que había cultivado era administrar la servidumbre de la casa, y su confesión probablemente terminaría por arrojar por la borda la casa de campo, la educación privada, la vestimenta de importación, los viajes al extranjero, en fin, todos aquellos pequeños y grandes placeres a los que estaban habituadas.
Bajó las graderías hasta llegar al comedor; se sentó a la mesa con la mirada sujeta al suelo, el padre se inscribió a la cabecera y ante el silencio tácito de que marcaba a su hija, le preguntó si se sentía bien. “No es nada”, replicó la madre para encubrir lo que ella creía una decepción que se movía en el péndulo de lo afectivo y lo platónico.  La plática transitó desde las anécdotas vacacionales hasta el venidero ingreso a clases, y concluida la cena -un bife con salsa de champiñones acompañado de hojas de brócoli y repollitos de Bruselas sazonados con soya  y aceite de oliva- Leticia pidió permiso para regresar a su alcoba, única testigo de la revelación manuscrita.
Se dirigió al baño en suite, escindió la carta en mendrugos minúsculos que parecían celulares fragmentos de arena en su mano empuñada, los arrojó al excusado y tiró la cadena dos veces hasta que la evidencia desapareció por completo en su marcha en espiral.
Con los días y amén de una conciente premeditación,  el recuerdo de la carta se hizo más nubloso; las frases fueron deshilachándose hasta carecer de sentido, y concluidas un par de semanas, Leticia se llegó a preguntar si el contenido de la misiva no había sido más que una pesadilla.
El error de su conclusión llegó al segundo día de haberse iniciado el año escolar, cuando a metros del pórtico de su casa divisó al cartero disponiéndose a depositar la correspondencia en el casillero personalizado donde se podían leer los apellidos que arrastraba su nombre.  “Espere, no las deposite en el buzón”, habría berreado cuando se encontraba a unos quince metros de la cerca. “Yo las cargo, así no debo ir por la llave para retirar los sobres”, había impugnado cuando estaba a pasos del repartidor, segundos antes de que los documentos fueran barajados por sus palmas níveas y sus dedos delgados, y sólo un minuto previo a que su vista se estrellara con un sobre con aroma a dejavú. “No es posible”, musitó con los dientes apretados antes de subir a su cuarto, donde una vez custodiada por el pestillo, se atrevió a violar el contenido.

Don Antonio
Mi aflicción me mueve nuevamente a escribirle, acongojada por la espera de una respuesta que no llega.  He llegado a preguntarme si le habrá pasado algo; Dios quiera que me equivoque pero no encuentro explicación a esta distancia. 
Necesito verlo, no crea usted que es por dinero, que bien sabe es el último de los aspectos que me pueden importar, pero mucho me gustaría contemplarlo llegar a casa, ver que está bien, compartir un café que tanto le gusta o fumar un cigarrillo en el balcón pese a se que no piensa que no tengo edad suficiente para acarrear esos vicios.
De señales pronto, que esta preocupación me está forzando a buscarlo, aunque se bien las consecuencias que puede tener una llamada telefónica o presentarme sin avisar a la puerta de su casa.
Lo extraño,
Amalia.

El solo hecho de imaginar los ojos de esa mujer explorando en los ojos de su madre, separadas por tan solo el cubrepiso ubicado a la falda de la puerta, llevó a Leticia a cuestionarse si no sería mejor cegar su instinto y entregarle la carta a su padre, disfrazada con otro sobre y la imitación de la rúbrica que se había entrometido por segunda vez en su hogar que ahora pendía del hilo de su juicio aún inmaduro.  Después de todo, quizá la extraña que se refugiaba tras el papel era parte del mundo de su progenitor hacía ya mucho, y la vida podría continuar inalterable, sin mayores pérdidas que la memoria del hecho sabido y oculto. Sin embargo, después de una reflexión ataviada de fantasmas, donde se enumeran los espectros de la postergación, la incertidumbre, el desamparo y otros propios que caminan de la mano de la pérdida, la niña decide volver a amputar el manuscrito, del que empiezan a caer como gotas de sangre, flequillos de su corteza alba,  flecos de su cuerpo albino, mechones de su carne cana, guedejas que se van disolviendo en el oleaje  caracol que reposa al fondo de la taza del baño.
“No sería capaz de venir hasta acá”, sisea mientras intenta convencerse de lo apropiado de su acto, o al menos el que demandaba seguir manteniendo su familia indeleble; y así, buceando en un mar de de perplejidad, los días se esfuman entre los compromisos académicos, las obligaciones  sociales,  los débitos del consumo y los deudos eclesiásticos; y fue  precisamente un domingo soleado, después de cumplir el mandato de la fe, de haber orado un Padre Nuestro y un Ave María con las rodillas apoyadas en la banca de la Iglesia  a la que acudían sagradamente el último o el primer día de la semana –análisis más dependiente del credo que de las artes de la estadística o la historia-   que arriba del auto, a metros de la casa, vieron a una mujer joven, lozana, que seguramente aún no alcanzaba la mayoría de edad, al alero de la cerca, como una carta desprendida del buzón estacionado en perspectiva justo frente a su hombro.
“Qué hace ella acá”, preguntó la madre al padre; despertando una conclusión truncada en el fuero de la hija, quien se preguntó en sigilo hasta qué punto su madre estaba enamorada para admitir una relación paralela que ella jamás habría aceptado, ni aunque hubiese sido Andrés, que era definitivamente el amor de su corta existencia.  “Te dije que era necesario que lo conversaras con Leticia hace un buen tiempo”, volvió a reprochar la madre, antes de que el hombre que conducía el carro tomase la palabra.  “Leticia, debemos hablar”, dijo antes de que la niña estallara en llanto.  “Lo sé todo, lo sé todo”, dijo entrecortado por la emoción desbocada a la que conduce la angustia. “Me has decepcionado tanto papá”, volvió al acecho con palabras sollozas.  “Cómo puedes hacernos esto;  y tú madre, cómo puedes aceptarlo”, desafió con el alma en veda. “Jamás me imaginé cuando leí las cartas que esta mujerzuela sería capaz de llegar hasta la puerta de nuestra casa”, arremetió otra vez, con el rostro nuboso de lágrimas que parecían no agotarse.  “¿De qué cartas hablas mi amor?”. “No es lo que imaginas”, interrumpieron alternadamente los progenitores al asumir que la conclusión de Leticia se había descarriado hacia una vía impropia. “Papá no ha hecho nada malo mi amor, fue antes de que tú nacieras; incluso antes de que yo llegara a su vida”, agregó la madre evocando a la razón, que a esas horas transitaba por parajes distantes a la mente de la hija, al mismo tiempo que el padre bajaba del auto, para recibir con un abrazo exculpatorio a la mujer que esperaba frente al buzón.  “La mujer que está ahí no es amante de tu padre. Es tu hermana, mi amor”, concluyó la madre, segundos antes de acoger a Leticia entre sus brazos que le sirvieron de cuna para contener la tribulación. “Tu padre no lo supo hasta hace un par de años, cuando la madre de Amalia se acercó para revelarle esta noticia”.  “No sabíamos como decírtelo mi amor”. “Trata de comprender”, balbuceó sólo interrumpida por las pausas intencionales que puso al pronunciar tan cuidadas palabras.
“¿Te sientes preparada para saludarla?”, examinó la tutora mirando los ojitos aún acuosos de su niña que reposaba arrimada al árbol de su pecho. “Sí, estoy bien”, respondió Leticia irguiéndose como flor en primavera antes de atreverse a salir del auto para situarse cara a cara con aquel nombre que ahora tenía historia y que se había colado por la rendija del buzón en forma de carta.