lunes, 14 de abril de 2014

Llámame

Pasada las doce de la noche sonó por primera vez su teléfono. Elena dormía al lado de su marido, separados por una almohada que se atravesaba entre sus anatomías, quizá a modo de signo respecto a la distancia que se había instalado entre ellos después de los primeros siete años de matrimonio; símbolos de ignoto ethos, pero que se expresaban en menester de abrazos, penurias de besos, pobreza de caricias, carestía de esas palabras de celofán que caracterizaron los primeros días, semanas y hasta meses de su unión santificada; rastros que habían desaparecido con el correr del tiempo, que era también carrera rauda del automatismo, de la rutina, de los silencios, del distanciamiento físico.
“Aló”, dijo cuando aún sus pestañas miraban el suelo tras el velo de sus párpados flojos. “¿Quién es?”, volvió a repetir cuando un silente respiro era el único sonido que interrumpía la sordina instalada en la línea invisible del auricular. “¿Hay alguien ahí?”, expresó dudando respecto a si el suspiro era tal o era el mero murmullo que se instala a modo de interferencia en la transmisión acústica.  
Apretó end, se levantó de la cama para ir por un vaso de agua fresca para satisfacer la sed que reclamaba su vientre y sus labios secos, volvió al lecho,  su esposo quebró el silencio para preguntar el remitente de la llamada. “Número equivocado”, respondió ella, antes de entregarse a los brazos de una quimera  efímera, donde su silueta se dibujaba bailando un blues,  con su rostro reposando en los hombros de un hombre que no era su marido.  Pudo haber despertado cuando se sintió acogida en el lecho de un extraño, pudo haberlo hecho cuando el desconocido acercó sus labios y la besó con una pasión que hace tiempo no le era familiar, pudo reclamar vigilia cuando la barbilla foránea recorrió su cuerpo; primero,  por los babores del cuello; luego, por la cubierta de sus senos; finalmente, por popa de sus extremidades; pero continúo al amparo del ensueño, quizá porque deseaba experimentar esa pasión que parecía extraviada en la cotidianidad de sus días.  “Elena, Elena, despierta”, escuchó musitar a su marido que la creía envuelta en pesadillas, al ver su cuerpo estremecerse desde los estribores de sus orejas hasta la falda de su entrepierna.  “¿Qué estabas soñando?”, preguntó el hombre cuando la vio con los faroles vivos y un exiguo rubor trepando por sus mejillas. “No te preocupes, sólo fue una pesadilla”, mintió, deseando volver al sueño donde estuvo al cántaro de alcanzar el orgasmo que en su rutina era aspiración baldía.  ¿Qué hora es?, preguntó descaminada de tiempo y espacio. “Diez para las siete. ¿Entras tú primero a la ducha?”. “Sí, gracias”, respondió ella consciente de que necesitaba de dicha cortesía para que el agua dejara correr los atisbos de delectación que quedaban en su fisonomía y que se delataban en su pulso agitado, sus pechos espigados y sus pezones correosos.
Entró a la tina, dejó que la lluvia artificial cubriera cada vértice de su corteza blanquecina, la humedad tibia relajó sus ángulos cóncavos y convexos,  se secó con especial énfasis en su cabello castaño y con la toalla anudada en la cumbre de sus bustos,  entró al dormitorio donde cubría su desnudez con paños de lino, textura compatible con el calor que emana de este tránsito estacionario de primavera a verano.
En un tercio del tiempo que ella destinó a la limpieza el culminó su tarea.  Escondió los pliegues de su camisa bajo el pantalón, ajustó el cinturón, vistió sus pies descalzos con mocasines de hilo y zapatos negros, se despidió de Elena con un  perezoso ósculo en los labios y salió sin tomar desayuno a cumplir con las demandas laborales, que para esas sí tenía tiempo, en desmedro de las obligaciones maritales, que parecían no tener prioridad en su franquicia privada.
Elena caminó hasta la cocina, esperó que el hervidor recitara sus últimas melodías para avisar la cocción del agua, llevó el té hasta su boca, y en el segundo sorbo,  el teléfono declamó tres ring antes que ella llegara hasta su lado. “Aló”, contestó presta.  “¿Quién es?”, replicó con sensación de deja vú al no tener respuesta. “¿Hay alguien ahí?”, alcanzó a decir, evidenciando que había repetido como un eco la contestación de aquella noche.


La mañana pasó colmando su oficio de tareas monótonas; la revisión de la agenda del gerente, la contestación de email, el archivo de correspondencia, la toma de actas en taquigrafía,  la redacción de ordinarios, memos y cartas, en fin, aquellas faenas propias que se esconden y revelan tras el rol de secretaria y que la obligan a parchar cualquier tribulación con un saludo cordial y una sonrisa oblicua, independiente del peso de la pena.
Concluida la reunión de departamentos, aquella en que cada jefe de área da un estado de cuenta de lo rendido la semana pasada y de las proyecciones de la semana que está en curso; una vez que el resumen taquigráfico es traducido a palabras de transversal entendimiento sobre el monitor; cuando la tarde se apresta a pisar los pies del mediodía, el celular de Elena crispa al interior de su bolso, la primera vez, sin lograr su atención debido a que se encuentra en vibración; pero la segunda vez, un breve estallido de luz que sopla por la rendija de la cartera vuelca la mirada de su dueña hacia el aparato ahora insonoro. “¿Aló?”, vuelve a pronunciar, esta vez algo ataviada por la falta de retroalimentación que ha recibido del equipo, desde esta noche reciente, que bien podría interpretarse como noche de desvelo anónimo o de anonimato placentero, según el énfasis que pretenda otorgarle el decodificador.  “Hola”, le responde una voz afable del otro lado de la línea.  “¿Con quién tengo el gusto?”. “Digamos que con un admirador”. “¿Cómo?”. “Oyó bien, con un admirador”, escuchó mientras espontáneamente y contra su voluntad, se delineaba una sonrisa sobre su fachada. “¿Es una broma?”, preguntó mientras se erguía de su puesto de trabajo para ver si alguien de la oficina le estaba jugando una broma. “No, no lo es”. “¿Lo conozco?”, preguntó al acreditar  que ninguno de sus comensales se encontraba con el auricular en la mano, sino más bien concentrados en otros quehaceres que reclama el escritorio. “Aún no, aunque para mí sería un privilegio”, escuchó con la contradicción del que se debate entre cortar la conversación por temor a lo incierto y el que desea continuarla al ver como su ego crece de menguante a luna llena.   “¿Trabaja cerca de mi oficina?”, inquirió, decidida a seguir el juego que se manifestaba inofensivo. “Frío, frío”, le respondieron también con aires de jugarreta. “¿Cómo me conoce?”, cuestionó. “Aún no la conozco bien, pero por ahora me basta con escucharla”, le respondieron, como sabiendo que existía un hueco sin llenar y que era el de la escucha activa, que tan silente se había mantenido durante los últimos años al costado de la cama. “¿Cuál es su nombre?”, investigó más por interés que por curiosidad llana. “Ricardo”, le respondieron sin rodeos. “Sepa usted que me siento muy halagada, pero ya no estoy en edad de jugar a las escondidas”, dijo cuando bien pudo haber precisado “en condición”, para notificar su estado civil. “No hay edad para volver a enamorarse ¿no cree usted?”, replicaron. “¿Y cómo sabe usted que ya no estoy enamorada?”, consultó ella, extrañada por la interrogante que parecía tan bien saber de sus precariedades. “Porque de lo contrario no habría continuado esta conversación”. “O bien podría ser que no he colgado por cortesía”. “La cortesía es obligación ante conocidos y no ante extraños mi estimada…”. “Elena”, contestó impulsiva, completando la frase. “¿Cómo es que es mi admirador y no sabe ni siquiera mi nombre?”, indagó inquieta. “A una mujer como usted, bastaría con escucharla una vez para que cualquier hombre que se digne de tal, cayese rendido a sus pies”, contestó con una galantería que situó un silencio reflexivo entre los dos interlocutores. “¿No le molestaría si la vuelvo a llamar?”. “Para qué”. “Para conocerla mejor, quien sabe, quizá hasta pueda llegar a conquistarla, a ser merecedor de usted”. “Es muy amable, pero…”. “¿Pero qué? ¿Es casada?”. “¿Cómo lo sabe?”. “Extraño sería que una mujer tan dulce como usted no lo estuviera”. “Ojalá mi marido pensara lo mismo”, exclamó sin medir la sinceridad de sus palabras. “¿Puedo?”. “Está bien, que de malo puede haber en una conversación”. “Una última pregunta. ¿Fue usted quien llamó anoche y esta mañana, cierto?”. “Sí, así es”.


La habitación vacía de Elena prontamente la ocupó el equipaje emocional que ella cargó casualmente desde que ese mediodía la asaltara una conversación que no pidió, pero que perfectamente pudo ser la respuesta a un deseo acallado que se fugó como un eco por algún recoveco del inconsciente hasta llegar a aquel que tomó el teléfono y marcó su número para reconocerle admiración incondicional, que era el alimento que su ego necesitaba para resistir en pie la embestida de los años, que pese a que no eran muchos, bien encontraba su razón en la génesis del abandono, el descuido o la distancia expresiva, que subyuga tanto o más que el apartamiento físico.  Su indumentaria y  sus joyas se apilaron dispersas formando un sendero anárquico sobre la cama aseada, y con la piel de vestido, caminó descalza hasta la tina; la llenó de agua sulfurosa, y ya dentro, hundida hasta el ombligo como un barco encallado en el océano, pensó con un extraño placer, no en su marido, sino en la entonación,  el ritmo y  las pausas de la voz que llegó como una brisa tibia para derretir el hielo de su corazón.  
Después de unos minutos en que los vapores alcanzaron cada vertiente de su cuerpo, desde sus caderas hasta sus pezones endurecidos, el sonido que arrastra la llave dando vueltas la cerradura la levantó de la pila; y aún húmeda en  puntos y ángulos que la toalla no alcanza a secar, regresó a la alcoba, apretando ansias de hacer el amor con un hombre que no era su esposo.   Lo vio entrar con la camisa perfectamente planchada bajo el pantalón de lino, siguió el curso de la chaqueta cuando ésta descansó en el colgador que dormía como un murciélago dentro del armario ennegrecido; esperó que los zapatos respiraran a la falda de la cama; dejó caer el paño que cubría desde la cúspide de sus senos hasta la cuenca de sus caderas, y ya desnuda, sin culpa por el deseo foráneo, besó a su esposo, desabrochó su camisa, retiró su cinturón, bajó el cierre de su pantalón, e igualados en desnudez, se entregó a sus brazos tratando de retener en algún rincón del paladar el olvidado sabor del la pasión.  Lo besó, no sabemos si motivada por una imaginería infiel, para paliar la culpa de lo que una llamada le estaba haciendo sentir o como una forma de aferrarse a aquello que se sabe perdido; asentó sus nalgas sobre la pelvis de aquel hombre rutinario que alguna vez había amado, dejó que su piel se erizara en cada caricia, que la saliva corriera por su garganta en cada embeleso, que sus montes de Venus se irguieran en cada inhalación y exhalación, y segundos previos a que se presentara el orgasmo, el ring monotemático e insistente del teléfono terminó por apagar su excitación. “¿Quién es?”, contestó con la respiración aún agitada. “¿Estoy interrumpiendo algo?”, le devolvieron una pregunta con intención de respuesta. “Número equivocado”, respondió al ver que su marido instalaba su mirada fijamente en sus ojos.
“Debemos hablar”, dijo el hombre mientras encendía un cigarrillo, al tiempo que ella volvía a su lado; ambos, ya sin la intención de retomar la faena pendiente.  ¿Pasa algo? “Creo que ambos sabemos que esto no está resultando”. ¿A qué te refieres?, preguntó Elena, confusa respecto a si la afirmación tenía que ver con la escena reciente o con la escena general de su vida. “A nosotros, ni tú ni yo somos los mismos de antes”. “Yo no he cambiado”. “Ambos hemos cambiado Elena”. “Tus sentimientos quizá”. “Si quieres tomarlo así, entonces está bien”. “¿Qué me estás tratando de decir?”. “Que no nos estamos haciendo bien, que sería mejor que nos diéramos un tiempo”. “Sabes bien que no creo en los tiempos, las cosas son o no son”. “Necesitamos distanciarnos, ¿cómo no lo ves?”. “¿Estás viendo a otra mujer verdad?”.  “Esto no tiene nada que ver con otras personas, esto es entre tú y yo”. “¿Existe otra mujer?”. “No voy hablar de eso Elena”. “¿Me estás dejando?”. “Hace tiempo que nos abandonamos el uno al otro, ¿no crees?”. “Eres un cobarde”. “Lo sería si decidiera quedarme a tú lado, trata de comprender”. “No hay nada que entender”. “Debes estar tranquila”. “Ese no es problema tuyo”. “Pero tu me preocupas”. “Ándate por favor”. “¿Estarás bien?”. “Dije que te fueras maricón”.
Él salió por la puerta después de vestirse y llenar de prendas una pequeña maleta; ella se quedó sobre la cama, llorando su abandono y la rabia que sentía por haberse sentido infiel por una mísera llamada.


El teléfono maulló adyacente a la última aurora, una hora después de que la luna creciente vistiera con su luminosidad la ceguera de la noche; dos desde que el sol se sumergió desnudo apagando sus brazas en el mar; tres, desde que el marido de Elena dejó la habitación para siempre, minutos después de estar haciendo el amor.
“¡Aló!”, se aprestó a contestar sin conseguir esconder el retumbo mohíno y mustio de su voz. “¿Está bien?”, preguntaron con sutileza al reverso de la línea, como advirtiendo el barranco por el que caía su estado anímico en estas últimas horas.  “No muy bien, la verdad”.  “¿Pasa algo?”. “No se si quiero hablar con usted, ni siquiera lo conozco”, masculló  con el silbido de las lágrimas entrecortándole las palabras. “Disculpe, no fue mi intención importunarla, quizá sería conveniente llamarla más tarde”. “No, no, está bien”, dijo retrocediendo en su intención primera, temerosa ante el silencio y la soledad que amenazaban con tomarse el cuarto por completo. “Es que aún estoy afectada…jamás me imaginé que sería capaz…es tan cobarde…no me merezco esto”, señaló discontinua, intermitente, aún sollozando,  como si aquellas frases dispersas pudieran tener una sola interpretación.  “¿La golpeó?”, interrogó el interlocutor, tratando de que el ritmo, acento y simetría de la voz no fuera descifrada como una falta de respeto. “No, no es eso; como cree…él jamás me levantó la mano”. “Perdone, yo creí…”. “Creyó mal; él sólo se marchó”. “¿Dónde?”, preguntaron con torpeza. “Cómo quiere que sepa eso, sólo me dijo que esto no estaba resultando…y se fue”. “¿Así nada más?”, “Sí, tal como lo oye…aún estoy tratando de comprender…quizá fue mi culpa”. “No diga eso, usted no es responsable de nada”. “¿Cómo lo sabe, si ni siquiera me conoce?”. “Estoy seguro que usted no…”. “Quizá lo dejé muy solo; ya casi no hablábamos”. “Por favor, no siga atormentándose así”. “A lo mejor fui muy fría… si ya casi no hacíamos el amor”, prosiguió Elena en su discurso, que más bien era monólogo sordo, catarsis o una purga respecto a los pecados propios más que los compartidos. “O tal vez…”, agregó dejando un espacio, un hueco, un silencio que invitaba a la reclamación. “¿Tal vez qué?”. “Dios me esté castigando por haberlo deseado”. “No diga eso, Dios no tiene que ver con los errores humanos”. “¿Y cómo está usted tan seguro de eso?”. “Porque yo cometí uno, y ahora estoy pagándolo caro”. “¿También dejó a su mujer?”. “No, no, nada de eso”, señaló antes de que un grito en voz alta  interrumpiera su conversación. “Luces”. “¿Qué fue eso?”. “No puedo seguir hablando, mañana le explico”. “Hay alguien con usted”. “No es lo que imagina”, alcanzó a decir antes de que el celular se viera obligado a silenciar su voz.


El aullido del despertador no fue suficiente motivo para  erguir a Elena de su cama, y tras una breve llamada, se excusó de asistir al trabajo aduciendo por causa una gripe que la mantendría al menos un par de días presa de la almohada. “¿Necesitas algo?”, preguntó su compañera de banco, una secretaria algo más joven que ella y que hace un par de años había arribado a la empresa para hacer más llevadera las múltiples tareas que cargaba a su espalda, como la elaboración de actas de las reuniones, la actualización de la plantilla de clientes, el registro de proveedores, la administración del abastecimiento. “No te preocupes, mi marido se encargará de todo”,  mintió para evitar que alguno de sus compañeros de labores llegara hasta su casa y descubriera el origen de su miseria.
Intentó en vano volver a dormir; y cuando se dio por vencida en sus intentos, cuando se acabaron las surtidas posturas que asumió sobre las sábanas para conciliar el sueño, cuando se extinguieron las variadas estrategias que usó para evitar que la luz del día se colara hasta su retina, se levantó, caminó hasta la terraza y bebió un café; extrañada al advertir su doble espera, que no eran otras, que un llamado de su marido para acallar las culpas que se despertaron con su retirada, y otra de su admirador anónimo en ropajes, cuya conversación se había interrumpido bruscamente la noche anterior, después de haber escuchado el vocablo “luces” entremezclarse en su parlamento.
“Por fin”, preguntó una vez que el celular le advirtió que era Ricardo el que esperaba su reclamación. “¿Ansiosa?”, ironizaron en alguna esquina oculta por el metal de la voz. “¿Estás mejor?”. “No”, le respondieron con sequedad. “¿Despertamos de mal humor?”. “¿Te parece que no tengo motivos?, mi marido me acaba de dejar y yo espero la llamada de un hombre al que ni siquiera conozco en persona”. “¿Pero no se desquite conmigo?”. “Disculpa, es que todo esto me tiene confundida, lo único que quiero es respuestas; además tuve una pésima noche”. “Comprendo, cualquiera no habría podido dormir bien después de un día como el de ayer”. “Es verdad… ¿Qué pasó anoche?”. “¿A qué te refieres?”, dijo el varón deseando que la palabra “luces” no haya llegado con nitidez hasta el oído de Elena. “¿Por qué cortaste?”. “Ah, eso, es complejo de explicar”. “¿Complejo?... ¿Eres casado?, porque si es así prefiero terminar esta conversación aquí mismo”. “No, no se trata de eso”. “¿Entonces de qué?, ¿No puedes ser más explícito?”. “Es que no sé como tomarás esto, me gustaría explicarte una vez que me conozcas un poco más”. “Mira Ricardo, si es que realmente te llamas así”. “Claro que ese es mi nombre, no te he mentido”. “No lo sé, para mí no eres más que una voz que se instaló al otro lado de la línea, justo en el momento en que mi vida está en crisis; por lo tanto, si no estás dispuesto a dar la cara, prefiero que continuemos por caminos distintos”. “No hagas esto, por favor, nunca había encontrado a alguien que me conmoviera tanto”. “¿Qué? ¿Habías hecho esto antes?”. “No quise decir eso”. “Pero lo has hecho antes ¿verdad?”. “No lo tomes mal, es que tú no entiendes”. “¿Qué número soy yo?”. “No comprendo ¿a qué te refieres?”. “¿A cuántas has llamado antes que a mí?”. “Te prometo que esta vez es diferente”. “¿A cuántas?”. “Es que lo interpretarás mal”. “Si no me contestas te juro que cuelgo ahora y no acepto ni una llamada más”. “No, no cortes por favor”. “¿Cuántas?”. “Seis”. “¿Seis?. Estas enfermo”. “No, es que…”. “No quiero escucharte más, no vuelvas a llamar”. “Es que…”. “No me des ninguna explicación, no me la debes, no eres para mí nada más que un extraño. Ahora tengo otras cosas de qué preocuparme”. “¿Cómo recobrar tu matrimonio?”. “¡Tal vez!, pero eso es asunto tuyo”. “Estoy preso”. “¿Qué?”. “Lo que oíste, estoy en la cárcel”. “Mentira, esto no me puede estar ocurriendo a mí”. “Disculpa, te prometo que esta vez es distinto”. “No habrá otra vez Ricardo, no quiero que me vuelvas a llamar”.  El teléfono recitó su último ring antes de que la plática fuera amputada y previo a que un río de sollozos tomara a la deriva a Elena.


Veintiocho llamadas perdidas advirtió el celular después de tres días de estar en reposo absoluto; veintiocho mensajes y ni uno sólo provenía de quien la había esposado hace ya siete primaveras. “Por favor, déjame explicarte.  Se que apenas hemos hablado por unos días, pero nunca me había sentido así”. “Enciende el celular por favor, necesito que comprendas por qué estoy aquí”. “Elena, se que debes estar asustada, pero si me dejas hablar…”  “Tengo una buena explicación para estar aquí, te prometo que no soy una mala persona”. “Por Dios, enciende el celular, te juro que lo que siento por ti es real”; eran parte de los relatos que se acumularon en la casilla de mensajes remitentes antes de que Elena decidiera encender el aparato y tuviera el valor de escuchar el cúmulo de recados que ante su fuero parecían honestos.
Caminó hasta al baño; el espejo le trajo ante sus ojos el evidente estado de deterioro porque pasaba su rostro; embestido por las lágrimas, el desvelo y la falta de agua. Se duchó después de setenta y dos horas de haber tocado fondo; se delineó los ojos, se encrespó las pestañas, pasó la punta del labial sobre sus labios resecos, el rubor cubrió sus mejillas, y con el pelo aún húmedo, salió de su casa.  Caminó hasta la esquina, hizo parar un taxi, lo abordó, encendió un cigarrillo con el permiso del conductor; las cenizas se desvanecieron en el aire después de colarse por la rendija de la ventana; y miró desde la lumbrera derecha del vehículo, desde el ángulo opuesto al que conduce el chofer,  pasar la ciudad; primero, los edificios engalanados de espejos que crecen como álamos en el sector alto; luego, los balcones enflorados de las casas de clase media; después, los  grafitos que cubren los  pabellones de los sectores populares, con sus niños jugando a la pelota en las canchas de tierra; y finalmente, las empresas que se alojan al costado del pavimento caliente que a esas horas suelta sus vapores en la carretera.   Frente al carro detenido, a no más de cien metros de la ventana opuesta de aquella en que atestiguó la metamorfosis de la ciudad, se levanta la reja de espinos, y más atrás aún, la mole de cemento, purgatorio de errores, de los propios y los ajenos, de los confesos y los negados, de los intencionales y los fortuitos.
El taxi se retira; ella camina por entre los pastizales secos que alfombran el recorrido a la cárcel; y a la distancia, la imagen se asemeja a una postal cliché de un filme independiente; pasa la reja, deja sus pertenencias e identificación en el filtro de entrada; una uniformada trajina sus partes expuestas y veja las más íntimas; avanza de la mano de un gendarme hasta una sala yerma, se sienta en una de las dos sillas estacionadas en los polos opuestos de una mesa; y cuando duda en mantenerse un segundo más en ese blocao húmedo y afónico,  ve entrar con las manos encadenadas a un hombre de uno setenta y cinco de estatura, pelo castaño, tez blanca, ojos pardos, nariz lisa, contextura delgada; que en nada se asemeja a los estereotipos que su imaginación fabricó en estos días de incertidumbre.
“¿Elena?”, susurro el hombre de traje uniforme y mirada cansada. “Espero que mi imagen no te decepcione”, susurró ella con los ojos humedecidos,  tratando de extender el ambiente. “Eres más bella de lo que logré imaginar”, confesó él, ya sentado a menos de un metro de sus labios. “Gracias por venir”, agregó al ver como una gota de rocío bajaba desde los ojos que lo miraban hasta perderse bajo las cuencas de los pómulos. “Tienes un minuto para explicarme por qué estás aquí”, dijo la fémina, sensible pero resuelta a la vez. “Un hombre entró a robar a nuestra casa, a la mía y de mi mujer, ella se había levantado a beber un vaso de agua, y cuando lo sorprendió, él le disparó y corrió hacia la puerta de calle.  Desperté con el disparo, tomé el arma que guardábamos debajo de la cama, llegué hasta la puerta y cuando lo vi cruzando la cerca, decidí correr tras de él; crucé el antejardín, luego la calle y cuando llegaba a la vereda opuesta a la nuestra, le disparé en la espalda.  Entré a ver cómo estaba mi mujer, y cuando me acerqué a su pecho me di cuenta que ya no respiraba.  Llegué tarde.  No logré salvarla y terminé en este sitio cuando la justicia desvirtuó el argumento de defensa propia, por considerar que ya estaba fuera de mi casa cuando le di muerte”. “¿Cuánto tiempo te queda aquí?”. “Once meses”. “Haremos un trato”. “¿Qué?”, preguntó Ricardo, quien esperaba una reacción más afectiva tras su revelación. “No nos veremos durante estos once meses, ni teléfono, ni cartas, ni ningún tipo de contacto.  Si terminado dicho plazo, tú y yo seguimos sintiendo lo mismo, entonces lo intentaremos”. “¿Ni siquiera una llamada?”. “Nada”. “Está bien, acepto”.


Aquel día se cumplían los once meses para que Ricardo cumpliera su doble condena. Elena encendió el celular apenas se anunció el alba, llamó al número que tantas veces se anunciaba como llamada perdida en el bagaje de su  tribulación; el buzón de voz no la sorprendió, ya que era comprensible que los reos lo mantuvieran apagado para evitar que fuera requisado por sus custodios; y sólo dejo un escueto “Llámame”, antes de colgar y sentarse en el balcón a esperar que junto a la libertad de Ricardo llegara su propia libertad, que ahora estaba convencida que era estar al lado de ese hombre que le sirvió de sostén en tiempos de cólera.  El teléfono sonó justo un minuto pasado mediodía, cuando el hombre antes anónimo había dejado atrás el muro de cemento y la cerca de púas que le sirvieron de vivienda más no de hogar, y sólo una hora después, que era el tiempo que se demoraba un vehículo en cruzar el trayecto desde la cárcel a la ciudad, Elena y Ricardo se encontraron en su primer beso; el beso más dulce que ambos pudieran recordar después de sus respectivas pérdidas.

LA DULCE PATRIA DE MIS MUERTOS (Novela Breve)

Bajo Las Sábanas

Yo y Celia llegamos a vivir a la casa del abuelo una tarde de lluvia y granizo, de sol tácito, de nubarrones aceitunados que formaban imágenes en el cielo de desteñida acuarela.  Las agujas del parabrisas empañado del taxi nos despedía en su vaivén; un paraguas enlutado arropó nuestros cuerpos castos del aguacero, siguiendo nuestra travesía hasta franquear la reja del cementerio, saltar los jardines laterales de violetas empapadas, corretear la escultura de una mujer que llora su pereza,  y el camino de piedrecillas y grava, que conduce hasta la cabaña, donde el “Tata” descansa de los cuidados diarios que le brinda al campo santo, sin dejar de custodiarlo de los peligros que corre paradójicamente la muerte durante la noche.
La leña se quemaba en la estufa, expidiendo sus vapores por la chimenea; migajas de lluvia escurrían por los vértices del impermeable de Mamá hasta precipitarse al limpia pies, mientras las maletas de ropa esperaban junto al sillón de mimbre a que terminara la conversación filial, y con ello, la determinación de que esta sería nuestra nueva morada.
No se si eran lágrimas las que cayeron por las mejillas de nuestra madre, o si eran gotas obstinadas que persistían en su rostro después de la lluvia; pero sí se que luego de ese recuerdo, no volvería a orarnos cada noche al pie de la cama, ni apagaría las luces que espantaban los espíritus una vez que nos quedábamos dormidos, ni nos esperaría al alba con la tetera recitando vapores y la mantequilla derritiéndose en el pan tibio y mulato.  Desde allí, las visitas se harían más esporádicas, los días se harían más largos esperando su retorno, pero los llamados conservarían la tibieza de ese cariño bueno que la distancia no vence, y que permanecía altiva en una encomienda, en una carta o cuando íbamos junto al abuelo a retirar el depósito mensual que permitía saciar nuestras carencias y apetitos.
Se retiró con un abrazo partido, y un beso roto quedó flotando en el aire humedecido; el abuelo tomó las maletas y las llevó a nuestro cuarto, mientras nosotros la vimos subir al auto y perderse entre la niebla, con nuestras manitos marcando sus huellas digitales en la ventana. Celia permaneció en silencio junto al fogón; al costado de la imagen del niño en sepia al que le cae una lágrima por la mejilla  y al que le cuelgan candados de hechicería; continuó muda  mientras el abuelo decoraba la mesa con quesillo, pan fresco y huevos revueltos; permaneció sin habla mientras la nata de la leche tejía una telaraña en sus labios delgados, y siguió afónica por un racimo de días, hasta que se me acercó a preguntar si mamá nos había dejado de querer.   “Al contrario Celia, Mamá nos ama tanto, que tuvo que irse lejos para que nada nos falte”, le indiqué.
El abuelo había puesto un camarote en la pieza, yo había elegido la cama de arriba, y una vez que el abuelo supervisó que ambos nos laváramos los dientes, nos abrigó con los pijamas, nos puso unos guateros en los pies y nos dio la bendición, dibujando una cruz en nuestras frentes.
Me quedé un rato mirando el techo, que nunca lo había visto tan cerca desde mi cama en la casa donde vivimos con mis padres; allá en los pabellones; y olvidando que ahora habitaba un cementerio, conté ovejas, de generosa lana blanca, hasta que el sueño me llevó por un túnel arcoiris, arrojándome a un mundo de objetos animados, donde los árboles dirigían con sus ramas orquestas de flores que fabricaban una sinfonía deliciosa.  El tulipán tocaba el bajo, la rosa el violonchelo, el clavel el trombón, la margarita la guitarra, el lirio el piano de cola, la azucena el triángulo, el cardenal el saxofón, y así cada flor un instrumento hasta completar un jardín inmenso que se hacía melodía a mis pies, tal como en la película Fantasía, que hace poco tiempo mamá nos había llevado a ver al cine Romano de Concepción.
Recuerdo ese sueño hasta el día de hoy, al igual que los ojos de Celia que me recibieron abiertos a medianoche, fijos en la nada, buscando quizá a mamá, que a esa hora debía ir llegando a Santiago, donde a cambio de un sueldo, arroparía el sueño de niños que no eran sus hijos.
“Trata de dormir Celia, todo estará bien”, susurré entre los claroscuros que conforman la noche y la luz de la luna, con la mitad del cuerpo asomándose bajo el colchón.
La lluvia empezó a menguar, pero el viento no daba tregua al rostro de la vivienda, y golpeaba con tanta fuerza, que ahuyentaba el sueño.    La proyección de la sombra de un arbusto, una cruz, una escultura sobre la ventana, me hicieron recordar donde estaba,  y decidí que era más seguro esperar el alba bajo las sábanas.



Un impermeable y una pala

La lluvia no se había retirado, apenas había tomado una pausa, un descanso, para volver a caer con fuerza estridente apenas nacida la alborada.  Un sutil aroma a laurel, que emergía desde un tarro sentado sobre la estufa, nos daba los buenos días, mientras el calorcito acumulado en el ambiente se filtraba hasta las habitaciones, el baño y la cocina.
La mesa estaba vestida con los ropajes de lo perecible; el trozo de quesillo que quedó del día anterior, margarina, mermelada y el pan, ahora tostado, esperaban nuestros gustos y apetencias.  “A desayunar niños, ya se hace tarde”, pregonaba el abuelo, mientras corría las sillas que recibirían nuestros pesos.  
Celia se refregaba los ojos, bostezando y estirándose en su pijama rosa, mientras arrastraba las pantuflas felinas que le había obsequiado mamá,  hasta llegar a la mesa; mientras yo la esperaba  sentado, recién duchado y peinado a la gomina, contribuyendo a hacer más liviano el rol de padre postizo que mi abuelo había asumido anoche, de golpe y porrazo, en la puerta de su casa.  De improviso,  porque pese a que los adultos tiendan a invisibilizar a los niños ante sus discusiones, yo recuerdo claramente la discusión que tuvieron por teléfono solo unas horas antes de llegar hasta aquí, cuando mamá le decía que la entendiera, que no tenía otra salida, que en la nueva casa no la dejaban trabajar con hijos, mientras el abuelo, se excusaba,  aduciendo  que estaba viejo para estas lides y que sin la abuela, la crianza se le haría cuesta arriba.
Ante la abulia de mi hermana, me dispuse raudo a retirar la mesa, disponiendo los insumos en la despensa y el refrigerador, las migas las barrí con las manos hasta un pañito cuadriculado, que luego sacudí al fondo del basurero; y las tazas Futura las dejé en el lavabo, a la espera que el agua desempolvara la huella del té de sus cuerpos de caoba transparente. 
“Necesito que se queden aquí tranquilitos.  No prendan el gas ni se acerquen al fuego.  Yo debo ir un momento a trabajar y regreso”, dijo el Tata antes de salir, internándose en el aguacero,  con su impermeable acoplado a su cuerpo y una pala montada en su hombro.
Celia mantenía su indiferencia, su inapetencia de palabras, mientras yo lo seguía con la vista posada en sus botas de agua, de esas que se vendían en negro, azul y amarillo en las ferreterías, hasta ubicarse a la proa de un cortejo, tirando un primer carro lleno de flores, que antecede a un féretro y a una hilera de paraguas brunos, bajo los cuales transita el desconsuelo.
Sondeé en la breve memoria de mis nueve años, buscando antecedentes respecto al oficio de mi abuelo. ¿Qué era un cuidador de cementerio? ¿Cuáles eran sus tareas y funciones? ¿Por qué debía levantarse en la noche a caminar por el campo santo? ¿Por qué cargaba una pala y caminaba al frente del sepulcro?  ¿Qué motiva a alguien a elegir una profesión donde se convive con la muerte?  No tropecé con respuestas, sólo con los oficios que eran comunes a mi querida Lota; cambié la dirección de mi vista, observé a mi hermana –aun en pijamas- concentrada en el tránsito de una hormiga deambulando perdida y  solitaria en el piso de parqué, y me conformé, pensando que ya habría tiempo para despejar las interrogantes que me habían asaltado de cara a la que más tarde concebiría como la dulce patria de mis muertos.
Caminé hasta la habitación, saqué del bolso un juego de dominó tallado  sobre madera, y lo dispuse sobre la mesa. “¿Quieres jugar?”, dije, mirando a mi hermana menor; y manteniendo su hermético silencio,  ella se acercó tirando un chancho seis sobre el mantel bordado.   Jugamos durante un par de horas, esperando que  la lluvia se durmiera, hasta que el Tata volvió a aparecer por la puerta, instalándose frente al horno Mademsa, cocinando un rico pollo arvejado que comimos con las manos, hasta que el hueso quedó engrasado entre nuestros dedos.
La tarde nos sorprendió a los tres juntos frente al televisor Bolocco,  riendo con una película en blanco y negro, donde un hombrecito de bigote gracioso, sombrero de obrero y pantalones flojos,  llamado Cantinflas, se hacía pasar por sacerdote mientras luchaba por controlar sus hormonas ante el movimiento zigzagueante de mujeres generosas en elipses y caderas.
El chaparrón depreció durante la noche, una vez que nuestro “papá mayor” nos había dado la bendición y había aprendido que la luz debía quedar encendida hasta dormirnos, para espantar a los fantasmas y ánimas, tal como lo hacía mamá.




Del polvo nacimos, y al polvo volvemos

El sol penetraba por las lumbreras y claraboyas entibiando el ambiente, los vapores emergían de la tierra en conversión,  una abeja bebía del néctar de una flor en celo,  mientras las gotas de agua holgadas en el follaje de los árboles se disolvían con el paso de las horas.
Ayer me había dormido pensando en el trabajo del abuelo, y apenas me vestí para tomar el desayuno, salté sobre él con una solicitud que le resultó inesperada.
“¿Puedo acompañarte hoy a tu trabajo Tata?”.
“¿A mi trabajo? ¿Para qué?”, respondió tartamudeando.
“Para saber lo que haces, ver si te puedo ayudar, si me gusta”.
“No es una buena idea Nino”.
“¿Por qué no?”.
 “Por qué no es adecuado para niños”.
“¿Es por la muerte, verdad?”.
“Digamos que sí”.
“Pero yo no le tengo miedo a la muerte abuelo.  Mal que mal, ella me quitó a papá como a ti a la abuela, ¿no crees?”.
Me miró profundamente pensando su réplica, indagando más allá de mi retina y la cornea de mis ojos, o quizá simplemente estaba pensando en mi respuesta, y en la abuela María,  que lo dejó hace un par de años, a causa de un resfrío mal cuidado que terminó en pulmonía.
“¿Y Celia?”, preguntó, mientras mi hermana jugaba a peinarse frente al espejo del baño.
“Yo la cuido.  No le soltaré la mano”, respondí con convicción.
“Está bien, pero deben mantenerse en silencio y siempre unos metros atrás.   Nada de preguntas hasta volver a casa”.
Salimos rumbo a la muerte copiando las huellas del abuelo, respetando hieráticamente los metros solícitos e imprecisos; nos mantuvimos ocultos cuando tomó la carroza de flores, avanzamos por los flancos del ataúd, confundiéndonos con los familiares que lloraban la despedida, más de una mano revolvió nuestro cabello –el mío y el de Celia- aliviando un dolor artificioso,  mientras nuestros ojos contaban los pasos de las decenas de zapatos negros, altos y bajos, de cuero y charol, que avanzaban hasta la última morada del único que marchaba sobre ruedas.
Celia me apretó la mano, y yo seguí su vista que hacía un barrido sobre las tumbas, nichos y mausoleos que formaban la arboleda por la que transitábamos; unos desvergonzados ángeles de desnudo yeso parecieron saludarnos en mitad del trayecto, bajamos la mirada, y volvimos a contar botas, escarpines y botines, mientras una mano en el hombro o una palabra al oído  insistía en reconfortarnos.
El abuelo se detuvo en una fosa vacía; el tumulto formó una luna menguante en los cántaros del sepulcro; un clérigo replicó las escrituras, las flores cayeron al vacío, y luego, el Tata, -sordo ante el llanto contagioso de los vivos- empezó a cubrir con tierra el ataúd que yacía en el fondo de la cuenca.  “Del polvo nacimos, y al polvo volvemos”, finalizó el párroco antes de que la multitud se diseminara con dirección al patio de los vivos.
El abuelo continuó unos minutos más acomodando la tierra; Celia seguía fiel a su mutismo mirando la efigie de una mujer de cal que lloraba desconsolada unos metros  al poniente.  
“¿Quién es ella abuelo?”, pregunté intentando interpretar la insistente mirada de mi hermana menor.
La Llorona”, respondió mientras volvía la pala a su hombro y retornábamos a casa.
Me quedé con ese apelativo dibujando vocales en mis labios, para no olvidarlo, cierto de que encontraría la ocasión para descubrir más sobre esa mujer que se parecía a mi madre y a quien imaginaba llorando –como yo lloraría las noches venideras-  por no estar a su lado.




Flo

Habían transcurrido ya cinco días desde que Celia decidió amordazarse, quizá como protesta por la ausencia de mamá.   Era lunes, y esa mañana  el cementerio no tenía sepelios que celebrar, por lo que el abuelo nos sacó de la cama temprano y nos dijo que nos vistiéramos pronto porque iríamos de paseo. No comprendí ese repentino impulso del abuelo, pero me bastaría un par de horas para entender que ese itinerario tenía el objetivo de suplir psicólogos o fonoaudiólogos y volverle el habla a la más pequeña de este clan fracturado.
Me aposté un pantalón de cotelé beige que mamá me calzaba cuando íbamos de visita donde los abuelos paternos, la camisa blanca del colegio  y un sweater café tejido a mano, regalo de la abuela María, sin pensar que ese objeto invocaría recuerdos que harían que mi Tata desviara la mirada para disimular la pena.  Mi hermana se vistió con pantys blancas, un vestido lila y una chaqueta con chiporro, y yo até  sus zapatillas nortstar, ya que aún era muy chica para abrocharse sola.
Salimos antes de las diez de la mañana, la temperatura había trepado por lo menos siete u ocho grados respecto a las jornadas anteriores, hasta crear un día con ambición de primavera; abordamos la micro, un animal viejo y destartalado, de lomo albino y oxido cobrizo, patas  gastadas y un número uno etiquetado en su frente; a unos asientos nuestros, algunos hombres fumaban con la vista perdida más allá de las ventanas entreabiertas; dejamos atrás los Pabellones, con sus cuerpos vestidos de  madera y sombrero de zinc; nos bajamos en la esquina de la plaza, cruzamos en diagonal hasta encontrarnos de frente con el consumo, vitrinas de objetos inalcanzables que parecían hacerle un desaire a la pobreza; desayunamos en el mercado, una marraqueta de pan francés y una paila de huevo con tocino; y saldamos el circuito en una tienda de ropa americana, donde se produjo el encuentro que resucitó  la voz de la pequeña Celia. El tiempo pareció transcurrir más lento, ella caminó entre los percheros de ropa hasta ubicarse frente a una caja de peluches, escarbó con sus dedos meñiques en ese mar de felpa y algodón, como sabiendo que allí, en el fondo, pernoctaba la compañera que esperaba en sigilo.    Una muñeca con cabello de lana, vestido de lunares y patas largas se asomó entre sus manos; Celia sonrió como no lo veíamos hacer desde antes de la partida de mamá,  pronunció un calificativo y se la llevó al pecho, abrazándola como si no existiese nada más en el mundo.
“¿Puedo quedármela?”, preguntó, al tiempo que tiraba del pantalón de nuestro papá mayor, y volvió a sonreír cuando éste asintió, masticando una sonrisa.
“¿Cómo se llamará?”, preguntó el abuelo. 
“Florinda”, respondió mi hermana, antes de que saliéramos del bazar.
“Necesitaremos una torta”, replicó mientras caminábamos rumbo a abordar el bus.
“¿Por qué una torta?”, preguntamos al unísono.
“Para el bautizo”, señaló con una seguridad contagiosa.
“Ah, el bautizo, tienes razón”, le siguió la corriente el abuelo.
Compramos una torta de bizcocho y piña; ya en casa, el abuelo prendió una vela que ubicó en la mesa de centro,  encendió la radio y sintonizó una emisora de cánticos cristianos, envolvió a la muñeca en un mantel blanco, y salpicando de agua el rostro de Flo, la bautizó en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
“¿Cómo supiste que Celia hablaría?”, le pregunté días más tarde.
“Nunca lo supe. Solo lo deseé”, me respondió con honestidad en sus ojos.





Ritual Gitano

Recuerdo esa mañana como si no fuese parte del pasado; viva, enérgica, tiñendo mi memoria con sus texturas, gamas, consonancias y emociones.  Un murmullo me despertó al colarse por la ventana de nuestro cuarto; levanté la cabeza, miré hacia fuera y observé un gentío multicolor, recitando en lengua.   Bajé del camarote, sin cantinela, me calcé un pantalón de buzo, zapatillas y un polerón, y en puntillas recorrí el breve trayecto que nos separaba de la sala,  evitando que Celia despertara.  La curiosidad me llevó primero, a observar oculto entre la cortina, pero rápidamente mis manos adquirieron voluntad propia, abrieron la puerta, y finalmente mis pies, desobedecieron a la mesura, y se lanzaron a caminar inconcientemente a unos metros de la muchedumbre incógnita. 
Era una familia numerosa y de características peculiares.  Los más cercanos al difunto olían desaseados, luego me enteraría que ninguno había usado jabón  durante los tres días que duró el velatorio.  Las mujeres eran bonitas, pero iban deslavadas, con los cabellos sueltos y enmarañados; los varones, en tanto,  llevaban una cinta negra amarrada al brazo, y descuidadas barbas adornaban sus rostros melancólicos.  Hablaban gritando, expresando su dolor con aspavientos sobreactuados, y sobre los brazos cargaban café, cigarrillos, vino, frutas y velas, y otros enseres que habían acompañado el ataúd en el velorio, bajo una carpa durante tres días.   Se trataba de gitanos, y lo único que sabía de ellos se remontaba al prejuicio rumiante de una esquina, pues las clases de historia –en una señal de exclusión- no apartaban una mísera línea para describir su origen y tradiciones; tal como lo hacía con otras minorías que ante los ojos de los peritos parecían confundirse en el olvido.
Los seguí en su “limoria”, manteniendo una distancia prudente que no alterara su ceremonia; escuché un cántico de promesas al lado del occiso, que de no ser cumplidas exponían al orador a quedar “prókleto” y marginado de su comunidad; también puse oídos a las alabanzas, como si rescataran solo lo positivo del que ahora transita hacia el paraíso, mientras los gaché, es decir nosotros, podemos ser redimidos condicionado al trato que tuvimos con esta raza en vida; una idea similar al concepto judío de “justo entre los gentiles”.
Mi abuelo me sorprendió posando su mano en mi hombro, mis ojitos de abrieron, excusándose por la falta; y nos dispusimos a caminar a casa, mientras el abuelo me narraba otras creencias de esta “tribu”, como el hecho de que los antepasados pueden intervenir en la vida de los descendientes, o que al cumplirse siete días, seis meses y un año después de la muerte, los comensales se dispondrán a celebrar banquetes fúnebres, con la comida que le gustaba al difunto, dejando un espacio en la mesa reservado para él.
Solo al crecer aprendí que la muerte de un gitano comporta impureza ritual para toda su familia, que la comida que había en casa del fallecido debía ser desechada; los espejos, cubiertos; el campamento donde se produjo el deceso, abandonado y de ser una casa, vendida a los gaché; o que el muerto es impuro mientras transita al reino de las almas.
Entramos a casa y Celia esperaba sentada a la mesa, compartiendo su desayuno con Flo, mientras yo bebía mi leche Purita pensando en el ritual gitano.
“Cuando muera, quiero que me entierren con todas las cosas que me gustan”, dije, mientras el abuelo se sonreía en la cabecera.


Un puesto en la mesa para la Abuela María

La tarde se evaporó entre las labores y el ocio;  la luna golpeó la puerta antes de que se marchara el crepúsculo, y el sueño se coló en mi cerebro, aflojando mis párpados, relajando mis músculos, amordazando mi boca y  adormeciendo mis ideas; hasta que el cuerpo se condujo sin presiones hasta la litera.  Caí sobre la almohada sin resistencia, y antes de desplomarme en los brazos de Morfeo, escuché como iba descendiendo en intensidad y frecuencia la singular plática entre Celia y Flo, donde la primera ponía la voz, mientras la muñeca asentía en su fuero de lana.
Esa noche, navegando en el subconsciente, la nostalgia me cobijó con fuerza.   Las imágenes me hicieron retroceder hasta los seis años que hoy carga Celia en su cuerpecito de alfeñique, no pasaba del metro diez, ya que mi cabeza apenas pasaba la frontera que constituye la cubierta de la mesa, y estaba vestido con una jardinera de mezclilla que mi madre insistía en ponerme debajo de un suéter, ignorando mis reclamos por considerar que esa prenda me hacía ver afeminado, además de quedarme corto de tiro y con los tirantes resbalándose constantemente por mis angostos hombros.   En la esquina de la mesa estaba sentado el abuelo;  a su lado mi padre, que poco después de ese almuerzo no volvió de la Mina, y junto a él, de pie, mamá,  arrastrando la tetera y dejando caer el agua hervida sobre  las tazas de color caoba y traslúcidas.  Yo miraba en silencio, aguantando las ansias de gula que siempre me despertaba el aroma del pan recién salido del horno, mientras mi abuela, llegaba con la masa en la cesta, tomando posición a la diestra de mi Tata.
Venía con aroma al  cigarro que fumaba a escondidas del viejo, arrastrando sus pies cansados, su cuerpo de algodón, su pelo cano  y sus ojos de luna menguante que acentuaban la calidez de sus facciones.   Me miraba con su complicidad de siempre, despeinaba mi cabello con su mano derecha, apartaba la taza de té hirviendo del cántaro de la mesa, para evitar que la torpeza de mis manos terminara por quemarme o peor aún, por manchar el mantel que tanto se esmeraba en mantener limpio, y antes de beber el mate por la bombilla, abría un pan caliente con sus manos que habían perdido sensibilidad con los años, y dejaba que la mantequilla se derritiera en su paraíso gustativo.
“Mmm..... Está rico el pancito abuelita”, decía yo para llenarle el orgullo, mientras la observaba inhalar como diciendo misión cumplida.   
“Bien, ¿qué es lo que tienen atravesados en el pescuezo?”, preguntó la abuela a mis padres, con esa intuición que la caracterizaba y que tenía más de sabiduría que de premonición.
“Tú siempre adelantándote vieja”, dijo mi abuelo, mientras mis padres –que en el sueño se veían resplandecientes de juventud-  se miraban de reojo, conteniendo la noticia.
“Van a ser abuelos por segunda vez”, dijo mamá, mientras buscaba una mueca de emoción en los tatas y apretaba la mano de papá a causa de los nervios.
“Vas a tener un hermanito”, exclamó la abuela, pellizcándome las mejillas,  para después pararse con dificultad, rondando la mesa, hasta encontrarse en un abrazo con mis padres, un abrazo eterno y lágrimas polizontes de sus ojos, que parecían adelantarse a las futuras y repentinas despedidas.
Desperté reteniendo el eco de la risa de la abuela, el color de su chal, las comisuras de sus labios arrugándose mientras sorbía el mate, la textura de sus manos rozando las mías, el pan caliente palpitando en mi olfato.
Me puse bajo la ducha, deseando que el agua no drenara la nostalgia,  me vestí con prisa, vestí la mesa, y una vez hervida el agua, en esa tetera Fantuzzi que tenía el traste hollinado, desperté a Celia y llamé al abuelo que arreglaba el jardín, para desayunar.
El abuelo preguntó por qué la mesa tenía cuatro servicios y cuatro tazas.   Le expliqué el sueño, y respondí que el cuarto era para la abuela María.




Enferma de tristeza

Solo días después de que fuese testigo del litúrgico gitano, Celia empezó a advertir –con su imaginación infante- que su muñeca Flo no se sentía muy bien, que la notaba cabizbaja y abatida.   Al principio yo no di cabida a sus advertencias delirantes, pero el abuelo, que arrastraba más arrugas  y sabiduría que yo, abrió  sus timbales a los pesares ficticios, cierto de que ello encubría otros más serios y cabales, que aún no salían a la luz.
Una mañana, Celia dejó a Flo acostada, porque insistió en que había un resfrío incipiente germinando en ella.  “Yo te cuidaré Flo, como me cuidaba mamá”, musitó creyendo que nadie la oía, pero yo estaba tras la puerta.  De allí, solo bastó un paso para que el diagnóstico se socializara al almuerzo; y mientras sorbíamos una cazuela hirviendo, con sus porotos verdes, sus pimentones, hojas de cilantro navegando en la sopa,  Celia narró los pesares de su hija postiza: un dolor muscular recorría sus piernas de lana,  la fiebre  había trepado a su frente de esponja y una tos invisible salía de su boca pintada al óleo.
La mañana siguiente cazó a Celia acompañando en cama el pesar de Flo; y de allí, solo bastó un paso para que ella se infectara de la enfermedad etérea de su juguete, o como dijo el abuelo, que somatizara la ausencia de mamá.
La temperatura escaló por la enredadera de sus venas hasta asestarse en su frente, los escalofríos erizaron los diminutos bellos que nacieron prematuramente en sus brazos carne de pollo, la expectoración nació como un eco entre las colinas de sus pulmones apretados, su voz engrosó su tonalidad  con el paso de los días y el romadizo hizo brotar la humedad desde las cuencas de sus fosas nasales, hasta dejarla tumbada bajo las sábanas y frazadas, descolorida, fría, desanimada e inapetente.
Casi una semana después de que los síntomas parasitaran en el cuerpo de Celia, aún después de que el céfiro invernal –ayudado por remedios- la deshojara de las secuelas más perceptibles del resfrío, el abuelo decidió proscribirla de la cama, y cargada en sus brazos, la condujo hasta el consultorio, sin que ella desencadenara a su marioneta de sus manos.
El diagnóstico fue categórico, el sistema inmunológico de Celia estaba desprovisto de ropaje, su cuerpo no hizo más que detonar las bombas que la tristeza siembra en los recodos del alma,   y el abuelo se vio obligado a llamar a mamá cuando retornamos a la casa que habitaba el cementerio.  
Ese sábado de madrugada, antes de que el sol tiñera los arbustos, tumbas, esculturas que forman nuestro jardín, observé a mamá retornar a casa, con una pequeña maleta en sus manos y me lancé de la cama, para hundirme en sus brazos, tal como lo hacía antes, cuando la tenía a mi lado.
El abrazo se hizo sempiterno, un beso extenso se clavó en mi mejilla, y luego junto al abuelo, nos sentamos al pie de la cama de Celia.  “Flo te extrañaba mucho mamá”, dijo antes de dibujar una sonrisa medialuna en su rostro de bellota.


No te vayas mamá

Esa misma mañana Celia y Flo salieron de cama, derrotando los síntomas que hasta ese entonces se rehusaban a rendirse.  
Nos sentamos frente al fuego, y con el abuelo en frente,  Celia en brazo, y yo prendido de su corteza, empezó el relato de su nueva vida en ese Santiago que me resultaba tan mesquino y distante.  
Mamá habitaba un caserón elegante y antiguo en los recodos de Ñuñoa, una comuna que a su juicio, no tenía parecido alguno con nuestra pequeña Lota.    Las viviendas eran grandes, separadas unas de otras, con patios interiores y verdes jardines vistiendo la fachada; a diferencia de nuestras casas pareadas, denominadas Pabellones, que desfilaban sin pausa recitando historia, y cuyo patio era la calle, el cemento partido, su tierra rojiza, la caca de perro, los adoquines vistiendo la acera.  
En su narración, mamá dibujaba plazas,  parques y  juegos infantiles que adornaban su nueva comuna, mientras nosotros solo sabíamos de canchas de tierra, bateas y hornos comunitarios, alguno de los cuales aún se rehúsan a caer abatidos por las armas que carga la modernidad.     En su relato, También había espacio para asaltos, hurtos, homicidios, y otros vicios que sonaban distantes a nuestra realidad pueblerina, aunque debo reconocer que alguno de ellos ya habían llegado a nuestros barrios, como el tráfico de drogas, aunque hasta en eso nuestras ciudades eran diferentes, pues mientras en Santiago reinaba la cocaína y el éxtasis, en los claroscuros de nuestros Pabellones se pasaba de mano en mano la pasta base, que en ese entonces yo creía un material de construcción.
Si bien mamá vivía en una pequeña cabaña asentada en el patio de sus patrones, con una pieza, un baño y un pequeño living con cocina incluida que  le esperaba cada noche antes de dormir; la mayor parte del tiempo estaba en la casa principal, con las mismas funciones que la ocupaban cuando papá estaba vivo, junto a nosotros, con la diferencia que ahora le pagaban un sueldo.   Allí se le pasaba el día, tendiendo las camas, pasando la enceradora, cocinando un menú prefijo que cada mañana la señora de la casa dejaba adherido con un imán al refrigerador, limpiando los muebles, echando la ropa a la lavadora, planchando, sirviendo la once, en fin, corriendo de aquí para allá, hasta dejar todo perfecto en un reino que no le era propio, pero que le servía para costear su vida y la nuestra.
Yo pensaba que en cierta forma era menos pesado que en nuestra casa, pues en vez de enceradora, mamá debía pasar la virutilla, luego barrer y finalmente pasar un pesado  “chancho” de metal  que sacaba brillo a la madera; y a cambio de lavadora, tenía solo la batea comunitaria, donde debía hacer fila con las vecinas, para restregar la ropa sucia en agua fría.
También nos contó sobre los lados más luminosos de la gran ciudad, los museos, el cine Normandie, que estaba en pleno apogeo; los restaurantes,  lugares ignotos en nuestra carbonífera ciudad, pues de cultura solo habíamos heredado un Teatro baldío, que la mayor parte del tiempo pasaba cerrado, para cuidar el patrimonio que alguna vez hizo grande a esta Sub Terra. 
Los domingos era su día de descanso, y aunque solo habían pasado cuatro fines de semana desde su partida, ella decía que los pasaba durmiendo para matar el tiempo, pues el ocio le hacía recordarnos y el tiempo libre era mal compañero para la soledad y nuestra ausencia.
Terminado el relato,  el abuelo partió a sus labores y luego de vestirnos con la mejor ropa, mamá nos llevó al centro, donde saboreamos un helado tomados de su mano.
El invierno estaba en retirada, y aunque las clases tras las vacaciones se habían iniciado hace casi dos semanas, mamá consideró que era prudente retomar nuestros estudios, aliviando de paso la carga del abuelo, que había perdido horas de sueño y cabello, a causa de la responsabilidad que asumió de improviso. 
Esa misma tarde nos compró nuevos uniformes, los que deberían debutar el martes, pues el lunes venció el plazo que le dio al abuelo para retomar nuestras matrículas.
El domingo se fue volando, y antes de que mamá partiera, la lluvia volvió a caer con fuerzas, para hacer más triste la despedida.  “No te vayas mamá”, alcanzó a decir Celia, como en la serie “Marcos”, antes de verla esfumarse entre la niebla recién nacida.


Recuerdos

La noche de nuestra segunda despedida fue una noche de recuerdos.  Esperamos a que Celia se durmiera, y con la lluvia convirtiéndose en ruido instrumental sobre nuestro zinc, el tata y yo tuvimos una conversación que me acompaña hasta el día de hoy.
“¿Qué recuerdos tienes de tu padre?”, interrogó sin mediar un aire melancólico.
“Algunos tata”, respondí, sin saber donde conduciría la plática, mientras seguí con mi mirada su camino hasta debajo de su cama, donde extrajo una caja de zapatos pluma,  llena de reminiscencias.
“Ven hijo, quiero mostrarte algo para refrescar tu memoria”, me indicó desde su pieza, y yo corrí tras él, me senté sobre la colcha que años antes tejió la abuela para arropar su sueño, y esperé que las fotografías se revelaran desde su escondite.
“Este es tu padre trabajando en la mina. ¿Lo recuerdas?”, me indicó, señalando un  rostro blanco y negro teñido de cenizas, con un casco con linterna sobre su cabeza, un overol manchado cubriendo su cuerpo y una picota sirviéndole de bastón.
“Se ve distinto”, precisé  buscando su imagen en el baúl del pasado, en la fiesta de mi sexto cumpleaños, de pie junto al horno cuando esperábamos a que mamá sacara el pan con chicharrones, o en las noches de frío, cuando lo contemplaba echándole más leña al fuego.
“Aquí está con sus compañeros marchando junto al Orfeón”. “Aquí cargándote, cuando apenas eras un bebé”, y así nos pasamos la noche, hasta que el sueño nos condujo a la cama.
“¿Recuerdas cómo falleció tu papá?”, preguntó antes de que yo me dirigiera a mi cuarto.
“Mamá dice que fue al interior de las minas, cuando ya casi no quedaba carbón que explotar”.
Subí por la escalera del camarote, arrojé los pantalones al suelo, el pijama esperaba bajo la almohada, y antes de dormir, las imágenes del velorio me asaltaron, el féretro avanzando con un millar de vecinos y compañeros de trabajo por las calles, las mujeres cargando ramos de flores por los costados de los Pabellones, el Orfeón haciendo una pausa musical frente al Teatro, la bandera chilena destiñéndose en el frontis de la multitud.




Vuelta a clases

A las ocho de la mañana de ese lunes lluvioso, el abuelo tuvo que esperar bajo su paraguas, en el frontis de la escuela, a que se abrieran las puertas y que la directora accediera a matricularnos pese a que ya habían pasado dos semanas de iniciado el semestre.
Ablandada por la ausencia de mamá, la directora accedió a que ese mismo martes ingresáramos a clases, yo a séptimo y mi hermana a primero, condicionados a que debíamos conseguirnos la materia con algún compañero, para no atrasar al resto del curso y de paso, no afectar  nuestro rendimiento escolar.
La lluvia no cesaba, y el viento apenas había empezado a despeinar los últimos días de julio, cuando tuvimos que volver al ritual de levantarnos al alba, peinarnos a medio despertar, vestir los uniformes, beber la leche tibia cuando no se ha avivado el apetito, montar las mochilas de cuero en los hombros  y caminar las seis cuadras que separan la escuela de nuestra casa en el cementerio.
Dejé a Celia en la puerta de su sala, saludé con cortesía a la maestra que dibujaba con tiza ejercicios de suma y resta en la pizarra, y caminé por el pasillo húmedo hasta llegar a mi salón, donde unos cuantos compañeros salieron a mi encuentro, estrujándose en abrazos que hicieron más cálido el retorno. 
El “Pera”, que era mi mejor amigo, me tiró una tiza desde el otro lado del cuarto; y a medida que se acercaba percibí que la cara se le había colmado de espinillas y barros, a causa de la pubertad que a mí aún no me alcanzaba con sus garras de ansias e inestabilidad.    Pera, le decían, pues era la única fruta que su mamá le echaba a la lonchera cuando éramos más pequeños, colación que le acompañó por años, hasta que tuvo el coraje de decirle a sus padres que era objeto de burlas por parte de sus compañeros.  A algunas chicas, en tanto, las vacaciones les habían dado ventaja en estatura; mientras el guatón Cortés lucía algo más delgado, debido a una dieta a punta de verduras que le había impuesto la nutricionista en el consultorio local.                      
La semana pasó entre la lectura del Diario de Ana Frank  y una prueba de matemáticas que llegó a sacarme ronchas de tanto estudiar, mientras en casa me esperaban los cuadernos en blanco que debía completar con las materias atrasadas.
Celia, en tanto, debió preparar una obra de teatro sobre una tribu de negritos para ese mismo viernes, y cómo ella, sin estímulo de ningún tipo, carga con prejuicios respecto al color, simplemente se negó a que la maestra le pintara la cara con betún de zapato, y le pidió al abuelo, que le comprara una base, ya que prefería ser mulata que negra.
Prematuramente, también, declaró que se había enamorado de Tomás, un niño rubio que había llegado ese semestre a la escuela, y que constituía una luz entre los rostros morenos y  sombríos que habitaban nuestra tierra con aire mapuche.
El fin de semana no tardó en llegar, y bastó a que el sol golpeara las puertas del invierno, para que yo y Celia volviéramos a internarnos en el cementerio, para solucionar una cuenta pendiente: saber quien era esa mujer que denominaban La Llorona.


La Llorona

Ese mismo viernes, finalizadas las clases, nos cambiamos ropa y pedimos permiso al abuelo para salir a jugar al cementerio.  Si bien, hace algunas semanas  había señalado que la muerte no era cosa de niños, el tata había terminado por rendirse a nuestra curiosa insistencia,  mal que mal, el único jardín que teníamos vestía de luto todo el tiempo, y así como él había aprendido a ver el camposanto como su lugar de trabajo, no tardaría acostumbrarse a que también se convirtiera en nuestro espacio creativo.
Primero con pesar, y luego con resignación, aceptó  que un mausoleo nos sirviera como punto de partida del “paquito ladrón”; y de allí, un paso, para no reprendernos por usar las legutrinas como malla de tenis, el suelo para dibujar los casilleros del “luche”; un nicho como madriguera en la “escondida”.
Esa tarde, partimos con Celia a nuestro encuentro con La Llorona.   Yo había aprovechado la semana de clases, para revisar en la biblioteca que correspondía a uno de los personajes más característicos del folclore y la mitología chilena, pero que su génesis se encuentra en México, cuando una mujer indígena,  abandonada por su enamorado criollo,  ahogó a los tres hijos de su linaje en el río  y luego se quitó la vida, convirtiéndose para siempre en un fantasma desconsolado que pena las calles aztecas.
Nos encontramos con ella cuando el sol ya estaba cayendo en el horizonte, manchando de un tono anaranjado el cielo crepúsculo; y en sus rasgos no encontré indicios de una asesina, así es que me conformé con aceptar la tradición chilena, que la describe como una mujer que le quitaron su hijo a temprana edad y que desde allí vaga por el purgatorio en busca de su retoño.  
Celia perdió el color a medida que avanzaban los minutos, y de pronto, aferrada a mi brazo,  observé que su mirada se perdía entre otras tumbas, como si siguiese una imagen que a mi se me velaba.
“¿Pasa algo Celia?”, pregunté al ver que su rostro se había girado a la derecha, más allá del riachuelo que divide el cementerio en dos patios. 
“¿Ves algo?”, inquirí curioso por la respuesta que emitía su cuerpo y las palmas de sus manos sudadas.
“Sí”,  indagó mi hermana, con sus ojitos llorosos y su voz tiritona.
“¿Acaso es ella?”, pregunté quebrado por la emoción y el miedo.
“Está muy triste Nino. ¿Qué busca con tanta desesperación?”.
“¿De verdad puedes verla?”.
“Sí”.
“Busca a su hijo. Vámonos de aquí”.
Retrocedimos en puntillas, sin hacer ruido; luego caminamos más rápido hasta que nuestros pasos se volvieron trote y luego carrera, mientras Celia se volteaba en el trayecto, para indicarme que estábamos fuera de su alcance.

“¿Logró verte Celia?”.
“No.  ¿Cómo perdió a hijo?”.
“Se lo quitaron”, respondí sin tener mayores antecedentes.
Dicen que a la Llorona sólo la pueden ver las personas cercanas a la muerte, algunas con habilidades especiales como las Machis o los Calcus, o los animales, que si bien fueron dotados con menos inteligencia que los humanos, al parecer les confirieron  mayor intuición; y mi hermana no estaba dentro de ninguna de esas categorías o al menos eso creía yo.
“Ninguna palabra de esto al abuelo”, le indiqué a Celia, antes de golpear la puerta.
“¿Pasa algo?”, preguntó el tata al observar nuestra agitación, intuyendo que ocultábamos alguna maldad infantil.
“Nada abuelo, solo competíamos para ver quien llegaba primero”, mentí.
Al día siguiente, apenas el abuelo salió al mercado a comprar la carne y los vegetales que servirían para la carbonada que nos esperaría al almuerzo, Celia se levantó decidida a volver a visitar a La Estatua que ante sus ojos había cobrado vida.
“Si no me acompañas, iré sola”, amenazó.
“Es mejor quedarnos aquí. Puede ser peligroso”.
“Es solo una mamá que busca a su hijo. ¿No entiendes?”, me inquirió como si comprendiera su dolor.
“Es más que eso Celia. Yo ni siquiera puedo verla”.
“Por lo mismo, no deberías tener tanto miedo”, me retó.
Volvimos al lugar donde el fantasma había sido vista por los ojos inocentes de mi hermana, pero esta vez, Celia me aseguró que iba acompaña de otros muertos, indicando con sus pasos y llantos el camino que debían recorrer para dirigirse desde su morada terrenal hacia el más allá.
“¿No tienes miedo?”, le pregunté.
“No.  Mamá también estaría desconsolada  sin nos perdiera a nosotros”, me respondió como un adulto.
Lo que no le había dicho a Celia, era que mi miedo radicaba en una parte del mito que me había guardado: la Pucullén era capaz de robar los hijos de otras madres, confundiéndolo con los suyos, como castigo inconciente por la pérdida que la condujo a la muerte.










Un Funeral Judío

Antes del almuerzo estuvimos en casa, para no despertar sospechas en el abuelo, que a esa hora se dispondría a cocinar para nosotros.
La carbonada entibió nuestra piel y nuestros huesos, y luego de eso, nos pidió quedarnos en casa mientras esa tarde el acompañaba  un funeral judío.
El difunto se había encontrado con la muerte apenas la noche anterior, pero como nos explicó el abuelo, la costumbre obliga a los judíos a enterrar el cuerpo lo antes posible, ya que la muerte es la vida enferma, pervertida y desviada de la santidad con que se identifica a la vida.    De esta forma, los judíos no le dan más créditos a la muerte de lo que realmente constituye para ellos, la negación de la realidad divina y su creencia de que este mundo es la antecámara del próximo.
Los “Onen” o deudos, llegaron al cementerio eximidos de sus obligaciones religiosas y partirán de él bajo el nombre de “Avel”, mientras nosotros, tal como en el funeral gitano, nos mantendríamos a una distancia prudente para saciar nuestro apetito curioso.
Pasado el pórtico del cementerio, los comensales se dispusieron al baño ritual denominado “Tahará”; luego los presentes se coloraron mortajas blancas, que señalan la igualdad absoluta que existe entre todos los seres humanos al momento de la muerte; y acto seguido, aún lejos de la tumba, se llevó a cabo una breve ceremonia donde se aceptó la justicia del decreto divino.
Lo que más llamó la atención mía y de Celia fue lo que vino a continuación.    Hombres y mujeres, sin distinción de edad o género, rasgaron sus vestiduras, tal como Hulk lo hacía en las tardes de cine, en algo que ellos denominaban Keriá; para partir a toda prisa hasta el zócalo donde bajarían el ataúd, sin que la pala pasase de mano en mano, sino que dejándola cada vez a ras de tierra, bajo la convicción de que la eximición del contacto eximía también de desgracias.
Al finalizar, una pequeña piedra y un puñado de tierra aterrizaron sobre la cáscara del sarcófago, para volver hasta la entrada del recinto, donde lavaron sus manos y sus lágrimas antes de partir a casa.
Un niño pequeño, de la edad de Celia, o de mi edad cuando perdí a mi padre,  nos regaló una mirada triste como un pañuelo de despedida. Solo cuando regresamos a casa, el abuelo nos contó que su padre era el difunto, y que ahora el pequeño debía guardar tres lutos: el Shivá, que comprende los primeros siete días después del entierro; el Shloshim, donde podría retomar sus actividades normales, aunque privándose de juegos, celebraciones y hasta el corte de cabello; y finalmente, el Avelut, que se extendería por exactos doce meses, hasta volver a la normalidad.
Recordé la muerte de papá, y  lo indolente que fui, escondiéndome tras mi edad impúber.  A diferencia de ese niño judío, al cabo de una semana mis piernas volverían a correr tras una pelota, y mis manos volverían a tapar sus ojos para contar del uno al cien, mientras el resto de los amigos de la cuadra buscaba un sitio para no ser sorprendidos en la escondida.
El duelo recién lo viví cerca de los quince, cuando entendí que papá se había marchado para siempre, y que nunca más lo volvería a ver venir de la Mina, con el tizne del carbón pintando sus mejillas, con el pan minero meciéndose en sus manos, o encendiendo un Hilton en el corredor que unía nuestro Pabellón.


El Recreo

Lo más entretenido de las clases, era sin duda  el recreo, donde confluían alumnos de todas las edades, ante la atenta mirada del inspector.  Los menores, comían  las colaciones con que sus madres hinchaban sus loncheras, a veces una fruta, como la que heredó el “Pera” como apodo, un flan, una porción de queque, un pan con mortadela o un trozo de dulce de membrillo; los de mi edad, en cambio, se dividían entre los que jugaban a la “Pinta” y los que tenían sus primeras aventuras adolescentes, estrenando novia de la mano, porque los besos estaban prohibidos y eran boleto seguro para pasar el día en inspectoría y al día presentar libreta firmada por los padres para poder acceder a clases.  Aún así, un par de chicos de octavo, se atrevía a romper la regla, escondido tras la puerta de la bodega, en el gimnasio, tras la cortina del escenario donde cada lunes se izaba la bandera.
El recreo también era el descanso para algunos profesores, que hastiados de repetir su discurso día a día, año a año, salían a aspirar el humo de un cigarro que les quitara el peso de la monotonía, o a tomar un café contado en el casino que esperaba al fondo del patio.
Lo mejor era el quiosco que habría sus cortinas apenas trinaban las campanas, y donde gastábamos perezosamente los cien pesos que constituían nuestra mesada, y que a mitad de mes, nos tenía pidiéndole fiado a don Luchito, su propietario, para alargar el privilegio de chupar una “lagrimita”,   comernos una “guaguita”,  hacer explotar en la boca un “peta-zeta” o  mascar un “dos en uno”.  
Pero no todo era miel sobre hojuelas, pues el recreo también servía de excusas a los mayores para arrebatarles algunas monedas a los más pequeños o para mofarse a espaldas del inspector, de los defectos de los menos agraciados, de los que cargaban con una pierna más corta o con un ojo tapado con un parche blanco bajo los lentes, bajo la creencia que ese acto pirata evitaba el estrabismo.
El recreo fue el sitio donde por primera vez besé a Laura, mi polola de octavo; el distrito donde yo y el Pera nos peleamos por única vez, el lugar donde celebramos, no sin miedo, la derrota de la dictadura en las urnas y el triunfo de la democracia.
Celia aprovechaba el recreo para jugar al elástico; mientras yo siempre la observaba, aunque sea a lo lejos, sabiendo que era lo que mamá esperaba de mí ahora que estaba lejos.
El primer recreo era el mejor, pues teníamos quince minutos de descanso, mientras el segundo era apenas una pausa, los cinco minutos más breves, que separaban nuestra alma en dos: la mojigata, que habitaba la sala como una estatua,  evitando la sanción más que dispuesta al aprendizaje; y la lúdica, que quería soltar las cadenas formales para entregarse a la entretención que reclamaba nuestra edad.


Agosto

Agosto era para nosotros el mes que los ancianos se ponían a prueba frente a la muerte; el período en que los gatos se cruzaban aullando por las techumbres de los Pabellones, pero también, el último mes en que el motemey y los piñones eran cantados por las callejuelas de nuestro barrio, despidiendo al invierno.
Al cementerio no llegaba el motemecero, por lo cual, la abuela María, las veces que estaba en nuestra casa, aprovechaba de comprar un poco de maíz para llevarle al tata de regalo.  Lo mismo pasaba con la harina tostada, que el abuelo bajaba a comprar cada domingo al molino, o en alguno de los negocios que adornaban el Pabellón 85 o las Casas “Quiero”,  pues ningún vendedor iría a dejarla a su domicilio que coincidía con el de aquellos que ya nada saben de consumo.
Mamá nos visitó por segunda vez a mediados de agosto.  Tenía mejor cara que la vez pasada, cuando llegó hasta Lota, presta a sanar a Celia y Flo de su enfermedad ficticia.   Arribó un sábado, lo recuerdo porque a esa hora no me perdía los Eguiguren en el programa de Don Francisco,  que era el único programa de adultos que me dejaba ver el abuelo, junto al Jappening con Ja, con sus Domingos Dominicales, La Cuatro Dientes, Tatiana “Chechilia”, Silverio Silva, Pepito Tevé,  y la Oficina, donde mis personajes favoritos eran la Gertrudis, Espinita y Canitró.
Mamá llegó con tres regalos bajo el brazo. Un vestido escocés con una cinta en la cintura para Celia,  un pantalón Lee para mí, que era mi primera ropa de marca en mis reducidos años de vida, y un juego de tazas Lozapenco para renovar parte de la vajilla del abuelo.
“Te ves contenta mamá”, le indiqué al ver que por primera vez desde que se había ido, volvía a sonreír. 
“¿Te parece?”, interrogó ella, soltando una mueca que llamó la atención de mi abuelo y que más tarde ameritó una conversación privada, mientras ambos recorrían la dulce patria de los muertos.
Más tarde me enteraría que mamá había conocido a alguien en Santiago, y que después de más de seis años de luto, estaba dándose la oportunidad de volver a enamorarse como se enamoró de mi padre.
Esa noche me fui a dormir temprano, y escuché la conversación que mamá mantuvo con el abuelo, en el cántaro de la estufa.
“¿No crees que es algo precipitado?”, preguntó el abuelo con aires de reproche.
“Nada más estoy conociéndolo.  No seas celoso, papá”, respondía mamá.
“No se trata de eso hija, es que la gente de Santiago no siempre es lo que parece”.
“No seas desconfiado.  Gente buena y mala hay en todas partes”.
“¿Y qué hace este sujeto?”.
“Tiene nombre papá, se llama Pedro”.
“Bueno, qué hace este tal Pedro”.
“Es uniformado”.
“¡Uniformado!”, exclamó el tata.
“No seas prejuicioso papá. 
“No son prejuicios hija, pero no están los tiempos para andar con uniformados.  ¿Acaso no te das cuenta de que la gente se está levantando y que pronto la dictadura caerá?”.
“Y qué tiene que ver eso con el amor”.
“Ah. Ahora me vas a decir que estas enamorada”.
“¿Por qué no? Han pasado más de seis años de la muerte de Manuel”.
“No estoy diciendo que no te puedes enamorar, pero ¿no crees que hoy tienes otras prioridades?”.
“Celia y Nino siempre han sido mi prioridad, y sabes bien que un hombre, no me hará cambiar lo que siento por ellos”.
“Espero tampoco cambie tu rumbo hija”.
“¿A qué te refieres?”.
“A que no olvides que si bien yo los adoro, esta no es su casa, su casa estará siempre al lado de su madre”.
“Estoy trabajando para eso papá”.
“Así espero. Ese debe ser tu único objetivo”.
Eso fue lo último que alcancé a oír antes de escuchar el llanto de mamá, un lamento que de haberlo escuchado Celia, habría creído que provenía de mismísima Llorona, y que era tan profundo, tan desgarrador, que parecía arrastrar una gran culpa en su seno.  Más tarde, sabríamos que de eso se trataba,  menos mal que estuvo a tiempo de arrepentirse,  y dejar pasar ese mal amor, antes de perdernos.
Al día  siguiente, mamá y nosotros estuvimos fuera de casa todo el día,  primero visitamos a la tía María –que había heredado el mismo nombre de la abuela- y a quien no veíamos hace algunos meses; almorzamos un pescado frito en el mercado, y durante la tarde, nos internamos en el Parque Matías Cousiño, con el objeto oculto de que mamá se sacudiera las culpas.
El Parque es de una belleza que solo se es capaz de apreciar cuando los años visten con mayor corteza el cuerpo.   Al llegar, sorprende la casa Cousiño, ahora convertida en museo, y donde se pueden apreciar los objetos del glorioso siglo pasado, en que el carbón constituía el oro de Chile: muebles antiguos, lámparas de cristal, planchas a carbón, tinta, plumas, pinturas al óleo, en fin, un vendaval de  piezas históricas que ahora tienen un valor incalculable.  Más adelante nos reciben amplios jardines donde pasean los pavos reales, compartiendo terreno con efigies, glorietas, piletas y plazas; un Fuerte donde se defendió el honor de la independencia,  y un faro, que apunta al mar recordando las luces que alumbraron el camino de los navegantes.
Volvimos a casa al atardecer.  Mamá se acostó y recién el domingo empezaron a cerrarse las heridas que había dejado la plática a la orilla del fuego.
“No eches a un saco roto lo que te he dicho, hija”, dijo el abuelo antes de besarla en la frente y de que ella volviera a tomar el bus que la conduciría a su nueva vida.


Un dieciocho muy particular

Luego de que mamá volviese a su nuevo nido en los dominios del smog, después de que retornara a esa ciudad bipolar que crecía explosivamente, pese a las movilizaciones sociales,  la contaminación, la delincuencia y los retazos de la crisis económica de los ochenta; finalizada la penúltima ronda de pruebas coeficiente dos a la que nos esclavizaba la escuela con número y calle de tierra; las fiestas patrias aterrizaron en Lota, arropando la ciudad minera con adornos tricolores, travistiendo  los visos sombríos naturales y artificiales que eran parte del ethos de nuestro pueblo costero.
Desde la Municipalidad emplazada en  Lota Bajo, hasta la Casa de la Cultura que pernocta al costado de nuestros pabellones, se extendían serpentinas jubilosas, que atravesaban las calles y avenidas, sujetas como un apéndice de   los cables que cruzan los alumbrados públicos; los faroles cargaban en sus delgados vientres figuras de cartón y papel lustre con formas de remolinos y copihues; mientras sobre el pasaje donde antes residimos con mis padres, se elevaba una nube zigzagueante de  ampolletas pintadas con témpera o acuarela, que teñía de diversas gamas las fachadas de los Pabellones embanderados.
La estricta disciplina de la escuela cedía ante el brazo gozoso de las festividades, y dejando atrás el dramatismo con que fueron recibidas las calificaciones, las materias se ajustaban al entorno, dando paso a la creación de los más variados objetos patrios, como escudos, realizados a punta de  periódicos y engrudo; banderitas,  fabricadas con nailon;  y remolinos, elaborados con coligue y  papel lustre.
Septiembre heredaba también días de sol, como antesala de la primavera, y con ellos, aparecían para mi deleite el trompo, resbalándose en el pavimento;  los volantines, despeinándose al viento; el algodón de dulce, deshaciéndose en el paladar y dejando su rastro en la comisura de los labios; el organillero, encubriendo el silencio con su voz melodiosa.
La empanada era un capítulo aparte, pues su parto estaba asociado a los hornos comunitarios, donde en el pasado, esperábamos largas horas, haciendo fila con el resto de las vecinas, para poder llevar la masa al fogón y degustar el pino, la aceituna, la carne y el huevo, menos las pasas, que yo siempre las apartaba del camino que conduce a la boca.
Al costado del Pabellón 87, en un terreno baldío, que con recurrencia había sido objeto de promesas electorales, para emplazar allí una multicancha o una plaza de juegos, se izaba un alto palo encebado, que cual Everest, todos los niños e incluso algunas niñas intentaban trepar, no por puro gusto, sino porque el premio era un pavo bien dorado y una garrafa de vino, que en cualquier casa era todo un deleite, en esos días en que las minas ya no parían carbón.
Recuerdo que cuando cumplí diez años, cuatro después de que un estallido subterráneo condujera a papá al cielo, logré llegar hasta la cúspide y llevarme tan suculento premio, que mamá agradeció con un beso en la mejilla, y el que compartimos con los abuelos, esa misma noche, en la casa del cementerio.
El diecisiete esperábamos el tercer arribo de mamá, pero ella se excusó señalando que sus patrones le habían solicitado que se quedara cuidando la casa, mientras ellos disfrutaban de una breve estadía en Cachagua, pero el abuelo y yo sabíamos que eso no era más que una mentira piadosa, para esconder los apetitos de amor que ella mantenía presos en su fuero interno, después de seis años de luto.    En esos momentos debo reconocer que no hubo espacio en mí para la comprensión. Mi  ceño fruncido, un cincel invisible talándome el pecho  y el rubor polizonte de mis pómulos,  delataban mi rabia, pues su ausencia era para mí una postergación, el más claro indicio de que estábamos siendo desplazados por ese tal Pedro, que no era más que un nombre hueco recitado en sigilo, y que hoy osaba llenar  espacios en un hábitat que durante largos años sólo fue nuestro.
Celia reaccionó mejor de lo que el abuelo y yo temíamos, y si bien las primeras horas mantuvo un hermetismo que nos hizo recordar la mudez prematura que le comió el habla la primera vez que mamá se fue, pronto se reincorporó a los preparativos que planificábamos para nuestra aislada morada, que por su ubicación, siempre quedaba excluida de los ornamentos y atenciones del resto de la ciudad.  Y así, en apenas un par de horas,  convertimos nuestra casa en el cementerio en una escenografía digna de Almodóvar, con serpentinas colgando de las canaletas, remolinos en el antejardín y una bandera enclavada al costado de la cerca.
El dieciocho, al atardecer, el abuelo nos condujo a las ramadas; y mientras Celia y sus molares luchaban con una manzana confitada; yo y el abuelo degustábamos unos anticuchos, al unísono en que una pareja de baile inauguraba la pista y un ebrio se tambaleaba tratando de mantenerse en pie en los flancos de la barra.
Si bien el tata no sabía hacer empanadas, pues la abuela María las cocía junto a mamá en los hornos de los Pabellones, esa misma tarde compró una docena  y las llevó a casa, donde se esfumaron antes de que finalizara la Parada Militar.

El Aniversario de Papá

Papá falleció un veinticuatro de septiembre de mil novecientos ochenta y uno, meses previos a la génesis de la recesión y  días después de que finalizaran las fiestas patrias, que con tanta pompa celebraba la dictadura. 
A seis años de su muerte, y considerando que sus padres habían partido antes que papá, el abuelo consideró que era propicio celebrar una ceremonia en su nombre; y así fue, como el primer sábado pasado el dieciocho, se congregaron en la parroquia, su único hermano, el tío Armando; que no tenía hijos porque según decían las malas lenguas, se le quemaba el arroz; la tía María, que llegó de riguroso luto, como si se tratase de su esposo recién difunto; un trío de compañeros de trabajo, que con resignación habían colgado el casco y la picota en las postrimerías de la crisis; vecinos de los Pabellones, entre los que se encontraban el dueño de la pulpería, el peluquero de la familia y la señora Conchita, que cuidó a papá cuando era niño, y que ahora arrastraba no solo los pies, sino también un Alzheimer progresivo y una sordera que nos hacía gritarle los buenos días al oído; y mamá, que llegó a expiar las culpas de su destierro dieciocheno.
La misa tuvo su epicentro en la Iglesia San Judas Tadeo, en la proa de los Pabellones, y fue presidida por el padre Ángel, que no pudo ser bautizado con un nombre más propicio, ya que según decía la Abuela María, era un hombre Santo, seguidor del Padre Hurtado, y que había dedicado su vida al cuidado de los postrados, de los pobres y de la clase trabajadora; y quizá por eso, era sindicado con un cura rojo por parte de las autoridades militares que dirigían nuestros destinos, y que hace sólo unas semanas habían anunciado un plebiscito donde los adultos podrían elegir al año siguiente entre la continuidad del régimen y la democracia, que era una señora muy apetecida en esos días en los más recónditos lugares de la nación.
Mamá me vistió con los zapatos y el pantalón de la escuela y una camisa negra que me hacía ver como adulto; mientras yo la observaba con recelo, sin perdonarle aún el abandono de la semana anterior.  Celia, en tanto, se vio obligada a dejar a Flo en casa, y a calzarse una falda de lana café  y una blusa blanca, mientras un cintillo en el mismo tono le sujetaba el cabello.
Sentado en las bancas de la Iglesia, en el momento de la comunión, recordé los rumores que habitaron los días posteriores a la muerte de papá.   En realidad, fueron cinco, quienes cayeron ese día, cuando uno de los túneles del Chiflón del Diablo se derrumbó sobre sus  cabezas, después de una explosión de gas metano atrapado en su interior.   Mamá estaba embarazada de Celia, y yo, estaba en la escuela, cuando llegó a nuestros pupitres, como un eco, una resonancia, el rugido de la tierra.  La profesora miró por la ventana, para cerciorarse que no se trataba de algún acto terrorista, de esos que se anunciaban de vez en cuando por una televisión manipulada por las armas; y acto seguido, el rector se presentó en la sala, suspendiendo las clases.   En pocos segundos el aula empezó a quedar desierta, mientras en oposición, las calles se aglutinaban de gente, que camina rauda, trotaba o corría con dirección a la Mina. 
Una ventisca gélida recorrió mi espalda, crucé la calle, me interné en los Pabellones, golpeé la puerta de casa, primero con cautela y luego con desgarro, y al comprobar la soledad que la habitaba;  me uní a la multitud que a esas horas iba cuesta arriba a encontrarse con la muerte.
En las afueras del terreno que sirve de maceta al yacimiento, cientos de personas, sobretodo ancianos y mujeres, esperaban sobre el ruido, caminando por la delgada cuerda de la incertidumbre, a que el administrador abriera las rejas y les informara  las causas de la explosión y el estado de sus seres más cercanos.
Las horas se desvanecían entre preguntas abiertas, el sol se retiraba presto a yacer en la costa, y recién después de que la temperatura bajara unas décimas, pasada las diez de la noche, cuando la desesperación decantó en lágrimas, fue el capataz quien se acercó al gentío para señalarles que una decena de trabajadores se había quedado preso, después de la avalancha ocasionada por una linterna.
“Haremos todo lo posible, por rescatarlos con vida”, fue lo último que señaló, antes de perderse en el ascensor que conduce al fondo de la tierra.
A esa hora yo ya había encontrado a mamá, cuyo peso en el vientre, contribuía a hacer más pesada la espera; y antes de medianoche, pese a mi insistencia, la abuela María me condujo hasta la casa, donde acompañó mi sueño hasta el amanecer.  
Mamá se mantuvo en vela hasta las cuatro de la mañana, cuando luego de destrabar el túnel, subieron a la ambulancia a los heridos,  mientras cinco cuerpos eran sacados en camillas, con unas frazadas cubriéndoles los rostros.
No recuerdo hasta hoy, una ceremonia tan bonita como la que nos reunió ese día,  llena de pequeños gestos hacia la familia, palabras gentiles respecto a papá, una melodía sutil endulzando los oídos y una hermosa prédica sobre la resurrección.   
Luego de la ceremonia emprendimos regreso a casa, y junto a nosotros, partieron también, la señora Conchita, la tía María y dos de los amigos de papá.   Sentados a la mesa, bebiendo café, narraron las peripecias de esos años; el casamiento de mamá en el gimnasio de la escuela, el partido de fútbol en la cancha del barrio, las jaibas  saboreadas a orillas  de Playa Blanca, las tortillas de Laraquete que traía cada lunes el dueño de la Pulpería, al regreso de sus viajes a Lebu y Cañete.
Cuando la conversación hervía de recuerdos, aprovechando la invisibilidad que produjo la nostalgia, abrí la puerta, corrí por entre medio de los jardines, arrastré a mi paso el  maicillo del camino, atravesé por el costado de los panteones familiares, dejando atrás los nichos y las bóvedas, el hogar de descanso de gitanos y paisanos, de cristianos y judíos,  hasta encontrarme de frente con la tumba de papá.   Llegué agitado, henchido de una emoción que urgía mis latidos, con una lágrima vadeando mi garganta, y una nostalgia presa en mis sentidos.    Miré el sepulcro, imagine su rostro, oré un padre nuestro y le di gracias al cielo por el privilegio de conocerte, y me retiré pensando en Celia, que nunca supo de padre, más que cuando estuvo en el vientre.


Celia se pierde

No se si ya se había retirado septiembre o si fue a principios de octubre de ese año ochenta y siete, cuando Celia nos hizo pasar un nuevo susto a mí y el abuelo. 
El tata había salido esa mañana a sus servicios mortuorios, preparando la fosa que esa tarde ocuparía un ex alcalde de la ciudad que había fallecido los días previos; yo disfrutaba de una cálida ducha que me sacudía de los sudores y lagañas que teje la noche en el cuerpo, cuando después de vestirme, me di cuenta que no habían rastros de Celia en casa.  Primero pensé que jugaba a la escondida, pero luego de revisar detrás de la puerta de la cocina, en los clóset y debajo de las camas, me di cuenta que no se trataba de un juego, y miré por la ventana por si aún estaba a tiempo de tenerla a mi vista.
Cerré la puerta, dejando una ventana a medio abrir, por si el abuelo había olvidado la llave; me interné en los laberintos que conforman los sepulcros y las cruces, buscando detrás de los arbustos y al otro lado del estero que atraviesa el campo santo; hundí mi mirada en la fosa que en los setenta se ocupó para arrojar los cuerpos anónimos de supuestos terroristas, presos políticos y vagabundos sin familias ni historia; franqueé las cubiertas de mármol y granito; y cuando me di por vencido, volví donde había visto al abuelo ocupado en sus faenas.
“No puedo encontrar a Celia, tata.  Debió salir cuando estaba  bañándome”, reconocí culposo. 
“Tranquilo hijo, no puede estar tan lejos”, me tranquilizó.
El tata soltó la pala con que labraba el agujero, deslizó la vista como un halcón por sobre la necrópolis, agudizó los sentidos, y conmigo cargado en su sombra, empezó a recorrer callejones y pasadizos, abriendo las puertas a medio cerrar de los panteones,  inspeccionando tras los castillos de nichos, en los tarros de basura, en los pastizales que ponen fin al sacramental.   Y fue al internarnos en esa sabana de desgreñada melena rubia y desecada,  al caminar sobre esas cerdas resecas y descuidadas, que vimos el bulto de Celia tendida en posición fetal sobre ese vientre nativo y marchito.
El ceño fruncido del abuelo, su mandíbula apretada, la saliva marcando su travesía en los pliegues del cuello, aprehendían el miedo y la turbación que anidaba en su fuero; mientras yo, sin entender el por qué de esa  imagen indefensa que se presentaba llana ante nuestros ojos,  rogaba a los santos de devota confianza de la abuela María,  que por favor estuviera viva.  Volvimos a respirar cuando sentimos su pulso y el latido tibio de su corazón; y cuando el abuelo la cargó en sus brazos, sus párpados se levantaron, exponiéndola decaída y  desorientada. 
“¿Cómo llegaste hasta aquí Celia?”, pregunté.
“¿Te perdiste mi amor?”, interrogó el tata, mientras mi hermana afirmaba con un tenue movimiento de su cabeza.
“No sabes el susto que nos hiciste pasar.  Nunca más salgas sola, por favor”, agregó el abuelo.
Yo sabía que tras el silencio de Celia habitaba una confesión que no se atrevía a hacer pública, y no fue hasta que estuvimos solos, cuando  confesó que el fantasma de la Llorona la condujo hasta ese sitio.
Estaba en la ventana cuando la vio flotando y con las gasas blancas revoloteando en el viento;  Celia caminó unos pasos, dispuesta a calmar su llanto, pero al intentar tocarla,  al traspasar con su mano el espectro doliente; ella la miró fijamente a los ojos, soltó un grito agudo, la envolvió en energía, en un cintillo de luz que la hizo levitar, hasta arrastrarla desde el patio principal hasta las negligentes campiñas.  Solo habría logrado zafarse de sus brazos, después de que Celia repitiera incesantemente que ella no era la hija que buscaba. 
El espíritu sopló un polvo de estrellas sobre su rostro, y mi hermana habría caído en un sueño  profundo, del que solo logró despertar cuando el abuelo la cargó en sus brazos.
La piel se me erizó de pies a cabeza, y se me eriza hasta hoy cuando me veo obligado a pasar por su figura cuando acudo al cementerio a visitar a mis muertos; pero a Celia no se le movió un pelo y solo atinó a preguntar si habría una forma de que esa mujer recuperara a sus hijos.






El novio de mamá

La desaparición de Celia por esas horas receladas, o más bien el rapto de que fue objeto por parte del ánima que durante décadas vaga de la mano de la mitología latino y centroamericana, constituyó un episodio velado durante años ante el juicio de mamá.   Así lo prefirió el Abuelo, para no sacudir una inquietud a la distancia, y así lo entendimos nosotros, que aprendimos a callar por amor.
Los últimos volantines desterrados en el viento, así como el recuerdo de papá avivándose como fuego tras la conmemoración de su muerte, marcaron el fin de septiembre.  Mientras octubre no heredó episodios memorables, de esos que se quedan patentes en la memoria, a no ser por la visita de un extraño, que mamá se atrevió a traer a casa, la semana previa al  Día de todos los Santos.
La semana había estado cargada de un mal agüero.  Al abuelo le habían brotado orzuelos en los ojos, que lo tenían desde el lunes a punta de colirio y ungüentos; a Celia, en tanto, el nuevo orientador del establecimiento, que debutaba el título de psicopedagogo, le diagnosticó déficit atencional, un padecimiento que no se había escuchado hasta esa época, donde la desconcentración y el mal rendimiento empezaba a ser tratado como una enfermedad, y no  solucionado a coscorrones o haciendo penitencia todo el recreo de pie y de cara el pizarrón como era la usanza.  A mi, no me iba mejor, y por vez primera un rojo se coló en el crucigrama de mi libreta de notas, tiñendo de vergüenza mi hasta ese entonces, inmaculado rendimiento escolar.  
Con fe en que la semana no podía ponerse más cuesta arriba, la madrugada del sábado,  el destino nos demostró que siempre las cosas pueden empeorar.  
Dormía, a pata suelta, cuando la voz de mamá, destejió las telarañas de mi almohada.  Desperté a Celia, a penas bajé las escaleras de madera que conducían a mi cama, y en pijamas, aún librándonos de las lagañas que duermen en los flancos de los ojos, llegamos hasta el comedor, con la ilusión de en un abrazo,  hacer añicos la desapacible última semana de octubre.
Mamá sonrió al vernos aparecer sin mediar aviso; sus brazos se hicieron cuna para mecer nuestras ansias; el labial rojo de sus labios dejó una huella en nuestras mejillas y frentes,  hasta que una taza de café a medio consumir sobre la mesa, diluyó mi afecto y me puso en alerta.
Fue allí cuando lo vimos aparecer, saliendo del baño.  Era un hombre joven, alto, pelo castaño,  nariz aguileña y profundos ojos verdes y rasgados.   Una sonrisa amplia dejó ver su blanca dentadura, que contrastaba con su barba a medio afeitar que germinaba como pastizal en su barbilla.  Se acercó con desmedida efusividad, me frotó  el cabello y cargó a Celia en sus brazos marcados; pero  mi cuerpo reaccionó rechazando su presencia, lo que quedaba de manifiesto en el retroceso de mis pasos, mis brazos en cruz y mi ceño dibujando un arco sobre mis ojos.   
Guardé silencio siguiendo sus gestos, para ver si encontraba en ellos un rastro, una pista, un vestigio de papá; sin embargo, todo en él se distanciaba de nuestro pasado; sus uñas limpias y manos tersas no parecían jamás haber labrado un pique; su ropa de tela contrastaba con el overol manchado y desteñido con que los mineros bajaban a la tierra; su rostro no sabía de cuencas ni su cuerpo de las cicatrices que causa un derrumbe, o la explosión que mató a papá; y todo en él, parecía postizo y estudiado.
Salí del cuarto,  cuando observé a Celia abriendo el regalo que el impostor cargaba en la maleta.  Papá habría sabido que una muñeca  anoréxica y deslucida, jamás podría competir con Flo, aunque no tuviera por casa un castillo, sino una simple caja apilada en la ropa americana.  Mi regalo, quedó atascado al costado del sillón, y allí deseaba yo que se quedara días, semanas o meses, hasta que ese intruso saliera para siempre de nuestras vidas.
Me interné en el cementerio, transité por estribor del arroyo que divide el patio de mis muertos; paseé con indiferencia por los bustos de alcaldes que habían partido a mejor vida; erré por el ala donde yacen los niños que no alcanzaron a nacer; hasta encontrarme de frente con la tumba de mi padre.
Me senté en su pantalón de granito; ordené las flores que decoraban su vestido, y tras leer su nombre en la cabecera, exploté en un llanto que parece haber estado preso en mi garganta desde su ausencia.  “Por qué te fuiste papito, por qué te fuiste”, grité incontables veces, hasta que la luna suplantó al sol en el horizonte de cruces que se expandían a mis pies.
No alcancé a llegar a casa, cuando observé a mamá venir a mi encuentro.  Me secó las lágrimas, me tomó la mano, y caminamos hasta que el crepúsculo dio paso a la noche.
“Quiero que sepas que tu padre será siempre irremplazable”, me dijo mientras cercábamos la catacumba del poeta del pueblo.
“¿Lo extrañas?”, le pregunté.
“Más que a nada en el mundo”, me dijo mientras empezaba a llover en sus ojos.
“¿Lo quieres más que a papá?”.
“Cien veces menos que papá y mil veces menos que a ustedes”.
La rabia fue acallada por la certeza de que ese hombre no podría competir de igual a igual con nosotros ni con el recuerdo de Manuel; entramos a casa del abuelo, abrí mi regalo, detrás del papel emergió el primer auto a control remoto que recuerdo de mi infancia, miré a Pedro, con los ojos sin signos de cólera, y el domingo siguiente, en el Parque Cousiño, hasta le dediqué una sonrisa antes de su partida.
“Cuide a mamá”, le pedí antes de subirse a la micro.
“No tengas duda de eso”, me respondió con dulzura, lejos de la imagen, que Lota me había heredado de los uniformados.
“La próxima vez, iremos juntos a Santiago”, prometió antes de la despedida.































El día de todos los santos

El primer día de noviembre, pintado carmesí en el calendario,  constituía  para la muchedumbre una jornada íntima y reflexiva, un espacio para la nostalgia, donde cada habitante de esta faja carbonífera, apartando sus diferencias de cuna, credo o el peso de su billetera,  hacían un alto en el camino, por muy ajetreado que fuese, para retornar al pasado, que era el espacio en que habita el cementerio.
Hasta el osario llegaban de los cuatro puntos cardinales de la comuna, a pie, a caballo, en carretela o automóvil; de las aldeas rurales, caseríos abandonados,  ayuntamientos limítrofes, y de las grandes urbes; arrastrando recuerdos dispares, pero con el común denominador del reencuentro.
Desde el altozano  en que se sentaba el sacramental,  se podía observar a las familias subiendo  el otero -familias parentales, biparentales, extendidas, uniformes, bien constituidas y disfuncionales-  todas florestas podadas, en busca de la rama que cayó al suelo después de un hecho natural o fortuito; a lo lejos, no parecían diferenciarse, pero a medida que el trecho se constreñía, la coloración del cabello, la textura de la piel, la vestimenta y el aroma, diferenciaba su alcurnia y su sangre.  
Cuando el rebaño entraba al redil, y sin importar que ese día todas sus ovejas se ataviaran con las mejores prendas, algunos rasgos, mohines y signos, hacían latentes sus identidades: las señoras de alta sociedad arribaban cubriendo su rostro con sombreros de terciopelo y gafas de sol, mientras de sus cuellos espigados colgaban collares de perlas, herencia de tiempos mejores a los que  rehusaban renunciar; las viudas recientes, anclaban orladas de riguroso luto; el ejército de salvación lo hacía con una capota blanca cubriendo sus molleras calientes, mientras disminuían el pedaleo de sus bicicleta, bajando de ellas y cargándola en sus manos al ingresar al circuito;  los mineros arrastraban en sus semblantes migas de tizón y la mayoría usaba pantalones de casimir café y camisa blanca abierta hasta el segundo botón; las dueñas de casa –como lo era mamá hasta la muerte de mi padre- se reconocían por su pelo maltrecho, sus ojos tristes y las manos partidas de tanto lavar en las pilas colectivas y cocer el pan en los hornos urbanos.
De la casa del abuelo, que ahora era nuestra nueva casa, se contemplaba el hedor de la multitud, y a su paso, un rastro de pétalos de rosas y claveles, desprendidos de los brazos iba dibujando rastros en su camino a las tumbas.
En medio de la copia, distinguí al grupo de gitanos que meses atrás había enterrado a uno de los suyos; ahora cargando una ruma de trastos y vasijas que luego instalarían en la cabecera de la última morada;  pero lo que más me impresionó fue una decena de mujeres, algunas lozanas y otras canosas, que elevaban al cielo carteles con rostros en blanco y negro bajo la interrogante “¿Dónde Están?”.
¿Están buscando a sus detenidos desaparecidos?”, pregunté al abuelo, a lo que él respondió con un leve movimiento de su cabeza, como si su refutación constituyese un peligro.   Hice signos de salir de casa para conducirme hasta su lado, pero el abuelo cerró la puerta  y me ordenó que me quedara frente a la ventana, como si hubiese presagiado lo que luego vendría.
La  consigna de las mujeres llamó a la afluencia, y bastaron minutos para que el puñado de viudas se trasformara en masa, y para que los lemas primero recitados en voz baja, subieran de intensidad, apelando directamente al régimen militar.  “Compañero Salvador Allende, ¡Presente!, Compañero Salvador Allende, ¡Presente!, Ahora y Siempre, Ahora y Siempre; quien lo mató, el fascismo, quien lo liberará, el pueblo.  Luchando, Creando, Poder Popular”, recitaba en el anonimato la multitud.   Pocos minutos después arribó el guanaco, el agua dispersó a el pelotón, algunos corrieron patio adentro, otros se escondieron tras la hilera de nichos, y el grupo de mujeres, ahora encadenadas a las rejas de la entrada, soportaron primero el chapuzón, y luego un alicante gigante cortó los ataderos,  para conducirlas a la patrulla con rumbo al cuartel.
Durante la tarde llegó la tía María, y tomados de su mano, yo a la diestra y Celia a la izquierda,  acudimos a la tumba de papá para rezar por su alma.
Esa noche decidí no llorar más  la muerte de papá; convencido de que conocíamos las causas que lo apartaron del camino de la vida; y antes de dormir, imaginé el vía crucis que recorren aquellos que no conocen el paradero de sus seres queridos, como esas mujeres, que en el ocaso de la dictadura y los albores de la democracia, se multiplicarían como  el pan y el vino en la Última Cena, juntando su pesar con otros miles, que habían sido torturados, exonerados o exiliados bajo la regencia del Tirano. 





El Cacerolazo

Corría diciembre del ochenta y siete, y la ciudad estrenaba nuevas prendas, para dar la bienvenida a la Navidad y el año nuevo; y como siempre, el cementerio, a excepción de la tumba de los gitanos, quedaba al margen del maquillaje urbano.
Los faroles de Lota Bajo vestían capotas de género rojo y pompones de algodón, de la canaleta de la Municipalidad colgaba  de extremo a extremo un lienzo con la leyenda “Feliz Navidad y Próspero año nuevo”, mientras de los tendidos eléctricos colgaban ampolletas formando una aurora boreal en la noches.  Los Pabellones donde trenzamos hasta hace poco nuestras vidas, vestían pascueros articulados en las ventanas, y un pino de navidad, vendido a los pies de un tren proveniente de San Rosendo, ocupaba el espacio baldío que nos servía de cancha en nuestros sueños peloteros.
Esa tarde, repitiendo el protocolo que nos ocupó en el aniversario patrio,  Celia y yo aderezamos la casa con guirnaldas, tiaras y una estrella de belén que colgamos de la cortina, mientras sobre la estufa, que hace casi dos meses había dejado de cantar vapores, fijamos un pequeño árbol de navidad sobre un tarro de aserrín, que llenamos de tiritas de papel volantín, luces y motas de algodón, mientras a sus pies, un pesebre esperaba el nacimiento del niño Jesús.
Cuando la ilusión estaba sembrada, esperando la cosecha del veinticinco de diciembre, una vez que el sol se escondió tras el mar que baña nuestro pueblo de carbón, un sonido, grácil primero, y  que luego empezó a repetirse hasta transformarse en estallido,  nos llevó a curiosear desde la ventana.
“¿Qué es ese ruido Tata?”, preguntó Celia, mientras  Flo y su  esbelta y espigada amiga de plástico compartían en el sofá. 
“Salgan de la ventana, vengan, vengan”, pidió el abuelo en voz baja, como evitando ser escuchado.
“Apaga la luz Nino”, me indicó, antes de tomarnos por la cintura y arrastrarnos hasta el cuarto.
 “¿Pasa algo malo abuelo?”, pregunté asustado y aferrado a su regazo.
“Nada hijo, es solo que aquí es más seguro”.
El crujido se expandía como humo por el cielo, a veces bajaba de intensidad, pero a medida que contábamos los segundos y los minutos, también crecía, convirtiéndose en una olla de grillos, ensordecedora y resonante.
“Parecen ruidos de ollas”, me aventuré a especular.
“De miles de ollas”, dijo Celia, sin soltar el brazo del abuelo.
“Es un cacerolazo”, confirmó el abuelo.
“¿Y para qué las hacen sonar?”, inquirió mi hermana.
“Es difícil de explicar.  Es una forma de protesta”.
“¿Protesta contra los militares?”, pregunté recordando las historias que se contaban en la escuela o en el patio de los Pabellones, y que hablaban de que estaba ad portas de fraguarse la caída del dictador; aunque a mi edad, no entendía mucho lo que ese concepto encerraba.
“Algo así hijo, pero no es bueno hablar de ciertas cosas”.
“¿Y son verdad las cosas que se dicen Tata? ¿Que hay personas que han muerto y desaparecido?”.
El abuelo me miró temeroso de su respuesta; la estudió en silencio, y acercándose a mi oído, para evitar que creciera el temor que Celia amasaba en la penumbra, ratificó mi miedo, y me pidió que nunca más hiciera esa pregunta hasta que volviera la democracia.
El sonido de los recipientes se repitió como un eco desde el interior de las mediaguas, y el trinar del metal y el aluminio, se hizo tambor en las poblaciones y en las villas, bajo el anonimato que concede la noche.   Pero a  la melodía reformista le siguió un coro de balas, y fue en ese instante cuando el abuelo nos ordenó que nos tumbáramos bajo la cama, para evitar que un plomo, un proyectil, un perdigón diera por error en nuestras murallas.
Papá habría estado tocando las cacerolas, me dije en silencio, mientras esperábamos que la calma volviera a la ciudad.




Navidad

Los villancicos de Navidad silenciaron los rumores que se encendieron tras el mugir de los pucheros; y pese a que me apenaba dejar al abuelo acompañado tan solo por sus muertos, el apetito fue mayor, y accedí a viajar junto a Celia hasta Santiago para pasar las fiestas con mamá y su nuevo novio.  
Nunca habíamos viajado solos,  ni siquiera en micro, pero el abuelo terminó rindiéndose al deseo de su hija, y nos embarcó en el bus, bien recomendados al chofer, señalándole que ella nos estaría esperando en el terminal Alameda.
No conocíamos Santiago, más allá de las imágenes que caben en un aparato de televisión de catorce pulgadas; y como el viaje fue de noche, el albor nos sorprendió contemplando una ciudad infinita: largas carreteras, dos torres cilíndricas denominadas Tajamares y edificios de altura, nos saludaban con desdén.
Mamá esperaba junto a Pedro en una banca de la estación, y apenas entramos  a la avenida, Santiago nos aplastó como un gigante, con su tráfico y su smog, pero también nos cautivó con su multitud colmando las callejuelas, sus librerías exponiéndose a la intemperie en San Diego, La Casa de Gobierno merodeada de carabineros, el Edificio Diego Portales elevándose como una niebla a babor de la autopista y un Libertador exánime y afónico cabalgando sones de independencia trasnochada en plena Plaza Italia.
Pedro vivía solo a unas cuadras de allí, a medio camino entre la Universidad Católica y Portugal, en el décimo piso de un edificio que hacía ver enanos a las residencias tangentes.  Subimos al ascensor, una caja claustrofóbica de acero cuyos botones se iban iluminando a medida que ascendíamos rumbo a un cielo de concreto; un pasillo lúgubre nos esperó al abrirse las puertas; y tras dos vueltas a la cerradura, el departamento nos recibió impasible y con candidez estival.   Un refresco drenó nuestras gargantas, y antes de sentarnos a desayunar, Celia y yo nos asomamos al balcón y contemplamos desde las alturas la metrópoli inflamada por el tráfico, el comercio, la cantinela y la multitud.   El vértigo afectó a Celia, quien me sujetó de la mano para contemplar la ciudad, una muy distinta a la que apreciábamos desde Lota Alto, pisando tierra firme, desde los Pabellones.
Después de almuerzo nos dirigimos al zoológico, en las faldas del cerro Santa Lucía, y al salir del ascensor, luego de recorrer las celdas, de avistar  a unos inquietos monos parlanchines balanceándose de árbol en árbol tomados de una lianas verduscas,   a un par de cebras pastando sobre una estepa artificial, a un hipopótamo buceando en el lodo, a una foca dominando una pelota de plástico en su hocico húmedo, a un león viejo y soñoliento espantando las moscas con su garras; nos acoplamos al funicular, y llegamos hasta los pies de la Virgen en el cerro San Cristóbal, donde luego de orar un padre nuestro, nos sentamos sobre el césped a disfrutar una merienda fría.
La tarde nos sorprendió bebiendo un helado en Bellavista; Pedro retornó al departamento excusándose en que debía terminar unos arreglos para la cena de Noche Buena; mientras nosotros recorrimos extensas cuadras hasta llegar al frontis del Cerro Santa Lucía, donde una feria artesanal quemó el tiempo que quedaba para el advenimiento del ángelus.   Las luces titilando como luciérnagas en un  pequeño árbol de navidad iluminaba tenuemente el departamento; la mesa estaba vestida con un mantel blanco, vajilla nueva y un candelabro de velas rojas decoraba su seno; y antes de una hora,  sólo los huesos del pavo quedaban sobre la fuente que lo había acompañado al horno.  Luego del postre, Pedro y mamá abrieron la ventana de corredera que conducía al balcón, y la voz de Celia estalló como un trueno al observar unos paquetes de regalo depositados a la intemperie.
“Debió ser el viejito pascuero”, exclamó mi hermana mientras se esforzaba por leer su nombre en la pila de papeles de regalos, hasta que por fin, encontró los suyos, y los abrió hasta descubrir una pollera  floreada, una cuerda para saltar, un espejito con la imagen de Ángel, la Niña de las Flores, y un juego de té.   Yo, en cambio, sin que mi hermana se diera cuenta, agradecí a Pedro y a mamá, cuando luego de romper los pliegos multicolores, descubrí una polera impresa con la imagen de “Centella” y una autopista, que colmaba por esos días la publicidad en la televisión y constituiría la envidia de mis amigos en Lota.
La mañana siguiente, a bordo de la Citroneta azul de Pedro, partimos  rumbo a la Costa, y fue allí,  luego de pasear de la mano por el reloj de flores y playa Las Salinas, de andar en Trole y subir por los ascensores de Valparaíso, que me di cuenta que mamá se había enamorado de ese hombre que hace tan poco yo y el abuelo mirábamos con distancia, más por ser el hombre que reemplazaría a papá, que por su condición de militar, que no era un signo de admiración en mi pueblo sindical en esos días de dictadura.


Playa Blanca 

Al volver a Lota, el abuelo nos esperó con sus regalos bajo el brazo, y luego de celebrar el año nuevo junto a él,  una de las mañanas venideras, la tía María nos pasó a buscar para bajar a Playa Blanca y  disfrutar un verano que prendía sus primeras brazas.
La tía era la única hermana de mamá y si bien la aventajaba en solo dos años, sus siluetas y semblantes las apartaban aún más, y no eran pocos los que creían que a lo menos una década separaba sus nacimientos. 
La suerte que corrieron, también fue distinta, así como la relación que cultivaron con el abuelo.  La génesis de dicha diferencia no fue gratuita; por el contrario, estaba enraizada en la infancia, cuando el que oficiaba de padre, extravió su rol, entre los quehaceres de la Mina, la adicción al alcohol y la inclinación por el adulterio; todas estas ocupaciones y vicios  que desconocía por completo la temporada que vivimos juntos en el cementerio, y que se develaron recién cuando se formaron las primeras marcas y arrugas en mi catadura.    La madre soportó estoica las noches en vela, el olor a vino barato impregnando la cabecera, la falta de plata para parar la olla y las huellas que las amantes dejaban intencionalmente en el cuello de la camisa del esposo, en la piel o en las inapetencias del bajo vientre; pero el abandono se imprimió a fuego en el gobierno íntimo de la hija mayor, no así en mi madre, que en este entonces convirtió su infancia en un paraguas donde jamás llovía.   La granizada cayó siempre sobre la tía, que se tapaba los oídos, ocultando su cabeza bajo las sábanas para no oír al abuelo arrastrando su curadera, que se declaraba sorda ante el rumor de mujerzuelas que contaban o descontaban los días que faltaban para que el esposo infiel cayera rendido en sus brazos arpías, y que acompañó muchas veces a su madre a aplanar las baldosas de los Pabellones numerados, a fin de vender el pan con chicharrones que les permitiera enfrentar la carestía.
Pese a que una enfermedad coronaria mató el apetito sexual del tata, llevándolo a abandonar el alcohol, sus oficios en la mina y a las otras “minas” que ocupaban sus noches borrachas; pese a que el paso de los años, la costumbre, la comodidad o  el amor incondicional de la  abuela, lo convirtió en el zorro amaestrado del Principito; y por sobre todo, pese a que terminó pidiéndole perdón de rodillas a la abuela, compartiendo junto a ella una década de su oficio mortuorio, y declarándole su amor hasta que soltó el último hálito de vida; tía María jamás logró cicatrizar sus heridas; lo que la sentenció a la soledad y a separar su camino del camino de los hombres.  No eran pocas las lenguas afiladas que llegaron a decir que la tía era una “marimacho”, o una “camionera”, y yo solo comprendí su distancia y su pena, cuando crecí y leí el real significado de dichos apelativos denotativos.   El único hombre que amó fue su padre, y fue temprana y amarga su desilusión cuando este tropezó en el camino.
Las diferencias superficiales con mamá, en tanto, también nacieron en la cuna de la desilusión; pues la difidencia la condujo a hacer de su casa una cueva ermita, donde sació sus instintos a punta de comida, hasta quedar convertida en un bulto estático y rollizo.
Solo mi nacimiento y el de Celia, lograron sacarla de su gruta, para volverla a la vida, y si bien no logró reconciliarla por completo con el abuelo, por lo menos redujo la distancia y permitió que volvieran a compartir el saludo, una mesa o un abrazo tibio.
Pasó la tía a buscarnos esa mañana para bajar al océano, y apenas nos desprendimos del cemento, descalzamos nuestros pies, reposamos unos instantes nuestros cuerpos en la arena y luego nos echamos mar adentro, jugando a capear las olas, seguidos de cerca por su mirada.   Sentados a su lado dejamos que el sol secara la humedad de nuestros cuerpos y trajes, el mío apenas un pantaloncillo corto de fútbol y el de mi hermana un traje de una pieza monocolor, y luego caminamos por la orilla de la playa, allí donde las olas dejan un surco, una estela espumosa, hasta llegar al roquerío, donde descansamos sobre un penacho, comiendo los huevos duros que la tía había cocido para nosotros la noche anterior.
La tarde atrajo una aglomeración al arenal, rápidamente se pobló hasta la última plaza vacante de la ribera; y fue fácil reconocer rostros conocidos, como el de don Luis, el vendedor del kiosco del colegio, junto a su familia,  y el mismo Pera, con quien entré nuevamente al salar, hasta que el sol bajó unas palmas de mano.   Celia se quedó al costado de tía María, haciendo agujeros en la arena, que en segundos se convertían en vertientes, donde sumergía a la Barbie regalada por Pedro,  mientras Flo quedaba en su regazo, cuidada de que su cuerpecito de lana y lona, no se estrellaran contra la dunas diminutas.
El  ángelus dibujó olas naranjas y amarillas en el cielo, y partimos a casa, donde la tía accedió a pasar, beber un té junto al abuelo,  para luego sumergirse en  su covacha, que era el único lugar donde realmente se sentía segura.



Nuestra propia Playa

En dos ocasiones adicionales, bajamos a la playa ese verano, una junto al abuelo, y la otra con mamá, en su única visita estival;  mientras los últimos días lo pasamos entre enterramientos y sepulcros, con el sol pegando fuerte sobre nuestras molleras.  Pero como a falta de pan, buenas son las tortas, yo y Celia decidimos que no era hora de perder tiempo en lamentaciones, por el contrario, nos dispusimos a hacer del cementerio nuestra propia playa.
Agarramos el paraguas negro del tata, ese que le servía de arrimo cuando debía pilotar cementerio adentro para cavar las tumbas en pleno invierno, y que ahora reposaba boca abajo, como murciélago, colgado del travesaño de la tina; dibujamos flores sobre ropas que ya nos habían quedado pequeñas, las recortamos con aplicación, las pegamos en el lomo del utensilio, simulando una sombrilla; y la dispusimos en el antejardín; al costado de unas toallas; mientras nos turnábamos con Celia por ocupar el balde y la pala, que nos servían para fabricar con esfuerzo un castillo de tierra; que los castillos de arena sólo se pueden construir a la orilla del mar, y nosotros éramos impetuosos en nuestros desdén, pero no ilusos para no comprender la diferencia.
Cuando el calor apremiaba, como ya tiene costumbre el sol de verano, corríamos hasta el primer pilón que sirve para refrescar las flores de las tumbas, llenábamos el balde de agua y lo dejábamos caer sobre nuestros cuerpos; para luego regresar a nuestra Costa. 
Los transeúntes fijaban su mirada en nuestro litoral contrahecho, algunos carcajeaban al pasar, otros disimulaban la sonrisa, pero también hubo un par de cristianas, de esas mojigatas que se golpean el pecho y luego lanzan la primera piedra, que consideraron nuestro juego una falta de respeto, y así se lo hicieron saber al abuelo, que al cabo de un rato desmanteló nuestro espejismo, para enviarnos a jugar dentro de la casa.
Un rato nos mantuvimos ocupados; Celia, haciéndole trenzas a Florencia y bañando su Barbie en la tina del baño; y yo, dando vueltas redundantes al autopista que el novio de mamá me había regalado en navidad; pero luego desobedecimos, y corrimos entre las tumbas y bóvedas, jugando primero a la “tiña”; y luego a un particular invento que consistía en buscar a lo largo de la hilera de nichos la mayor cantidad de nombres muertos que se iniciaran con la letra “a”. 
Luego de recorrer el abecedario, nos sentamos a la orilla del riachuelo que cruza como la línea del Ecuador al Campo Santo, y seguimos con nuestra mirada a los parientes, ascendientes, descendientes, consanguíneos y allegados que arriban al cementerio, con la idea de ver a los que adelantaron el vuelo, para lo cual tendrían que tener un sexto sentido, pues no hay ojos que vean muertos, salvo los de Celia cuando supuestamente fue raptada por La Llorona.  
Contábamos a las personas que aún cargaban luto en su vestimenta, a los que las lágrimas les jugaban una mala pasada, a los que oraban a los pies del granito, a los que se sientan en el mármol que sirve de funda al sepulcro vecino, a los que niños que ofrecen cambiar el agua de las flores, a los jóvenes novios que se besan bajo el sauce, en fin, a todos los que llegan hasta  aquí, con motivos explícitos o solapados.
Nuestra mirada se hunde en las tumbas olvidadas, desiertos cercados por  rejas carcomidas por el óxido; en las tumbas proletarias, que tienen el traje de tierra; pero también en las de mayor refinamiento, que en su atavío de jaspe y piedra caliza,  no hace  más que pronunciar las ventajas que tuvieron en vida, aquellos que hoy las ocupan.
Regresamos a casa, la televisión ocupa lo que queda del día.


Marzo del 88

Marzo del 88 arribó entre protestas del gremio docente, que peleaban por engordar  los flacos sueldos que el Estado les pagaba, por el reconocimiento a la carrera docente, por la reposición de la educación cívica –desde septiembre del 73 excluía del currículum-   por fijar mayores límites a la educación particular, así como por el término de prácticas abusivas, como los despidos injustificados y la exoneración de la que habían sido objeto una larga nómina de profesores de izquierda; así como por  movilizaciones de los trabajadores de la salud, que agrupados en la “FENATS”, veían con malos ojos las explosivas ganancias de las ISAPRES, a costa de la salud pública.
Por el canal católico desfilaban las más diversas movilizaciones ciudadanas, desde los estudiantes universitarios, hasta los trabajadores; mientras que el noticiero del canal nacional, era dominado por  monotemáticas notas de gobierno, donde se podía contemplar al emperador, inaugurando una nueva línea del Metro o acusando a grupos extremistas por la última bomba que dejó a oscuras la capital.
En Lota, la situación no era distinta a la del país, por el contrario, constituía junto con Coronel, las ciudades donde el eco opositor resonaba más fuerte; lo que quedaba de manifiesto en verdaderos cabildos ciudadanos que brotaban espontáneos en la plaza; en las marchas de los mineros, que se rehusaban a abandonar la explotación del carbón; en los panfletos subversivos, que alfombraban las principales arterias del pueblo; y en las reuniones clandestinas, que se desarrollaban a la luz de una vela, en los Pabellones.    
Entramos a clases, sin mayor preámbulo, y con ello me refiero a que no hubo necesidad a comprar nuevos uniformes, y si la hubo, nadie abrió la boca para explicitar dicha penuria.  
La conformación de la sala era un retrato del año 87,  a excepción del guatón Cortés, que si bien el año pasado ya exhibía sus primeros kilos menos, ahora se había transformado para sorpresa de muchos, en el “Mino” del curso; y de Laura, la nueva compañera, que destronó al Pera del lado de mi banco, y selló en un par de meses mi paso  a la adolescencia.  Sin embargo, algo distinto se olía en la escuela, y era que no, si no había rastros de a lo menos tres profesores que hasta el año pasado colmaban nuestras aulas, incluido el inspector, cuyo puesto ahora lo ocupaba un uniformado en retiro, que mantendría la disciplina a costa de hacernos pasar todo el día oliendo fecas de ratón en las penumbras de la bodega.
¿Qué pasó con el profesor de matemáticas?, preguntamos al nuevo docente que recién empezaba a dibujar ecuaciones con tiza  en la pizarra, para acto seguido, quedarnos sin recreo, y de paso, con la  lección aprendida de que era mejor no preguntar ciertas cosas.    
Extinto el primer día de clases, junto a un grupo de compañeros nos dirigimos hasta la cancha trasera de los Pabellones, y allí el Pera, que además de ser mi mejor amigo, era el hijo de un dirigente sindical, nos narró lo que se comentaba a puertas cerradas.
“Dicen que aprovechando que el  profesor Ortúzar, estaba de vacaciones, los militares habrían allanado su casa, y le habrían  encontrado literatura subversiva; algo de Marx creo que escuché; y un montón de fotos de Allende y la “Tencha” Bussi.   Lo fueron a buscar al mismo campo donde descansaba junto a su familia, en Los Álamos, y lo habrían sacado a la fuerza, llevándoselo a la rastra.  Luego lo subieron a una “cuca” y de ahí nunca más han sabido de él”.
“Que mala, ¿y su familia?”, pregunté.
“Dicen que la madre dejó a los hijos en el campo, encargados a los abuelos, y que ahora vaga de comisaría en comisaría, tratando de saber algo de su esposo”.
“¿Y el profe Ramírez?”, interrogó un compañero, curioseando respecto al destino del maestro de matemáticas.
“Lo que me dijo mi papá, y esto que no lo sepa nadie, es que le habrían sorprendido con el inspector en una taberna, curados como tagua, hablando contra la dictadura, y que ellos la harían caer a punta de propaganda.  Esto lo habría escuchado un policía de civil, que tomaba un trago sobre la barra, y al día siguiente, habrían encontrado en su casa una imprenta artesanal y cientos de facsímiles, igualitos que esos que amanecían esparcidos por los Pabellones”.
“¿Pero están bien?”, preguntó el guatón Cortés.
“Nadie supo más de ellos; y sus esposas y madres, están hace un par de días en Santiago, golpeando las puertas de  la Vicaría de la Solidaridad, por si pueden ayudarlas”.
Recordé que no había pasado a buscar a Celia a su sala de clases, deben haber transcurrido por lo menos veinte minutos; volví a la escuela, y la vía allí parada, al costado de la bandera,  esperando que yo apareciera.
“¿Dónde estabas Nino?”, estaba preocupada, me sermoneó.
“Disculpa hermanita, es que tuve que cruzar a la casa de un compañero a buscar un libro”, mentí.
Nos enrielamos rumbo a casa del abuelo, allí donde nuestros compañeros no podían explicarse que viviésemos, y que más de alguna broma nos costó en los primeros días después de la partida de mamá.
El abuelo terminaba sus ocupaciones del día, Celia y Flo se encerraron en el cuarto, y mientras poníamos la mesa con el tata, le asalté con las noticias que me habían relatado a la salida de clases.
“¿Es verdad abuelo?”, pregunté inquieto por su respuesta.
“¿Quién te contó eso?”.
“Eso no importa, pero ¿es cierto que la dictadura los hizo desaparecer?”.
El abuelo me miró con sus ojos sin consuelo, me condujo hasta el sofá, nos sentamos, y me explicó que tal como ocurrió el día del Cacerolazo, o el día que un grupo de mujeres se había encadenado a la reja del cementerio reclamando a sus desaparecidos, era mejor quedarse al margen de estas situaciones.
“No son cosas en las que deban meter su cuchara los niños”, me indicó.
“Solo quiero saber si es cierto, nada más”.
“Prométeme que si te digo la verdad, será nuestro secreto, y nunca, repetirás nuestra conversación, con nadie, por más amigo o cercano que este sea”.
“Te lo prometo abuelo”.
“Es verdad hijo, pero en ocasiones, es mejor ser ciego.   Eso no significa que estemos de acuerdo, pero ya llegará el momento, más temprano que tarde, de poder conversar estos temas abiertamente.  Hoy no está el trigo  bueno para la cosecha.  ¿Me entiendes?”.
Confirmé con mi cabeza, tomé once en silencio y antes de dormir, le pedí a Dios que terminara con la dictadura, sin saber que un Arcoiris estaba formándose allá afuera.


Un cumpleaños sorpresa  

El veinte de marzo tía María cumpliría un nuevo año, y como no recordaba celebraciones previas en su honor, salvo algún chocolate o cachivache que mamá le llevaba de regalo, decidí que era el momento de preparar un cumpleaños sorpresa, que aliviara en algo sus cargas y de paso, contribuyera a reconciliarla con su padre.
Hablé con mamá por teléfono, y después de confirmar que viajaría el fin de semana, le aclaré mis intenciones, dispuesto a fabricar la fiesta más bonita de la que tuviéramos recuerdo. 
Rompí el chanchito de greda que reposaba sobre la cómoda del cuarto, y que desde la partida de mamá a la capital, había recibido, gota a gota, por su rendija, las monedas que el abuelo, mamá o su novio nos habían regalado;  conté el dinero esparcido sobre la funda de la cama, dos mil trescientos ochenta y cinco pesos fue el saldo de nuestro esfuerzo; los eché al bolsillo, y finalizada la jornada escolar, caminamos junto a Celia hasta Lota Bajo, donde compramos una torta de biscocho y piña, un manojo de bebidas Guinda Nobis y Free, ramitas, suflés de queso, maní con merquén y una bolsa de cotillón que nos serviría para adornar la casa.
Esa noche ataviamos  las tapias, el cielo y el mobiliario de la morada; unas letras festivas recortadas en colorida cartulina vistieron el muro principal, cuatro ovillos de globos se elevaron como nubes arcoiris en las cuatro esquinas de la cubierta y algunas serpentinas colgaron como lianas policromadas por las cimas y ángulos de la habitación.
Mamá llegó de madrugada a nuestra plaza galana,  llegó sin compañía, debido a que Pedro tenía compromisos laborales que saldar; se tomó un té esperando que aclarara el día,  dio tiempo al abuelo para despertar, sentarse a su lado y charlar un rato,  entró a la cocina y no salió hasta que concluyó una bandeja completa de sopaipillas y otra de calzones rotos, que servirían para orlar la fiesta de la tarde.
Apenas Celia despertó se enganchó a ella, y como siempre ocurría,  se desprendió de sus objetos de transición para mantenerse encadenada a su falda, desde donde no se desprendía hasta la partida, cuando hacía que mamá llenara de su perfume a Flo,  para que algo de ella quedara en su cuerpecito de lana una vez que la distancia no admitiera más abrazos.
Almorzamos pastel de papas, y una vez lavada la loza, empezamos a ubicar los bocados en posillos de vidrio que terminaron por decorar nuestro alcázar.  Mamá sacó tres regalos desde su maleta, un anillo de plata, un santito esculpido en metal y una figurita decorativa de esas que se acostumbran a ubicar sobre pañitos tejidos a crochet; y nos dio las dos últimas a mí y a Celia para que fuésemos nosotros quien le entregásemos dichos obsequios a la tía.
El abuelo salió un momento, y llegó pasadas las cuatro de la tarde, cargando una caja de bombones bajo el brazo, lo que hizo que a mamá se le empañaran los ojos de emoción, quizá esperanzada de que ese pequeño gesto, abriera las puertas a una reconciliación que tardaba más de la cuenta y que durante años tenía al perdón esperando en el pórtico.
A las cinco, mamá se dirigió a buscar a tía María, y cuando atravesaron el acceso al cementerio, prendimos las velas de la torta, y una vez abierta la puerta, entonamos a todo pulmón el cumpleaños feliz, ante una agitación que la tía no logró ocultar.
“Feliz cumpleaños hija.  La quiero mucho”, dijo el abuelo, entregándole la caja de bombones, mientras la tía se fundía en sus brazos, y en su rostro, las lágrimas brotaban como agua fresca emergiendo de una vertiente.
Sentados a la mesa, fue el tiempo de recordar, no las retentivas dolorosas que terminaron por distanciar al abuelo de su hija, sino  aquellos momentos alegres que parecían olvidados, pero que estaban allí, al pie de la memoria, esperando a ser desenterrados.   Así se trasladaron a sus partos,  a sus primeros pasos, a sus cumpleaños infantes, al primer paseo familiar, en fin, a aquellos momentos en que junto a la abuela, la vida parecía no irse tan rápido.


Los Deudos más queridos  
Para la polis, el cementerio constituía el ángulo donde confluían presente y pasado, vida y muerte, recuerdo y olvido, pero bajo el común denominador de constituir solo un momento, un espacio transitorio, tal vez una pausa  donde podían darse el gusto de bucear en la intimidad, de encontrarse a través de una lágrima, un silencio,  una oración, con aquellos que adelantaron el vuelo.   Para nosotros, por el contrario, era nuestro lugar de residencia, nuestro hábitat natural donde se deshilvanaban nuestras cotidianidades.   Los espacios donde dominaba la reflexión  nosotros los convertíamos en juegos infantiles; el miedo era reemplazado por la curiosidad, los mitos urbanos se deshacían en nuestras manos como objetos de realidad, y las personas que ante la mirada colectiva eran deudos, para nosotros eran sujetos con historia, que arrastraban culpas, confesiones y recuerdos contenidos, en los que era una tentación indagar.  Donde ellos veían tumbas, nosotros distinguíamos el granito, el mármol, el hormigón y la arcilla;  artefactos que pasan ante la mirada corriente inadvertidos, para nosotros componen signos, que develan profundas convicciones y significados, como la cruz cristiana, la estrella de David o el “Ménora” o candelabro de siete brazos; las flores que ante el vocabulario masivo no distingue ethos, para nosotros era un conjunto infinito de nombres, texturas, colores y aromas dignos de un alquimista; y las lápidas impresas que ante los ojos que miran pero no ven no  son más que nombres tallados en la piedra, para nosotros instituían personalidades, familias, vínculos afectivos que era preciso urdir, vidas alegres o miserables, pero vidas al fin y al cabo, muertes dignas o indignas,  pero muertes al fin y al cabo.
Los deudos que más llamaban nuestra atención eran tres: la señora Ninfa, una viuda de piel morena y seca, cejas anchas, ojos oscuros, pelo tieso, labios siempre bien pintarrajeados, altura de alfeñique, cojera en el pie izquierdo y  de  figura tan exigua que se perdía al paso de los árboles, de los faroles y las señaléticas; quien acudía al cementerio todos los días del año, sin importar que el sol quemase hasta los rastros o que la lluvia anegara las arterias de la ciudad.  El abuelo nos contó que perdió a su compañero cuando ambos alcanzaron la edad de Cristo,  cuando él –de oficio maquinista- descarrilló el ramal en uno de los viajes trasnochados en que le ordenaban trasladar el carbón que extraían de las minas.  La gente los recuerda paseándose sin libreta, de la mano por la ciudad, echándose al bolsillo los vistazos y comentarios prejuiciosos  que los creían pecadores, por el hecho de no ser marido y mujer ante los ojos de la Iglesia, aunque siempre fueron más complemento que cualquier otra pareja que Lota recuerde.   No tuvieron hijos, y las malas lenguas no tardaron en culpar a su concubinato pecador de la afrenta, y de ello también acusaron al destino, cuando éste separó sus rumbos para siempre.    Yo y Celia la observábamos a la distancia, detrás de los arbustos podados con formas geométricas, y si bien para algunos, su gesticulación frente a la tumba de su amado no era más que la ratificación de su extraviado juicio, a nosotros no nos cabía duda de que ambos charlaban, quizá recordando su insolencia de no haber seguido las normas de la época, quizá repitiendo las palabras de amor que se susurraban abrazados en la cama o quizá contando los segundos, minutos, horas, días, semanas, meses o años, que faltaban para volver a caminar juntos, ahora en un paraíso, seguramente liberado de prejuicios.    Nos daba gusto ver a la señora Ninfa, medio siglo después, arrastrando su cojera día a día, para encontrarse con el único hombre que le robó la virginidad y el sueño.
El segundo personaje que atraía nuestra mirada, era una mujer aún joven, de no más de treinta años, tez blanca, ojos almendrados, pelo castaño claro, piel tersa, vestidura aristocrática y gestos refinados.  Se trataba de la nieta de una connotada familia de la comuna, que se vio empujada a abortar a su primer hijo, engendrado en una población callampa, a los pies de una pasión juvenil que no alcanzó a derivar en amor.   Cada domingo, acudía hasta el campo santo con una vela y una flor, y se mantenía orando en la falda de la cuna, hasta que la cerilla  se extinguiera, sin importar que fuera solo un minuto, a causa del viento que apagó la lucerna, o si la oración se extendiera por ocho horas, que es el tiempo aproximado que demora la cera en consumirse por completo.  Dicen que hoy está casada con el hombre que sus padres escogieron para ella, y si bien tiene otros dos hijos, vivos, siempre acude sola, tapando su rostro bajo un sombrero, para reencontrarse con ese ángel al que le obligaron a cortar sus alas.   

Pero sin dudas, los pasajeros más curiosos de nuestro patio, son la familia de gitanos que ocupó las primeras líneas de la fábula.  Llegan ataviados de objetos, presentes y  regalos; encienden cigarros y beben vino, entonan cánticos, elevan bulliciosas plegarias al cielo, siempre dejando bien provista la casa del difunto.   Me gusta observarlos, ver como actúan libres, sin las ataduras de los gallé y sin  peso más allá del luto que mantuvieron cuando el alma aún era impura.   Me imaginó sus charlas en romané y envidio sus ritos, sobretodo el banquete fúnebre, donde se aparta un puesto para el occiso, a los siete días, seis meses y un año después de su partida; pero sobretodo me conmueve la creencia de que tras la muerte, podamos seguir interviniendo en la vida nuestros descendientes, algo que comparto, pues siempre he sentido que mi padre marcha a mi lado, silencioso y tácito, despejándome el camino.


Una flor para Laura

Abril del ochenta y ocho, tiene en mi cuaderno dos anotaciones que son dignas de sacar del anonimato.   Mi rostro se colmó de espinillas y barros a causa de una adolescencia que acampaba en mi rostro, y por vez primera experimenté  esas mariposas aleteando en mi estómago, esa idiotez súbita que nubla la razón y que la prole denomina amor.   Fue con la llegada de Laura al vecindario, y que no se entienda por vecindario a los muertos que son nuestros reales colindantes, sino a una casa apostada en la avenida donde se ubican las floristas, a no más de doscientos metros de nuestro hogar, donde llegó para vivir con su familia, trasladada desde la lechera localidad de Osorno.
No podría definir por qué no me gustó una niña antes, pero sí conozco las razones que hicieron que fuera ella, la primera en desviar mi mirada de los autitos Match box; razones simples, como el hecho de hablar con las manos y clavándome sus ojos verdes en mi mirada desde la reja del cementerio, regalarme una sonrisa cada mañana cuando llegábamos a clases, su letra redonda y clara con la que me comunicaba hechos nimios en un papelito confidente, en fin, cosas que en la adultez pueden resultar banales, pero que en plena adolescencia, son pura suma y multiplicación.
El otoño se derritió a su paso, y pronto, yo ya no tenía más recuerdos que nuestras eternas charlas bajo un paraguas, mientras caminábamos de regreso a casa, sin percatarnos de que Celia se mojaba la mitad del cuerpo.
Recuerdo nuestro primer beso, el primero de mi existencia, detrás de la cortina del gimnasio, allá donde se izaba el pabellón patrio, cada lunes de lluvia, mientras los alumnos entonábamos en fila, y de pie, el himno nacional, incluido la estrofa que aludía a “nuestros hombres, valientes soldados”.  Estaba nervioso, me sudaban las manos; yo ya había leído un papel donde me decía que yo le gustaba, y ella ya había confirmado que el sentimiento era mutuo, a partir de otra misiva que yo había escrito con mi mala letra y faltas ortográficas.  
“¿Y qué vamos a hacer ahora?”, me dijo con un dejo de picardía mientras me conducía detrás de la cortina.
“No sé, nunca me había gustado alguien”, asumí avergonzado, bajando la cabeza.
“Por eso me gustas, porque eres muy tímido”, respondió risueña.
“O sea, que ¿nunca has pololeado?”, preguntó.
“No, nunca”, respondí ruborizado, comprendiendo que ella me llevaba ventaja en el amor.
“Mira, no es tan difícil, solo debes darme un beso y luego podemos pololear; siempre y cuando tú quieras”.
“Sí quiero”.
Y fue en ese momento que ella estiró sus labios, y yo, con torpeza puse los míos sobre los suyos, hasta que se confundieron en el beso más limpio, más lindo del que tenga memoria.
Ella fue causante de mis mayores alegrías de infancia, pero también me costó el distanciamiento de algunos amigos, y más tarde,  el reproche del Pera, el que me cobraba que ahora solo usaba mi  tiempo en atender a esta “niñita alemana” –como le llamaba despectivamente- postergándolo a él, al guatón cortés y otros integrante de mi tribu.
El amor duró lo que demoraron los árboles en perder sus hojas, y el invierno trajo consigo un frío entre nosotros, que se acentuó cuando me di cuenta que ella le hacía ojitos al guatón cortés, que de guatón ya no tenía nada.  De ahí, al engaño, un paso; y bastaron las vacaciones de invierno, para que yo viera, entre lágrimas, partir a mi primer amor, perdiendo de paso a uno de mis mejores amigos, que de un día a otro, pasó a convertirse en mi enemigo.
Con el corazón herido y a duras penas, logré terminar el año; pero no sin antes, vivir la explosión social de un pueblo que pedía a gritos democracia, y que ese 5 de octubre se volcó a las urnas, para derrotar a Pinochet.


El Pueblo, Unido…
Las penas que me heredó el amor se fueron raudas como el amor mismo, y ya a fines de agosto, ni rastros quedaban del dolor que había sentido.  Mamá había distanciado sus visitas, a cambio de ello, el abuelo parecía aprovechar esos vacíos para acortar aún más la distancia con la Tía María, quien se veía más a menudo por la casa y hasta tenía otro semblante, que le hacía verse más joven y alegre que en el pasado. Celia había postergado un poco su obsesión por Flo, y por vez primera, algunas compañeras de curso se paseaban por el patio de los muertos, a veces asustadas, debido a las historias que mi hermana les narraba, donde el límite entre lo real y lo ficticio era una delgada línea por sobre la cual parecía caminar a gusto.
“Te juro que la Llorona se pasea por el cementerio, buscando al hijo que perdió”, sentenciaba, causando el pánico en las pequeñas comensales.
El país entero vivía una fiebre política que dividía la población en dos bandos; los que estaban a favor de la continuidad del régimen, y otros que pedían el fin de la dictadura.  Algunos ocultaban su intención de voto, y sus ideologías solo eran comentadas a la hora de la “Once” y en voz baja, como en casa del abuelo, siempre temeroso a que alguien escuchara a través de la puerta y lo sentenciara al mismo destino incierto de miles de compatriotas, que se vieron privados del trabajo, de la familia e incluso de volver a poner un pie sobre la propia patria; otros,   salían a la calle, se tomaban las avenidas, y como si se tratase de un Carnaval, anunciaban con cánticos, gritos, pancartas,  serpentinas y “challas” el término de los días de luto.
“El Pueblo, Unido, Jamás será vencido”, se escuchaba como un panal de abejas a punto de estallar; los más valientes instalaban letreros con la palabra “NO” en las ventanas de sus casas, otros marchaban elevando carteles  con los rostros de sus familiares desaparecidos; los micreros y taxistas tocaban las bocinas, desde una que otra casa, asomaba la esperanza vestida de bandera tricolor, mientras algunos cerraban la cortina o miraban tras el ojo de la cerradura como pasaba la historia ante sus ojos.
Cada día que pasaba, el miedo iba despojándose de sus  cadenas, y ya no eran cientos, sino miles, o decenas de miles, lo que se atrevían en cada ciudad y cada pueblo, a salir a la calle, a frenar las aspiraciones del militar a seguir ocupando el trono por ocho años más.  Y fue así, como lentamente, observé desde la reja del cementerio, sumarse a la caravana a los pirquineros, los mineros y pescadores, luego a los estudiantes, los profesores, las dueñas de casa, y a muchos de los que formaban parte de mi historia, como don Luis, el quiosquero de la escuela; la señora Conchita, los compañeros de trabajo de papá, el tío Armando, y hasta la propia tía María, que caminaba altiva con un brillo especial en los ojos, como si hubiese recuperado la alegría de vivir.
La franja política no hizo más que aumentar la polarización en el país, y al anochecer, las calles quedaban vacías y las familias se sentaban frente al televisor, a ver dos opciones que se presentaban nítidas ante el país: una que mostraba a un país  anclado en temores y librando una guerra interminable contra “enemigos” invisibles; y otra, que contagiaba con humor, color y música la sensación de que un país más alegre estaba por nacer.
La Campaña del No me heredó imágenes surrealistas para mi pequeña Lota; a un personaje florido entonando un vals chispeante por los distintos escenarios de Chile;  a un político apuntando con el dedo acusador al dueño de la batuta; a decenas de actores y actrices, músicos y futbolistas, que salían de sus escenarios y canchas, para terminar con los atropellos; a noveles figuras internacionales sumándose al llamado del Arcoiris; a hombres comunes y corrientes, anexándose a las interminables manifestaciones con que el pueblo, estaba dispuesto a “vencer a la violencia con las armas de la paz”; pero también puso de manifiesto ante nuestros ojos de pueblerinos quizás, las atrocidades del régimen, a través de relatos sobre las exoneraciones, el exilio, la tortura, los fusilamientos y las desapariciones, muchas de las cuales circulaban como olas de rumor en los pasillos de la escuela, en las canchas, en los bares y cuya mayor cercanía para un niño como yo, fue la imagen de las madres y esposas de detenidos desaparecidos, encadenas a las rejas del cementerio, mientras un guanaco escupía agua sobre sus débiles carnes.
“¿Viste a la tía María en la marcha?”, pregunté al abuelo.   “También estaba el tío Armando”, agregué.
“Sí, si los vi”, dijo el abuelo, esbozando una sonrisa de orgullo.
“¿Y tu vas a votar que No?”, preguntó Celia el último día de la franja electoral.
“Efectivamente”, señaló el abuelo, con la vista perdida en el cementerio, mientras en las calles volvía a nacer el lema “El Pueblo, unido, jamás será vencido”.


El rumor

Mamá llegó temprano el día previo a la elección, pero a diferencia de otras ocasiones, se metió a la ducha, se vistió con un traje de dos piezas y tacones, me saludó con un beso frío, y salió de casa luego de susurrar unas palabras a mi abuelo en la cocina.
“Traté de viajar antes, pero los patrones no me dieron permiso”, le escuché decir al abuelo. 
“Y como usted sabe, puede ser peligroso andar comentando este tipo de cosas”, comentó con un tono de preocupación.
“Puede que sea un rumor, mija.  Usted sabe que como andan los ánimos de exacerbados con el plebiscito”, sentenció el tata, antes de que mi madre despachara un “Ojalá usted tenga razón”, cuando ya venía camino a la puerta.
¿Qué pasa?, pregunté al abuelo cuando mamá ya se asomaba a la calle.
“Nada hijo, nada”.
“¿Qué es ese rumor del que usted hablaba?”, insistí.
“No le he dicho yo que es malo andar escuchando detrás de las puertas”.
“Si no escuché detrás de la puerta, solo estaba aquí sentado y oí lo que decían”.
“No se preocupe usted, son cosas de adultos”, dijo acabando la plática.   
“Ocúpese usted de darle desayuno a su hermana, que yo tengo un sepelio esta mañana”, sentenció, antes de salir rumbo al campo santo.
Puse otra taza, con su plato y cuchara sobre la mesa; calenté unos panes en el tostador, y desperté a Celia, más con la intención de compartir con alguien mi desasosiego, que para dar cumplimiento a la orden emanada del abuelo.
“¿Dónde está mamá?”, escrutó mi hermana, al ver las maletas aún sin abrir a un lado del sillón de mimbre.
“Salió apenas llegó.  Iba a ver algo de un rumor”, contesté.
“¿Qué es un rumor?”.
“Un rumor es algo así como algo que se dice de boca en boca, pero de lo cual no se tiene certeza de que sea cierto, ¿entiendes?”.
Celia aprobó con un movimiento vertical de su cabeza.
“¿Y a qué hora va a llegar?”.
“No sé, Celia, a penas me saludó”.
“¿Estás preocupado?”, examinó mientras untaba el pan con mantequilla.
“Un poco. Me  pareció que era algo grave”, dije sin dejar de pensar en qué podría haberle llegado como un rumor a tan larga distancia, sin que a nosotros mismos no nos haya llegado a los oídos.
Terminamos de desayunar en silencio, nos vestimos sin ducharnos, pues era un hábito ducharse cada tres días en tiempos de escuela,  a excepción del verano, donde el propio aroma avisaba el momento oportuno; y creímos apurar las horas,  saliendo cada cierto tiempo al portal de la casa, prendiendo la televisión, estirando las camas, o más bien la de Celia, pues la mía no alcanzaba, debido a la altura.
Mamá llegó con los ojos enrojecidos, como si escondiera un llanto pasado o uno que estaba por venir;  saludó a Celia, preguntó por el abuelo, llevó la maleta a la habitación, y sentó en la cama recién extendida, recitando suspiros entrecortados, mientras su mirada se perdía por sobre la ventana del cuarto.
Al ver al abuelo caminar hacia la casa, mamá salió de la habitación y se apuró a encontrarlo. Hice atisbos de seguirla, pero me ordenó cortante que me quedara adentro con mi hermana, mientras ella cerraba la puerta por fuera, distanciándose a propósito del acceso de la casa.
“¿Qué quería que no oyéramos? ¿Qué sería tan grave como para ocultarnos información?”.
Pegamos con Celia nuestras orejas a un vaso adherido a la puerta, pero el ruido de los deudos que abandonaban el cementerio, los motores encendiéndose de algunos automóviles apostados en el estacionamiento y la propia naturaleza con sus ecos habituales, no nos dejaron oír una sola palabra.
Mamá echó a llorar sobre los hombros del abuelo; espero a que las lágrimas se secaran, entró sola a casa, y esta vez  fue él, quien salió del cementerio, extendiendo el enigma que nos heredaba esa víspera de domingo.
¿Pasa algo malo mamá?, me atreví a sonsacar, mientras ella tomaba un sorbo de agua.
“Nada Nino, no es nada”, respondió contradictoriamente afligida.
“¿Dónde fue el abuelo?”.
“Anda averiguando algo”, dijo austera, al tiempo que por la puerta, se asomaba la tía María, cierto de que solo algo malo podría estar pasando.
¿Es verdad lo que están diciendo en los Pabellones?, preguntó la tía, haciendo vox pópuli, algo que mi madre se obcecaba con mantener en reserva.
“Nino, lleva a tu hermana a comprar un helado”, ordenó mamá, mientras sacaba un billete de quinientos del monedero.  “No tengo más sencillo, pero me trae el vuelto”, insistió presurosa de librarse de nuestros fisgoneos.   
“Pero mamá”, rezongué,  tratando de eludir su mandato. 
“Haga lo que le estoy pidiendo, después le cuento”, me hizo un mueca de complicidad como para que dedujera que no podía contarme en presencia de mi hermana menor.
A través de la ventana se podía ver a mi madre y mi tía conversando, pero el reflejo del sol sobre el vidrio me hizo imposible leer siquiera una palabra.  Cruzamos la calle a toda prisa, compramos un Nifti y un Cremino, y entramos raudos a casa, movidos por la curiosidad, o más bien la mía, pues Celia ya había olvidado lo del rumor, mientras chupeteaba su helado de manjar.
Ahora era la tía María quien tenía los ojos rojos y el habla muda; hasta que llegó el abuelo, y en claves, prosiguieron la conversación velada,  para no volver a salir del cuarto.
¿Qué le dijeron papá?, preguntó mamá.
“Que eran presunciones, que están tratando de averiguar más, pero usted sabe que es difícil con tanto milico dando vueltas por ahí”.
“Pero, ¿era o no una bomba lo que encontraron en la mina?”, dijo tía María, sin filtros ante nuestra presencia.
“Explosivos, más bien,  según nos contaron algunos compañeros”.
“Ellos dirán que fueron los extremistas, y así, como tantas otras veces, escondieron la verdad”, dijo la tía, con evidente rabia.
“No tengo dudas que esos infelices los mataron”, disparó otra vez.
“¿A quién mataron?, pregunté tratando de despejar dudas y no sacar conclusiones apresuradas.
“Mejor seguimos hablando después”, dijo mamá, frenando la conversación, que se dirigía en mi cabeza, justo a las causas reales de la muerte de mi padre.


5 de Octubre

El día del plebiscito la ciudad despertó al alba; el nerviosismo se había asentado en las almohadas y camas, exiliando  al sueño a un escondrijo del olvido, así como también al rumor del que se filtró bajo la puerta el día anterior; mal que mal, no era poco lo que se jugaba aquel día,  una libertad doble opuesta, pues para algunos el triunfo del No libraba de las cadenas de la dicturadura, mientras para otros, el triunfo del Sí libraba de la posibilidad de volver al camino del marxismo.   
Mamá y el abuelo se levantaron junto a la aurora, prendieron la televisión, los noticieros trasmitían con matices el preludio de la jornada: los vocales de mesa cayendo como gotera sobre los locales de votación, uno que otro cartel –desobediente de la ley electoral- balanceándose en los cables de la luz, las principales figuras de gobierno y oposición llegando hasta sus comandos, una hilera de madrugadores votantes caminando dispersos hacia distintos establecimientos educacionales habilitados para el sufragio, en fin, un aguacero de imágenes, que no hacían más que acelerar las pulsaciones de aquellos que veían en esta jornada, la posibilidad de torcerle la mano al destino.
La tetera rechinó sobre la cuna de fuego; para los adultos, el té supo a ansiedad y el pan a incertidumbre; mientras los niños, recién nos desprendíamos de las lagañas que duermen en los flancos de los ojos.
Celia continuaba dormida; y yo caminaba descalzo hasta llegar a la alfombra,  donde mamá me pidió hacerme cargo de la casa por unas horas, mientras ella y su padre, acudían a cumplir su deber cívico, con el temor a cuestas, de que se repitiera el fraude del plebiscito del 80, donde con el Tricel abortado,  con los colegios escrutadores en manos de los militares, la prensa ciega y sordomuda –convertida en el relacionador público del poder-   las fronteras cerradas a los observadores internacionales, el cohecho filtrándose por la rendija de las casas proletarias, y el miedo al soplonaje, que podía conducir a la muerte o en el mejor de los casos al destierro, no había posibilidad alguna de dar vuelta la página de la historia.
Caminé hasta traspasar la reja del cementerio, las calles de mi Lota zigzagueante  se atestaban a temprana hora de peatones impacientes, y se podía respirar en el aire el aroma de la transformación. 
Mamá me contó que un silencio lúgubre se coló en las filas de espera de cada mesa de votación; y por primera vez, en casi dos décadas, zurdos dirigentes, becarios revolucionarios, pasivos jefes de hogar incluso, perdieron el miedo a mirar a la cara a sus adversarios y compartieron mesa con vocales, que antes actuaron como denunciantes, chivatos, verdugos del señorío.
Dentro de la urna, la desconfianza al espionaje  hacía tiritar la muñeca, pero no alcanzó a desviar  el camino del índice y el pulgar por trazar una línea bien marcada sobre la opción No; y fuera de ella, un guiño silente, un palmoteo en la espalda, una sonrisa tibia, hacía que resistiera la fe en los comensales, de que con un lápiz grafito, estaban escribiendo el epitafio de la dictadura.
La hora de los cómputos, sorprendió a mi pueblo y al país entero con las calles vacías, las veredas llanas, las puertas cerradas y los televisores encendidos; la expectación hervía al interior de las moradas, y no había mujer, hombre, viejo, niño, que no estuviese pendiente de los flashes, zoom, primeros planos y planos americanos que ofrecían las estaciones televisivas.    
Las primeras mesas cerraban con un rotundo triunfo del No, y el paso de las horas, no hizo más que incrementar el abismo que separaba las opciones; pero algo no cuajaba en el ambiente, pasó el atardecer, el crepúsculo, se instaló la noche, y ni una palabra de la Junta Militar hacía preveer que se cumpliría el compromiso de respetar el resultado de los comicios; la prensa internacional clamaba por una cuña,  algunos civiles de derecha, con las cámaras encendidas,  empezaban a asumir la derrota, así también un oficial de las fuerzas armadas, que rápidamente ingresaba a Palacio; pero la Moneda, la misma que se consumió en llamas con el Presidente Allende defendiendo la democracia con una metralleta desde el balcón, seguía muda, estática,  impenetrable.
Los primeros resultados  –basados en unas pocas mesas del barrio alto escrutadas- no hicieron más que incrementar la conmoción y la sensación de que las autoridades se resistían a sacarle a Chile el traje verde olivo; pero en los cántaros de la medianoche, después de que la alianza democrática transparentara sus propios cómputos, después de que los veedores internacionales revalidaran la victoria de la Concertación y que se prendieran las primeras barricadas en las fronteras de las poblaciones, el cronista de Estado se plantó incómodo en el podium, y con la barbilla temblando y la voz entrecortada, deletreó región por región, el epigrama del absolutismo; hasta que el recuento final, hizo detonar millares de vítores contenidos,  los que luego se hicieron estallido público, en los portales de las casas, al interior de los antejardines, hasta bullir a las veredas, las calles y las plazas.    El crujido  ensordecedor de las bocinas  se confundió con los vítores peatonales, y allí, al pie del Chiflón del Diablo, por sobre la covacha de carbón y debajo de un cielo de banderas estrelladas, explotaron los abrazos de los pirquineros y mineros; en los hornos y bateas comunitarias se agruparon las mujeres, decenas,  y después cientos de ellas, dejando que la emoción se escapara por los vértices de los ojos.
Nuestro vecindario lúgubre,  era el único donde ni un vecino hacía flamear el júbilo, aunque de poder hacerlo, no tengo duda alguna, de que muchos se habrían levantado de sus tumbas, para reclamar un trozo de la historia.
Tía María llegó a casa pasada la medianoche; más tarde lo hizo el tío Armando, y tras arroparse una y otra vez en abrazos,  luego de unas copas de vino que los embriagaban de emoción,   recordaron el rumor que había nacido el día previo en las casas colgantes de Louta.   Esta vez, comprendí a la perfección, de que estaba en juego la verdad sobre la muerte de mi padre.
La noche consumió lentamente las brazas de los festejos, y en la antesala de la madrugada, camino al baño, sorprendí a mamá y su sombra hipando sobre el sillón de mimbre.
Sin que me viera volví a la litera, apoyé la cara en la almohada, hasta la habitación llegaba el eco de su sollozo intermitente, y me dormí inquieto, sin descubrir si las raíces de ese llanto, estaban enclavadas en la emoción de ese triunfo que devolvía al país a la democracia, en la incertidumbre generada a partir de un rumor que asociaba la muerte de mi padre a la intervención del aparataje represor del gobierno, o a un presentimiento sobre la suerte que Pedro corría como militar, tras el retorno de la democracia.


Sombras en el cementerio 

El rumor sobre la muerte de papá empezó a crecer a tal punto, que hasta el Pera, me preguntó si era verdad que los militares eran los responsables de haber plantado explosivos en la Mina.  Las razones, apuntaban a que dentro de los pirquineros muertos, figuraban dos destacadas figuras del extinto partido comunista, declarado ilegal por el régimen militar, y un Frentista; que por no haber sido detectados y desaparecidos con posterioridad al Golpe, seguían constituyendo piedras en los zapatos, o más bien en las botas, de los que regían los destinos de la patria marcial.
Dirigentes clandestinos, testigos del hecho y abogados de la Vicaría de la Solidaridad decían tener irrefutables elementos probatorios de los hechos acontecidos, pero la fragilidad política de la época, la cercenada institucionalidad y la justicia dependiente del poder ejecutivo, hacían de la justicia una quimera, hecho que se mantuvo inalterable incluso durante los primeros años de la democracia coja y tutelada con la que tuvo que lidiar el Presidente Patricio Aylwin.
Con el correr de las semanas y meses, mamá tuvo que conformarse a la distancia con esta verdad silenciada, y con el despertar de los noventa, de regreso en Lota, se vio forzada a marchar con la fotografía en blanco y negro de mi padre, como esas señoras desconocidas para mí, que un día protestaron encadenadas al portal del cementerio.
Un hecho aconteció en el Campo Santo, los días posteriores al plebiscito, que está marcado a fuego en mi memoria.   Unos hombres vestidos con terno y gafas negras, bajándose de dos vehículos sin patente,  llegaron una noche hasta los límites del cementerio, el abuelo caminó con su linterna encendida hasta la reja;  entraron al recinto, uno de los hombres de quedó custodiando la entrada,  el otro se apostó en las afueras de nuestra vivienda; vigilando que se cumpliera la orden de que nos recluyéramos en la habitación del abuelo con las luces apagadas;  el resto, unos seis u ocho hombres más, se internaron en los dominios de la muerte; a lo lejos, creímos oír ruido de picotas y palas; y pasadas las horas, vimos a los hombres arrastrar algunos sacos, hasta los maleteros de los vehículos.
La mañana nos sorprendió en vela a mi y el abuelo, a Celia la había vencido el sueño y el temor; nos internamos en el patio, vimos la tierra suelta en la parte posterior del cementerio, allá donde se acaban los nichos y las tumbas.    “¿Qué pasa abuelo?”, “¿A qué vinieron esos hombres anoche?”.
“A remover cuerpos, hijo”, me respondió, sumergiéndose en un silencio que erizaba la piel.


El autoexilio de Pedro

El trabajo, mantuvo a mamá apartada de nuestra casa del cementerio por unos meses, y recién con el arribo de una nueva navidad,  volvimos a arroparnos entre sus brazos; pero esta vez, sus ojos encerraban una pena que no tardaría en alborotarse.
En plena noche buena, después de que Celia y yo, abriéramos nuestros regalos; ella,  unos trajes para vestir a Flo y a la anoréxica Barbie; y yo, un personal estéreo del porte de un ladrillo, que colgué de inmediato del cinto del pantalón; mamá se quebró en los hombros de su padre.  
Contuvo las lágrimas  hasta que Celia se durmió, y luego, ignorándome mientras yo fingía que tenía el personal estéreo encendido, mientras jugaba con un cubo Rubrik sobre la mesa de centro, la escuché relatar la pena que inundaba los pasillos de su alma.
El teléfono de la casa de sus patrones había repiqueteado los días póstumos al plebiscito, ella se había aprestado a contestar, creyendo que era la dueña de casa, encargándole las compras del fin de semana; la voz de Pedro se sintió frugal y lacónica a través de la línea, la noticia que tenía que comunicar no era para una voz más encendida ni daba para una charla más larga; el triunfo de la democracia, la misma que permitiría a mamá aproximarse con paciencia a las razones de la muerte de mi padre; le quitaba también a su segundo hombre.
“He hecho algunas cosas de las que no me siento orgulloso”, “Sólo cumplía órdenes”, “Estábamos en medio de una guerra civil”, “Eran ellos o la vuelta de los upelientos”, dio a mamá luces respecto a que había dormido todo este tiempo con el enemigo; y ahora ese mismo hombre que le había curado las heridas, dejada por la partida anticipada de mi padre, el que había llenado sus espacios de soledad en ese Santiago que crecía explosivo y bestial, el que la navidad recién pasada había compartido nuestra mesa en casa del abuelo, aparecía como un extraño, despidiéndose como un cobarde de la patria,  por muertes que él creía merecidas y que mamá sabía inocentes, arrancando de una justicia que caminaría con bastones durante los noventa. 
Y ahora tenía rabia, por no haberse percatado de aquello que el abuelo y yo quizá presentimos en nuestro rechazo inicial a Pedro; pena, por haberse enamorado de un hombre que ahora enjuiciaba como equivocado; decepción, por ser nuevamente desterrada del amor.
“Quiero volver a Lota, papá”, le escuché decir, antes de que me ordenaran partir a la cama.
Epílogo

Lota recibió nuevamente a mamá un año después de que ella susurrara su deseo al oído del abuelo; y los ahorros de los años en Santiago nos permitieron montar un pequeño negocio en los pabellones que volvimos a habitar. 
Tía María terminó su reencuentro con mi abuelo el día de su muerte, en 1996, cuando él le pidió perdón en las costillas de la cama.
Tío Armando salió de Lota con destino a la ciudad de la que mamá arrancó con la decepción bajo el brazo, para vivir su condición, sin los cuestionamientos nacidos como pulgas en el colchón del pueblo, y solo años después, lo vimos sonreír, cuando nos presentó a un tío, que imaginé era su pareja.
Pedro fue repatriado desde Argentina en 1999, y hoy cumple condena de 20 años por crímenes de lesa humanidad.
Recién con el despertar de un nuevo siglo,  se develó que mi padre había muerto en un atentado perpetrado por la DINA, y mientras algunos autores pagan con su libertad el precio de la sangre, otros,  aún vagan por calles y avenidas desconocidas de nuestro paisaje nacional.
La dulce patria de mis muertos continúa recibiendo nuestras visitas, cuando con Celia,  descansamos a la orilla de la tumba de mi abuelo, platicando con él, sobre esos días en que nuestra infancia fue acompañada por la Llorona, el funeral judío, el entierro gitano, la remoción de cuerpos por parte de agentes de la CIA y otros fantasmas que habitan en la memoria.