jueves, 3 de febrero de 2011

Sesión de Fotografía

Mi bolsillo estaba vacío,  desocupado como el último carro del metro en su último recorrido del día, llano de dinero,  más no de codicias de consumo que me abordaban cual polizontes al pasar por las vitrinas del Shopping.

Ni una mísera moneda trinaba con otra en mi caminar zigzagueante por la avenida; apenas un número telefónico destiñéndose, decolorando su tinta sobre el arrugado papel que el olvido o el descuido dejó en la lavadora, y dos boletos de micro igual de borrosos y estriados que peleaban un espacio en la esquina inferior de la mezclilla.

Mis pasos recorrieron las costillas del palacio de la moneda, mis huellas dejaron atrás el portal de calle Morandé por donde ingresaba cada mañana el presidente allende; viré por agustinas, y cuando estaba en plena esquina del paseo estado, después de que el fuego encendiera la pasión del alquitrán y la nicotina, justo cuando  el humo dividía su trayectoria entre mis vías respiratorias, los pulmones y las comisuras de mis labios, una mujer con bálsamo a dinero y poder interrumpió mi espera ociosa y sin destino prefijo.

Nunca me había preguntado y por consecuencia respondido si estaba dispuesto a desnudarme por dinero; y si bien uno reconoce sus fortines físicos, las virtudes simples y heredadas que arroja el reflejo del espejo,  jamás habría imaginado que estas serían dignas de una propuesta, como la que interrumpió mi paso en ese canto urbano donde pasean el éxito, el fracaso, el existo y el subsisto.

No se confundan ustedes, si piensan que  la oferta escondía algún subterfugio lacivo, indecoroso o impúdico; a lo más convocó un debate en el fuero interno sobre lo ético y lo estético; no porque la desnudez sea en sí un elemento carente de moral, sino más bien por el peso social que el desnudo conlleva y que retrata a la perfección la hipocresía y el doble estándar de este país que cuelga como un apéndice en los vértices de América latina.  

Desnudez que es digna de loas  cuando pernocta retratado en sepia o en escala de grises, en una pintura o fotografía de una sala de arte; que es formadora de opinión cuando moviliza multitudes y es retratada por la cámara viajera de un fotógrafo errante; que es motivo de escarnio público cuando los medios lo paparazzean en el ejercicio de la prostitución o del travestismo patiperro que busca satisfacer las necesidades económicas de unos y las fisiológicas de otros,  en el asiento trasero de un automóvil, en las laderas del santa lucía o en el cántaro del Mapocho; desnudez que se consume como comida rápida en el horario prime de los mismos canales que visten rasgaduras de conservadores.

No me queda un peso.  Retorno al departamento compartido que está distante a 8 cuadras, 1 kilómetro del punto de referencia donde prendí el cigarrillo y la mujer de gafas oscuras me ofertó con complacencia.

Mi departamento me espera con un desorden que se ha transformado en hábito, costumbre, rutina.    La loza y el servicio del desayuno, con las comisuras deshonradas aún esperan sobre la mesa coja y asimétrica; la lámpara tiene su sombrero corrido sobre la cabellera ovalada que conforma la bombilla; los cojines yacen en contradictorias direcciones entre la tela del sofá y el suelo; y la ventana corroída por el descuido hace más oscuro el recinto.

Me interno en el baño; corro el tapiz que viste la pila y la ducha; dejo que el agua se haga lluvia sobre la vereda de cerámica; me desnudo, mi cuerpo se humedece y brotan las impurezas que recibí en las escasas cuadras que recorrí esta mañana.  Repito el rito que realicé después de despertarme, quien no lo haría cuando te dispones a aceptar una propuesta para posar desnudo ante una cámara, un lente, una o muchas miradas desconocidas.  Me recorro con la vista, el corte irregular de las uñas de mis pies, los músculos marcados en la pantorrilla, las hebras sutiles que aderezan mis muslos; el volumen de mis genitales, la tonificación de mi abdomen, el material sólido de que están fabricados mis pectorales, y finalmente mi rostro, ese que acusa cansancio de una vida viviendo al tres y al cuatro, el que esconde la melancolía de tantos caminos frustrados, y que muchas veces actúa como narrador omnisciente tras mis ojos verdes, mis pestañas largas, mis “margaritas” en las mejillas,  mi mandíbula recta y mi pelo castaño claro.

Me visto. Vuelvo a pisar las mismas calles que me soplaron al oído cuando el alba ya se había retirado; el sol tutela mi corto viaje, haciéndome cerrar los párpados cuando sus brazos de luz alcanzan el ventanal de algún edificio y la imagen se estrella en mis ojos.  Los peatones se convierten a mi paso, en un follaje de árboles que no dan sombra; que se mueven y zigzaguean como hojas abortadas de un otoño que se ve aún lejos; los vehículos transitan indiferentes a unos metros de mi costilla derecha, y solo un ruido monótono, un bramido recluido en la tierra, que no es otro que el murmullo incesante de lo  urbano, me acompaña hasta el final del viaje cohabitando en mi oído.

Un elefante blanco de albañilería me recibe mudo y estático en este circo arquitectónico que es santiago; donde colonial, neoclásico y modernismo son amantes furtivos.  Subo por su trompa escalonada de mármol y granito, hasta llegar a su lomo donde parasitan una decena de puertas numeradas, la última del pasillo se abre a mi paso.

Un  joven trigueño y de verdes ojos resplandecientes  es el cántaro donde caen no las aguas sino mis primeros pasos; y su sonrisa amplia y nívea como una luna creciente es la bisagra que separa el cuarto del  exterior ahumado por un smog que no da tregua a este santiago bizarro.   Me inspecciona con la mirada, me mide y revisa mi anatomía, y después de una mueca de aceptación arribista, de un dejo frívolo de beneplácito hedonista, sondea en el motivo de mi visita.   Me hace pasar, veo como un fotógrafo apunta el lente hacia un cuerpo masculino, perfecto hasta el último poro.

Nunca me había detenido a mirar un cuerpo masculino que no fuese el mío, ni me visualicé jamás observando a un hombre con un dejo de admiración, como al que tengo al frente y que es retratado por un zoom de se extiende y extingue, por un flash sin descanso, por mi mirada que en ocasiones busca el piso por sentirse avergonzada.  

Su rostro es un enigma que podría envolver a cualquier mujer u hombre a su paso: piel morena, ojos verdes, pestañas largas, pelo castaño, orejas pequeñas, nariz aguileña, barba partida.  Su cuello largo y elegante cae tenue sobre unos hombros anchos.  Sus bíceps y pectorales están marcados a fuego, y la vista me alcanza a la perfección para contar las seis calugas que se dibujan en su abdomen y que son la antesala de unos genitales que harían sentir inferior a cualquiera, incluido a mi, que siempre me sentí privilegiado por la naturaleza.

Me sorprende mirándolo. Escondo la cabeza como un avestruz en las cerámicas iluminadas, y solo la subo cuando siento la proximidad de unos tacos aguja escarbando el suelo y cuando reconozco la misma voz que me habló esta mañana en la arteria peatonal de esta urbe de asfalto.

“bienvenido.  Te ves muy guapo esta tarde”, me dice con una familiaridad que casi incomoda.

“¿sabes de que se trata esto, verdad?”. 

“Sé que debo desnudarme pero no se de que se trata”, respondo con voz pudorosa y con un rubor cálido estacionándose en mis mejillas.

“¿Tienes algún prejuicio con la homosexualidad?”, asalta.

“No, creo que no”, respondo inseguro.

“Estamos elaborando una revista para adultos gay. Datos, relatos breves, noticias, magazine y poca ropa para tentar al mercado, ¿comprendes?”.

“Sí”, respondo inquieto.

“Tenemos una sección llamada modelos anónimos, donde desvestiremos a hombres guapos que perfectamente podrían estar en la portada de cualquier revista, en la fotografía de una vitrina o en un pasarela.  Yo soy la encargada de buscarlos, ¿me explico?”.

“perfectamente”.

Me habla del sueldo, de que podrían volver a requerir de mis servicios, de oportunidades, también de los costos sociales de aparecer en este tipo de publicaciones. 

“con el monto ya se me borraron los prejuicios”, digo sonriendo.

Me hace pasar a una ducha cercada por cuatro láminas de vidrio de impoluta transparencia.  Lentamente voy soltando las prendas de ropa que conforman amarras más en mi mente que en mi cuerpo.  Los nervios se toman mis manos; desabrocho con torpeza mi camisa, bajo el cierre de mi pantalón, mis boxer bajan por las escaleras de mis piernas hasta rozar el suelo.  Sigo las instrucciones que me va dictando el fotógrafo, entro a la caja, abro la ducha, el agua tibia moja primero mi cabello y luego cada ápice de mi blanquecino cuerpo; giro, me abrazo, cuento mis costillas con las yemas de mis dedos y acaricio mis muslos. 

El flash me ciega en ocasiones; y tras el fotógrafo alcanzo a divisar la mirada de mi antecesor.  Me desconcentro, trato de volver a unirme al lente; sus ojos son más fuertes y le ganan la partida a la cámara.

La sesión termina, camino con la toalla amarrada a la cintura hasta un pequeño camarín.  Respiro agitado, más por la presencia del extraño que por el juego en el que acabo de entrar.  “más que mal, es un trabajo honrado”, me excuso.  La puerta se abre, el muchacho trigueño y de ojos verdes se asoma,  pasa por mi lado, ajando mi cuerpo. “Hiciste una buena foto hoy”, me dice mientras pongo atención a su toalla que se desliza entre sus piernas.  “Gracias”, respondo escondiendo mi agitación.

Me sorprende por la cintura, me besa; siento su bulto presionando mis nalgas.

Me visto rápido, cobro el suculento cheque que me hace sentir que todo esto valió la pena y dejo que la brisa del atardecer me despeine camino a casa. “fue mucho por hoy”.

Playa de Nudistas

Esa tarde de verano prometía ser una tarde común, un día de sol ordinario, refrescando la piel bajo las olas que bañan con aguas gélidas las costas calientes del pacífico.

El año académico había tenido su funeral apenas hace un par de días, y con ello también quedaban enterradas las maquetas, planimetrías y diseños de ese tercer año de arquitectura.

Arturo y Marcel pasarían por mí pasado el mediodía, un par de cervezas ayudaría a menguar los más de treinta grados que acompañarían nuestro viaje hasta la playa; almorzaríamos en viña, una corvina y un vino blanco en el restaurante de costumbre, aquel de grandes ventanales que miran al rostro del sector 5 de Reñaca; bajaríamos a que el sol flechara cada uno de nuestros zócalos y esquinas, la vista de mis amigos se perdería en las partes cóncavas y convexas  que se esconden tras bikinis diminutos; yo jugaría a engañarlos como ha sido mi costumbre durante este tiempo; y cálidos y calientes, jugaríamos a capear olas como es nuestro rito estival desde que terminamos el primer año de universidad.

El destino terco nos llevó por otros caminos ese día.

Salimos de casa pasadas las trece horas, luego de que marcel lograra deshacerse de su conquista bohemia que yacía a la luz del sol amarrada a sus sábanas, mientras Arturo cultivaba la paciencia sentado al volante de su auto detenido, en el frontis de su jardín.

La chica enfrentó la calle sin maquillaje y despeinada; un beso frío despidió y derritió el calor de los amantes; él subió al carro, tomaron la avenida excediendo la velocidad permitida, omitieron dos semáforos en amarillo, el humo de los cigarros se evaporó entre el resplandor y la velocidad; hasta que los neumáticos dejaron de caminar frente a mi casa.

Tomé unas cervezas en lata desde la nevera, me senté en la parte trasera del descapotable; sentí ganas de que Marcel se fuese al lado mío conversando; la carretera nos esperaba con su tránsito espeso y fogoso; el minutero avanzó con más lentitud en el epicentro de la ciudad y solo volvió a su rutina cuando tomamos la ruta norte que conduce a la costa.  Los envases de alcohol frío se abrieron un minuto antes de que apareciera un control policial custodiando el camino; las latas resbalaron intencionalmente de los flancos del volquete y su brebaje se hizo espuma sobre  la loza hasta desaparecer a la distancia sobre el asfalto excitado.   Retomamos el itinerario de nuestras intenciones prefijas; un collage de armonías disímiles emigró del dial sintonizado, encubriendo nuestro silencio, escoltando nuestro parloteo o  incitando un coro destemplado.




La brisa marina forjó el color del cielo y se arrojó fresca sobre nuestros rostros.

La taberna nos recibió con las mesas repletas y el ambiente cargado de fervor, odoríferos perfumes y destellos corporales.  Salimos de prisa, golpeando las puertas de otros locales para satisfacer los instintos o más bien el hambre que golpea la puerta de nuestro estómago ya pasadas las tres de la tarde.   La pesquisa infructuosa nos acarreó de vuelta a las butacas del automóvil. Prendimos otro trío de cigarrillos y salimos de un Reñaca saturado de vanidades, de quitasoles, de gargantillas de oro colgando de cuellos altivos, en fin, de aquello que de una u otra forma formaba parte de nuestras cotidianidades.

Cambiamos el rumbo, dejando atrás la algazara;  penetramos al camino que conduce al litoral central; contemplamos de lejos la flacidez y la pobreza que huelga en la playa “guachaca” de Cartagena; la música del automóvil ensució la quietud de San Sebastián; y antes de llegar a isla negra, a ese panteón donde la pluma encantada de Neftalí reyes lo transformara en Neruda, una solitaria mujer caminando por un sitio baldío llamó nuestra atención.

“¿Ese camino conduce a la playa?”, gritó Arturo poniéndose de pie en el puesto del conductor.

“Sí, pero solo se puede llegar caminando”, respondió la chica bronceada y curvilínea que ocultaba el color de sus ojos tras unas gafas ahumadas.

“¿Es una playa privada?”, inquirió mi compañero.

“algo así”, reveló ella trazando una risa que hizo más cercanas y amigables sus facciones.

“¿nunca han venido?”, inquirió firme sobre sus sandalias, con el pelo castaño al viento y un sombrero de paja abanicándose en su mano derecha. 

“No”, respondimos al unísono, como un coro de aves perdidas, indagando la trayectoria de su bandada.

“Es una playa nudista”, dijo con coquetería antes de encumbrar su mano al cielo en señal de despedida y darnos la espalda para retomar su itinerario.

Arturo y Marcel rieron con complicidad. “Yo ni cagando me saco la ropa, dije dejando al descubierto mis pudores e inseguridades”.

“No vamos a ver nada que no hayamos visto antes en los vestuarios”, emplazó Marcel, con la seguridad que le concedía su generosa herencia genética.

“Esta es una oportunidad única huevón”, increpó Arturo, con su usual guiño lascivo y el paquete ya marcándose bajo su pantalón.

“No pueden ser tan calientes los huevones”, dije tratando de arquearle la mano a una decisión decretada.

“Y tú no podí ser más maricón”, increpó Marcel, retando a mi orgullo.

Aparcamos el porche bajo la sombra frondosa de un árbol; caminamos, pasos que luego se transformaron en cuadras sin esquinas, nos detuvimos en un despeñadero; gradas  rústicas nos mostraban el vertical camino que conducía a la playa, y al reducir la distancia, empezaron a cobrar nitidez una decena de cuerpos desnudos y sus ocupaciones en tiempos de ocio.

Una pareja se besaba con ternura bajo un quitasol a rayas;  los senos de una morena seguían el vaivén del agua mientras capeaba las olas; dos muchachos caminan  por la huella que traza la espuma en la orilla mojada, y aunque sus genitales están expuestos, algo delata un deseo mutuo oculto en la forma en que se miran.

Las plantas de nuestros pies tocan la arena, mis amigos dejan caer sus bermudas y yo imito su arenga, quedando al descubierto nuestras desigualdades.

Arturo se empalma, y  pese a esa ventaja, se aprecia que es Marcel él más consagrado por la naturaleza.

“¿Te lo enmarco?”, ironiza al sorprenderme contemplado su bulto.

“No seai payaso”, me defiendo y trato de desviar el tema y la mirada, pese a la porfía de este sentido, que retorna sin previo aviso a concentrarse en su voluminosa dote.

Un deseo me recorre en sigilo y lo adiestro como lo he aprendido a hacer estos años en que me limito a acompañar sus andanzas de cazadores y a disfrazar mi instinto.

Arturo ya se apartó de nuestro lado, entró al piélago y ahora parlotea con la chica que nos reveló este nirvana anónimo.  Sonríen, se tiran agua; a la distancia cualquiera diría que se conocen hace ya muchos años.


“¿Quieres caminar un rato?”, me invita. Yo acepto mudo, como he aprendido a hacerlo, sabiendo que se me prohibe de otra forma.

Por lo menos un kilómetro nos separa del gentío; nos sentamos, jugamos a mirar el mar y él quiebra el silencio, sorprendiéndome.

“¿Desde cuándo te gusto?”, me pregunta con voz tenue, afectiva.

“¿De qué estai hablando?”, expreso sin dar la cara, mientras obligo a mi vista a seguir la línea de una gaviota.

“No te hagai el huevón conmigo, Joaco. Confía en mí”.

Mis ojos se estrellan de lágrimas contenidas; las mismas que escondo cuando besa a una chica, cuando me cuenta de sus conquistas, cuando encubro de sus infidelidades.

“¿De verdad querí saber?”, respondo ahora con los ojos fijos en sus ojos.

“Sí”, me responde sin expresión que yo pueda interpretar.

“Cuando te vi por primera vez, algo me pasó, algo cambió en mí. Jamás pensé que me podía llegar a gustar un hombre; pero entre más te conocía, entre más te tenía cerca, más iba acentuándose mi deseo de no perderte nunca”.

“Nunca me vai a perder, no seai tonto”.

“¿En serio?”, pregunté dejando al descubierto por primera vez todas mis vulnerabilidades.

El afirmó mi rostro con sus grandes manos, su dedo índice limpió una lágrima que arrancaba por mis mejillas, acercó sus labios, sentí su hálito, su lengua tropezó con la mía; una mano se mantuvo en mi sien y la otra se deslizó hasta anudar mi cintura; el peso de su cuerpo cayó sobre mis huesos; su piel cálida humedeció cada uno de mis poros, mis piernas se separaron buscando su fuego; su carne entró colmando mis concavidades; la oscilación de su cuerpo despertaba mis clamores y alaridos; mis muslos se erguían encadenando sus nalgas, hasta que el blanco clímax nos atrapó al unísono en un beso.

Mi cuerpo lo vistió durante algunos minutos, hasta que él rasgó el silencio y lo convirtió en sentencia.

“Ni una palabra de esto a nadie.  Tú también me gustas, y si guardamos este secreto, podemos estar mucho tiempo juntos ¿no crees?”.

Caminamos regreso a la playa de nudistas, Arturo nos siguió después de despedirse de la chica de gafas ahumadas con un beso en la boca.  Nos vestimos, retornamos al automóvil, ocupando los asientos de costumbre.  “Y ustedes ¿Dónde se metieron?”, preguntó.

“Cachando unas minitas”, respondió Marcel, mientras me guiñaba el ojo a través del espejo retrovisor.