jueves, 16 de septiembre de 2010

La última cajita de pastillas (Del libro de cuentos y relatos Diez Trajes para la Muerte)

Marito era distinto por muchas razones, y aunque sus padres omitían sus distingos y evitaban que sus diferencias marcaran su personalidad, no eran suficientes para que olvidara las réplicas del contexto, cosa entendible si atendemos al carácter del ambiente, siempre resistente al cambio, a la inclusión y a la integración de la diversidad.
Sus singularidades se estrellaban con la cotidianeidad, cuando sus piernas frágiles lo excluían de la “pichanga” del barrio, cuando las articulaciones de sus rodillas cedían ante el pedaleo de la bicicleta, cuando sus muñecas rechinaban al intentar trepar un árbol, en fin, cuando por culpa de sus huesos de algodón no tenía más camino que apartarse a la vereda de enfrente, sentarse en la berma y ver en diagonal la felicidad de los otros.
Marito tenía apenas nueve años, y ad portas de entrar a la escuela, un edificio público con número y calle de tierra, donde se habitúa a instruir la pobreza, se había enclaustrado en su cuarto, sin dar el más mínimo signo de conversar con el sol.
¡Qué pasa mi amor!, había interrogado la madre sin romper el hermetismo con que trataba de armar columnas y filas de uniformes colores en su cubo rubrix. ¡Todo bien hombrón!, inquirió el padre cuando lo vio hipnotizado con los ojitos adheridos a la caja de imágenes, logrando una exigua mueca, que  bien pudo decir S.O.S. como “todo bien viejo”.
Los juegos se sucedían en las afueras de su ventana, estrujando los últimos días de un verano que ya se apaga, y con la mitad del rostro por sobre la buhardilla, vio como los días se llevaban cada atardecer las sonrisas de los niños jugando al “luche”, al cordel, al “paquito ladrón” o a la escondida.
El día previo al ingreso a clases cerró la cortina de su cuarto, se escondió bajo el cobertor, y en la oscuridad más absoluta, sacó la última cajita de pastillas para dormir que hace sólo unos segundos había retirado del primer cajón del velador de su madre.
Tomó un sorbo de agua –que descansaba cómplice en un vaso apoyado en su cómoda- y dejó que la garganta recibiera unánimemente las píldoras que su mamá ingería para llamar al sueño.
La primera fue en nombre de los golpes que recibía de los niños mayores de la escuela; la segunda, en honor a las prohibiciones que le quitaban su infancia; la tercera, por la ausencia de amigos que acompañaran sus sueños; la cuarta, por la bicicleta que no pudo montar; y así hasta llegar a la última, la última cajita de pastillas.