jueves, 9 de junio de 2011

TE ESPERO EN EL CIELO

24 de junio, Sanatorio Alemán, Concepción. 

La oscuridad insolente avanzaba ágil  en  ese atardecer invernal, aprestándose a devorar  los escasos claros que se colaban entre las nubes, con la rapidez y practicidad con que solo un ave de rapiña es capaz de devorar a su presa.
La lluvia caía con fuerza estrepitosa, con furia destemplada, con animosidad de perjuicio, por sobre los escasos peatones que caminaban sobre la vereda, tan solo cubiertos por una tela encorvada por varillas metálicas. Se estrellaba con fuerza sobre los parabrisas esquizofrénicos de automovilistas autómatas.  Se colaba rauda por las rejillas de las aguas servidas, que recorren metros, cuadras, kilómetros o millas, para depositar sus restos putrefactos donde habitan los más pobres. 
Pienso que un dejo arribista y discriminatorio esconde la lluvia en su recorrido vertical entre el cielo y el suelo.  Hay algo de déspota y tirano al convertir en barro las cuadras proletarias, al colar a su hermano el viento entre el nailon  que sirve de ventanas en las poblaciones marginales, al filtrarse  entre la madera senil y el zinc grisáceo que cubre el techo de las mediaguas, al hacer colapsar los sistemas fecales,  que dan justo en las narices, en los sistemas respiratorios  de los mas desprotegidos.
Contemplo a través de la ventana el ruido ensordecedor del trueno, la luz enceguecedora del relámpago, las olas de este mar vertical que se estrellan contra rompientes urbanas, casi olvidando el motivo de mi espera en este Sanatorio donde la enfermedad huele a Channel y la muerte a Carolina Herrera.
Camino de un lado hacia otro en la silenciosa sala de espera, mirando por el ventanal, como si al otro lado de esa hoja cínica en su transparencia, pudiera encontrar la respuesta a mi dolor.   Tengo claridad que la replica  no viene en una hoja de árbol húmeda, ni en la corteza de un árbol desnudo en su invernar, sino en una ficha clínica que espero con el respeto con que se vela a un muerto.   
Al fin aparece el medico.  Un tipo alto, rubio, de ojos celestes, y barbilla partida, de esos hombres que  pululan por el barrio alto de Santiago, y que escasean  en  este Concepción proletario, dejándose ver difusamente solo en sectores residenciales donde habita menos del 10% de este Chile tejido con lanas de desigualdad.
Si  fuese gay,  ya me lo habría “servido”,  pienso yo, y me río de mi divagar, mientras lo sigo con la mirada hasta que se detiene a conversar con una enfermera que espera al costado de la sala de recepción.
Sigo observando.  Pestañas largas, nariz puntiaguda, la manzana de Adán pronunciada, espalda ancha… buen trasero pienso, mientras me muerdo el labio inferior riéndome nuevamente de mi desfachatez.
De pronto, para romper con mi descaro, su rostro se vuelve hacia mí, mientras juego a desviar la mirada y cuento con mis oídos el latido de sus pasos.
Es realmente apuesto, pienso y me muerdo la lengua.  
¡Renato Marín! exclama con tono de interrogación.   
Me hago el desentendido y espero que vuelva a pronunciar mi nombre para girar la cabeza.  
“Señor Marín,  tengo el resultado de su examen. Acompáñeme”. 
Camino sigiloso, y pienso que es el colmo de la mala suerte que un hombre así deba  entregarme el resultado de este test maldito, que puede condenarme a la muerte.
Es verdad que he tenido dos semanas para prepararme desde que sin explicación me solicitaron una segunda prueba.   Tengo claro que el Test de Elisa sólo tarda dos o tres días en ser entregado cuando los resultados son negativos, pero que se solicita una nueva prueba  y se envía a comprobación a Santiago cuando el test marcó positivo.

Respiro, me aferro a la escasa Fe que me queda, espero la estocada del hombre más guapo de la tierra.    “Señor Marín”, repite haciendo un silencio.  “Su resultado es positivo.  Usted esta en etapa SIDA”.
Mi rostro se congela, me tomo la cabeza con ambas manos, entiendo lo que las palabras significan.  Me he pasado estos quince días consultando en Internet todo acerca del Síndrome  de Inmuno Deficiencia Adquirida.  Me duele el pecho, el cuerpo, el alma y lentamente dejo de escuchar las palabras que el doctor evoca.  No me queda tiempo, susurro en voz alta.  Él,  oye perplejo, mientras mi llanto se hace trinar incesante.
“Lo lamento”, me dice. 
Es lo último que alcanzo a escuchar antes de salir de la Clínica.
Me empapo antes de llegar al auto, abro la puerta, entro, prendo un cigarrillo y me contamino con las ventanas cerradas para evitar la torrencial lluvia que se desprende allá afuera.
Me voy a morir, pienso, mientras me miro en el espejo retrovisor…


27 de junio, en mi habitación

Llevo casi tres días sin salir de mi habitación, con el cuerpo estirado sobre estas sábanas mortuorias.  Apenas me muevo, apenas me alimento, apenas respiro. El peso de la noticia me tiene sepultado.  Ya no contesto el  teléfono, ni abro las persianas, ni escucho la música romántica,  habitual  compañera de mis días ermitaños. 
Tocan el timbre.  Ni siquiera tengo fuerzas para abrir la puerta, para enfrentar con una sonrisa falsa al habitante tras el ojo de la cerradura.  El timbre suena mil veces, ensordecedor como las campanas anunciando la misa del domingo, como la lluvia que caía el dia que me comunicaron que un pasajero inesperado habita mi cuerpo, que un polizonte cabalga  sin permiso mis venas, me roba mi fuerza, se alimenta de mis emociones, crece con mi angustia, se para sobre mi piel como un parásito, se aprovecha de mi desasosiego para esparcir  su veneno en mi sangre.
El timbre repite su canción mil veces en mi puerta, se hace eco en la sala, se multiplica en mi cuarto.  Me levanto casi desnudo, tapando mis intimidades sólo con un rebajado boxer que  marca mi anatomía imperfecta. Camino descalzo sobre el piso alfombrado, atormentándome con la sola idea de que sea mi madre quien espera en el lado de los vivos.  Sería incapaz de compartir con ella este pesar.  Debo esconderlo, disfrazarme, enmascarar mi pena, callar mi sollozo, adormecer mi llanto.  Debo  descascararme a la distancia, adelgazar en el destierro, colapsar en autoexilio, morir en silencio.
Me acerco tímidamente al cerrojo, y descanso.  Suelto un suspiro al ver que es Fabio, mi mejor amigo, quien espera en el pasillo oscurecido.  Esto si es obscuridad, pienso en sigilo.
Abro la puerta, y antes de escuchar un palabra, incluso antes de mirarlo a los ojos, me deshago en sus hombros, reposo en sus brazos, rompo en un gemido lastimoso, mojando el caimán clasista de su sweater Lacoste.
Fabio no hace preguntas, sólo me contiene.  Me abraza, me acaricia, me despeina.  No pide explicaciones, no reclama,  no predica, no aconseja a menos que se lo pida.  Se conforma a veces con acogerme, con curar mis golpes, con recogerme cuando me estrello de mis ilusiones sin  paracaídas. 
Fabio es así, simple, introvertido, a ratos parco, perfecto en su imperfección, un dulce en su monotonía.    Lamentablemente no nacimos el uno para el otro. En sus palabras, aquí  sobra y falta algo, no somos cóncavo y convexo, pero si lo fuéramos, no tengo duda que seriamos la pareja perfecta, envidiados al pasear de la mano por el parque disfrutando de un helado de vainilla.
Me calmo con su abrazo.  Me toma de las orejas, me seca los ojos como a un niño,  me mira con determinación y dulzura.  Me dirige de vuelta a la cama, me tapa, me trae un vaso con agua, recoge las persianas y cuando un claro de luz se estrella con mis ojos pardos, se me queda mirando, esperando una respuesta, sin mediar una pregunta.
Tengo SIDA Fabio. 


28 de junio, Casa de Fabio.  

Ayer dormí en casa de Fabio.  Creo que fue una buena decisión, lo que se ratifica al despertarme y verlo avanzar con la bandeja del desayuno en sus manos.  Café de grano, agua mineral, pan miga, quesillo, palta en rebanadas, acompañan su paso.
Sonrío.  Después de cuatro días sonrío.
Y es que la imagen, común en su forma, es totalmente inusual en el fondo.   Fabio con una bandeja en sus manos, quien lo podría creer. 
Él,  pertenece a ese 10% de la población contra la que tanto blasfemo,   y la cual de una u otra forma  hoy también  me acoge.  
Fabio es nieto de inmigrantes franceses,  sobrino de un diplomático famoso, hijo de un connotado abogado penquista y de una políglota dama de casa.  Creció en una parcela camino a Santa Juana, estudió en el Charles de Gal, se tituló de arquitecto en la Universidad del Desarrollo, hizo una pasantía en París, y hoy vive en Lonco, uno de los lugares más exclusivos de la región del Bío Bio. 
Yo por el contrario, nací en calle de tierra, estudié en escuela con número, mi madre es una esforzada maestra rural y mi padre, figura en una innumerable lista de personas desaparecidas en tiempos de sombras.
Mi ingreso a su mundo, estuvo marcado por las oportunidades, por la suerte, por la Fe.  Pero ahora no estamos hablando de mí, sino de Fabio, mi amigo, el que me ama más allá de lo que él imagina, al que amo más allá de lo que yo quisiera.
Se sienta a un costado de la cama, me acerca el café, me prepara un pan con quesillo… “Parecí mina”, me dice. 
Por  segunda vez vuelvo a reír.
¿Qué piensas hacer Renato?, interroga casi susurrando. 
“Aun no lo he pensado”, respondo entremedio de un suspiro.
“Te quiero mucho” ¿Lo sabes, cierto?, exclama.
Lo sé, respondo con determinación,  mientras veo como sus ojos encarcelan lágrimas.
¿Cuándo le contarás a tu madre?, me pregunta.
“No sé si le contaré”.
Se produce un silencio amargo.   Fabio no amonesta, no reprocha, no objeta. 
Por un instante, llevo mis sentidos hasta el límite; y me impregno del aroma intenso del café,  que penetra mis fosas nasales; del vapor de agua que  dilata mis poros; de la azúcar que se diluye en mi saliva cristalina.
Hoy ya no llueve.  El diluvio ha dado paso a un rayo de sol que traspasa la ventana y que se aposta sobre nuestras manos entrelazadas, mientras me muerdo las ganas de besarle la boca.



28 de junio, Café de Antigüedades, Plaza Perú

Acabamos hace unos minutos de bajar del automóvil de Fabio, un Wolswagen Golf, elegante, simple, acogedor y cálido, que retrata a la perfección su personalidad.   Entramos al Café de antigüedades, que reposa a sólo metros de la Plaza Perú,  y que constituye uno de mis espacios favoritos en la escasa infraestructura urbana que acoge a la aún más escasa vida social de este seno del Bio Bio.  Zuecos, hormas de zapato construidos en madera, planchas a carbón, escafandras, vajilla con decorado y hasta una “chata” lucen con particular  y sombrío orgullo,  su historia y su pasado, mientras revuelvo el café de grano que pasea su aroma en el laberinto de mi cerebro.
Fabio me mira en su silencio inquieto, prefiriendo como siempre que sea yo el que hable primero, el que lance la primera piedra.   Respiro unos minutos y respondo a su palabra muda.
“No sé quien me contagió esta weá.  No se si se lo he contagiado a alguien más.  No sé que hacer Fabio”.
Me toma la mano, en un gesto que para otros sería homosexual, pero para mí sólo tiene atisbos de afecto, de cariño, de contención. 
“Tienes que llamar a tus ex, para avisarles que se chequeen”,  me dice como una orden perentoria. 
Por unos segundos me siento egoísta, pues si bien lo había pensado, no estaba en mis prioridades.  Mi prioridad es escapar, huir,  proteger a mi madre de esta estocada mortal.
¿Con cuántos hombres has estado este último tiempo?, pregunta.
Siento  que “último tiempo” es una palabra demasiada ambigua para dar una respuesta cierta. ¿De cuánto tiempo estamos hablando?
“Los últimos dos años por lo menos”, recita.
Saco cuentas, y me aflige la pena al sentir que es necesario sacar cuentas para responder algo así. “Seis o siete”, asiento con la impresión de que puedo quedarme corto en mi cálculo.
“Saca un lápiz y un papel”, me ordena.   
Busco en un pequeño bolso de cuero argentino que dejé columpiándose sobre el asiento.
“Quiero que hagas una nómina de todos los hombres con los que te has acostado en estos dos años…No dejes a nadie fuera, por insignificante o seguro que parezca”,  vuelve a susurrar Fabio casi con voz imperceptible.
Martín, Daniel, Marcelo, Ignacio, Lisandro, escribo recordando esos nombres relatados entre sábanas, sobre una alfombra, bajo la ducha y en otros lugares que prefiero silenciar por decoro.  
“Ahora anota sus números telefónicos, direcciones u otro dato que te permita ubicarlos”, me dice.
Fabio marca el primer número,  y me enfrento al reto, al angustiante desafío de advertir a otros de que pude haber dejado una marca imborrable en sus vidas, una huella perversa, un destello de muerte.  En cada número que marco siento el peso de la cruz; en cada persona que contesta, veo reflejado mi propio vía crucis. Me siento cansado; pido otro café,  y Fabio un jugo natural. 
“Me tomaría un ravotril”, le digo intentando filtrar una pausa  de humor forzado en este acto catártico.
Finalizan las llamadas, me quedan dos personas que son imposibles de ubicar.  Uno en Buenos Aires y otro hurgando en algún adocreto escondido entre los cerros colgantes que visten y desvisten Valparaíso.
29 de Junio, Restaurante Innamoratti, Concepción Centro.

Innamoratti es un restaurante italiano, sobrio, con luz tenue y poco pretensioso.  Unas breves escalinatas conducen a mesas de madera, vestidas con manteles verdes e individuales de cuero en tonalidades verde y café.  La atención viene vestida de escueto negro y una sonrisa tibia y cortés, y la carta posee lo justo y necesario en pastas y comida mediterránea.
Hoy, quise comer solo, pese a que Fabio me despertó hace dos horas para invitarme a su casa.  Saboreo unas brochetas de camarones con salsa al ajo,  para tragar  la pena que me ocasiona pensar cómo enfrentar el tema con los que más quiero.
Ya he decidido que a mi madre, Rosario,  la dejaré fuera de esto.  Es una determinación inclaudicable –no de cobardía-  a fin de restarle el hecho de verse frente a un ataúd despidiendo a su hijo.  Prefiero hacerle creer que estoy en un país casi inalcanzable, cierto de que el dolor de la distancia es más sobrellevable que el dolor de la ausencia. Anoche lo planifiqué todo.  Diré que me traslado a Québec, Canadá,  por una oportunidad profesional  que no puedo rechazar.  La tranquilizará el hecho de que no estaré solo,  pues en esas tierras  vive un viejo amigo de la familia, que hoy figura  casado por las leyes civiles  con un cubano sabrosón.
Su avanzada edad y  sus problemas a la columna le restringirán el acceso al vuelo.  Su incompatibilidad con el frío la separarán del deseo de verme,  en una zona que llega en invierno,  a los dieciséis grados bajo cero;  y luego de unos meses o tal vez años,  se acostumbre a vivir creyéndome a la distancia y hasta se ría pensando que me encuentro con Leonardo y su esposo gay, tomando un mojito cubano para capear las bajas temperaturas.
Necesito una coartada para desaparecer, necesito cómplices que alimenten su ilimitada entrega en mi ausencia, necesito crear un mundo paralelo para ver desde el cielo su cara sonriente cuando reciba una impostora llamada o sus ojos iluminarse al abrir una carta. Estoy convencido que es innecesario hacerla pasar por esto cuando estamos a escaso tiempo de encontrarnos abrazados  en una nube, donde Dios permitirá que mamá vuelva a tejerme un sweater como lo hacía de niño.
La coartada puede ser mi jefe y amigo,  Ricardo.  Mis cómplices, Fabio, Leonardo, mi hermana Annet y mi sobrino Pablo.
Está decidido.  No moriré para mi madre.
02 de Julio, Mi departamento.

Unas velas tenues alumbran mi departamento.  El olor a incienso se pasea invisible entre el escritorio y el cuarto, y el destello visible de mi cigarro se dirige por rieles grisáceos y azulinos  hacia la ventana entreabierta.
Un Moscatel de Alejandría se aposta sobre una hielera para abrir la inusual jornada.  El Ron y el Whisky esperan su turno en la mesita lateral del living, junto a camarones salteados a la mantequilla, bocaditos de centolla, aceitunas rellenas con pimiento, ceviche de salmón y pancitos al ajo.
Uno a uno van llegando los invitados, cargados con los recuerdos, emociones y deja vú  que cada uno me evoca.  Ricardo, mi jefe, y su limitada estructura que se volvió ilimitada al tenerme cerca, es el primero en llegar.  Pasa, me regala un apretón de manos, un palmoteo en la espalda con atisbos de abrazo y un vino de colección, cosecha del ‘39.   Al verlo con su sweater de rombos, con su chaqueta de cachemir y sus zapatos impecablemente lustrados, se me aproxima el recuerdo de mi entrevista de trabajo, sus preguntas gramaticalmente perfectas, su modulación digna de la Real Academia de la Lengua, sus modales tan ad hoc con el Manual de Carreño, su  dedo índice corrigiendo su lente que se deslizaba sobre su nariz respingada, su mirada fría analizando mi forma de vestir, su cortésmente “te estamos llamando” antes de emprender la retirada.         Para ser honesto jamás pensé que llamaría. Algo de petulante había en su mirada, algo de distancia había al escuchar mis preguntas.  Pero afortunadamente llamó.  Creo que en el fondo,  desde la primera entrevista supo que era gay, y fue precisamente eso lo que le atrajo, lo que hizo que naciera un afecto inusual hace mí, un cariño inconciente, quizá motivado por algo de admiración hacia este hombrecito que se atrevía hacer lo que él jamás pudo y que siempre anheló.  Aún recuerdo una frase que me lanzó a la luz de la vela en el pequeño patio interior del Cenatum,   un acogedor restobar de Providencia, cuya especialidad son los mariscos, donde preparan el pastel de jaiba como en ningún otro lugar, en uno de nuestros tantos viajes de negocios a Santiago.
“Que bueno que estuviste a tiempo”, dijo con un dejo de tristeza, mordiendo su lengua en el silencio de sus  ojos mortuorios. 
Cuando aún no prendo el primer cigarro de la noche, suena nuevamente el timbre.  Es Annet, mi hermana y mi sobrino Pablo.  Annet tiene 40 años y Pablo ya llega a los 23.  Ella prefiere la música en español; mi sobrino las composiciones anglosajonas.  Ella cree en Dios; él,  se declara agnóstico.  Ella es de derecha; él, de izquierda.  Ella sueña con Europa; él,  en cambio,  con cortar  naranjos en la Cuba de Castro.
No hay discusión en que son distintos, así como tampoco en que los amo con fuerza desmedida, con locura, aunque muchas veces no lo sepan o simplemente no entiendan mi forma independiente de entender el amor.
Cuando la conversación está armada y la primera copa ha bajado lo suficiente, Fabio se suma a la tertulia, impaciente, sabiendo que sólo él  conoce el secreto que develaré al correr  la noche -nunca antes de la segunda copa-  aunque tengo claro que el momento no determinará el desenlace, ni detendrá las lágrimas inquietas.  Sólo he hecho ésto, para tener certeza, certeza de proteger a mi madre, de morir habiendo hecho lo imposible por evitarle la ruina.
Todos conversan con gran elocuencia, ríen de manera contagiosa.  Annet coquetea con Ricardo, olvidando de pronto que Pablo está en su presencia y que tanto ella como mi jefe,  son casados, pero con personas distintas. 
Pablo, como siempre, se muestra amable con Fabio.  Le busca conversación, le ofrece un cigarro con insistencia –olvidando que no fuma- le sirve un trago que toman a velocidades distintas, y de reojo me mira, sabiendo que esos diminutos gestos son para mí, la mejor expresión del cariño que nos profesamos desde que lo cargaba en mis brazos cantándole canciones de cuna.  De pronto, Pablo se para, baja el audio del equipo, y la voz de Ana Torroja se vuelve sólo un soplo de viento bajo la puerta, susurrando “Otro muerto, otro muerto que más da”.  Ha logrado concentrar las miradas de todos los presentes, incluida la mía, que por intuición o reflexión,  se vuelve temerosa ante su mirada verde olivo.  ¿Qué  celebramos tío Renato?, dicta con un dejo de melancolía, como intuyendo que algo se esconde tras la Habanna y el Chival Reagal.  De pronto, la pregunta adquiere sentido para todos y una multitud de ojos –o más bien de oídos- esperan mi respuesta.
“Celebramos mi ascenso”, respondo pronunciando con la claridad con que sólo  Ricardo podría expresarse. 
¿De qué ascenso hablas,  Renato?, dice Ricardo, con aires de reproche o buscando una explicación.
“Renato habla de su partida”, agrega Fabio. 
¿Dónde viajas hermano? dice Annet.
¿Te vas de la Empresa? interrumpe mi jefe, mientras las preguntas vuelan  con aires de incertidumbre, casi atropellándose; hasta que Pablo con los ojos entumecidos y la voz entrecortada  me abraza diciendo: “Dime que no te vas a morir tío, dime que no te vas a morir”.
La escena podría ser el final de una obra de Radrigán, de una película de Almodóvar, de un libro de Simonetti, pero no es así, es la realidad que a veces supera a la ficción o la  aflicción que a veces supera a las circunstancias.
Todos guardan silencio. Fabio contiene a Pablo.  Annet ha tomado la mano de Ricardo, esperando mi respuesta.
“No puedo decir lo que quieres escuchar sobrino. Lo siento, voy a morir”.
03 de Julio, Iglesia Pedro de Valdivia.

Estoy frente a ti Cristo, no para pedir explicación, sino para pedir compasión; para acurrucarme en tus brazos que en otros tiempos fueron heridos por la Cruz.  Estoy a tus pies Jesús mío, no para pedirte por mí, sino por los que quedarán tras mi ausencia.  Estoy de rodillas, ante tus propias rodillas, que en tiempos erróneos se hirieron en estaciones de muerte. Vengo con mis manos abiertas, para que tus propias manos, que en otros tiempos fueron clavadas por la estaca asesina de los hombres, me laven los pecados.  Estoy frente a Tí, frente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, para pedir perdón por mis pecados, no por mi sexualidad, que no fue una decisión sino un camino obligado, sino por mis pasos errados, por mi andar ciego, por mi descuido algo más que pasajero.  Vengo a decir que te amo. Que espero que exista un rincón del cielo destinado a tu hijo. Vengo con humildad a entregarme a Tí, a bautizarme en Ti.
04 de julio, Anfiteatro de San Pedro de la Paz.

El anfiteatro es un cuerpo con brazos y piernas de cemento.  Un cuerpo de mujer con senos de tierra erosionada, con largo cabello de eucaliptos, bañándose al costado de la Laguna Grande, en San Pedro de la Paz.
Allí me citó Pablo, mi sobrino, quien acostumbra a venir aquí, cuando una pena aflige su pecho.  Lo hizo la primera vez que lo expulsaron del colegio; cuando reprobó su primer ramo en la universidad; cuando le rompieron por primera vez el corazón y cuando murieron los abuelos.  Algo de este recinto lo acoge como refugio, quizá los tablones infinitos donde puede extender su cuerpo; quizá los árboles que zigzaguean al compás del viento sur que corre en la tarde, o quizá simplemente es el agua reposada en la laguna, que lo limpia “narrativamente” de sus pesares literales.
Estaba allí, en pleno escenario, bajo la concha acústica y rudimentaria tejida con tierra, agua y cemento en una costilla  de Andalué.   Estaba con el cuerpo en posición fetal, con la cara entre las piernas, mirando el mismo suelo que hace un tiempo sirvió de escenario a la Traviata. 
Me acerco en silencio, acaricio su pelo, y sin levantar el rostro, me deja revolverlo, hasta llegar a sus mejillas y secar con mis manos sus lágrimas.  Me mira profundamente con esas piedras preciosas de lapislázuli que visten de joya su cara.  Rompe en llanto, me abraza, me aprieta la espalda con sus manitos de ángel.  Me sostiene, lo sostengo.  Me suelta. Respira hondo,  y con la voz entrecortada por la noticia con filo de navaja, me dice: “Qué quieres que haga tío.  Dime qué quieres que haga y lo haré”.
Me siento a su lado, espero que se calme su corazoncito de niño.  Le prendo un cigarrillo y otro para mí,  para mermar la aflicción.
“Pablo”, le digo con sutil firmeza.  “Las próximas semanas desapareceré para tu abuela.  Necesito que crea que estaré en Canadá, que me fui por trabajo, pero en realidad seguiré estando cerca.  Le pedí a Fabio que arrendara  un departamento que está a metros de su casa… De la sala y de la habitación tengo vista a su portal.  Necesito que seas el cartero, que lleves y traigas las cartas a tu abuela… Leonardo me enviará un set de postales y estampillas de Québec, para hacer más real esta distancia… Ricardo me permitirá seguir enviándole trabajo vía email para poder pagar mis cuentas básicas… Solo tú, Ricardo, Fabio y tu madre sabrán que estaré allí… Necesito que Annet me apoye.  Necesito que convenzas a tu madre de que esté a mi lado, que sea mi cómplice. Necesito que a contar de hoy, ella se encargue de mamá, que le entregue el cariño que yo no podré entregarle sin estar a su lado.  Y al morir, necesito que ustedes tres,  sigan alimentando este rito, hasta que sea su hora”.
¿Cuánto tiempo tienes tío?, pregunta mientras parpadea su barbilla y sus ojos continúan humedecidos.
“Un par de meses, no más que eso”, le digo.
¿Cómo puedes estar tan seguro? ¿Cómo sabes que no podría ser distinto? interrumpe inquieto, desesperado, desesperanzado.
Me abro la camisa y le muestro uno de los tres  sarcómas de caposi que han desdibujado mi cuerpo.
Se lleva una mano a la boca.  Pone la otra sobre mi piel, antes de que pueda cerrar el botón.  Se inclina hacia mi pecho y vuelve a explotar en llanto.  Entono una canción que sólo él y yo compartimos;  él me sigue, con la voz agrietada por la noticia de mi inevitable marcha hacia el patio trasero de la historia.
Mientras lo abrazo, pienso en una frase de 1968 de la escritora Ester Matte: “No hay olvido para lo que se ha amado en el espacio sin nombre”.
07 de julio, en la Casa de Annet.
Recorrer la casa de Annet es estrechar o dejarse abrazar por una parte tan viva como muerta de la historia de Chile.  Al llegar, y tras abrir sus dos alas de caoba revestidas de barniz, un claro de luz te da la bienvenida a un excéntrico espacio que decidió acoger un sinfín de objetos, pinturas, materiales y reliquias, que te hacen volver al ethos, a la tierra, al espíritu de esta patria senil en su púber edad.
Tras  caminar unos breves pasos por sobre un pasillo de ladrillos decorados a mano, escoltados  por silenciosas murallas vestidas de adobe, uno se encuentra frente a una pequeña pero luminosa sala rectangular, que te envuelve en nostalgia de tiempos que ni siquiera viviste;  que te atrapa con sus objetos de culto, que te embruja con sus piezas de colección.  Una mesita redonda con un mantel bordado con rosas blancas está al centro del espacio, y sobre ella, una docena de florecientes botones de rosas de igual color, parecen desdoblarse del mantel, irguiéndose en un jarrón de cristal rugoso. 
La mesa es completamente iluminada por los rayos de sol, distribuidos en 32 estelas de luz, ápices de cálido sol, que ingresan por las 32 perfectas ventanitas diminutas encuadradas en madera blanca.   Al costado, una banca de fierro rococó,  albo como la luna, recibe a cuatro bien distribuidos y acolchados cojines de seda, que hacen juego con el jardín de rosas blancas y hojas verdes del otro lado del ventanal.
La muralla apostada frente al cristal, muestra un sobrio cuadro de los abuelos pintados en óleo, y al avanzar por el pasillo,  que se extiende más allá de la sala, uno se maravilla con claroscuros proyectados por un vitral sobre la muralla contigua.
En la esquina del pasillo, un paragüero y un perchero –también de acero blanco- se hacen compañía, y al finalizar el callejón, una amplia chimenea templa las emociones.
A través del pasadizo uno puede ingresar a las cuatro habitaciones interiores de la casa.  La más cercana a la chimenea, es el living comedor, una amplia sala con muebles coloniales, una gran lámpara de lágrimas colgantes, dos mesitas laterales tímidamente iluminadas y con los muros impregnados de primeros planos en sepia de un rostro histórico que representa una parte de infinitas interpretaciones  de la historia: Augusto Pinochet Ugarte. 
La habitación que está en el otro extremo es la biblioteca.  Una muralla ocupada de costado a costado por libros de literatura, poesía, historia, almanaques, enciclopedias y hasta recetas de cocina, cuyos muros laterales reciben a 10 fotografías de paisajes chilenos también en sepia: el Valle de la Luna, Las Casas de Humberston, los Ascensores, los Troles y los Cerros de Valparaíso; La Moneda, el Calle Calle y los Palafitos de Chiloé.  Sólo falta Isla Negra, pero para mi hermana no constituye nada más que el refugio de un poeta rojo.
Las habitaciones interiores son los cuartos de Annet y Pablo; decorados con sus disímiles gustos, pálpitos y sensaciones.  En la de Pablo, objetos que se cuentan con las palmas de una mano,  cuelgan o se apostan en una muralla azul, dejando los tres restantes muros blancos, expuestos al vacío, como palomas de paz que cargan dos lienzos, no del Papa y la Madre Teresa como hubiese querido su Madre, sino de Fito Páez en la música y del Ché Guevara en la política, gustos algo inusuales para un chico que aún no cumple los veinticuatro.
El cuarto de Annet, en cambio, se aproxima más al estilo de la casa.  Fotografías de difuntos por los que se tiene un afecto que no se marchita, flores secas durmiendo con las rodillas flectadas  sobre un jarrón de porcelana, una cajita musical descompuesta dormitando una siesta eterna sobre una cómoda vetusta, un sitial con tapiz floreado, múltiples pañitos tejidos a crochet en tiempos no descritos, una lámpara de lágrimas lloviendo sobre la cama de dos plazas perfectamente estirada y  un cerro de cojines colorinches esparcidos ordenadamente sobre las almohadas centrales.                        Pablo había hablado con Annet el día siguiente a nuestro encuentro en el Anfiteatro de San Pedro de la Paz, y yo había dejado pasar un día más, esperando que se depreciara la congoja que produce la presencia del letal pasajero de mi cuerpo.
Mi hermana invita a sentarme en la mesita lateral, aquella que recibe los claros de luz desde el patio interior, mientras esquiva o con mayor precisión retrasa el tema, dejando caer el agua caliente con parsimonia sobre las tasas que le heredó la abuela y que son hasta el día de hoy, la envidia de mi madre.
Pablo sale de su alcoba y tras dar una docena de pasos mudos, se sienta a la mesa, para sumarse a esta conversación, que aún sin empezar, ya duele como la palabra más punzante.
¿Té negro?, pregunta Annet, extraviada en su rito. ¿De jazmín?, vuelve a preguntar, antes que yo pueda asentir o tratar de configurar una respuesta. ¡Mejor té verde, es antioxidante! señala abriendo con torpeza tres sobres que saca de una caja de madera y que deposita en las tazas, que ya contienen 200 milígramos de agua recién hervida.
Pablo me mira haciendo un guiño, como excusando a su progenitora, por esta “excusable” conversación sin sentido.
¿Te gustan las rosas? Señala Annet, mientras ordena los pétalos, tallos y hojas que se arriman desde el florero, desviando la conversación de su centro o más bien no permitiendo que se inicie el diálogo que vine a buscar.
Pablo le toma la mano a su madre, mientras la mira a los ojos, como ordenándole con firmeza y dulzura que se siente a su lado, para permitirme hablar o para permitirse decir aquello que no quiere o que no puede.
¡Mamá, el tío tiene que decirte algo!, irrumpe Pablo, conduciendo la conversación hacia el destino preescrito, tal como el río,  tarde o temprano,  debe desembocar en el mar.
Las lágrimas empiezan a trazar una línea casi invisible en el rostro albino de Annet, que se esfuerza por cumplir con el designio de su hijo, de su pequeño Pablo, convertido hoy en todo un hombre.  La pera le tirita, su pestañar se hace más constante, empieza a tragar saliva más allá de la cuenta, con una mano ordena su pelo detrás de su oreja, mientras con la otra, mantiene apretada la mano de su niño, que hoy la sostiene y la contiene.
¿Qué quieres que haga hermano?, pregunta sollozando y secándose las lágrimas que ya han corrido el rimel de sus ojos, manchando sus mejillas y los surcos de su rostro, testigos de sus cuatro décadas, nada fáciles por lo demás.
¡Quiero que me ayudes a qué Mamá no sufra!, digo con determinación. 
¡Sufrirá en tu ausencia, Renato!,  dice como un llamado de atención.
¡Menos que el sufrimiento que causa la muerte hermana!, justifico tratando de que comprenda mi móvil.
¡Pero es una ilusión!, increpa mientras su llanto se hace más oral.
¡Una ilusión que vale la pena, hermana! remato. 
“El tío no está aquí para que lo cuestiones, mamá”, dice Pablo mientras su mano seca sus lágrimas.
¡Esto no debería estar pasando!, repite una y otra vez Annet, mientras el llanto ahora se convierte en un desahogo, en un grito subterráneo… ¡no debería estar pasando!...
“Pero está pasando  mamá, está pasando”, dice mi niño adulto.
¿Por qué debemos mentirle a mamá?, pregunta Annet, una vez recobrada parte de la calma.
¡Porque un hijo no debe morir!, cierro la conversación.
Annet me preparará desde la próxima semana la comida diariamente, se remitirá a cocinarme, dejarla sobre la mesa  y retirarse.  No la quiero exponer a un dolor más allá del estrictamente necesario. Pablo será mi cartero.  Ricardo me ayudará con las cuentas.  Fabio, en cambio, se llevará la peor parte.  Ha aceptado convertirse en mi enfermero… será mi cuidador, el velador de mi sueño, el que me limpie las heridas.  Fabio, mi querido Fabio, está más preparado para llevarme a la muerte.                                        
08 de Julio, en mi departamento.

Le pedí a Fabio que me pasara a buscar para a ir a almorzar con mi madre. Nos ha invitado a mi, Annet y Pablo, y me pareció el momento perfecto para contarle de mi viaje ficticio. Apenas me telefoneó ayer, me senté frente al computador a escribir una carta dirigida a mi mismo, una invitación, una propuesta, una convocatoria cerrada, una oferta ineludible, irrechazable, escrita en mi despacho, pero que gracias a las estampillas que hace tres días me envió Leonardo –y de las cuales no escribí por que solo cobrarían relevancia al momento de ser explotadas- parecerá provenir desde más allá de la cordillera; parecerá haber volado atravesando la “multidiversidad” étnica que alberga Estados Unidos, esquivando la ola de calor sandunguero de “Puerto Rico”, brincando por sobre las multitudes vivas que aman y odian la revolución emprendida por la Cuba de Castro, esquivando los altivos, ególatras, reales, populistas pero siempre punzantes discursos que flotan en el aire de la nueva Venezuela; escuchando a la distancia como el clamor de las revueltas campesinas se mezclan con el seductor sonido del Tango proveniente de “Caminito” en Argentina.
No fue fácil escribir esta misiva en tercera persona, más aún cuando el destinatario tiene un rostro que reconozco en la intimidad que proporciona el espejo, pero al hilar cada palabra, cada frase, cada párrafo, me preocupé especialmente que fuese una carta tranquilizadora para mi madre. 
“Estimado Sr. Renato Martín.  Hace unos meses, cuando en el Hotel Araucano, tuvimos la posibilidad de conocer y reconocer sus capacidades como comunicador, relator y coaching, caímos en cuenta que era el tipo de profesional con el que deseábamos contar en nuestro staff.  Si bien nuestra conversación dejó ver una propuesta respecto a nuestro interés de contar con usted en el área de comunicaciones de nuestra Empresa, venimos a formalizar esta determinación, por lo que le informamos que hemos encomendado a nuestro Subdirector de Asuntos Corporativos, de paso por Chile, que se entreviste con Usted, en el Hotel Radisson de Santiago, a fin de hacerle una propuesta que no podrá rechazar, en virtud de garantías en materia salarial, así como en beneficios complementarios relativos a vivienda, salud y formación continua.  Lo esperamos este 09 de julio, a las 11 horas, para socializar nuestra propuesta, la que de contar con su venia, nos movilizará para otorgar todas las facilidades para su traslado a Quebec, Canadá, a la brevedad.  Fraternalmente,  Agostan Quieret Fermandois”.
Lo del viaje a Santiago, fue una excusa, a fin de desaparecerme unos días de la casa de mi madre, para preparar todos los antecedentes que hicieran de mi viaje, un hecho fidedigno a los ojos de Rosario, quien por formación, primero, y convicción, después, tiende a ser absolutamente legalista, asistencial y sobreprotectora.
¿Un email no habría sido más simple?, preguntó Fabio.  Y si bien lo pensé, la desconfianza de mi madre hacia las nuevas tecnologías me hizo desechar la idea, recordando sus discursos respecto a “la inducción” que genera Internet en el precoz desarrollo de la sexualidad de los jóvenes, a la “culpa” de las nuevas tecnologías en la sustentabilidad del modelo de consumo, a la proliferación de los “delitos informáticos” que sepultaron las relaciones de palabra y en la “buena fe”, a los “riesgos letales” a que se exponen los adolescentes al relacionarse a través de “chat”, y un largo etcétera que me imagino recitando en las salas de clase de fachada y fondo proletario, asentadas lejos de los centros urbanos, allá donde aún se amasa el pan en horno de barro, donde se sigue lavando la ropa en una fragua, donde se cuentan “in situ” las cuadras de barro para llegar a la escuela.   
Fabio me mira esperando una respuesta antes de echar a andar el auto, y yo le respondo “Pero si hasta el Programa Enlaces” le genera desconfianza, lo que le hace soltar una carcajada a la que me sumo, mientras prendo un cigarrillo y él imagina el PC de la Escuela mojado por las goteras que caen en invierno sobre la precaria salita de computación.
Al recorrer la ciudad sobre el Wolswagen Golf,   al persignarme ante la  imagen de la Virgen que se ubica en el portal de ingreso del Colegio Sagrados Corazones, al pasar por sobre el majestuoso puente que cruza las aguas señoriales del Río Bío Bio, al llegar a fijar mi mirada sobre las nuevas casas, condominios y departamentos que habitan los “Huertos Familiares” de San Pedro de la Paz –que hace solo algunos años eran parcelas donde la tercera edad se protegía del crecimiento de la ciudad- me doy cuenta de lo que mucho que extrañaré este sitio, sus rincones, sus pequeños detalles que lo hacen gratamente habitable.
La casa de mi Madre es una de las pocas parcelas que mantiene su origen, o casi, ya que hace algún tiempo vendió la mitad del terreno a una inmobiliaria, y donde antes se levantaban imponentes eucaliptos, hoy finaliza la construcción de modernos loft, que no son más que fríos espacios de concreto, resultado del cambio de composición familiar, hecho para que moren la soledad, el exitismo, el individualismo, el desamor o el abandono.
La reja es de madera y en la puerta una campanilla permite advertir la llegada de pasajeros que vienen a ocupar un espacio de su tiempo.  De allí, no más de diez metros separan el antejardín del espacio construido.   Parece que camináramos por sobre un puente de ladrillos, por sobre una laguna de tréboles, donde  margaritas, azucenas, calas y siempre vivas  te dan la bienvenida.  Antes de entrar a la casa, te encuentras con una repisa llena de pequeños maceteritos de kactus, y se puede mirar hacia el patio interior, donde dos árboles sostienen a duras penas una hamaca octogenaria, donde nuestro árbol genealógico más de una vez reposó su cuerpo.
La casa es sencilla.  Muebles de mimbre y  madera, lámparas colgantes, una pintura comprada en una subasta, una estantería colmada de literatura tan difusa y diversa como cantidad de poetas y escritores existen, un antigua radio “Bolocco” que aún funciona con volumen moderado y una chimenea de piedra apostada en la pared parecen abrazar a quienes ingresamos a ella.
Mamá tiene el delantal puesto.  Ha estado cocinando para nosotros, y aunque no le avisé que vendría acompañado de Fabio, lo recibe cordialmente con un beso, como si se tratase de un hijo más de la familia.  Nos hace pasar al lado del fuego.  El día está fresco y nos ofrece “un café y conversación gratis” mientras esperamos que llegue Annet y Pablo. Un olorcito a pastel a papas sale de la cocina y yo entro a hurguetear como lo hacía desde niño. ¡Lo preparé como a  ti te gusta mi amor!, me dice, y yo sonrío, entendiendo que se dio el trabajo de sacar cada ápice de grasa y nervio de la carne de vacuno, que dejó remojar la cebolla en agua caliente, que le agregó trozos de huevo y aceitunas en rodajas, y que se privó de agregarle las pasas que tanto le gustan, ya que según yo, dichos frutos secos sólo son ad hoc al pan de pascua.
Suena la campanilla.  ¡Debe ser tu hermana y Pablito!, dice con voz de abuela chocha, mientras sale de casa y camina los acostumbrados diez metros para decir “bienvenidos”, mientras los estrecha en un abrazo.
Nos saludamos, en esta manía latinoamericana de profesarse piel cada vez que nos encontramos con alguien, aunque ya lo hubiésemos visto, aunque durmiéramos juntos, aunque solo hace unas horas nos hayamos saludado; nos sentamos a la mesa, saboreamos el almuerzo, degustamos el postre y cuando Mamá trae el té, saco de mi chaqueta la carta impostora, dejo estudiadamente que los membretes canadienses queden a vista de Rosario, abro el sobre y procedo a leer con parsimonia su contenido “ilusionista”.
Mamá me felicita, y pese a derramar un par de lágrimas y exclamar  ¡Es la emoción mi niño, es la emoción!, me aprieta entre sus brazos y mira sorprendida, con los mismos ojos con que un niño mira y admira al  mago cuando saca un  conejo de su sombrero. ¿Mañana es la reunión hijo?, pregunta y yo asiento.
¡Debes hacer lo que sea mejor para ti, mi amor!, afirma.
¿Ustedes lo sabían?, pregunta a Annet y Pablo, y antes de que respondan los exculpa por su silencio.
¿Qué responderás Renato?
Que sí Mamá, que sí. 
09 de julio, respecto a Leonardo.

Me ha despertado Leonardo para saber si recibí las estampillas.  Llamó desde Canadá como lo hace cada quincena, sagradamente, desde que fue desterrado por los prejuicios y la discriminación, desde esta tierra donde flamea con limitada libertad la bandera de la estrella solitaria.
Leo trabajaba como Ingeniero en una opulenta empresa comercial de la metrópolis grisácea nacional, esa urbe donde se centralizan la mayor parte de los recursos fiscales, donde se concentran los mayores flujos de poder que destierran al resto del territorio al olvido,  donde se generan y “crean” las noticias que los medios reproducen como “urracas parlanchinas”, donde la cultura elitista se abre de piernas a la elite santiaguina. Algunos meses antes de su “autoexilio” era considerado un profesional de excepción, por la planta gerencial de la Empresa.  Pero un pequeño pero significativo episodio, amputó de raíz la percepción de sus superiores,  obligándolo a salir por la ventana desde la misma empresa donde entró después de un largo y exhaustivo proceso de selección, por la puerta ancha.
Su asistente, un joven sujeto bien parecido y aspiracional, que por más de dos años hizo todo tipo de alterfugios por ganarse su confianza, tejió con paciencia de araña, una resistente y amplia red, donde más tarde mi amigo caería sin poder zafar sus extremidades.  Primero consiguió la clave de su correo privado; luego, durante meses alojó sus conversaciones íntimas en una carpeta con un rótulo que pasase inadvertido, posteriormente hizo seguimiento a la carpeta “historial”, con sitios de dudosa sexualidad o más bien de explícita homosexualidad.  Finalmente, para dar la estocada mortal,  remitió un email desde el correo de Leonardo a su email institucional, donde se le declaraba abiertamente y lo chantajeaba para acostarse con él.  Una vez reunidos los antecedentes torcidos, armadas las pruebas falsas,  y puesto en evidencia  los escasos argumentos que  sólo ameritaría una amonestación, presentó los testimonios ante la gerencia general, y el mismo día, sin escuchar retorno, sin mediar explicación, sin conceder derecho a réplica, Leonardo tuvo que abandonar su cargo y salir de esa mole de vidrios templados, y emprender la “retirada forzada” por Luis Tayer Ojeda, caminar hasta Pocuro y adentrarse en su departamento, donde desde el balcón, miraría la ciudad con un cigarrillo prendido en la mano, sin saber qué dirección tomar.
Luego de una larga batalla legal, que lo dejó aún más lesionado, Leonardo viajó rumbo a Canadá, para no volver jamás a esta patria, donde incluso la justicia lo trató como un “paria”.
Le digo a Leonardo que las estampillas llegaron justo a tiempo.  Me dice, que quiere viajar para estar conmigo. Le miento.  Le digo que no se preocupe, que hay tiempo.   Entro a la ducha y dejo durante unos minutos que el agua caliente roce mi cuerpo, se deslice por mi espalda, me acaricie los brazos, caiga por mi pecho, se detenga en mi ombligo y desaparezca justo bajo la entrepierna. Me seco.  Me visto y salgo camino a un café que se encuentra sólo a unas cuadras de mi departamento.
Mientras tomo un express, brotan espontáneos en mi mente, recuerdos de  mis dos aventuras que no pude localizar.  Arturo, de Valparaíso y Rodolfo de Buenos Aires, y pienso “quien me habrá contagiado”.
10 de julio, Maule – Coronel.  

Hoy amanecí con ganas de estar solo. La pregunta que me asaltó ayer en el café respecto a quién me contagió de este veneno emético, se coló debajo de la puerta de mi morada,  impregnó los escondrijos de mi sala, se revolvió entre mis sábanas, impregnó como un virus el software  de mi cabeza, infectó los programas de mis recuerdos, los documentos de mi memoria.
Desperté pasada las once, sin ducharme, me puse un buzo azul –desteñido por su conducta sedentaria y ermitaña- me subí a mi auto, prendí un cigarro  y emprendí pausado camino a Maule, una postal en sepia, un paisaje agreste, que me devuelve la paz en tiempos de guerra.
Una hilera de casas de inmaculado blanco y estilo colonial, antejardines simples, que un su exención de rejas y cercos develan seguridad; y al alcance de la mano, “el mar que tranquilo se baña” genera un sutil susurro, cuando la oleada alcanza la playa o cuando se estrella contra pequeñas estructuras oxidadas que en otros tiempos constituyeron un Fuerte.
Me siento en una roca tosca, quemo y aspiro con pausada violencia otros diez centímetros de tabaco,  y con la mirada perdida en esa bandera aguamarina que flamea incesante, recorro mis historias de alcoba, fábulas, quimeras, ilusiones rotas, desamores, historias mudas o ciegas al fin y al cabo, tan invisibles en otro tiempo, como visibles en los síntomas que hoy germinan en mi cuerpo.
A Arturo lo conocí en el cerro Concepción en Valparaíso, mientras saboreaba un café en la terraza del Brighton y me sentía omnipotente,  al alcanzar con mis manos  el Cerro Los Placeres, el Barón; el Congreso Nacional, el Ascensor Reina Victoria, la Ex – Cárcel,  las lanchas del puerto.  El lugar estaba repleto, como siempre inundado de idiomas, colores y rasgos diversos, provenientes de las más recónditas ciudades del mundo.
Me interrumpió cuando mi mirada recorría desde la verticalidad a un grupo de tribus urbanas que pasaba por el Café del Poeta, en la Plaza Aníbal Pinto. ¡Disculpa, está lleno! ¿Te molesta si me siento?, me dijo con la seguridad que le da su metro ochenta, su nariz respingada  y sus ojos azules. ¡No, por favor. Toma asiento! Respondí, mientras mi sonrisa gratis brotaba espontánea delatando mi satisfacción por tan agradable compañía.
Al primer sorbo ya conocía mi nombre; al segundo, ya era propietario de mi ciudad de origen, mi profesión y mi estado civil; al tercero, me invitó a salir, y antes de cambiar de día, ya me había desnudado, jurándome un amor eterno que desapareció antes que prendiera el alba.  Se marchó sin dejar rastro.  Ni un apellido, ni una dirección y mucho menos un número  telefónico donde poder ubicarlo. No hay huella de él, y es la segunda vez que lo recuerdo, para pensar que la única huella que pudo dejar será imborrable, indeleble, todo lo contrario a lo que él constituyó en mi vida.
A Rodolfo, en cambio, lo conocí allende la Cordillera.  Fue en la previa, mientras lo escuché cantar en el Pub “Sitges” de La Recoleta, una canción de la joven y emergente cantante trasandina Carolina Daian.   
Me recuerdo sentado en una mesa lateral al escenario, tomando un “fernett” y sin fumar esta vez ya que es un recinto not smoking, cuando su voz tenue, calma y afinada,  dejaba escapar un párrafo sensato convertido en melodía “con la ropa de color pasa como en el amor, puse todo de una vez, quise ahorrar y destiñó”, mientras me miraba de reojo y yo le correspondía sin decoro.
Bastó que concluyera la canción para que un “Hola, cómo te shamás” se hiciera eco en mi mesa.  No quiero parecer presumido, pero aunque no soy un Adonis, mi modo varonil, mi voz ronca y mi actitud segura, parece ser miel para abejas en lo que para los heterosexuales  no sería otra cosa que una “colmena coliza”.
¿Sos Shileno?, volvió a preguntar, y antes de que asintiera, ya se había sentado a mi lado y estábamos chocando las copas como grandes y viejos amigos. 
¿Conocés América? Increpó y ante mi manifiesta ignorancia, “shamó” al mozo, pagó mi cuenta, me tomó la mano y me “shevó” a ese deslumbrante y multitudinario recinto donde uno se ve en mil espejos móviles, tan distintos como similares a uno mismo.
Tomamos una copa en la barra, bailamos hasta que la espuma que caía de unos tubos alcanzó nuestras partes íntimas, y aprovechando la invisibilidad que genera la masa,  me tomó de la cintura y me besó hasta que la noche se convirtió en día.
La noche siguiente me pasó a buscar al hotel, me invitó a cenar, al teatro y terminamos durmiendo juntos, con la emoción a flor de piel, tan similar en el fondo como la que sienten cóncavo y convexo.
Al día siguiente, se excusó de salir, debido a que debía entregar unas piezas gráficas en la empresa donde supuestamente trabajaba de publicista hace siete años.  Estuve a punto de quedarme acostado, pero como sólo me quedaban dos noches en Buenos Aires, decidí arreglarme y regresar a Sitges como la primera noche.  
Pero, como el cuento rosa no podía ser perfecto, y antes de que pidiera el segundo  “Fernett” de mi viaje, vi a Rodolfo tomando la mano de otro hombre, en la misma mesa que me había conocido hace solo dos días. El mismo coqueteo, la verborrea grandilocuente, el choque de copas y finalmente la mano que lo condujo hasta fuera del recinto, probablemente para ir a América a besarse entre la espuma que como niebla cubre los cuerpos semidesnudos de sus pasajeros.
Me quedé en silencio, regresé al hotel, prendí un canal del cable que ni siquiera recuerdo y me quedé dormido, con una sensación de “desesperanza aprendida”.            Al día siguiente, el recepcionista llama a mi habitación y me dice: “Sr. Marín, lo esperan en la sala principal”.  Me quedé con el auricular en la mano, le pedí que por favor subiera un “botones” y luego de escribir en un papel con la marca de agua del Hotel,  le pedí que llevara el mensaje al suscrito.
El teléfono no volvió a sonar.  El papel solo decía “Con la ropa de color, pasa como en el amor, puse todo de una vez, quise ahorrar y destiñó”.
Si hay algo común en ambas historias, es que las dos veces creí, confié y soñé. En ambas oportunidades me aceleré más de la cuenta; en ambas arrendé mi corazón en dos minutos, en ambas me lancé al vacío sin un preservativo que pudo salvarme la vida.
Hoy, frente al mar de Maule, dejo caer las lágrimas para dejar ir esas tres noches, dos ciudades, dos errores que me quitaron para siempre la posibilidad de construir de “hombre a hombre” lo que mis abuelos cimentaron hasta la muerte.
11 de Julio, Ignacio.

Ya me parecía extraño que ni Martín, Lizandro y mis otras parejas a las que Fabio me obligó llamar, en el café de antigüedades,  no acusaran recibo de mi estocada.  A las fue el turno de Ignacio.  Se apareció en mi puerta, unos segundos después de que el mouse transfirió  por esa magia de la tecnología,  una presentación sobre “Planificación Estratégica”, que Ricardo me pidió para enfrentar una reunión con ejecutivos españoles, con aspiraciones de socios. 
Se apareció con sus típicos jeans ajustados, una camisa cuadrillé beige, zapatos y cinturón café, una chaqueta caoba que profundizaba el aún más caoba color de su pelo y el color miel de sus ojos.  Pero todo lo que me parecía usual, reconocido a la luz de mi mirada, una bala disparada desde el olfato directo al cerebro, un deja vú al recorrido de mi tacto; se disipaba con la niebla de sus ojos lacrimógenos y con la voz entrecortada de sus primeras palabras.
¡Me contagiaste esta huevá, Pelao!  Lo hago pasar, atino a abrazarlo, pero esquiva mi regazo donde antes se acurrucaba, me pasa a llevar, se toma la cabeza, se sienta, se para, aletea con sus manos con la ligereza de una polilla herida por la ampolleta.  ¡Tranquilízate Ignacio!, ¿Quieres algo para beber?, pregunto mientras apoyo mi mano en su hombro, tratando de apaciguarlo. No responde.  Me mira con rabia. Después de unos minutos de tormenta, llega la calma.  Por fin su alma parece encontrar un poco de sosiego. Reposa en el sillón y después de una plática escrita con letras de sangre, después de argumentos donde la razón fue sometida por la pasión, me cuenta que hace tres días le entregaron la confirmación del test.  Afortunadamente figura como portador de VIH. Le hago entender que está a tiempo para que deje actuar la “tri-terapia”.  Tiene miedo, no sabe como enfrentar a su linaje, que desconoce como la mayoría de las familias chilenas, que comparten en la mesa,  con un hijo, un nieto, un sobrino, que tuvo que caminar por el sendero pedregoso y desigual de la homosexualidad.
Me pide si puede dormir conmigo.  Acepto. Abrazo su cuerpo semidesnudo;  pienso en el efecto dominó de esta pandemia y me siento culpable, víctima y  victimario de esta situación flagelante. Cuando me estoy quedando dormido, me sorprende con un beso dulce en los  labios. ¡Aún te amo Renato!, me dice.



12 de julio, Casa de Rosario.

Ignacio se ha ido temprano y tengo la sensación de que pese a su declaración de amor, no volveré a verlo.
Suena el teléfono. Es el cuarto  llamado de Rosario, desde que le dije que viajaría a Santiago para reunirme con un representante de la empresa canadiense para analizar la oferta laboral que me esperaba.  Lo he omitido, por que, describir los llamados de mi madre se convertiría en un narración no perecible –y aunque siempre afable y cariñosa-  sería un texto  fatigoso hasta para el mejor lector que herede éste,  mi último relato.
Me ha citado a su casa a participar del almuerzo donde vuelca su afecto, he imagino primero y confirmo después,  que ha redundado el gesto con mi hermana y mi sobrino. 
Cuando nos sentamos a la mesa;  una vez servida la sierra al horno, que es acompañada en el plato por  la cebolla, las papas, el pimentón verde, rojo y amarillo, el orégano y el resto de los condimentos; después de que nos precisa a ubicar la servilleta de tela sobre las piernas; pregunta si he tomado una decisión.
Pablo me mira.  Annet evita mirarme, mientras un silencio bochornoso espera la respuesta.
¡Acepté el trabajo Mamá!
Rosario contiene las lágrimas.  Pablo le ha tomado la mano a su madre, como ordenándole  que frene el impulso que ya ha subido por su estómago, que se ha hecho nudo en la garganta y que está a punto de convertirse en una gota de rocío en su mejilla.
¿Cuándo partes hijo?, pregunta domando al animal feroz que constituye  la pena.
“Debo estar en Québec en dos semanas más”, contesto sin dejar espacio a la vacilación ni a la emoción.
Mamá hace un silencio.  ¿Firmaste ya contrato?
“Sí, ya firmé”, contesto escueto.
¿Y la mudanza? ¿Cómo lo harás con la mudanza hijo?
La Empresa se preocupará de todo, no te preocupes”, le digo.
Rosario se levanta de la mesa, toma la botella de “Merlot” y rellena las copas, incluida la de Pablo.
¡Buen viaje, hijo!
¡Buen viaje repiten a coro mi hermana y mi niño!


14 de Julio, Pub “Villanas”.

Pese a que Fabio no es asiduo ni entusiasta tripulante de bares gay, lo he convencido para acompañarme esta noche a “Villanas”, un pubs liberal ubicado en calle Cochrane,  donde contradictoriamente habitan los personajes más conservadores de la elite local.  Al incorporarse al recinto, las paredes verde oliva impactan la vista, más que por su color acuarela, por cuatro mujeres que posan cual divas,  en una fotografía “vintage” de no más de cincuenta centímetros de ancho por setenta de largo.  No son rostros conocidos, y al mirarlas de más cerca, uno confirma que ni siquiera son mujeres, pero llaman la atención por sus trajes de celofán, por su maquillaje arcoiris, por sus pelucas y extensiones de Rapuncel. 
La luz es tenue, o por lo menos lo suficientemente sutil como para hacer sentir cómoda a una tribu que no se caracteriza por su adhesión al exhibicionismo, sino más bien a la introspección, más por temor que por convicción o deseo, y que ahora colma los espacios “literalmente huecos” de esta mole liberada de prejuicios, aunque sea por un par de horas.
Menos de quince mesas reciben a los particulares comensales, hombres casi todos, con rostros, cuerpos, vestimentas, estilos, gestos e historias, tan distintas como razas habitantes de la fauna nacional.   Unos sesenta especímenes habitan hoy el recinto.  En una mesa están las hienas, que ríen de manera ininterrumpida y exagerada, haciendo uso de la ironía y el sarcasmo, probablemente para cubrir sus propias inseguridades, sus miedos, sus infinitos rincones oscuros.  En otra, las águilas, que con su ojo agudo, exhaustivo y minucioso, desvisten al ala más conservadora del mundo gay, y que casi siempre son los más atractivos, varoniles y callados del recinto.  Cerca del escenario se ubican los monos, los conversadores y gesticuladores por excelencia, que levantan los brazos, que se mueven del asiento, que aplauden hasta el silencio.  Al fondo se ubican los jotes, aves carroñeras, la mayoría adultos entrados en años, que buscan una presa fácil, generalmente jóvenes, pobres y bien parecidos, que se sorprenden con la marca de un auto, que caen de rodillas ante un apellido compuesto, que se entregan por una cena a la luz de las velas y a veces hasta por un cortado y un cigarrillo Light.
Frente a ese bosque confuso donde hombres contra hombres dan el primer paso para fabricar su choza; frente a ese campo sembrado de exóticas semillas que no dan fruto; frente a esos masculinos ríos que no pueden evitar confundirse con el mar; un escenario pequeño se asoma como el sol se posa en el océano.
Nos sentamos en la única mesa disponible, que queda a sólo a un metro y medio de las tablas.  Fabio pide agua mineral  y yo un ron Habana de 12 años, que me atolondra el paladar, cada vez que visita mi boca.
Aún atraigo la atención de alguno de los visitantes a este “país de las maravillas”, donde las cosas cambian de tamaño, textura, color; donde las flores hablan, vestidas con raso y seda, con hojas depiladas y esmalte en las puntas.  Aún me miran, porque no ven los continentes café oscuro que ya se dibujaron en mi tórax, a un costado de mi costilla izquierda y en mi antebrazo derecho; síntomas que existen aunque no los escriba, aunque no los relate con detalle, hasta que el camino me obligue.    Al pensar en ello, guardo decoro; se me acaban las ganas de coquetear, de corresponder una mirada, de responder con una sonrisa una declaración encubierta.
Va a empezar el show.  Se apagan las luces.  La primera transformista aparece en escena y un destello de luz alumbra su traje estrellado de Estados Americanos, mientras su boca empieza a gesticular la letra de American Pie, de Madonna.
Tras los aplausos, aparece la segunda artista, con el rostro altivo, un traje blanco que se arruga en las caderas, el pelo liso y empieza a entonar “El hombre que yo amo” de la chilena  Miriam Hernández. 
Cuando el ron ha bajado a la mitad y Fabio supera la incomodidad que le causó la mirada imprudente y lasciva de la falsa Miriam, aparece Marjorie Di Carli Goutier, la estrella de los jueves, con los pómulos recargados, el rimel delineado con generosidad, un par de “tetas” postizas, unas pantys caladas y una peluca mitad rubia y mitad morena.  Toma el micrófono con simpática desfachatez, alza la muñeca desde la que cuelgan tres argollas de plata, sonríe y entona “Sobreviviré” de Mónica Naranjo: “En acrílico, cuero y tacón; maquillaje hasta en el corazón”.
Pienso en el título de la canción… me niego a cualquier oportunidad de creer.
Luego de habernos reído con la espontaneidad que brota como agua de la vertiente cerebral de la transformista ícono de la región del Bío Bio, luego de habernos prestado a su juego de “Show Business”, luego de haber ejercitado la mandíbula, floja desde que se confirmó el signo positivo en el Sanatorio Alemán, salimos del local, yo un poco mareado, Fabio absolutamente lúcido, terminando con la pausa, el break, el sabático necesario para descansar mi alma atormentada.


16 de julio, sobre mi cama.

 He estado estos dos últimos días en cama.  Mi licencia nocturna tuvo un costo que mi organismo no pudo incorporar. El viento norte que corría antes de ayer se coló en mis pulmones, agrietó mi estructura respiratoria y denostó a mi sistema inmunológico, transformando un pequeño resfrío en una crisis pulmonar.  Una tos compulsiva se me cobijó en la garganta, una flema solidificada brotó como manantial de las quebradas interiores de mi torso, escupitajos de sangre florecieron de alguna parte de mi organismo, y una serie de señales físicas me tumbaron en la cama, en la que ya llevo casi 48 horas.
Fabio me trajo un expectorante, paracetamol, antigripales y un puñado de medicamentos que en nada han serenado esta dolencia impulsiva.  Esta tarde me dio a beber  un litro de limonada y sobre el velador me dejó preparado un té de hierbas, haciéndome prometer que partiríamos a la Clínica a primera hora de mañana.
Recuerdo la primera vez que caí en cama. Estaba terminando el cuarto básico, tenía 10 primaveras a cuestas, cuando un sinfín de estrellas rojizas atestaron el cielo de mi cuerpo de niño.  ¡La peste!, dijo Mamá, y ahí cobró valor la primera palabra segregacionista que escuché en mi vida.  Bastó que su nombre llegara a oídos de las vecinas, de mis tías, de las madres de mis compañeros de estudio, de las colegas de trabajo de mamá, para que todos desaparecieran, se hicieran humo, huyeran o simplemente se eclipsaran, como un día lo hizo forzosamente mi padre en manos de los militares.
Me veo en retrospectiva, pasando en limpio una decena de cuadernos que Rosario conseguía con escasas mamás de mis compañeros,  que superaban el miedo al contagio; recortando presidentes de la historia de Chile; aprendiendo sobre el pistilo, el tallo, el polen y otros agregados de la madre naturaleza; leyendo libros como “Hombrecitos” y la interminable colección que inmortalizó en Chile a Marcela Paz: “Papelucho y el marciano”, “historiador”, “soy dilexo”;  a fin de no atrasarme en las materias, y poder enfrentar con relativo aplomo las pruebas coeficiente uno, dos; o las tan terroríficas disertaciones que siempre terminaban con más de un compañero tiritando, tartamudeando, enrojecido o simplemente olvidando parte del texto aprendido.   
He mencionado a mi padre desaparecido dos veces en el presente relato.  Estos días les contaré de él, para que entiendan porque lo menciono y a la vez parezco omitirlo cuando doy vida a esta bitácora.
Estoy cansado, decaído, fatigoso.  Me apronto a dormir. Quizá mañana tenga la suerte de encontrarme con el doctor rubio, de nariz puntiaguda y la manzana de adán pronunciada, que me entregó el sobre con el “positivo” contradictorio que me condenó al infierno.


17 de julio,  Sanatorio Alemán.

Dentro de mi pesar, tengo la suerte de ser atendido por quien antes describiera como “el hombre más guapo del mundo”. Tras unos minutos de haber entrado a la Clínica, dejo a Fabio en la sala de espera, mientras entro a su despacho y empiezo a educarme en mi enfermedad y de paso en su historia. Su nombre es  Maximiliano Subiabre Villa,  37 años,  primogénito, nieto de ciudadanos franceses, hijo de un francés y una chilena.  Médico General, especialista en epidemiología, apuesto, cortés, afable, extraña y deseablemente soltero.
Me toma el pulso, controla mi  presión, ordena que me saque  la camisa, coloca el estetoscopio en mi pecho, observa mis yagas, toma un lápiz y un papel, y me receta dos antibióticos y una pomada. 
Me mira a los ojos.  Me explica cómo ataca el virus, cómo baja las defensas, cómo una minúscula tos la transforma en desgarro, cómo un resfrío lo convierte en pulmonía, cómo una diminuta infección se propaga por el resto de mi anatomía.
¿Nunca tuviste síntomas antes?, me pregunta mientras amasa su lápiz con su mano derecha.
¡No, doctor!, respondo escueto.
¿Sabes hace cuánto tiempo te contagiaste?
Vuelvo a responder, esta vez negando con la cabeza y una mueca de incertidumbre.
¡Yo calculo que debes a lo menos tener 10 años con el virus!
¡Diez años! Exclamo.
“Quizá más”, agrega.
Mi sorpresa se retrata en mi rostro.  Echo mano a mi memoria débil, pienso el año que tuve  mi primera relación homosexual. Algo no me calza.
¡No puede ser doctor!, ¿Tiene convicción de que hace más de 10 años estoy contagiado?
“Casi el 100% de certeza”, responde.
Me quedo en silencio, mudo, taciturno.
¿Qué lo inquieta Renato? ¿Está usted bien?
 Sí doctor, digo, al momento en le doy la mano en señal de despedida, tomo la receta, la echo en el bolsillo interior de mi chaqueta y salgo del cuarto, callando una realidad que me resulta  insólita, paradójica, casi absurda.
Fabio me ve a la distancia, se levanta del asiento, me abraza y salimos con destino al auto. 
¿Pasa algo amigo?, me dice con ese tono tan propio de su personalidad, que camina justo en la línea entre la cautela  y el afecto, mientras quita la alarma del auto y las puertas se abren en forma automática.
Entro, me siento, lo miro a los ojos y le digo: “Me contagié con una mujer”.



17 de Julio, Canto de Luna, San Pedro de la Paz.

“Canto de Luna” es un restorán apostado en una costilla de la laguna grande de San Pedro de la Paz.  Se llega a través de un camino de ladrillos de unos quince metros de largo, techados por un cielo de “parra”,  a través del cual pasan unos tenues rayitos de sol o de luna, según sea la hora.  Es un lugar amplio, con lugar para fumadores y no fumadores, y una amplia terraza de madera rústica, sentada sobre el agua, desde donde se pueden casi tocar un centenar de cisnes de cuello negro.  Su carta es prodigiosa en carnes blancas y rojas, en vinos chilenos e importados; y la atención es formal, sin mucho que envidiarle al mejor de los locales de comida que moran en Santiago.
El día está soleado y Fabio acepta que nos sentemos en la terraza para que yo pueda fumar,  y así,  él no se intoxique con el destello nicotínico y cancerígeno al que no puedo o no quiero renunciar.
Ya en el automóvil le explicado a Fabio los alcances de las palabras del médico y ambos hemos concluido que sólo pude haberme contagiado cuando figuraba enmascarado de heterosexual, no por convicción, sino por ignorancia o por no saber escuchar los pálpitos y deseos de mi  propio cuerpo y de mi mente.
Pienso en mis relaciones con mujeres, desde mi equívoco y autocensurado despertar sexual, hasta el momento en que mi gusto transitó  de lo cóncavo a lo convexo. A mi haber sólo figuran una relación estable  y tres  aventuras; la primera de una data de 2 años, con una estudiante de educación de párvulos, alumna de tercer año de la Facultad de Educación de una universidad laica y privada de la región, y las otras tres, resultado de una noche de juerga, de vacaciones y de un viaje de estudios.
Nunca fui muy asiduo a los affaire, quizá por inseguridad, por temor o tal vez porque ya conocía lo que habitaba en mí y que no hacía que me entregará con naturalidad, excitación o destreza al lado femenino.
¿Con cuál de ellas no te cuidaste?, interrumpe Fabio mis sombras del pasado.
“Con dos”, respondo seguro, al recordar a mi polola Antonia, que exigía el uso de preservativo hasta para el sexo oral y a Loreto, mi aventura en tiempo estival, que sin látex no podía tocar ni un grano de la arena de su playa.
Los dos casos a los que me refiero son Francisca –mi primera relación en el paseo de cuarto medio- cuando a duras penas nos logramos desvestir escondidos entre los quiscos erectos a metros de la quinta región costa; y con Rocío, una mina que conocí en una de las fiestas mechonas, y que al correr de las copas, la tenía envuelta en mis caderas, de pie, en el frío y poco sanitario baño del gimnasio universitario. 
¿Cuándo las dejaste de ver?, volvió a interrogar mi partner.
“Hace unos 17 y 12 años, más o menos”, respondo dubitativo.
¿Sabes cómo ubicarlas?, vuelve a preguntar.
¿Tiene algún sentido?, respondo mientras hacemos silencio, mientras se aproxima un mozo, sirve dos copas de vino blanco, junto a un carapacho frío.
Tras comer un congrio  asado con salsa margarita, un tiramisú y un express chico, que acompaño siempre con un cigarro, pagamos la cuenta, dejamos el diez por ciento de propina y nos retiramos, con la contradictoria noticia a cuestas de que fue una mujer la que me contagió el virus.


18 de Julio, Sobre mi Padre.

Acabo de revisar  un álbum de fotografías de distintas etapas de mi vida, convidando a que la nostalgia se sentara al lado del sofá, mientras me palmotea la espalda.  Me miro al espejo recorriendo diversas edades, experiencias, hitos, personajes, que marcaron para siempre mi personalidad y mi forma de relacionarme con el mundo.  Me veo en el bautizo, con el agua bendita salpicando con bendiciones mi frente sin pecado; me observo dando mis primeros pasos al año once meses, con rostro de satisfacción y tutibeante, de la mano de mi madre; me contemplo en la primera fiesta escolar de la mano de mi hermana, con dos grandes gorros con flecos de papel volantín; me advierto vestido de celeste, con corbata blanca y un cáliz en mi pecho, al lado del sacerdote, mientras recibía mi primera comunión en la Iglesia de Padres  Carmelitas; me percibo besando a Antonia, celebrando con un ósculo los seis meses de pololeo; me distingo cargando la torta atosigada de velas que más tarde soplaría Marcelo, mi primer amor en tiempos de cólera, y luego cargando en los brazos a Pablito cuando apenas salía de la cuna. 
Una imagen me llama profundamente la atención. Mi Padre cargándome en los brazos, cuando estaba “camino a caminar” y cuando él –sin siquiera sospecharlo- estaba camino a la persecución y al desarraigo.  Sé que algunos encrespan la nariz, fruncen el ceño o se mueven de su asiento, inquietados por este tema, pero daré un solo argumento para obtener la venia, el permiso, la concesión para hablar de ello: “los desaparecidos siguen desaparecidos hasta el día de hoy, por lo tanto, no es un tema del pasado, sino una cuenta pendiente del presente”.
El nombre de mi Padre es  Armando Marín Escobar, ferroviario, militante del casi extinto MAPU,  seguidor fiel de las políticas sociales, de la descentralización, de la libre sindicalización y la reforma agraria  impulsada o ejecutada por  el presidente Salvador Allende.  Hombre de escasa educación, de limitada inteligencia emocional, de  una historia de privaciones, que marcaron su forma de “ser y hacer familia”.  Lo anterior que no se entienda como una justificación a sus tropiezos y errores, sino más bien como un argumento a considerar para comprender las causas que motivaran su partida anticipada.
Quiero hacer un alto en la historia, para explicar lo que el lector más agudo o detallista leerá como una contradicción, que no es otro hecho, que la ideología política y la fascinación de mi hermana por la derecha política chilena, incluida al General hoy despedido de la tierra y que en pasado dio la orden –implícita o no- para acabar con la vida de mi padre.   Tres argumentos simples, pero directos: “Annet nació de una relación de mi madre anterior a su matrimonio con Armando y mi Padre, bruto como era, nunca dio su brazo a torcer para estampar la firma que le otorgara su apellido y con ello, su reconocimiento; la expulsó de casa a la Edad de la Inocencia, por la insolencia de defender a mi madre de sus golpes e insultos; y finalmente se unió en matrimonio con un Subteniente de la marina, adherente del golpe militar y de la economía de libre mercado.
Armando desapareció el año ‘78, cuando yo aún no cumplía los cinco años. Fue un atardecer de otoño. Mamá barría las hojas del antejardín antes que nos aplastara la noche, cuando un carro militar se apostó frente a nuestra casa.  Bajaron cinco militares, tres de ellos con rifle en mano, ingresaron a la casa, dieron vuelta la estantería de libros, quemaron en el patio los ejemplares de inspiración marxista, y mi padre –que recién venía saliendo de la ducha con la toalla en la cadera- tuvo que salir semidesnudo, escoltado por las armas, mientras mi madre lloraba silenciosa, cargando una foto en sepia, del mártir presidencial y su esposa Hortensia, que alcanzó a guardar entremedio de su sostén.

20 de Julio, Desayuno en Casa de Rosario.
Ayer, ya casi superada por completa la crisis respiratoria que me afligía, me dediqué nueve horas a preparar instrumentos de gestión para Ricardo, que se apresta a desarrollar una evaluación de proceso, en el Holding comunicacional que lidera.   Café, cereal y unas barras de chocolate, me ayudaron a soportar la extenuante andanza frente a mi computador, para cumplir con los productos y plazos que me exige mi jefe, en mi nueva condición de “trabajador a la distancia”.
Hoy me levanté temprano, ya que mi madre me espera a desayunar a las 10 en punto, y no quiere que falte, ya que según ella “tenemos que aprovechar” las escasas horas que me aislarán imaginariamente de Chile.
Llego puntual, Pablo ya está en casa de su abuela, y nos sentamos a la mesa, para degustar el té hirviendo, unos pancitos amasados y un queque anaranjado que desprende de sus poros, un suave aroma a limón y canela.
¿Y tu madre?, pregunta Rosario a su nieto.
“No pudo venir, tuvo que ir al centro a pagar las cuentas”, respondió sucinto.
¿Cuándo vendrá la mudanza Renato?
“Pasado mañana mamá”, respondo con seguridad, pensando que como es domingo, no podrá acompañarnos, por su habitual romería por la misa dominical, el cementerio y la el Parque de la Memoria.
“Estaré a las ocho en tu casa”, advierte.
Pablo me mira con inquietud y se me adelanta a preguntar ¿No asistirás a Iglesia  abuela?
“Iré a la misa de la tarde”, justifica.
¿Y tampoco irás al Parque mamá?
“Voy el lunes, hijo”.
Nos miramos con mi sobrino, y apenas mi madre se para a la cocina, hablamos en voz baja sobre qué haremos para pasar inadvertidos.
El resto del desayuno me dedico a pensar que debo conversar con la gente de la mudanza, para mantener uniformado nuestro discurso, y que debo mantener a mi madre fuera de su casa esa tarde, para que no vea cuando el camión se estacione a metros de su puerta y reconozca mis muebles, que engalanarán el espacio desde donde tendré la oportunidad de verla cada mañana, cuando salga a comprar el pan, mientras ella me imagina con el abrigo largo y  la bufanda al cuello, para sortear los dos dígitos bajo cero, que marcan los días en la distante Canadá.
Apuramos la marcha de los alimentos a la boca, consumimos el té y aún con un pedazo de queque en las manos, salimos junto a mi sobrino, con la excusa de que debía acompañarlo a comprar un texto que le estaban exigiendo en la Universidad. 
Caminamos raudo hasta el auto, y antes de que el motor pronunciara su primer gemido, antes de que el aire acondicionado hiciera acogedor el espacio, antes que pusiera el pie en el acelerador; Pablo daba forma a su idea: “Dejamos que nos acompañe esa mañana hasta que el camión cargue las cosas.  Luego simulo que me siento mal, pedimos a Annet que apague el celular para estar inubicable, solicito que me acompañe a la Clínica y luego a casa, y así la obligo a estar conmigo el resto del día”.
Suelto una sonrisa, lo abrazo, y luego emprendimos rumbo al centro, olvidando que el libro era sólo una escusa para salir de casa de Rosario.


21 de julio, La polola de Pablo.

Pasé a buscar a Pablo minutos antes de las tres de la tarde a la puerta de la Universidad del Desarrollo.  Lo veo bajar la veintena de escalinatas que separan la estructura de tejas naranjas, siempre relucientes; de una calle de adoquines, único síntoma de  la antigüedad del barrio, que fue asaltado por la modernidad, con sus edificios y sus atuendos cristalinos.
Viene acompañado de una niña de pelo ocre, boquita pintada, tez blanca, estructura frágil, de la que se despide con un microscópico choque en los labios y un abrazo entrecortado al advertir mi presencia. ¡No me ha contado que tenga polola!, pienso.
¡Bien acompañado Pablito!, digo haciéndome el simpático, a la vez que escondo mi enojo por haber sido excluido de tan novedosa noticia. 
“Es que es una noticia reciente tío”.
¿Qué tan reciente?, elevo la voz, sin querer, deseoso de escuchar que lleva un día de historia, ya que dos sería imperdonable para mi ego de padre privado, de tutor autoimpuesto.
“Hace un par de semanas, tío”.
¿Cuándo?, vuelvo a preguntar, como si se tratase de un misil escondido, de una bomba nuclear que Pablo archivaba bajo el brazo.
¡Pero cómo tanto, ni que me hubieses pillado con un pito de marihuana!, dice Pablo.
Sería más perdonable a mis ojos, pienso, pero prefiero callar.
“Empezamos a pololear el dos de julio, el mismo día que nos citaste a tu departamento”, me dice con un tono triste, que leo sin necesidad de seguir rebuscando en el motivo de la omisión,  que ahora se me hace evidente.
¿Y cómo se llama?, inquiero dulcemente.

“Manuela”, me dice esbozando una sonrisa, al saber que dispararé un desatino.
“Es decir, cambiaste la manuela con minúscula, por la Manuela con mayúscula”, digo al tiempo que ambos nos disponemos a soltar sendas carcajadas.
Llegamos al mall. Nos estacionamos y empezamos a hacer una excursión sólo  por los locales más chic, probándonos poleras con diseños laterales, camisas con cuello polo, pantalones con pitillo, zapatos puntiagudos, boinas y gorros ridículos, que se ven aún más ridículos en nuestras desiguales anatomías y edades. 
Entramos a una tienda de joyas, él se prueba un Swatch y yo un Rolex, cadenitas de oro blanco, anillos de plata, crucifijos y runas. ¿Te gustó el reloj?, indago, y al ver su carita de niño, con esas polcas azules encendidas, miro a la señorita de la vitrina y le pido que lo envuelva.
Le pido que me acompañe a la librería. Se le escapa del pecho un ¡Qué lata!, pero accede a acompañarme.  Tomo La Paloma de Süskind,  y pienso que todos tenemos un ave que nos asusta al otro lado de la puerta; me encuentro sin querer con Loco Afán de Lemebel, y pienso cómo alguien logra hablar de la muerte desde el delirio y el humor, y luego ojeo  Las intermitencias de la muerte de José Saramago, deseando que la frase con que abre y cierra su novela fuese una realidad aunque sea para mi: “Al día siguiente no murió nadie”. Finalmente, compro un texto de poesías para mi madre: Lagar, de Gabriela Mistral, que en uno de sus poemas reza “Yo tengo una palabra en la garganta y no la suelto, y no me libro de ella, aunque me empuja su empellón de sangre. Si la soltase, quema el pasto vivo, sangra el cordero, hace caer al pájaro”.
Entramos a una de las dos disquerías que alberga este búnker del consumo.  Aunque ya los tiene, Pablo revisa Sangre y Euforia, del magistral compositor trasandino Fito Páez.  Yo,  en cambio, me detengo en un disco tributo de Laura Canoura.
¿Qué música le gustará a Annet?, pregunto advirtiendo que no he logrado identificar un fanatismo explícito de mi hermana por algún artista.  Cuando veo la cara de perplejidad  de Pablo, lo tomo del brazo y decido que no es el lugar para encontrar algo para Annet.
Le pido que me acompañe a una elegante tienda de decoración, donde antes he visto un juego de tazas cuadradas con mango de madera y flores impresas, que combinará con su mesita de té, por donde entran los rayos de sol a la hora del desayuno.
Caminamos al cine, entramos a ver Sweedney Tood de Tim Burton, con su estética mortuoria, su contraste y el inconfundible Jhonny Deep,  luciéndose como en El Joven Manos de Tijera, el Pirata Jack Sparrow o ahora, como el Barbero demoníaco de la Calle Fleet. 
Nos tomamos un café en el Coppelia, yo como un pastel de naranja y él, un pie de limón.  Cuándo estamos a punto de retirarnos, Pablo pregunta: ¿Está listo el transporte para mañana? “Todo en orden”, respondo.
¿Y ya embalaste?, vuelve a preguntar, mientras me tomo la cabeza y me doy cuenta que se me había ido ese pequeño gran detalle.
Pasamos el resto de la tarde envolviendo en papel de diario las copas, la cuchillería y la vajilla; llenando cajas con libros, cuadros y elementos decorativos; ubicando en cestas  artículos de baño y de cocina; colocando en  bolsas la ropa limpia y sucia; y protegiendo con cartón las esquinas y bordes de los muebles.


22 de julio, La mudanza.

Mamá llegó al departamento antes de las nueve.   El camión recién se estaba estacionando en la berma, mientras yo –antes que me cuestionara- me adelantaba a explicarle que no se sorprendiera de no ver el transporte la línea aérea,  ya que sólo  trasladaría mis efectos más personales, mi computador y algunos objetos electrónicos a Québec, mientras los muebles de mayor volumen quedarían en casa de Fabio.
No tuvo reparos o al menos no los hizo explícitos, aunque por unos instantes pude notar en su rostro un gesto propio de la naturaleza posesiva de las madres, como preguntándose interiormente, mientras se mordía la lengua ¿Por qué no consideró dejarme conservar alguna de sus cosas?
A los diez minutos llegó Fabio y a en menos de media hora Pablo se nos había sumado, ayudando a los pionetas a echar las cosas en la parte  posterior del vehículo, mientras Rosario barría los rincones que iban quedando desocupados.
Annet se había quedado limpiando el nuevo apartamento y estaba presta a apagar su celular, para ser inubicable para Rosario, en el momento en que Pablo se empezara a sentir “planificadamente mal”.
Lentamente empezó a notarse la migración de la naturaleza muerta.  Ya estaba empacado el sofá donde acostumbraba a leer el periódico los domingos; la mesa donde más de una vez me declaré a la luz de las velas; la cama donde tantas veces tuve sexo y tan pocas hice el amor.   Las plantas también habían abordado el carruaje, primero la Flor del Inca, luego la Violeta Africana y finalmente el Ficus, como todo un caballero.
El departamento se iba quedando vacío y  cuando aún no eran las once, Pablo explotó su innato talento teatral, a unos pasos de su abuela.  ¡Estoy mareado, algo me pasa! ¿Qué pasa mi amor?, saltó  Rosario.
“No sé abuela, tengo frío” dijo Pablo, mientras movía la pera y se refregaba las manos con los brazos cruzados sobre el torso.
¡Siéntate un momento! ordené con voz templada y con el rostro descompuesto, contribuyendo al desarrollo de esta obra de principiantes.
“Estoy mareado”, repetía, mientras tragaba saliva, erguía el cuello y simulaba estar a punto de vomitar.    
¡Debe haberte bajado la presión!, terminó de decir  mamá, al tiempo que Pablo corría al baño, cerrando la puerta de un solo golpe y haciendo alarde, con un talento para mí desconocido.
¡A este niño hay que llevarlo a la Clínica!, dijo Rosario.
¿Puedes acompañarlos tú?, me dirigí a Fabio.
Por supuesto, dijo siguiendo el libreto no ensayado.
En cosa de segundos estaban bajando las escaleras. Mamá bajó los peldaños, marcando el número de Annet, mientras reclamaba que tenía el celular apagado, al mismo tiempo que Fabio cargaba a Pablo, se subía al auto, hasta perderse entremedio de otros carros, que a igual o mayor velocidad, avanzan imprudentes por sobre las arterias penquistas.
Me quedo sólo, en un preestreno de los meses que me quedan.
Salimos rumbo al departamento que queda en diagonal a la casa de mamá.  Annet espera mirando por la ventana y baja rauda a recibirme, mientras me estrecha en un abrazo fulminante mientras dice “Te quiero”.


23 de Julio, en casa de Rosario.

Luego de que mamá declarara “el susto que le hizo pasar este niñito”; después de que retara a Annet por mantener el celular apagado, tras superar el hecho de que no le haya consultado si quería dejar mis muebles en su casa; Rosario me pregunta en cuántos días más parto a mi nueva morada.  ¡Mañana viajo a Santiago y pasado mañana a Canadá!, respondo mientras al recorrer con mi vista a Annet, Pablo y Rosario, trato de retener la última imagen que tendré de mi familia completa.
De pronto mi madre me toma la muñeca con fuerza, y señalando una herida que me ha salido en la parte baja del brazo, pregunta ¿Qué te pasó ahí?
No me había dado cuenta de este nuevo petroglifo que esta enfermedad dibuja sobre mi piel, con la facilidad con que el óleo estampa la tela, y bajo presuroso  la manga de mi camisa, excusándome en un “debo haberme golpeado ayer, al cargar las cosas en el camión”.
Mamá insiste en que me quiere ir a despedir al aeropuerto, pero Annet la convence que no es necesario, y que además, asumió el compromiso de ir a pagar una manda junto a ella a San Expedito.
¿Qué manda es esa que yo no estaba al tanto?, reclama.
“Son cosas mías mamá”, responde.
Pasa un ángel sobre la mesa.  Le sigue un silencio necesario, que es interrumpido cuando mi madre toma nuestras manos y pide que oremos para que Dios me acompañe en este nuevo desafío.  “Padre bueno, acompaña a mi hijo en este nuevo camino que tú le has trazado, protégelo en sus pasos, dale sabiduría en sus decisiones, humildad en el éxito y paz ante situaciones de adversidad.  Rodéalo de gente sana, que le abra oportunidades, que lo hagan crecer y que lo acerquen a ti, que eres Padre, eres Hijo y eres Espíritu Santo.  Y danos a nosotros, su familia, la fortaleza para enfrentar la distancia, siempre ingrata, amarga, pero a veces necesaria para que nosotros, tus hijos escribamos nuestra propia historia. Por ti señor, tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos, Amén”.



24 de Julio, La enfermedad.

Hoy se cumple un mes desde que me entregaron el test con nombre de mujer y navaja lapidaria.  Anoche mi salud se volvió a deteriorar por razones que me parecen invisibles y que se presentan con fugacidad y fuerza destemplada, reduciéndome a un trozo inerte de rama marchita.
Hace sólo un par de años la historia pudo escribirse de otra manera, ya sea si venciendo a la ciencia se hubiese detectado el virus en el período de ventana,  en los años asintomáticos en los que jamás presenté un deterioro,  o incluso en la etapa inicial SIDA, a través del uso de medicamentos, que habrían frenado o retrasado la presencia de  infecciones oportunistas que hoy afectan mi cuerpo.
Si bien no lo precisé antes, por recelo,  decoro o simplemente porque preferí amordazar  la parte más ingrata de esta historia de no ficción, y a fin solamente que puedan comprender que no es el absurdo, ni la falta de valor  lo que mueve mi determinación; sino la convicción más profunda y racional de que este proceso es irreversible, es que detallaré  lo que solo después de un mes me atrevo a revelar.
Según el médico, una infección oportunista –el cáncer para ser más preciso- ya había traspasado mis pulmones y había hecho metástasis a los riñones y a parte importante del aparato digestivo.  Mi sistema inmunológico no resistió los embates de esta bestia grosera y carroñera, y si ahora había despertado a los tumores que aparecían en mi piel, y a los ganglios que subían y bajaban al ritmo de su paso, nada me aseguraba  que no afectaran mi sistema nervioso central. 
Debo confesar –no exento de dolor- que rechacé el tratamiento, ya que si bien podría contener las secuelas y derivaciones de esta plaga, ya es demasiado tarde para detener el cáncer que reside en mí o que más bien me “okupa”.
Hoy me duele el estómago.  Durante la noche, una disentería se presentó intempestiva y no ha parado desde entonces.
Debo tomar fuerzas para despedirme de mi madre.  Mañana estaré en mi nuevo apartamento, mientras ella me imagina volando a Canadá, en busca del tesoro perdido.
Me ducho, me visto; Fabio me espera en el auto y me conduce a casa de mi madre, donde me espera junto a Annet y Pablo,  para elevar los pañuelos de la despedida.
Tomo las llaves de mi Ford fiesta y sorprendo a Pablo, al entregarle las llaves.  ¡Yo no las necesitaré en Québec!, digo mientras las recibe enmudecido, al tiempo que me aprieta como cuando le empecé a dar su mesada,  después desde cumplió cinco años.    Doy un beso a Annet, que llora sin consuelo, al saber que mi distancia pronto será ausencia con la que no quiere convivir.  Le entrego las tazas con  mangos de madera, le tomo la cabeza, la regaloneo, suelto un  “Te amo” desde lo más profundo de mi vientre.  Dejo para el final a mamá, le entrego Lagar de  Mistral, la abrazo por largos minutos que me parecen escasos, me adelanto a su llanto, colgado en sus hombros, mientras le susurro al oído “eres la mejor mamá del mundo”.
Fabio me espera en el auto con los ojos empapados. Antes de entrar, les grito “son lo más importante que me ha pasado en la vida”.  Me siento, les hago señas con las manos, como si en realidad viajara a Canadá, y a sólo un par de cuadras, Fabio se detiene, me abraza y me derrito en su cuerpo.




25 de Julio, Mi nuevo departamento.

He arribado a Canadá.  Al menos así lo piensa mi madre, aunque en realidad esté  a unos metros de su casa, contando desde  la ventana, con las cortinas semicerradas, los pasos que figuras de carne y hueso, dan en la vereda del frente. Allí se cruzan, por unos exiguos  segundos,  la señora espigada, de traje de dos piezas, tacones altos y cartera combinada, que ocupa un puesto gerencial en la Empresa de Telefonía que se aposta en la esquina; el hombre de boina café y  sweater de lana, que desde un pequeño kiosco, informa a vecinos de los altibajos del acontecer nacional; la abuelita de pelo blanco, espalda curva y andar lento, a quien hoy le pagan la insignificante “limosna estatal” con la que tendrá que “parar la olla” durante todo el mes; el joven universitario, que espera horas, con el dedo estático mirando al cielo y el pelo al viento, que un micrero detenga su carruaje para conducirlo a su universidad; el lanza, descarriado por la exclusión, que avanza a toda máquina, fuera de la línea legal; en fin, todos aquellos frutos; verdes, maduros y podridos, que llenan o se caen, del árbol genealógico nacional.
Este Canadá no está a metros de Toronto, Vancouver o la Isla Victoria, donde banderas multicolores se entrecruzan como guirnaldas de extremo a extremo de la calle, dando la bienvenida a la diversidad; donde en las calles confluyen abuelitos acurrucándose en chales, parejas heterosexuales paseando a angelitos en sus coches, hombres tomando la mano de otros hombres, y palomas volando a ras de suelo.
Este Canadá, sin embargo, contagia un frío más hondo que los dieciséis grados bajo cero del país del norte, porque aquí se asentó la muerte, y esta señora que es porfiada y obstinada, que no conoce de razones humanitarias, ni de afectos, ni de lazos; no está dispuesta a renunciar a acogerme entre sus brazos.
La otra señora: mi madre,  no ha salido de casa –y por lo bien que la conozco-  no se separará del teléfono,  hasta que mi voz atraviese el continente, para encontrarse con su oído.   Espero un tiempo, lo suficiente para que la noche se aposte sobre esta ciudad con aspiraciones de gran urbe, y una luciérnaga artificial ilumine los espacios interiores de la casa de mi madre.  Tomo el teléfono, marco el número de mi madre, alejo unos centímetros el auricular de mi barbilla,  y con la libertad que me inspira el hecho de que mi madre no cuenta con registrador de llamadas, saludo parsimonioso,  haciéndole creer que le hablo desde la tierra franco-inglesa, mirando los copos de nieve que caen sobre el pacífico y tradicional pueblo de Québec.
¿Cómo estuvo el viaje?
“Bien, mamá, un poco agotador, pero todo bien” respondo con la voz rasposa, como advirtiendo cansancio.
¿Y no hubo turbulencias mi amor?
“Casi imperceptibles?
¿Hiciste escala?, interrumpe.
“Sólo en Sao Paulo, mamá”
¿Te fueron a buscar al aeropuerto?
“Sí mamá, de hecho un automóvil me está esperando para llevarme al hotel”, digo para apurar el tranco de la conversación mitómana.
¿Cómo al Hotel? ¿No te vas directo a un departamento?, dice con aires de preocupación.
Disimulo el titubeo. “No mamá, me voy unos días a un Hotel, ya que prefirieron esperar que yo eligiera donde quiero vivir”.
“Bonito gesto”, dice. 
Suspiro aliviado.
“Bueno mamá, te tengo que dejar. Mañana hablamos”
“Mañana hablamos hijo”.
Cuelgo el teléfono, mientras abro la persiana y mi vista se conduce sola, sin respetar órdenes, hacia la casa de mi madre.


26 de Julio, Reencuentro con Ignacio.

El eco de mi celular se expande por el llano de la alfombra, traspasa las montañas que forman el sillón y el comedor de la sala, atraviesa  la camanchaca que forma el vapor del baño vecino colándose por la ventana semiabierta, y llega hasta mí, como un zumbido que interrumpe mi sueño y me lleva sonámbulo, directo a la cocina, donde me preparo un café de grano, de esos que endulzan las mañanas de invierno.
Tras el sonido polifónico del aparato imprudente, que he olvidado cambiar o simplemente botar, para hacer más verosímil mi expatriación forzada,  me sorprende la voz de Ignacio, que sólo hace unos días se retiró del departamento, dejando un  “Aún te amo” en el aire, que cobra mayor valor, cuando proviene de quien heriste de un sablazo inconciente.  Me extraña aún más, cuando, contradiciendo mi intuición, que me dictaba que no lo volvería a ver, se aparece como un fantasma al otro lado de la línea, con un dulce “tengo ganas de verte”.
Me quedo silente unos minutos, pensando si cortar, o si por el contrario, me arriesgo a responder “yo también” y le abro las puertas del mundo paralelo que he construido en el más recóndito mutismo.
¿Renato, estás ahí?,  pregunta extrañado por mi falta de respuesta.
Sigo en silencio, para ver hasta donde es capaz de llegar.
¿Renato?, insiste.
“Aquí estoy”, me atrevo a contestar, casi deletreando y aún inseguro del paso que doy.
¿Estás en tu depto?, interroga.
Le cuento que he cambiado de domicilio, sin escudriñar en detalles.
“Quiero verte”, me interrumpe.                                                                                         Le doy la dirección y antes de media hora, lo tengo frente a mis ojos, invadiéndome, paseándose entre la desesperación y la calma, aún intranquilo, sin la valentía de asumir este hecho como un nuevo elemento en la composición de su historia.
¿Por qué te cambiaste, Renato?
“La dueña de mi departamento encontró comprador”, miento sucinto.
Le ofrezco un café para cambiar de tema. Me acompaña a la cocina, me mira fijo cuando saco una taza del mueble, me recorre sin tocarme, mientras espero que el hervidor toque su alarma, se acerca, cuando agrego la azúcar;  y al tiempo que dejo el pocillo en sus manos; me pregunta ¿Aún sientes algo por mí?
¿Por qué te interesa la respuesta Ignacio?
“Para tomar una decisión”, apunta.
¿Qué decisión?, pregunto turbado.
“Yo pregunté primero”.
“Sí, creo que sí”, expreso vacilante.
¿Sí o creo que sí?, presiona a una determinación.
“Sí”, digo, pese a no tener  absoluta certeza.
¡Quiero que pasemos juntos por esto!, se sincera.
Me río.  Me roba un beso.  Recorro sus pómulos con las yemas de mis dedos. Me abraza. Acaricio sus orejas. Nos perdemos en un ósculo aún mayor, hasta que me conduce a la cama, donde llegamos desnudos, dejando un camino de ropa y accesorios, que se quedan tras la puerta, sin poder espiar –como tú,  lector- mientras hacemos el amor.
26 de Julio, En mi Departamento con Ignacio.

Ignacio se ha quedado dormido entremedio de las sábanas blancas, dejando al descubierto la mitad de su esbelta figura;  sus piernas,  manto de espigas doradas del campo chileno; parte de su espalda, desierto de Atacama al atardecer en sepia; la planta de sus pies, iceberg solitarios de la Laguna San Rafael; la prominencia de sus nalgas, Torres del Paine, alumbradas antes del ocaso.
Lo conocí el verano pasado, cuando caminando por la exclusiva playa de Pingueral, me lo encuentro exhibiendo su generosa anatomía inferior, marcada en  un hot-pants albiceleste, mientras golpeaba una pelota de vóleibol, que traspasaba con fuerza una malla tendida a los pies del mar. 
Yo iba a acompañado por Fabio, quien me propinó un codazo en respuesta a mi desfachatez, cuando mis ojos se clavaron en su cintura y en sus calugas sutilmente delineadas sobre su estómago. 
Ignacio me miró de reojo y una vez terminado el partido, se sentó a unos metros de nosotros; metros que se convirtieron en centímetros cuando me pidió fuego y que más tarde, después de una charla exploratoria –y de la evidente partida de Fabio- desaparecieron cuando me dio el primer beso a la luz de la luna.
Tenía 26 años y yo uno menos que los 35 que hoy me acompañan, y empezamos un breve camino de cuatro meses, que yo castré, cuando me sorprendió besando a otro, en un reconocido local gay camino a Florida.
A poco andar, me contagié de su obsesión por el cine español y lentamente me fui adentrando en el erotismo de Bigas Luna, en el humor negro de Alex de la Iglesia, en el realismo mágico de Guillermo del Toro, en el suspenso de Alejandro Amenábar, y en la estética kitsch y teatral de Pedro Almodóvar. 
En el camino –y a contracorriente- nadé para acercarme a su afición por los conciertos, recitales, tocatas, en fin, por esa masa que se moviliza, grita y se enciende, al compás de una partitura, de la materialización de una corchea, de la expresión de una semidifusa.  Aprendí junto a él, a ver detrás del sonido, y al poco tiempo, fui capaz de leer el amor lésbico detrás de  Mujer contra Mujer”, el doloroso efecto de las minas antipersonales tras el monólogo de “Otra muerte”, la acción corrosiva de la droga al interior de “Esto no es una canción”, todas, composiciones de los hermanos Cano, que en la voz de Ana Torroja, traspasaron fronteras sin pasaporte antes de que se conformara la Unión Europea  y atravesaron el Atlántico para que Latinoamérica entera encendiera antorchas, emocionada por el himno a la partida que retrata la balada   “Me cuesta tanto olvidarte”.
Me ilustré en el doloroso vía crucis de su historia.  En el éxodo de su padre cuando aún nadaba en líquido amniótico, en la conducta sobreprotectora de su madre,  que amarró sus raíces como a un bonsái, creyendo que con ello, estancaría el crecimiento de sus deseos e inclinaciones; en su pena aún no superada, tras la muerte de su abuela; con la que acostumbró a compartir un mate a la hora del té.
Me dejé acariciar por su sensibilidad artística, por su estado de permanente emoción, por su inocencia; que transmuta  en pasión a un costado de la almohada.
Pese a sus cualidades evidentes, a su admirable  resiliencia que le permitió superar  los socavones encontrados en  la carretera de la vida,  un día lo perdí, por una pasión no controlada, despertada por una estrella fugaz, efímera e insoluble.
Mientras miro su desnudez y me pierdo en los volúmenes sutiles de su piel, en los contornos de su cuerpo, pienso que esto es un aprendizaje, una enseñanza para despertar a la conciencia, una lección para valorar los regalos heredados por el universo.
Me paro a la cocina, tuesto unos panecillos, contemplo como la mantequilla se derrite en su cálido bostezo; corto un trozo de queso que siento en un pocillo de madera;  sirvo dos copas con jugo de naranja y conduzco la bandeja a una orilla de la cama.  Paso mis manos como un vapor sobre su cabeza.  Abre los ojos, estira sus alas de terso cutis, se sienta levemente y tras probar un sorbo de néctar, me dice “Te amo” y le creo, confío en su palabra como aquella tarde de verano, cuando me besó sin pausa, a la luz de la luna, frente al mar de Pingueral.
 



29 de Julio, Síntomas.

Tras haber vivido un día ceniciento con Ignacio, y sin haberla llamado, la enfermedad volvió sin golpear la puerta. Fue durante la noche, en puntillas, que me propinó un zarpazo invisible al estómago, contrayendo mis músculos, retorciendo mi esófago, tejiendo trenzas en mis paredes abdominales.   Durante un lapso me mantuve en sigilo, recostado todavía sobre la litera, tratando de controlar la dolencia indomable; más tarde me alcé con discreción –para no despertar a Ignacio- y me dirigí a la cocina a beber un vaso de agua, que acompañé de una pastilla recetada por el médico en mi visita anterior; y al cabo de unas horas, vencido  por el sable etéreo del intruso, me rendí sobre el sillón, con locuciones de abatimiento, que iban creciendo en volumen y expansión.
Desperté a Ignacio, con un grácil tacto en la sien,  y con la voz afectada por el padecimiento, le pedí que me llevara a un servicio de urgencia, clamando por un sedante.   Con entereza me ajustó el pantalón -amordazado por una correa- vistió mis pies, abrochó mis zapatos; pasó hasta el último botón por los ojales de la camisa, me puso la chaqueta; y luego de vestirse, tomó las llaves de su auto, encendió el motor, condujo por la Costanera hasta el Servicio de Urgencia del Sanatorio Alemán; entró conmigo a un aula  arropada de incólume blanco, hasta que la aguja perforó la dermis de mi antebrazo. 
¿Este paciente recibe tratamiento? consultó una enfermera de modos toscos, mientras quitaba bruscamente la mano, al encontrarse con el brote de sarcoma de caposi ilustrados al costado de la fina espada que yacía sobre mi piel.
Afirmé,  inclinando ligeramente la cabeza.
¿Quién en su doctor?, interrogó sin levantar la mirada.
“Maximiliano Subiabre”, respondo en voz baja.
¿Y está recibiendo la tri terapia? dice ahora, leyendo en su tono una voz más amigable.
¡No!, respondo con la lengua traposa, efecto del calmante.
¿Por qué no, señor…Marín?, completa la oración mientras lee mi ficha.
“Dejemos eso para los vivos, señorita”, afirmo entre emocionado y aturdido.
Salgo de la sala, usando de bastón el brazo de Ignacio, y  aún subyugado por el analgésico, le digo “Quiero que mañana empieces la tri terapia”.


30 de julio, Sanatorio Alemán.

Llegamos a las once en punto al Sanatorio. Nos sentamos en la sala de espera, yo, sintiendo que se acaba el efecto del calmante; Ignacio, ansioso por el inicio de su tratamiento; hasta que el especialista aparece por la puerta, llamándonos con un gesto afable. 
¿Así que nos visitaste anoche Renato?, me dice tratando de suavizar el ambiente, mientras noto que Ignacio arruga el ceño, admirado por la familiaridad con la que me habla este varón apuesto.
¡Lamentablemente doctor!, digo tratando de instalar una distancia ficticia, para no sembrar suspicacia en mi amigo- amante.
¿Y este joven?, pregunta mientras su mirada se posa en el rostro recién afeitado de mi compañero.
“Mi pareja”, respondo, mientras Ignacio se sonroja, sonríe nervioso, a la vez que denota un cierto orgullo en mi  respuesta.
“Te recetaré unos medicamentos paliativos”, me dice mientras escribe –ilegiblemente como todo médico- sobre una hoja con membrete.  “Si no te hacen efecto, ahí veremos, dice como evitando un comentario inoportuno”
Le doy las gracias y le explico que hay una doble intención en nuestra visita.
“Cuéntame”, dice serio, afirmando con su dedo índice su barbilla partida.
“Ignacio es portador de VIH, está en etapa inicial y está dispuesto a iniciar el tratamiento”, digo sin asomar respiro.
¿Cómo sabes que está en etapa inicial?, pregunta intrigado.
“Porque fui yo quien lo contagió”, digo apenado, mientras trago saliva.
Maximiliano expande las pupilas de sus ojos, toma aire, y jugando a ignorar mi argumento, mira a Ignacio y le pregunta. ¿Estás dispuesto?
¿Tengo otra opción?, responde con agudeza.
¡No!, remata el médico.
Nos despedimos, Ignacio sale primero de la sala, y cuando estoy a un paso de la puerta, Maximiliano me dice al oído. ¡Tienes mucha suerte Renato!
¿Por qué, digo sin entender?
Porque te va bien en el amor.
Me acerco a la secretaria, pedimos hora para una nueva consulta y caminamos hacia la salida.
¡Qué confianza!, me dice Ignacio con tono sarcástico.
¿De qué hablas?, pregunto como desconociendo que se refiere al trato que profiero a Maximiliano.
“Del doctorcito”, señala, usando ese diminutivo que trata de apocar al contrincante.
“Es que es muy amable”, me justifico.
“Y guapo”, dice evidentemente molesto.
¿Estás celoso?
“No, pero me extraña tanta cordialidad”, se apresura en corregir.
“Pero si es heterosexual”, argumento como si eso fuese un impedimento para que me sintiese atraído por él; como si el mero hecho de estar en la vereda del frente lo vetara.
“No estoy seguro”, me contradice. 
¿Por qué dices eso?
“Porque te mira como yo te miro”, sentencia.
Guardo silencio y trato de juntar todas sus miradas; la del primer día en que contemplé a la distancia sus rasgos de Adonis, la que me propinó ese 24 de junio, cuando sus ojos celestes se clavaron en los míos señalándome “Señor Marín, acompáñeme”, la que dio cuando puso el estetoscopio en mi pecho mientras compartió conmigo su historia.
¡Estás loco!, me río, subvalorando sus dichos.
“Tú sabes que es verdad”, trata de convencerme de algo que hasta ayer para mi era simplemente imposible.
Lo abrazo como tratando de cerrar el tema, y si bien lo logro, me quedo pensando el resto del camino de regreso, qué ocurriría si fuese cierto, mientras se hace eco su palabra de despedida “Tienes suerte Renato, porque te va bien en el amor”.
Unas cuadras antes de llegar a casa, me pongo las gafas, cubro la mitad de mi cara con una bufanda y subo raudo las escaleras, temeroso  ante la más mínima posibilidad de que mi madre esté cerca.  Ignacio me mira atónito, sin comprender qué pasa, y al llegar a la habitación, me doy el trabajo de contarle detalladamente las razones de mi ocultamiento.



01 de Agosto, Las Visitas.

Hoy me levanté a las ocho, para esperar junto a mi ventana, que mi madre saliera de la casa a comprar el pan.  Si bien no la veo hace sólo un par de días, la extraño con la certeza con que se ama lo que uno sabe perdido.
La veo con su delantal puesto, sus zapatos bajos y el pelo recogido, mientras camina con dirección a la panadería de la esquina, donde pedirá –como siempre- dos marraquetas, que más tarde untará con mermelada casera,  una pizca de miel o una lámina de quesillo fresco, para acompañar su té vaporoso, a la orilla de la estufa recién encendida.
La sigo, imperceptible a sus pasos, recordando cuando recorríamos de la mano el mismo camino que hoy anda sola, hasta que se pierde a mi vista, cuando cierra la puerta de casa, dando doble vuelta a la llave.
Ayer en la noche me llamó Pablito, prometiéndome visita para el día de hoy.  Dice que Annet me ha preparado unos postres de leche exquisitos –a modo de prueba-  para cuando se avecine mi hora, y deba convertirse en mi chef exclusiva.  Me ha preguntado si ya he escrito una carta a mi madre y me excuso, diciendo que retrasaré ese rito para cuando se agriete mi garganta, se atrofie mi paladar y mi voz sea impresentable a través del teléfono.   
Antes de dormir, la voz de Fabio, también se hizo presente.  Y ante su ofrecimiento de ayudarme “en lo que necesites”, le he pedido que venga a verme  para pasarle una lista de supermercado y el dinero suficiente para saciar los escondrijos de la despensa.
Ignacio, en tanto, partió anoche a casa de su progenitora, para saciar su indómita preocupación, y de paso, inventar una excusa que le permitiera unos nuevos días libres para regalarme su presencia y para asistir al doctor –que como hombre-  tanta desconfianza le ha producido.
Ya menguado los dolores de estómago, me doy la licencia de cocinar una crema de espárragos natural, y un arroz a la marinera, que más tarde disfruto en solitario, mientras escucho un tango electrónico de Gotan Proyect.
Pablo llega a las nueve veinte de la noche y Fabio un cuarto para las diez, obedeciendo mi recomendación de que “siempre me visiten de noche”, cuando mamá ya está en su habitación,  la vecina tiene las cortinas cerradas y el negocio de la cuadra ha bajado sus persianas.
Annet me ha enviado dos porciones de sémola y un pote de leche nevada, ambos con un toque de clavo de olor y un suave aroma a canela, que aprendió a cocinar imitando la receta de mamá,  cuando aún debía empinarse sobre una silla para alcanzar las especias del mueble de cocina.
Sirvo dos copas de vino –para mi y Fabio-  un vaso de Coca Cola y nos sentamos a la mesa, donde me desvestirán a preguntas,  después de haber declarado -en nuestras habituales y diarias conversaciones electrónicas-   el episodio nocturno que me condujo de la cama a la camilla.
¿Cómo te has sentido tío?
“Un poco débil”, confieso, mientras reitero  a Pablo –tal como lo he hecho antes por teléfono- la necesidad de mesurar la información con Annet, para no alarmarla y producirle un daño redundante.
¿Qué propuso el médico?, interrumpe Fabio, sabiendo que siempre mis respuestas esconden una veracidad más dura.
“Me recetó un calmante potente para el dolor de   estómago y  unos comprimidos para cuando se presenta  la crisis respiratoria”.
¿Y los sarcomas tío, por qué se presentan?
“Son úlceras a la piel”, inevitables, por lo que me dice el médico.
¿Te han salido más?
“Ya se estrelló la noche”, grafico, aliñando con humor mi tropiezo.
¿Y cómo va todo con Manuela?, cambio de tema.
“Todo bien, mañana cumplimos un mes”
¿Y qué le compraste?
“Nada”, responde encogiéndose de hombros.
“Tan heterosexual huevón” digo mientras mis dos comensales comparten la risa y el género.
“Tienes que comprarle un detallito”, insisto.
Y tú ¿No tienes nada que contarnos?, pregunta Fabio, sabiendo que omito algo.
“He vuelto con Ignacio”, reconozco.
¿Con el pendejo de mi edad?, me molesta Pablo.
“Tiene cuatro años más que tú y sólo ocho menos que yo”, me justifico.
Ambos ríen con complicidad.
“Además no es ningún pendejo”, contesto a sus risas.
“Lo he contagiado y aún así decidió estar a mi lado”, agrego.
Los rostros de Pablo y Fabio se transforman, el argumento es demasiado potente para pasarlo inadvertido. Le asignan a Ignacio un valor que hasta ahora para ellos era inexistente, o al menos, invisible.
¿Verdad?, dicen a coro.
Verdad, respondo serio.
Les cuento que Ignacio es portador de VIH, que está a tiempo, que comenzó esta semana su tratamiento y que si Dios quiere, podrá vivir incluso tanto años como ellos.  Se emocionan y avalan mi decisión, incluso sin cuestionar si estoy o no enamorado.
Y tú Fabio ¿Por qué no pololeas?, cuestiona Pablo.
“Es que está enamorado de mí”, bromeo, mientras ahora los tres somos cómplices en nuestra risotada.
La noche se hace breve. El espacio se hace infinito cuando se retiran,  y me quedo solo, alumbrando con el tenue brillo de mi cigarro encendido, mi cuarto en penumbras.
Mañana llamaré a mi madre. Le contaré que la suerte me sonríe en Canadá, que acabo de arrendar  un departamento con un balcón enorme, situado  a menos de un kilómetro de la casa de Leonardo, que me han facilitado un automóvil último modelo, que he encontrado buenos compañeros de trabajo  y que espero pronto escribirle para darle detalles que son imposibles de resumir a través de una cabina. 


02 de agosto, La Postal

Mamá está tan cerca y no puedo tocarla, a  unos metros y me debo privar de verla, a menos de una cuadra y debo conformarme con una llamada telefónica -que mañana será una carta-  para que no sea testigo de las máculas y sombras que se hacen ahora visibles en mi cuello, en mi torso, y sobre una de mis manos.
Tomo el teléfono, le hablo del clima, de lugares desconocidos descritos por Leonardo, en nuestras conversaciones mensuales.
“Que nítido se escucha”, me dice en medio de la tertulia.
“Parece que estuvieras sólo a un par de cuadras”, agrega.
¡Es la magia de la tecnología¡ exclamo sonso.
“Envíame una postal”, me dice antes de que termine la charla.
“Está bien mamá, te la enviaré”, digo antes de colgar.
Desecho la posibilidad de que Leo me la envíe, ya que el traslado se demoraría más de lo que la ansiedad de Rosario suele resistir, y decido llamar  a Ignacio, que esta noche dormirá conmigo. 
¿Puedes pasar por una postal?
¿Una postal?, dice desencajado.
“Sí, de Canadá”
¿Y dónde quieres que busque una postal de Canadá?, pregunta contrariado.
“En el mall, en el duty free, en la embajada, me da igual”.
¿Y si no encuentro?, me dice como disculpándose.
“Entonces grabas una foto en Internet y  la imprimes en un centro de revelado”
¿Please?, emito con signo de interrogación.
Finalmente se impone esta última opción, una imagen nevada de un villorrio cualquiera, con la palabra Québec, escrita en cursiva,  que llega hasta mi esa noche, antes de que Ignacio me abrace y se duerma a mi lado.
Mañana escribiré la postal, le pegaré una estampilla mojigata,   y después de unos días, le diré a Pablo que la deje en el buzón de mamá, para que crea que la carta voló desde el norte, atravesando la invisible línea del Ecuador, hasta llegar a su casa.


03 de agosto, La Postal

“Mamá: aquí te mando la postal que te prometí por teléfono. Al otro lado de esta villa está mi casa, bordeando un lago cristalino, donde se  puede ver el reflejo de la luna sobre las aguas, en las noches despejadas.   No te preocupes por la nieve, las casas tienen un buen sistema de aislación y una chimenea gigante que la mantiene en permanente primavera. Cuando salgo, me coloco el abrigo que me regalaste el invierno pasado y una bufanda que me regaló Fabio  antes de partir.   Saludos a Annet y Pablo. Los amo”.


04 de agosto, La Propuesta

Esta madrugada se puso a llover sin tregua y un viento norte insistente hace que algunas gotas se estrellen contra los ventanales de la sala, formando ilegibles representaciones que se hacen aún más indescifrables en la tela cristalina.
Me he despertado con la respiración entrecortada, con los pulmones resentidos por una tos impertinente, que desde las cinco de la mañana hacen que mis costillas suban y bajen como un péndulo extraviado, una balanza descompuesta, como la aguja de una brújula sin norte.
He ingerido dos tabletas antes del alba, que de algo han servido, para despejar mis obstruidas fosas nasales y este carraspeo bipolar, que aparece y desaparece –igual que el dolor de estómago- sin previa advertencia, mensaje o aviso.
Ignacio se alarma y corre hasta mi lado, me mima, me regalonea, mientras su mano pasea un agua de hierbas desde la taza a mi boca.   
Cerca del me he sentido mejor, pero no me ha dejado levantarme a la sala y mucho menos devorar un ápice de nicotina, un segmento de alquitrán, una minúscula partícula de monóxido de carbono, que saben tan bien al paladar de la adicción, y se extraña tanto, cuando la dependencia se ha aferrado a las venas.
La lluvia se ha hecho más torrencial,  provocando un zumbido perenne y continuo,  al estrellarse con violencia, sobre las veredas,  el asfalto, los techos de zinc y las ventanas, que sólo baja en densidad cuando Ignacio llama mi atención. “Quiero proponerte algo, Renato”.
¿Tan serio es?, digo al ver que su cara se ha erguido y una mirada pensativa se ha instalado en sus ojos.
“Tú sabes que te amo, ¿cierto?”
Ratifico con un gesto grácil.
“Yo no sé si tu me amas y a esta  altura, no me interesa saberlo”, dice dando  vueltas.
“Estoy aquí pese a lo vivido…” –se refiere al engaño y al contagio, “… por decisión propia, sin que nadie me haya obligado…” –no me atrevo a interrumpir- . “…no se cuánto tiempo te queda, pero me gustaría acompañarte, vivirlo contigo, hasta el último día”.
Estoy absorto, trato de dimensionar el valor de sus palabras, me tiro a sus brazos y me quedo ahí durante minutos, aceptando tácitamente, mientras sentimos como la lluvia sigue parlando allá fuera, sin saber de afectos o altruismo, desconociendo los sentimientos y sensaciones que nos habitan y que distinguen al Hombre de cualquier criatura.
“Me siento egoísta”, le susurro al oído, sin soltarlo.
Pero ¿por qué mi amor?, me dice con su voz de caramelo.
“Porque te pierdes tanto por estar aquí”, digo con la cabeza en su cuello.
“Yo sólo me pierdo cuando no estoy contigo”, afirma, con una convicción que me deja perplejo, mientras me siento suspendido en una nube, flotando en la frase más completa que alguien me haya regalado.
Con el paso del día mi salud empeora, pero poco me importa.  Hoy, por primera vez en mi vida, me siento enamorado.


09 de agosto, La Crisis.


He estado estos últimos cinco días amarrado involuntariamente a mi cama; el malestar se ha agudizado con el paso de las horas, mis músculos están resentidos y una espina incesante se ha clavado en mi vientre y mi pecho, de forma simultánea, transformándome en una marioneta frágil y vulnerable.
Un listado de tareas se acumuló en mi correo electrónico, que he dejado de cumplir, lo que ha llevado a Ricardo a hablar obligadamente con Ignacio cada noche, al otro lado de la línea.  Le pide que me transmita que no me preocupe por nada -y como si se tratase de un premio a mi discapacidad- le comunica que me han hecho un depósito desde el Departamento de Bienestar.
Annet ha venido las  últimas dos noches a dejarme comida y se ha quedado a los pies de mi cama, mirándome con una lágrima atragantada en la garganta, mientras su mano acaricia mi pierna.  No se contuvo en la ausencia, después de que Pablo rompiera su promesa de no alarmar a su madre –al verme tan mal-  cuando me tomó de sorpresa su inspección, hace apenas tres días.
“He hablado con el médico.  Le he pedido que haga hoy una visita a domicilio”, me informa Ignacio.
Me pesan los párpados, tengo el habla floja, así es que agradezco apretando su mano, valorando que haya con su gesto, vencido los celos, que le llevaron a decir que Maximiliano “Te mira como yo te miro”.
Cuando llega, lo hace pasar al cuarto, me examina, escucha mis bronquios, palpa mis ganglios inflamados, revisa mis amígdalas, presiona el foco de mi abdomen. Algo no está bien, se demora más de lo previsto, por lo menos de lo que yo e Ignacio imaginamos.
¿Qué pasa doctor?, pregunta Ignacio, con una distancia fría.
“El sistema respiratorio está comprometido. Sería recomendable internarlo”, disfraza con sosiego la noticia violenta.
Ignacio pide mi aprobación. Con el habla apenas descriptible, acepto, pero pido que sea al anochecer, con la certeza de que las ambulancias congregan a los espíritus solitarios, ánimas deseosas de noticia, que pasan inadvertidas entre la multitud que sigue la baliza.  No puedo arriesgarme a que mi madre me descubra,  en mi trayecto desde las escaleras hasta el coche níveo, hundiendo su mirada en mi cuerpo que será conducido inmóvil –sobre una camilla-  hasta  el pabellón purgatorio.
Maximiliano acepta y sale del departamento, mientras a través del celular pide que una ambulancia me recoja a las nueve en punto, para llevarme a la sala, donde me esperará una bolsa de suero, una máscara de aire artificial y unas cuantas jeringas zancudas, deseosas de clavar su lanceta en mi cutis endeble.
Ignacio llama a mi hermana, a Pablo y a Fabio, y luego me abraza y me besa en la frente, con un miedo que solo reconoce quien ya ha vivido una partida.


10 de agosto, Internado.

Hoy es el cumpleaños de Fabio, y en vez de rodear una torta y cantar Happy Birthday, esperando que pida tres deseos al soplar una vela; lo tengo a mi lado, junto a Annet, Pablo e Ignacio, velando mi estadía somnolienta.
Creen que estoy dormido, mientras percibo sus voces como un murmullo apartado, como una enclenque frecuencia de radio, perdiéndose al otro lado de una colina. Hablan sobre llamar a Ricardo, Ignacio dice que es necesario avisarle a Leonardo, mientras Annet y Pablo se transan en una discusión sobre la conveniencia de llamar a mamá.
Alcanzo el brazo de mi hermana, lo aprieto y muevo la cabeza en señal de negación, mientras con los ojos semiabiertos, distingo como las lágrimas delinean un estero angosto en sus mejillas.


11 de agosto

Me han conectado a una máquina; un tubo forma un bozal en mi boca y una mariposa de fierro sostiene una sonda en mi antebrazo, mientras me alimento de suero deslucido e insaboro.
Quiero hablar, pero no puedo.  Ricardo se ha sumado a los que me hacen compañía. Estoy preocupado, no de la muerte que se avecina, sino de no haber alcanzado a escribir a mi madre antes de la debacle.
Con los ojos cerrados, ruego a Dios que me de un día de lucidez. Necesito escribirle a  mamá, redactar una decena de misivas, que abrirá esbozando una sonrisa, después de que  Pablo las deje en su buzón, cuando se cumpla cada quincena.
Escucho a la distancia que Leonardo viajará hoy desde Canadá; Ricardo se ha adelantado a los trámites pre-mortuorios, que todos eluden; Fabio se pregunta qué dirá mi madre cuando ya no reciba mis llamadas; y Pablo lo tranquiliza, diciendo que le enseñará a usar Internet y que necesitará a alguien que se haga pasar por mí, para mantener vivo el espejismo que yo mismo creé. Ignacio se ofrece. Los demás, aceptan.
Annet se mantiene al margen, con un rosario en la mano, mientras escucho como una llama que se apaga  “Santa María, llena eres de gracia, el Señor es  contigo, bendita eres entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús”.


14 de agosto, Cartas.

Dios ha respondido mi súplica y me ha dado un intervalo para despedirme de mis ángeles, escribir las cartas pendientes, entregar mis bienes, ver a Leonardo, dar un último beso a Ignacio.
He alcanzado a escribir doce cartas, algunas descriptivas, otras con  frases jubilosas, y una que otra, habitada por la nostalgia –que me imagino- se siente en el exilio, y que servirán para menguar mi ausencia ante los ojos de mi madre,
He distribuido de palabra todos mis enseres: mi colección de libros, lámparas y pinturas para Annet, mis relojes y mi notebook  para Fabio, mis dos esculturas francesas para Ricardo, el equipo de música y mi Ipod para Pablo –quien ya tiene las llaves de mi auto según recordarán-  y mi palm para Leonardo.
A Ignacio –en secreto- le di el código de mi visa, donde alrededor de once millones de pesos constituyen los ahorros de mis escasos años.  ¡Es para el tratamiento!, le digo escueto, obligándolo a aceptar mi propuesta.  Le dejo, además, mis artículos electrónicos, los muebles y mi cama, para que le ayuden en el camino a su independencia.
Pido el teléfono y con la voz afectada hablo por última vez con Rosario.
“Aló, mamá”, digo presuroso.
“Mi amor, ya te extrañaba”, me responde al otro lado del auricular.
“Te llamaba para informarte que te he escrito una carta,  que te envío un álbum de fotografías que se me olvidó entregarte en Chile, y que va un cheque para que te hagas un cariñito”
¡No era necesario, hijo, no tenías para qué preocuparte!
“No es nada, mamá”
¿Estás resfriado, mi amor? ¿Tienes la voz pastosa?
“Un poquito nada más, tu sabes como es de frío acá”
“Cuídate mi amor”, me dice.
“Lo haré mamá, te amo”.


POSDATA

Al día siguiente de escribir las cartas caí en coma por cinco días antes de partir.  Me alcancé a despedir de mis familiares y amigos –menos de mi madre por decisión propia- y lo último que sentí fueron los labios de Ignacio dándome la despedida.
Mi madre recibió mis cartas y esbozó una sonrisa durante seis meses exactos, tras lo cual Pablo, Annet, Ignacio, Ricardo, Fabio y Leonardo, siguieron durante casi tres años  prestándome la voz, el puño y la letra para seguir existiendo para ella.
Lo único que no logró ver antes de partir, fue mi imagen. Pero no importa, la volvió a ver acá, cuando se dio cuenta que la esperaba en el cielo.