Bajo Las Sábanas
Yo y
Celia llegamos a vivir a la casa del abuelo una tarde de lluvia y granizo, de
sol tácito, de nubarrones aceitunados que formaban imágenes en el cielo de
desteñida acuarela. Las agujas del
parabrisas empañado del taxi nos despedía en su vaivén; un paraguas enlutado
arropó nuestros cuerpos castos del aguacero, siguiendo nuestra travesía hasta
franquear la reja del cementerio, saltar los jardines laterales de violetas empapadas,
corretear la escultura de una mujer que llora su pereza, y el camino de piedrecillas y grava, que
conduce hasta la cabaña, donde el “Tata” descansa de los cuidados diarios que
le brinda al campo santo, sin dejar de custodiarlo de los peligros que corre paradójicamente
la muerte durante la noche.
La
leña se quemaba en la estufa, expidiendo sus vapores por la chimenea; migajas
de lluvia escurrían por los vértices del impermeable de Mamá hasta precipitarse
al limpia pies, mientras las maletas de ropa esperaban junto al sillón de
mimbre a que terminara la conversación filial, y con ello, la determinación de
que esta sería nuestra nueva morada.
No
se si eran lágrimas las que cayeron por las mejillas de nuestra madre, o si
eran gotas obstinadas que persistían en su rostro después de la lluvia; pero sí
se que luego de ese recuerdo, no volvería a orarnos cada noche al pie de la
cama, ni apagaría las luces que espantaban los espíritus una vez que nos
quedábamos dormidos, ni nos esperaría al alba con la tetera recitando vapores y
la mantequilla derritiéndose en el pan tibio y mulato. Desde allí, las visitas se harían más esporádicas,
los días se harían más largos esperando su retorno, pero los llamados
conservarían la tibieza de ese cariño bueno que la distancia no vence, y que
permanecía altiva en una encomienda, en una carta o cuando íbamos junto al
abuelo a retirar el depósito mensual que permitía saciar nuestras carencias y
apetitos.
Se
retiró con un abrazo partido, y un beso roto quedó flotando en el aire
humedecido; el abuelo tomó las maletas y las llevó a nuestro cuarto, mientras
nosotros la vimos subir al auto y perderse entre la niebla, con nuestras
manitos marcando sus huellas digitales en la ventana. Celia permaneció en
silencio junto al fogón; al costado de la imagen del niño en sepia al que le
cae una lágrima por la mejilla y al que
le cuelgan candados de hechicería; continuó muda mientras el abuelo decoraba la mesa con
quesillo, pan fresco y huevos revueltos; permaneció sin habla mientras la nata
de la leche tejía una telaraña en sus labios delgados, y siguió afónica por un
racimo de días, hasta que se me acercó a preguntar si mamá nos había dejado de querer. “Al contrario Celia, Mamá nos ama tanto, que
tuvo que irse lejos para que nada nos falte”, le indiqué.
El
abuelo había puesto un camarote en la pieza, yo había elegido la cama de
arriba, y una vez que el abuelo supervisó que ambos nos laváramos los dientes,
nos abrigó con los pijamas, nos puso unos guateros en los pies y nos dio la
bendición, dibujando una cruz en nuestras frentes.
Me
quedé un rato mirando el techo, que nunca lo había visto tan cerca desde mi
cama en la casa donde vivimos con mis padres; allá en los pabellones; y olvidando
que ahora habitaba un cementerio, conté ovejas, de generosa lana blanca, hasta
que el sueño me llevó por un túnel arcoiris, arrojándome a un mundo de objetos
animados, donde los árboles dirigían con sus ramas orquestas de flores que
fabricaban una sinfonía deliciosa. El
tulipán tocaba el bajo, la rosa el violonchelo, el clavel el trombón, la
margarita la guitarra, el lirio el piano de cola, la azucena el triángulo, el
cardenal el saxofón, y así cada flor un instrumento hasta completar un jardín
inmenso que se hacía melodía a mis pies, tal como en la película Fantasía, que
hace poco tiempo mamá nos había llevado a ver al cine Romano de Concepción.
Recuerdo
ese sueño hasta el día de hoy, al igual que los ojos de Celia que me recibieron
abiertos a medianoche, fijos en la nada, buscando quizá a mamá, que a esa hora
debía ir llegando a Santiago, donde a cambio de un sueldo, arroparía el sueño
de niños que no eran sus hijos.
“Trata
de dormir Celia, todo estará bien”, susurré entre los claroscuros que conforman
la noche y la luz de la luna, con la mitad del cuerpo asomándose bajo el
colchón.
La
lluvia empezó a menguar, pero el viento no daba tregua al rostro de la
vivienda, y golpeaba con tanta fuerza, que ahuyentaba el sueño. La proyección de la sombra de un arbusto,
una cruz, una escultura sobre la ventana, me hicieron recordar donde estaba, y decidí que era más seguro esperar el alba
bajo las sábanas.
Un impermeable y una pala
La
lluvia no se había retirado, apenas había tomado una pausa, un descanso, para
volver a caer con fuerza estridente apenas nacida la alborada. Un sutil aroma a laurel, que emergía desde un
tarro sentado sobre la estufa, nos daba los buenos días, mientras el calorcito
acumulado en el ambiente se filtraba hasta las habitaciones, el baño y la
cocina.
La
mesa estaba vestida con los ropajes de lo perecible; el trozo de quesillo que
quedó del día anterior, margarina, mermelada y el pan, ahora tostado, esperaban
nuestros gustos y apetencias. “A
desayunar niños, ya se hace tarde”, pregonaba el abuelo, mientras corría las
sillas que recibirían nuestros pesos.
Celia
se refregaba los ojos, bostezando y estirándose en su pijama rosa, mientras
arrastraba las pantuflas felinas que le había obsequiado mamá, hasta llegar a la mesa; mientras yo la
esperaba sentado, recién duchado y
peinado a la gomina, contribuyendo a hacer más liviano el rol de padre postizo
que mi abuelo había asumido anoche, de golpe y porrazo, en la puerta de su
casa. De improviso, porque pese a que los adultos tiendan a
invisibilizar a los niños ante sus discusiones, yo recuerdo claramente la
discusión que tuvieron por teléfono solo unas horas antes de llegar hasta aquí,
cuando mamá le decía que la entendiera, que no tenía otra salida, que en la
nueva casa no la dejaban trabajar con hijos, mientras el abuelo, se
excusaba, aduciendo que estaba viejo para estas lides y que sin
la abuela, la crianza se le haría cuesta arriba.
Ante
la abulia de mi hermana, me dispuse raudo a retirar la mesa, disponiendo los
insumos en la despensa y el refrigerador, las migas las barrí con las manos
hasta un pañito cuadriculado, que luego sacudí al fondo del basurero; y las
tazas Futura las dejé en el lavabo, a la espera que el agua desempolvara la
huella del té de sus cuerpos de caoba transparente.
“Necesito
que se queden aquí tranquilitos. No
prendan el gas ni se acerquen al fuego.
Yo debo ir un momento a trabajar y regreso”, dijo el Tata antes de
salir, internándose en el aguacero, con
su impermeable acoplado a su cuerpo y una pala montada en su hombro.
Celia
mantenía su indiferencia, su inapetencia de palabras, mientras yo lo seguía con
la vista posada en sus botas de agua, de esas que se vendían en negro, azul y
amarillo en las ferreterías, hasta ubicarse a la proa de un cortejo, tirando un
primer carro lleno de flores, que antecede a un féretro y a una hilera de
paraguas brunos, bajo los cuales transita el desconsuelo.
Sondeé
en la breve memoria de mis nueve años, buscando antecedentes respecto al oficio
de mi abuelo. ¿Qué era un cuidador de cementerio? ¿Cuáles eran sus tareas y
funciones? ¿Por qué debía levantarse en la noche a caminar por el campo santo?
¿Por qué cargaba una pala y caminaba al frente del sepulcro? ¿Qué motiva a alguien a elegir una profesión
donde se convive con la muerte? No
tropecé con respuestas, sólo con los oficios que eran comunes a mi querida
Lota; cambié la dirección de mi vista, observé a mi hermana –aun en pijamas-
concentrada en el tránsito de una hormiga deambulando perdida y solitaria en el piso de parqué, y me
conformé, pensando que ya habría tiempo para despejar las interrogantes que me
habían asaltado de cara a la que más tarde concebiría como la dulce patria de
mis muertos.
Caminé
hasta la habitación, saqué del bolso un juego de dominó tallado sobre madera, y lo dispuse sobre la mesa.
“¿Quieres jugar?”, dije, mirando a mi hermana menor; y manteniendo su hermético
silencio, ella se acercó tirando un
chancho seis sobre el mantel bordado. Jugamos durante un par de horas, esperando
que la lluvia se durmiera, hasta que el
Tata volvió a aparecer por la puerta, instalándose frente al horno Mademsa,
cocinando un rico pollo arvejado que comimos con las manos, hasta que el hueso
quedó engrasado entre nuestros dedos.
La
tarde nos sorprendió a los tres juntos frente al televisor Bolocco, riendo con una película en blanco y negro,
donde un hombrecito de bigote gracioso, sombrero de obrero y pantalones
flojos, llamado Cantinflas, se hacía
pasar por sacerdote mientras luchaba por controlar sus hormonas ante el
movimiento zigzagueante de mujeres generosas en elipses y caderas.
El
chaparrón depreció durante la noche, una vez que nuestro “papá mayor” nos había
dado la bendición y había aprendido que la luz debía quedar encendida hasta
dormirnos, para espantar a los fantasmas y ánimas, tal como lo hacía mamá.
Del polvo nacimos, y al polvo
volvemos
El
sol penetraba por las lumbreras y claraboyas entibiando el ambiente, los
vapores emergían de la tierra en conversión,
una abeja bebía del néctar de una flor en celo, mientras las gotas de agua holgadas en el
follaje de los árboles se disolvían con el paso de las horas.
Ayer
me había dormido pensando en el trabajo del abuelo, y apenas me vestí para
tomar el desayuno, salté sobre él con una solicitud que le resultó inesperada.
“¿Puedo
acompañarte hoy a tu trabajo Tata?”.
“¿A
mi trabajo? ¿Para qué?”, respondió tartamudeando.
“Para
saber lo que haces, ver si te puedo ayudar, si me gusta”.
“No
es una buena idea Nino”.
“¿Por
qué no?”.
“Por qué no es adecuado para niños”.
“¿Es
por la muerte, verdad?”.
“Digamos
que sí”.
“Pero
yo no le tengo miedo a la muerte abuelo.
Mal que mal, ella me quitó a papá como a ti a la abuela, ¿no crees?”.
Me
miró profundamente pensando su réplica, indagando más allá de mi retina y la
cornea de mis ojos, o quizá simplemente estaba pensando en mi respuesta, y en
la abuela María, que lo dejó hace un par
de años, a causa de un resfrío mal cuidado que terminó en pulmonía.
“¿Y
Celia?”, preguntó, mientras mi hermana jugaba a peinarse frente al espejo del
baño.
“Yo
la cuido. No le soltaré la mano”,
respondí con convicción.
“Está
bien, pero deben mantenerse en silencio y siempre unos metros atrás. Nada de preguntas hasta volver a casa”.
Salimos
rumbo a la muerte copiando las huellas del abuelo, respetando hieráticamente
los metros solícitos e imprecisos; nos mantuvimos ocultos cuando tomó la
carroza de flores, avanzamos por los flancos del ataúd, confundiéndonos con los
familiares que lloraban la despedida, más de una mano revolvió nuestro cabello
–el mío y el de Celia- aliviando un dolor artificioso, mientras nuestros ojos contaban los pasos de
las decenas de zapatos negros, altos y bajos, de cuero y charol, que avanzaban
hasta la última morada del único que marchaba sobre ruedas.
Celia
me apretó la mano, y yo seguí su vista que hacía un barrido sobre las tumbas,
nichos y mausoleos que formaban la arboleda por la que transitábamos; unos
desvergonzados ángeles de desnudo yeso parecieron saludarnos en mitad del
trayecto, bajamos la mirada, y volvimos a contar botas, escarpines y botines,
mientras una mano en el hombro o una palabra al oído insistía en reconfortarnos.
El
abuelo se detuvo en una fosa vacía; el tumulto formó una luna menguante en los
cántaros del sepulcro; un clérigo replicó las escrituras, las flores cayeron al
vacío, y luego, el Tata, -sordo ante el llanto contagioso de los vivos- empezó
a cubrir con tierra el ataúd que yacía en el fondo de la cuenca. “Del polvo nacimos, y al polvo volvemos”,
finalizó el párroco antes de que la multitud se diseminara con dirección al
patio de los vivos.
El
abuelo continuó unos minutos más acomodando la tierra; Celia seguía fiel a su
mutismo mirando la efigie de una mujer de cal que lloraba desconsolada unos
metros al poniente.
“¿Quién
es ella abuelo?”, pregunté intentando interpretar la insistente mirada de mi
hermana menor.
“La Llorona”, respondió
mientras volvía la pala a su hombro y retornábamos a casa.
Me
quedé con ese apelativo dibujando vocales en mis labios, para no olvidarlo,
cierto de que encontraría la ocasión para descubrir más sobre esa mujer que se
parecía a mi madre y a quien imaginaba llorando –como yo lloraría las noches
venideras- por no estar a su lado.
Flo
Habían
transcurrido ya cinco días desde que Celia decidió amordazarse, quizá como
protesta por la ausencia de mamá. Era lunes, y esa mañana el cementerio no tenía sepelios que celebrar,
por lo que el abuelo nos sacó de la cama temprano y nos dijo que nos
vistiéramos pronto porque iríamos de paseo. No comprendí ese repentino impulso
del abuelo, pero me bastaría un par de horas para entender que ese itinerario
tenía el objetivo de suplir psicólogos o fonoaudiólogos y volverle el habla a
la más pequeña de este clan fracturado.
Me
aposté un pantalón de cotelé beige que mamá me calzaba cuando íbamos de visita
donde los abuelos paternos, la camisa blanca del colegio y un sweater café tejido a mano, regalo de la
abuela María, sin pensar que ese objeto invocaría recuerdos que harían que mi
Tata desviara la mirada para disimular la pena.
Mi hermana se vistió con pantys blancas, un vestido lila y una chaqueta con
chiporro, y yo até sus zapatillas nortstar,
ya que aún era muy chica para abrocharse sola.
Salimos
antes de las diez de la mañana, la temperatura había trepado por lo menos siete
u ocho grados respecto a las jornadas anteriores, hasta crear un día con
ambición de primavera; abordamos la micro, un animal viejo y destartalado, de
lomo albino y oxido cobrizo, patas
gastadas y un número uno etiquetado en su frente; a unos asientos
nuestros, algunos hombres fumaban con la vista perdida más allá de las ventanas
entreabiertas; dejamos atrás los Pabellones, con sus cuerpos vestidos de madera y sombrero de zinc; nos bajamos en la
esquina de la plaza, cruzamos en diagonal hasta encontrarnos de frente con el
consumo, vitrinas de objetos inalcanzables que parecían hacerle un desaire a la
pobreza; desayunamos en el mercado, una marraqueta de pan francés y una paila
de huevo con tocino; y saldamos el circuito en una tienda de ropa americana,
donde se produjo el encuentro que resucitó la voz de la pequeña Celia. El tiempo pareció
transcurrir más lento, ella caminó entre los percheros de ropa hasta ubicarse
frente a una caja de peluches, escarbó con sus dedos meñiques en ese mar de
felpa y algodón, como sabiendo que allí, en el fondo, pernoctaba la compañera
que esperaba en sigilo. Una muñeca con
cabello de lana, vestido de lunares y patas largas se asomó entre sus manos;
Celia sonrió como no lo veíamos hacer desde antes de la partida de mamá, pronunció un calificativo y se la llevó al
pecho, abrazándola como si no existiese nada más en el mundo.
“¿Puedo
quedármela?”, preguntó, al tiempo que tiraba del pantalón de nuestro papá
mayor, y volvió a sonreír cuando éste asintió, masticando una sonrisa.
“¿Cómo
se llamará?”, preguntó el abuelo.
“Florinda”,
respondió mi hermana, antes de que saliéramos del bazar.
“Necesitaremos
una torta”, replicó mientras caminábamos rumbo a abordar el bus.
“¿Por
qué una torta?”, preguntamos al unísono.
“Para
el bautizo”, señaló con una seguridad contagiosa.
“Ah,
el bautizo, tienes razón”, le siguió la corriente el abuelo.
Compramos
una torta de bizcocho y piña; ya en casa, el abuelo prendió una vela que ubicó
en la mesa de centro, encendió la radio
y sintonizó una emisora de cánticos cristianos, envolvió a la muñeca en un
mantel blanco, y salpicando de agua el rostro de Flo, la bautizó en nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
“¿Cómo
supiste que Celia hablaría?”, le pregunté días más tarde.
“Nunca
lo supe. Solo lo deseé”, me respondió con honestidad en sus ojos.
Ritual Gitano
Recuerdo
esa mañana como si no fuese parte del pasado; viva, enérgica, tiñendo mi
memoria con sus texturas, gamas, consonancias y emociones. Un murmullo me despertó al colarse por la
ventana de nuestro cuarto; levanté la cabeza, miré hacia fuera y observé un
gentío multicolor, recitando en lengua.
Bajé del camarote, sin cantinela, me calcé un pantalón de buzo,
zapatillas y un polerón, y en puntillas recorrí el breve trayecto que nos
separaba de la sala, evitando que Celia
despertara. La curiosidad me llevó
primero, a observar oculto entre la cortina, pero rápidamente mis manos
adquirieron voluntad propia, abrieron la puerta, y finalmente mis pies,
desobedecieron a la mesura, y se lanzaron a caminar inconcientemente a unos
metros de la muchedumbre incógnita.
Era
una familia numerosa y de características peculiares. Los más cercanos al difunto olían desaseados,
luego me enteraría que ninguno había usado jabón durante los tres días que duró el velatorio. Las mujeres eran bonitas, pero iban
deslavadas, con los cabellos sueltos y enmarañados; los varones, en tanto, llevaban una cinta negra amarrada al brazo, y
descuidadas barbas adornaban sus rostros melancólicos. Hablaban gritando, expresando su dolor con
aspavientos sobreactuados, y sobre los brazos cargaban café, cigarrillos, vino,
frutas y velas, y otros enseres que habían acompañado el ataúd en el velorio,
bajo una carpa durante tres días. Se
trataba de gitanos, y lo único que sabía de ellos se remontaba al prejuicio
rumiante de una esquina, pues las clases de historia –en una señal de
exclusión- no apartaban una mísera línea para describir su origen y
tradiciones; tal como lo hacía con otras minorías que ante los ojos de los
peritos parecían confundirse en el olvido.
Los
seguí en su “limoria”, manteniendo una distancia prudente que no alterara su
ceremonia; escuché un cántico de promesas al lado del occiso, que de no ser
cumplidas exponían al orador a quedar “prókleto” y marginado de su comunidad;
también puse oídos a las alabanzas, como si rescataran solo lo positivo del que
ahora transita hacia el paraíso, mientras los gaché, es decir nosotros, podemos
ser redimidos condicionado al trato que tuvimos con esta raza en vida; una idea
similar al concepto judío de “justo entre los gentiles”.
Mi
abuelo me sorprendió posando su mano en mi hombro, mis ojitos de abrieron, excusándose
por la falta; y nos dispusimos a caminar a casa, mientras el abuelo me narraba
otras creencias de esta “tribu”, como el hecho de que los antepasados pueden
intervenir en la vida de los descendientes, o que al cumplirse siete días, seis
meses y un año después de la muerte, los comensales se dispondrán a celebrar
banquetes fúnebres, con la comida que le gustaba al difunto, dejando un espacio
en la mesa reservado para él.
Solo
al crecer aprendí que la muerte de un gitano comporta impureza ritual para toda
su familia, que la comida que había en casa del fallecido debía ser desechada;
los espejos, cubiertos; el campamento donde se produjo el deceso, abandonado y
de ser una casa, vendida a los gaché; o que el muerto es impuro mientras
transita al reino de las almas.
Entramos
a casa y Celia esperaba sentada a la mesa, compartiendo su desayuno con Flo,
mientras yo bebía mi leche Purita pensando en el ritual gitano.
“Cuando
muera, quiero que me entierren con todas las cosas que me gustan”, dije,
mientras el abuelo se sonreía en la cabecera.
Un puesto en la mesa para la Abuela María
La
tarde se evaporó entre las labores y el ocio;
la luna golpeó la puerta antes de que se marchara el crepúsculo, y el
sueño se coló en mi cerebro, aflojando mis párpados, relajando mis músculos, amordazando
mi boca y adormeciendo mis ideas; hasta
que el cuerpo se condujo sin presiones hasta la litera. Caí sobre la almohada sin resistencia, y
antes de desplomarme en los brazos de Morfeo, escuché como iba descendiendo en
intensidad y frecuencia la singular plática entre Celia y Flo, donde la primera
ponía la voz, mientras la muñeca asentía en su fuero de lana.
Esa
noche, navegando en el subconsciente, la nostalgia me cobijó con fuerza. Las imágenes me hicieron retroceder hasta
los seis años que hoy carga Celia en su cuerpecito de alfeñique, no pasaba del
metro diez, ya que mi cabeza apenas pasaba la frontera que constituye la
cubierta de la mesa, y estaba vestido con una jardinera de mezclilla que mi
madre insistía en ponerme debajo de un suéter, ignorando mis reclamos por
considerar que esa prenda me hacía ver afeminado, además de quedarme corto de
tiro y con los tirantes resbalándose constantemente por mis angostos hombros. En la esquina de la mesa estaba sentado el
abuelo; a su lado mi padre, que poco
después de ese almuerzo no volvió de la
Mina, y junto a él, de pie, mamá, arrastrando la tetera y dejando caer el agua
hervida sobre las tazas de color caoba y
traslúcidas. Yo miraba en silencio,
aguantando las ansias de gula que siempre me despertaba el aroma del pan recién
salido del horno, mientras mi abuela, llegaba con la masa en la cesta, tomando
posición a la diestra de mi Tata.
Venía
con aroma al cigarro que fumaba a
escondidas del viejo, arrastrando sus pies cansados, su cuerpo de algodón, su
pelo cano y sus ojos de luna menguante
que acentuaban la calidez de sus facciones.
Me miraba con su complicidad de siempre, despeinaba mi cabello con su
mano derecha, apartaba la taza de té hirviendo del cántaro de la mesa, para
evitar que la torpeza de mis manos terminara por quemarme o peor aún, por
manchar el mantel que tanto se esmeraba en mantener limpio, y antes de beber el
mate por la bombilla, abría un pan caliente con sus manos que habían perdido
sensibilidad con los años, y dejaba que la mantequilla se derritiera en su paraíso
gustativo.
“Mmm.....
Está rico el pancito abuelita”, decía yo para llenarle el orgullo, mientras la
observaba inhalar como diciendo misión cumplida.
“Bien,
¿qué es lo que tienen atravesados en el pescuezo?”, preguntó la abuela a mis
padres, con esa intuición que la caracterizaba y que tenía más de sabiduría que
de premonición.
“Tú
siempre adelantándote vieja”, dijo mi abuelo, mientras mis padres –que en el
sueño se veían resplandecientes de juventud-
se miraban de reojo, conteniendo la noticia.
“Van
a ser abuelos por segunda vez”, dijo mamá, mientras buscaba una mueca de
emoción en los tatas y apretaba la mano de papá a causa de los nervios.
“Vas
a tener un hermanito”, exclamó la abuela, pellizcándome las mejillas, para después pararse con dificultad, rondando
la mesa, hasta encontrarse en un abrazo con mis padres, un abrazo eterno y
lágrimas polizontes de sus ojos, que parecían adelantarse a las futuras y
repentinas despedidas.
Desperté
reteniendo el eco de la risa de la abuela, el color de su chal, las comisuras
de sus labios arrugándose mientras sorbía el mate, la textura de sus manos
rozando las mías, el pan caliente palpitando en mi olfato.
Me
puse bajo la ducha, deseando que el agua no drenara la nostalgia, me vestí con prisa, vestí la mesa, y una vez
hervida el agua, en esa tetera Fantuzzi que tenía el traste hollinado, desperté
a Celia y llamé al abuelo que arreglaba el jardín, para desayunar.
El
abuelo preguntó por qué la mesa tenía cuatro servicios y cuatro tazas. Le expliqué el sueño, y respondí que el
cuarto era para la abuela María.
Enferma de tristeza
Solo
días después de que fuese testigo del litúrgico gitano, Celia empezó a advertir
–con su imaginación infante- que su muñeca Flo no se sentía muy bien, que la
notaba cabizbaja y abatida. Al
principio yo no di cabida a sus advertencias delirantes, pero el abuelo, que
arrastraba más arrugas y sabiduría que
yo, abrió sus timbales a los pesares
ficticios, cierto de que ello encubría otros más serios y cabales, que aún no
salían a la luz.
Una
mañana, Celia dejó a Flo acostada, porque insistió en que había un resfrío
incipiente germinando en ella. “Yo te
cuidaré Flo, como me cuidaba mamá”, musitó creyendo que nadie la oía, pero yo
estaba tras la puerta. De allí, solo
bastó un paso para que el diagnóstico se socializara al almuerzo; y mientras
sorbíamos una cazuela hirviendo, con sus porotos verdes, sus pimentones, hojas
de cilantro navegando en la sopa, Celia
narró los pesares de su hija postiza: un dolor muscular recorría sus piernas de
lana, la fiebre había trepado a su frente de esponja y una
tos invisible salía de su boca pintada al óleo.
La
mañana siguiente cazó a Celia acompañando en cama el pesar de Flo; y de allí,
solo bastó un paso para que ella se infectara de la enfermedad etérea de su
juguete, o como dijo el abuelo, que somatizara la ausencia de mamá.
La
temperatura escaló por la enredadera de sus venas hasta asestarse en su frente,
los escalofríos erizaron los diminutos bellos que nacieron prematuramente en
sus brazos carne de pollo, la expectoración nació como un eco entre las colinas
de sus pulmones apretados, su voz engrosó su tonalidad con el paso de los días y el romadizo hizo
brotar la humedad desde las cuencas de sus fosas nasales, hasta dejarla tumbada
bajo las sábanas y frazadas, descolorida, fría, desanimada e inapetente.
Casi
una semana después de que los síntomas parasitaran en el cuerpo de Celia, aún
después de que el céfiro invernal –ayudado por remedios- la deshojara de las
secuelas más perceptibles del resfrío, el abuelo decidió proscribirla de la
cama, y cargada en sus brazos, la condujo hasta el consultorio, sin que ella
desencadenara a su marioneta de sus manos.
El
diagnóstico fue categórico, el sistema inmunológico de Celia estaba desprovisto
de ropaje, su cuerpo no hizo más que detonar las bombas que la tristeza siembra
en los recodos del alma, y el abuelo se
vio obligado a llamar a mamá cuando retornamos a la casa que habitaba el
cementerio.
Ese
sábado de madrugada, antes de que el sol tiñera los arbustos, tumbas,
esculturas que forman nuestro jardín, observé a mamá retornar a casa, con una
pequeña maleta en sus manos y me lancé de la cama, para hundirme en sus brazos,
tal como lo hacía antes, cuando la tenía a mi lado.
El
abrazo se hizo sempiterno, un beso extenso se clavó en mi mejilla, y luego
junto al abuelo, nos sentamos al pie de la cama de Celia. “Flo te extrañaba mucho mamá”, dijo antes de
dibujar una sonrisa medialuna en su rostro de bellota.
No te vayas mamá
Esa
misma mañana Celia y Flo salieron de cama, derrotando los síntomas que hasta
ese entonces se rehusaban a rendirse.
Nos
sentamos frente al fuego, y con el abuelo en frente, Celia en brazo, y yo prendido de su corteza,
empezó el relato de su nueva vida en ese Santiago que me resultaba tan mesquino
y distante.
Mamá
habitaba un caserón elegante y antiguo en los recodos de Ñuñoa, una comuna que
a su juicio, no tenía parecido alguno con nuestra pequeña Lota. Las viviendas eran grandes, separadas unas
de otras, con patios interiores y verdes jardines vistiendo la fachada; a
diferencia de nuestras casas pareadas, denominadas Pabellones, que desfilaban
sin pausa recitando historia, y cuyo patio era la calle, el cemento partido, su
tierra rojiza, la caca de perro, los adoquines vistiendo la acera.
En
su narración, mamá dibujaba plazas,
parques y juegos infantiles que
adornaban su nueva comuna, mientras nosotros solo sabíamos de canchas de
tierra, bateas y hornos comunitarios, alguno de los cuales aún se rehúsan a
caer abatidos por las armas que carga la modernidad. En su relato, También había espacio para
asaltos, hurtos, homicidios, y otros vicios que sonaban distantes a nuestra
realidad pueblerina, aunque debo reconocer que alguno de ellos ya habían
llegado a nuestros barrios, como el tráfico de drogas, aunque hasta en eso
nuestras ciudades eran diferentes, pues mientras en Santiago reinaba la cocaína
y el éxtasis, en los claroscuros de nuestros Pabellones se pasaba de mano en
mano la pasta base, que en ese entonces yo creía un material de construcción.
Si
bien mamá vivía en una pequeña cabaña asentada en el patio de sus patrones, con
una pieza, un baño y un pequeño living con cocina incluida que le esperaba cada noche antes de dormir; la
mayor parte del tiempo estaba en la casa principal, con las mismas funciones
que la ocupaban cuando papá estaba vivo, junto a nosotros, con la diferencia
que ahora le pagaban un sueldo. Allí se
le pasaba el día, tendiendo las camas, pasando la enceradora, cocinando un menú
prefijo que cada mañana la señora de la casa dejaba adherido con un imán al
refrigerador, limpiando los muebles, echando la ropa a la lavadora, planchando,
sirviendo la once, en fin, corriendo de aquí para allá, hasta dejar todo
perfecto en un reino que no le era propio, pero que le servía para costear su
vida y la nuestra.
Yo
pensaba que en cierta forma era menos pesado que en nuestra casa, pues en vez
de enceradora, mamá debía pasar la virutilla, luego barrer y finalmente pasar
un pesado “chancho” de metal que sacaba brillo a la madera; y a cambio de
lavadora, tenía solo la batea comunitaria, donde debía hacer fila con las
vecinas, para restregar la ropa sucia en agua fría.
También
nos contó sobre los lados más luminosos de la gran ciudad, los museos, el cine
Normandie, que estaba en pleno apogeo; los restaurantes, lugares ignotos en nuestra carbonífera
ciudad, pues de cultura solo habíamos heredado un Teatro baldío, que la mayor
parte del tiempo pasaba cerrado, para cuidar el patrimonio que alguna vez hizo
grande a esta Sub Terra.
Los
domingos era su día de descanso, y aunque solo habían pasado cuatro fines de
semana desde su partida, ella decía que los pasaba durmiendo para matar el
tiempo, pues el ocio le hacía recordarnos y el tiempo libre era mal compañero
para la soledad y nuestra ausencia.
Terminado
el relato, el abuelo partió a sus
labores y luego de vestirnos con la mejor ropa, mamá nos llevó al centro, donde
saboreamos un helado tomados de su mano.
El
invierno estaba en retirada, y aunque las clases tras las vacaciones se habían
iniciado hace casi dos semanas, mamá consideró que era prudente retomar
nuestros estudios, aliviando de paso la carga del abuelo, que había perdido
horas de sueño y cabello, a causa de la responsabilidad que asumió de
improviso.
Esa
misma tarde nos compró nuevos uniformes, los que deberían debutar el martes,
pues el lunes venció el plazo que le dio al abuelo para retomar nuestras
matrículas.
El
domingo se fue volando, y antes de que mamá partiera, la lluvia volvió a caer
con fuerzas, para hacer más triste la despedida. “No te vayas mamá”, alcanzó a decir Celia, como
en la serie “Marcos”, antes de verla esfumarse entre la niebla recién nacida.
Recuerdos
La
noche de nuestra segunda despedida fue una noche de recuerdos. Esperamos a que Celia se durmiera, y con la
lluvia convirtiéndose en ruido instrumental sobre nuestro zinc, el tata y yo
tuvimos una conversación que me acompaña hasta el día de hoy.
“¿Qué
recuerdos tienes de tu padre?”, interrogó sin mediar un aire melancólico.
“Algunos
tata”, respondí, sin saber donde conduciría la plática, mientras seguí con mi
mirada su camino hasta debajo de su cama, donde extrajo una caja de zapatos
pluma, llena de reminiscencias.
“Ven
hijo, quiero mostrarte algo para refrescar tu memoria”, me indicó desde su
pieza, y yo corrí tras él, me senté sobre la colcha que años antes tejió la
abuela para arropar su sueño, y esperé que las fotografías se revelaran desde
su escondite.
“Este
es tu padre trabajando en la mina. ¿Lo recuerdas?”, me indicó, señalando
un rostro blanco y negro teñido de
cenizas, con un casco con linterna sobre su cabeza, un overol manchado
cubriendo su cuerpo y una picota sirviéndole de bastón.
“Se
ve distinto”, precisé buscando su imagen
en el baúl del pasado, en la fiesta de mi sexto cumpleaños, de pie junto al
horno cuando esperábamos a que mamá sacara el pan con chicharrones, o en las
noches de frío, cuando lo contemplaba echándole más leña al fuego.
“Aquí
está con sus compañeros marchando junto al Orfeón”. “Aquí cargándote, cuando
apenas eras un bebé”, y así nos pasamos la noche, hasta que el sueño nos
condujo a la cama.
“¿Recuerdas
cómo falleció tu papá?”, preguntó antes de que yo me dirigiera a mi cuarto.
“Mamá
dice que fue al interior de las minas, cuando ya casi no quedaba carbón que
explotar”.
Subí
por la escalera del camarote, arrojé los pantalones al suelo, el pijama
esperaba bajo la almohada, y antes de dormir, las imágenes del velorio me
asaltaron, el féretro avanzando con un millar de vecinos y compañeros de
trabajo por las calles, las mujeres cargando ramos de flores por los costados
de los Pabellones, el Orfeón haciendo una pausa musical frente al Teatro, la
bandera chilena destiñéndose en el frontis de la multitud.
Vuelta a clases
A
las ocho de la mañana de ese lunes lluvioso, el abuelo tuvo que esperar bajo su
paraguas, en el frontis de la escuela, a que se abrieran las puertas y que la
directora accediera a matricularnos pese a que ya habían pasado dos semanas de
iniciado el semestre.
Ablandada
por la ausencia de mamá, la directora accedió a que ese mismo martes
ingresáramos a clases, yo a séptimo y mi hermana a primero, condicionados a que
debíamos conseguirnos la materia con algún compañero, para no atrasar al resto
del curso y de paso, no afectar nuestro
rendimiento escolar.
La
lluvia no cesaba, y el viento apenas había empezado a despeinar los últimos
días de julio, cuando tuvimos que volver al ritual de levantarnos al alba,
peinarnos a medio despertar, vestir los uniformes, beber la leche tibia cuando
no se ha avivado el apetito, montar las mochilas de cuero en los hombros y caminar las seis cuadras que separan la
escuela de nuestra casa en el cementerio.
Dejé
a Celia en la puerta de su sala, saludé con cortesía a la maestra que dibujaba
con tiza ejercicios de suma y resta en la pizarra, y caminé por el pasillo
húmedo hasta llegar a mi salón, donde unos cuantos compañeros salieron a mi
encuentro, estrujándose en abrazos que hicieron más cálido el retorno.
El
“Pera”, que era mi mejor amigo, me tiró una tiza desde el otro lado del cuarto;
y a medida que se acercaba percibí que la cara se le había colmado de
espinillas y barros, a causa de la pubertad que a mí aún no me alcanzaba con
sus garras de ansias e inestabilidad. Pera, le decían, pues era la única fruta que
su mamá le echaba a la lonchera cuando éramos más pequeños, colación que le
acompañó por años, hasta que tuvo el coraje de decirle a sus padres que era
objeto de burlas por parte de sus compañeros.
A algunas chicas, en tanto, las vacaciones les habían dado ventaja en
estatura; mientras el guatón Cortés lucía algo más delgado, debido a una dieta a
punta de verduras que le había impuesto la nutricionista en el consultorio
local.
La
semana pasó entre la lectura del Diario de Ana Frank y una prueba de matemáticas que llegó a
sacarme ronchas de tanto estudiar, mientras en casa me esperaban los cuadernos
en blanco que debía completar con las materias atrasadas.
Celia,
en tanto, debió preparar una obra de teatro sobre una tribu de negritos para
ese mismo viernes, y cómo ella, sin estímulo de ningún tipo, carga con
prejuicios respecto al color, simplemente se negó a que la maestra le pintara
la cara con betún de zapato, y le pidió al abuelo, que le comprara una base, ya
que prefería ser mulata que negra.
Prematuramente,
también, declaró que se había enamorado de Tomás, un niño rubio que había
llegado ese semestre a la escuela, y que constituía una luz entre los rostros
morenos y sombríos que habitaban nuestra
tierra con aire mapuche.
El
fin de semana no tardó en llegar, y bastó a que el sol golpeara las puertas del
invierno, para que yo y Celia volviéramos a internarnos en el cementerio, para
solucionar una cuenta pendiente: saber quien era esa mujer que denominaban La Llorona.
La Llorona
Ese
mismo viernes, finalizadas las clases, nos cambiamos ropa y pedimos permiso al
abuelo para salir a jugar al cementerio.
Si bien, hace algunas semanas
había señalado que la muerte no era cosa de niños, el tata había
terminado por rendirse a nuestra curiosa insistencia, mal que mal, el único jardín que teníamos
vestía de luto todo el tiempo, y así como él había aprendido a ver el
camposanto como su lugar de trabajo, no tardaría acostumbrarse a que también se
convirtiera en nuestro espacio creativo.
Primero
con pesar, y luego con resignación, aceptó
que un mausoleo nos sirviera como punto de partida del “paquito ladrón”;
y de allí, un paso, para no reprendernos por usar las legutrinas como malla de
tenis, el suelo para dibujar los casilleros del “luche”; un nicho como
madriguera en la “escondida”.
Esa
tarde, partimos con Celia a nuestro encuentro con La Llorona.
Yo había aprovechado la semana de clases, para revisar
en la biblioteca que correspondía a uno de los personajes más característicos
del folclore y la mitología chilena, pero que su génesis se encuentra en
México, cuando una mujer indígena,
abandonada por su enamorado criollo,
ahogó a los tres hijos de su linaje en el río y luego se quitó la vida, convirtiéndose para
siempre en un fantasma desconsolado que pena las calles aztecas.
Nos
encontramos con ella cuando el sol ya estaba cayendo en el horizonte, manchando
de un tono anaranjado el cielo crepúsculo; y en sus rasgos no encontré indicios
de una asesina, así es que me conformé con aceptar la tradición chilena, que la
describe como una mujer que le quitaron su hijo a temprana edad y que desde
allí vaga por el purgatorio en busca de su retoño.
Celia
perdió el color a medida que avanzaban los minutos, y de pronto, aferrada a mi
brazo, observé que su mirada se perdía
entre otras tumbas, como si siguiese una imagen que a mi se me velaba.
“¿Pasa
algo Celia?”, pregunté al ver que su rostro se había girado a la derecha, más
allá del riachuelo que divide el cementerio en dos patios.
“¿Ves
algo?”, inquirí curioso por la respuesta que emitía su cuerpo y las palmas de
sus manos sudadas.
“Sí”, indagó mi hermana, con sus ojitos llorosos y
su voz tiritona.
“¿Acaso
es ella?”, pregunté quebrado por la emoción y el miedo.
“Está
muy triste Nino. ¿Qué busca con tanta desesperación?”.
“¿De
verdad puedes verla?”.
“Sí”.
“Busca
a su hijo. Vámonos de aquí”.
Retrocedimos
en puntillas, sin hacer ruido; luego caminamos más rápido hasta que nuestros
pasos se volvieron trote y luego carrera, mientras Celia se volteaba en el
trayecto, para indicarme que estábamos fuera de su alcance.
“¿Logró
verte Celia?”.
“No. ¿Cómo perdió a hijo?”.
“Se
lo quitaron”, respondí sin tener mayores antecedentes.
Dicen
que a la Llorona
sólo la pueden ver las personas cercanas a la muerte, algunas con habilidades
especiales como las Machis o los Calcus, o los animales, que si bien fueron
dotados con menos inteligencia que los humanos, al parecer les confirieron mayor intuición; y mi hermana no estaba dentro
de ninguna de esas categorías o al menos eso creía yo.
“Ninguna
palabra de esto al abuelo”, le indiqué a Celia, antes de golpear la puerta.
“¿Pasa
algo?”, preguntó el tata al observar nuestra agitación, intuyendo que
ocultábamos alguna maldad infantil.
“Nada
abuelo, solo competíamos para ver quien llegaba primero”, mentí.
Al
día siguiente, apenas el abuelo salió al mercado a comprar la carne y los
vegetales que servirían para la carbonada que nos esperaría al almuerzo, Celia se
levantó decidida a volver a visitar a La Estatua que ante sus ojos había cobrado vida.
“Si
no me acompañas, iré sola”, amenazó.
“Es
mejor quedarnos aquí. Puede ser peligroso”.
“Es
solo una mamá que busca a su hijo. ¿No entiendes?”, me inquirió como si
comprendiera su dolor.
“Es
más que eso Celia. Yo ni siquiera puedo verla”.
“Por
lo mismo, no deberías tener tanto miedo”, me retó.
Volvimos
al lugar donde el fantasma había sido vista por los ojos inocentes de mi
hermana, pero esta vez, Celia me aseguró que iba acompaña de otros muertos,
indicando con sus pasos y llantos el camino que debían recorrer para dirigirse
desde su morada terrenal hacia el más allá.
“¿No
tienes miedo?”, le pregunté.
“No. Mamá también estaría desconsolada sin nos perdiera a nosotros”, me respondió
como un adulto.
Lo
que no le había dicho a Celia, era que mi miedo radicaba en una parte del mito
que me había guardado: la
Pucullén era capaz de robar los hijos de otras madres,
confundiéndolo con los suyos, como castigo inconciente por la pérdida que la
condujo a la muerte.
Un Funeral Judío
Antes
del almuerzo estuvimos en casa, para no despertar sospechas en el abuelo, que a
esa hora se dispondría a cocinar para nosotros.
La
carbonada entibió nuestra piel y nuestros huesos, y luego de eso, nos pidió
quedarnos en casa mientras esa tarde el acompañaba un funeral judío.
El
difunto se había encontrado con la muerte apenas la noche anterior, pero como
nos explicó el abuelo, la costumbre obliga a los judíos a enterrar el cuerpo lo
antes posible, ya que la muerte es la vida enferma, pervertida y desviada de la
santidad con que se identifica a la vida.
De esta forma, los judíos no le dan más créditos a la muerte de lo que
realmente constituye para ellos, la negación de la realidad divina y su
creencia de que este mundo es la antecámara del próximo.
Los
“Onen” o deudos, llegaron al cementerio eximidos de sus obligaciones religiosas
y partirán de él bajo el nombre de “Avel”, mientras nosotros, tal como en el
funeral gitano, nos mantendríamos a una distancia prudente para saciar nuestro
apetito curioso.
Pasado
el pórtico del cementerio, los comensales se dispusieron al baño ritual
denominado “Tahará”; luego los presentes se coloraron mortajas blancas, que
señalan la igualdad absoluta que existe entre todos los seres humanos al
momento de la muerte; y acto seguido, aún lejos de la tumba, se llevó a cabo
una breve ceremonia donde se aceptó la justicia del decreto divino.
Lo
que más llamó la atención mía y de Celia fue lo que vino a continuación. Hombres y mujeres, sin distinción de edad o
género, rasgaron sus vestiduras, tal como Hulk lo hacía en las tardes de cine, en
algo que ellos denominaban Keriá; para partir a toda prisa hasta el zócalo
donde bajarían el ataúd, sin que la pala pasase de mano en mano, sino que
dejándola cada vez a ras de tierra, bajo la convicción de que la eximición del
contacto eximía también de desgracias.
Al
finalizar, una pequeña piedra y un puñado de tierra aterrizaron sobre la
cáscara del sarcófago, para volver hasta la entrada del recinto, donde lavaron
sus manos y sus lágrimas antes de partir a casa.
Un
niño pequeño, de la edad de Celia, o de mi edad cuando perdí a mi padre, nos regaló una mirada triste como un pañuelo
de despedida. Solo cuando regresamos a casa, el abuelo nos contó que su padre
era el difunto, y que ahora el pequeño debía guardar tres lutos: el Shivá, que
comprende los primeros siete días después del entierro; el Shloshim, donde
podría retomar sus actividades normales, aunque privándose de juegos,
celebraciones y hasta el corte de cabello; y finalmente, el Avelut, que se
extendería por exactos doce meses, hasta volver a la normalidad.
Recordé
la muerte de papá, y lo indolente que
fui, escondiéndome tras mi edad impúber.
A diferencia de ese niño judío, al cabo de una semana mis piernas
volverían a correr tras una pelota, y mis manos volverían a tapar sus ojos para
contar del uno al cien, mientras el resto de los amigos de la cuadra buscaba un
sitio para no ser sorprendidos en la escondida.
El
duelo recién lo viví cerca de los quince, cuando entendí que papá se había
marchado para siempre, y que nunca más lo volvería a ver venir de la Mina, con el tizne del carbón
pintando sus mejillas, con el pan minero meciéndose en sus manos, o encendiendo
un Hilton en el corredor que unía nuestro Pabellón.
El Recreo
Lo
más entretenido de las clases, era sin duda
el recreo, donde confluían alumnos de todas las edades, ante la atenta
mirada del inspector. Los menores,
comían las colaciones con que sus madres
hinchaban sus loncheras, a veces una fruta, como la que heredó el “Pera” como
apodo, un flan, una porción de queque, un pan con mortadela o un trozo de dulce
de membrillo; los de mi edad, en cambio, se dividían entre los que jugaban a la
“Pinta” y los que tenían sus primeras aventuras adolescentes, estrenando novia
de la mano, porque los besos estaban prohibidos y eran boleto seguro para pasar
el día en inspectoría y al día presentar libreta firmada por los padres para
poder acceder a clases. Aún así, un par
de chicos de octavo, se atrevía a romper la regla, escondido tras la puerta de
la bodega, en el gimnasio, tras la cortina del escenario donde cada lunes se
izaba la bandera.
El
recreo también era el descanso para algunos profesores, que hastiados de
repetir su discurso día a día, año a año, salían a aspirar el humo de un
cigarro que les quitara el peso de la monotonía, o a tomar un café contado en
el casino que esperaba al fondo del patio.
Lo
mejor era el quiosco que habría sus cortinas apenas trinaban las campanas, y
donde gastábamos perezosamente los cien pesos que constituían nuestra mesada, y
que a mitad de mes, nos tenía pidiéndole fiado a don Luchito, su propietario,
para alargar el privilegio de chupar una “lagrimita”, comernos una “guaguita”, hacer explotar en la boca un “peta-zeta”
o mascar un “dos en uno”.
Pero
no todo era miel sobre hojuelas, pues el recreo también servía de excusas a los
mayores para arrebatarles algunas monedas a los más pequeños o para mofarse a
espaldas del inspector, de los defectos de los menos agraciados, de los que
cargaban con una pierna más corta o con un ojo tapado con un parche blanco bajo
los lentes, bajo la creencia que ese acto pirata evitaba el estrabismo.
El
recreo fue el sitio donde por primera vez besé a Laura, mi polola de octavo; el
distrito donde yo y el Pera nos peleamos por única vez, el lugar donde
celebramos, no sin miedo, la derrota de la dictadura en las urnas y el triunfo
de la democracia.
Celia
aprovechaba el recreo para jugar al elástico; mientras yo siempre la observaba,
aunque sea a lo lejos, sabiendo que era lo que mamá esperaba de mí ahora que
estaba lejos.
El
primer recreo era el mejor, pues teníamos quince minutos de descanso, mientras
el segundo era apenas una pausa, los cinco minutos más breves, que separaban
nuestra alma en dos: la mojigata, que habitaba la sala como una estatua, evitando la sanción más que dispuesta al
aprendizaje; y la lúdica, que quería soltar las cadenas formales para
entregarse a la entretención que reclamaba nuestra edad.
Agosto
Agosto
era para nosotros el mes que los ancianos se ponían a prueba frente a la
muerte; el período en que los gatos se cruzaban aullando por las techumbres de
los Pabellones, pero también, el último mes en que el motemey y los piñones eran
cantados por las callejuelas de nuestro barrio, despidiendo al invierno.
Al
cementerio no llegaba el motemecero, por lo cual, la abuela María, las veces
que estaba en nuestra casa, aprovechaba de comprar un poco de maíz para
llevarle al tata de regalo. Lo mismo
pasaba con la harina tostada, que el abuelo bajaba a comprar cada domingo al
molino, o en alguno de los negocios que adornaban el Pabellón 85 o las Casas
“Quiero”, pues ningún vendedor iría a
dejarla a su domicilio que coincidía con el de aquellos que ya nada saben de
consumo.
Mamá
nos visitó por segunda vez a mediados de agosto. Tenía mejor cara que la vez pasada, cuando
llegó hasta Lota, presta a sanar a Celia y Flo de su enfermedad ficticia. Arribó un sábado, lo recuerdo porque a esa
hora no me perdía los Eguiguren en el programa de Don Francisco, que era el único programa de adultos que me
dejaba ver el abuelo, junto al Jappening con Ja, con sus Domingos Dominicales, La
Cuatro Dientes, Tatiana “Chechilia”, Silverio Silva, Pepito Tevé, y la Oficina, donde mis personajes favoritos
eran la Gertrudis, Espinita y Canitró.
Mamá
llegó con tres regalos bajo el brazo. Un vestido escocés con una cinta en la
cintura para Celia, un pantalón Lee para
mí, que era mi primera ropa de marca en mis reducidos años de vida, y un juego
de tazas Lozapenco para renovar parte de la vajilla del abuelo.
“Te
ves contenta mamá”, le indiqué al ver que por primera vez desde que se había
ido, volvía a sonreír.
“¿Te
parece?”, interrogó ella, soltando una mueca que llamó la atención de mi abuelo
y que más tarde ameritó una conversación privada, mientras ambos recorrían la
dulce patria de los muertos.
Más
tarde me enteraría que mamá había conocido a alguien en Santiago, y que después
de más de seis años de luto, estaba dándose la oportunidad de volver a
enamorarse como se enamoró de mi padre.
Esa
noche me fui a dormir temprano, y escuché la conversación que mamá mantuvo con
el abuelo, en el cántaro de la estufa.
“¿No
crees que es algo precipitado?”, preguntó el abuelo con aires de reproche.
“Nada
más estoy conociéndolo. No seas celoso,
papá”, respondía mamá.
“No
se trata de eso hija, es que la gente de Santiago no siempre es lo que parece”.
“No
seas desconfiado. Gente buena y mala hay
en todas partes”.
“¿Y
qué hace este sujeto?”.
“Tiene
nombre papá, se llama Pedro”.
“Bueno,
qué hace este tal Pedro”.
“Es
uniformado”.
“¡Uniformado!”,
exclamó el tata.
“No
seas prejuicioso papá.
“No
son prejuicios hija, pero no están los tiempos para andar con uniformados. ¿Acaso no te das cuenta de que la gente se
está levantando y que pronto la dictadura caerá?”.
“Y
qué tiene que ver eso con el amor”.
“Ah.
Ahora me vas a decir que estas enamorada”.
“¿Por
qué no? Han pasado más de seis años de la muerte de Manuel”.
“No
estoy diciendo que no te puedes enamorar, pero ¿no crees que hoy tienes otras
prioridades?”.
“Celia
y Nino siempre han sido mi prioridad, y sabes bien que un hombre, no me hará
cambiar lo que siento por ellos”.
“Espero
tampoco cambie tu rumbo hija”.
“¿A
qué te refieres?”.
“A
que no olvides que si bien yo los adoro, esta no es su casa, su casa estará
siempre al lado de su madre”.
“Estoy
trabajando para eso papá”.
“Así
espero. Ese debe ser tu único objetivo”.
Eso
fue lo último que alcancé a oír antes de escuchar el llanto de mamá, un lamento
que de haberlo escuchado Celia, habría creído que provenía de mismísima
Llorona, y que era tan profundo, tan desgarrador, que parecía arrastrar una
gran culpa en su seno. Más tarde,
sabríamos que de eso se trataba, menos
mal que estuvo a tiempo de arrepentirse,
y dejar pasar ese mal amor, antes de perdernos.
Al
día siguiente, mamá y nosotros estuvimos
fuera de casa todo el día, primero
visitamos a la tía María –que había heredado el mismo nombre de la abuela- y a
quien no veíamos hace algunos meses; almorzamos un pescado frito en el mercado,
y durante la tarde, nos internamos en el Parque Matías Cousiño, con el objeto
oculto de que mamá se sacudiera las culpas.
El
Parque es de una belleza que solo se es capaz de apreciar cuando los años
visten con mayor corteza el cuerpo. Al
llegar, sorprende la casa Cousiño, ahora convertida en museo, y donde se pueden
apreciar los objetos del glorioso siglo pasado, en que el carbón constituía el
oro de Chile: muebles antiguos, lámparas de cristal, planchas a carbón, tinta,
plumas, pinturas al óleo, en fin, un vendaval de piezas históricas que ahora tienen un valor
incalculable. Más adelante nos reciben
amplios jardines donde pasean los pavos reales, compartiendo terreno con efigies,
glorietas, piletas y plazas; un Fuerte donde se defendió el honor de la
independencia, y un faro, que apunta al
mar recordando las luces que alumbraron el camino de los navegantes.
Volvimos
a casa al atardecer. Mamá se acostó y
recién el domingo empezaron a cerrarse las heridas que había dejado la plática
a la orilla del fuego.
“No
eches a un saco roto lo que te he dicho, hija”, dijo el abuelo antes de besarla
en la frente y de que ella volviera a tomar el bus que la conduciría a su nueva
vida.
Un dieciocho muy particular
Luego
de que mamá volviese a su nuevo nido en los dominios del smog, después de que
retornara a esa ciudad bipolar que crecía explosivamente, pese a las
movilizaciones sociales, la
contaminación, la delincuencia y los retazos de la crisis económica de los
ochenta; finalizada la penúltima ronda de pruebas coeficiente dos a la que nos
esclavizaba la escuela con número y calle de tierra; las fiestas patrias
aterrizaron en Lota, arropando la ciudad minera con adornos tricolores, travistiendo los visos sombríos naturales y artificiales
que eran parte del ethos de nuestro pueblo costero.
Desde
la Municipalidad
emplazada en Lota Bajo, hasta la Casa de la Cultura que pernocta al
costado de nuestros pabellones, se extendían serpentinas jubilosas, que
atravesaban las calles y avenidas, sujetas como un apéndice de los cables que cruzan los alumbrados públicos;
los faroles cargaban en sus delgados vientres figuras de cartón y papel lustre
con formas de remolinos y copihues; mientras sobre el pasaje donde antes
residimos con mis padres, se elevaba una nube zigzagueante de ampolletas pintadas con témpera o acuarela,
que teñía de diversas gamas las fachadas de los Pabellones embanderados.
La
estricta disciplina de la escuela cedía ante el brazo gozoso de las
festividades, y dejando atrás el dramatismo con que fueron recibidas las
calificaciones, las materias se ajustaban al entorno, dando paso a la creación
de los más variados objetos patrios, como escudos, realizados a punta de periódicos y engrudo; banderitas, fabricadas con nailon; y remolinos, elaborados con coligue y papel lustre.
Septiembre
heredaba también días de sol, como antesala de la primavera, y con ellos,
aparecían para mi deleite el trompo, resbalándose en el pavimento; los volantines, despeinándose al viento; el
algodón de dulce, deshaciéndose en el paladar y dejando su rastro en la
comisura de los labios; el organillero, encubriendo el silencio con su voz
melodiosa.
La
empanada era un capítulo aparte, pues su parto estaba asociado a los hornos
comunitarios, donde en el pasado, esperábamos largas horas, haciendo fila con
el resto de las vecinas, para poder llevar la masa al fogón y degustar el pino,
la aceituna, la carne y el huevo, menos las pasas, que yo siempre las apartaba
del camino que conduce a la boca.
Al
costado del Pabellón 87, en un terreno baldío, que con recurrencia había sido
objeto de promesas electorales, para emplazar allí una multicancha o una plaza
de juegos, se izaba un alto palo encebado, que cual Everest, todos los niños e
incluso algunas niñas intentaban trepar, no por puro gusto, sino porque el
premio era un pavo bien dorado y una garrafa de vino, que en cualquier casa era
todo un deleite, en esos días en que las minas ya no parían carbón.
Recuerdo
que cuando cumplí diez años, cuatro después de que un estallido subterráneo
condujera a papá al cielo, logré llegar hasta la cúspide y llevarme tan
suculento premio, que mamá agradeció con un beso en la mejilla, y el que
compartimos con los abuelos, esa misma noche, en la casa del cementerio.
El
diecisiete esperábamos el tercer arribo de mamá, pero ella se excusó señalando
que sus patrones le habían solicitado que se quedara cuidando la casa, mientras
ellos disfrutaban de una breve estadía en Cachagua, pero el abuelo y yo
sabíamos que eso no era más que una mentira piadosa, para esconder los apetitos
de amor que ella mantenía presos en su fuero interno, después de seis años de
luto. En esos momentos debo reconocer
que no hubo espacio en mí para la comprensión. Mi ceño fruncido, un cincel invisible talándome
el pecho y el rubor polizonte de mis
pómulos, delataban mi rabia, pues su
ausencia era para mí una postergación, el más claro indicio de que estábamos
siendo desplazados por ese tal Pedro, que no era más que un nombre hueco
recitado en sigilo, y que hoy osaba llenar
espacios en un hábitat que durante largos años sólo fue nuestro.
Celia
reaccionó mejor de lo que el abuelo y yo temíamos, y si bien las primeras horas
mantuvo un hermetismo que nos hizo recordar la mudez prematura que le comió el
habla la primera vez que mamá se fue, pronto se reincorporó a los preparativos
que planificábamos para nuestra aislada morada, que por su ubicación, siempre
quedaba excluida de los ornamentos y atenciones del resto de la ciudad. Y así, en apenas un par de horas, convertimos nuestra casa en el cementerio en
una escenografía digna de Almodóvar, con serpentinas colgando de las canaletas,
remolinos en el antejardín y una bandera enclavada al costado de la cerca.
El
dieciocho, al atardecer, el abuelo nos condujo a las ramadas; y mientras Celia
y sus molares luchaban con una manzana confitada; yo y el abuelo degustábamos
unos anticuchos, al unísono en que una pareja de baile inauguraba la pista y un
ebrio se tambaleaba tratando de mantenerse en pie en los flancos de la barra.
Si
bien el tata no sabía hacer empanadas, pues la abuela María las cocía junto a
mamá en los hornos de los Pabellones, esa misma tarde compró una docena y las llevó a casa, donde se esfumaron antes de
que finalizara la
Parada Militar.
El Aniversario de Papá
Papá
falleció un veinticuatro de septiembre de mil novecientos ochenta y uno, meses
previos a la génesis de la recesión y
días después de que finalizaran las fiestas patrias, que con tanta pompa
celebraba la dictadura.
A
seis años de su muerte, y considerando que sus padres habían partido antes que
papá, el abuelo consideró que era propicio celebrar una ceremonia en su nombre;
y así fue, como el primer sábado pasado el dieciocho, se congregaron en la
parroquia, su único hermano, el tío Armando; que no tenía hijos porque según
decían las malas lenguas, se le quemaba el arroz; la tía María, que llegó de
riguroso luto, como si se tratase de su esposo recién difunto; un trío de
compañeros de trabajo, que con resignación habían colgado el casco y la picota
en las postrimerías de la crisis; vecinos de los Pabellones, entre los que se
encontraban el dueño de la pulpería, el peluquero de la familia y la señora
Conchita, que cuidó a papá cuando era niño, y que ahora arrastraba no solo los
pies, sino también un Alzheimer progresivo y una sordera que nos hacía gritarle
los buenos días al oído; y mamá, que llegó a expiar las culpas de su destierro
dieciocheno.
La
misa tuvo su epicentro en la Iglesia San
Judas Tadeo, en la proa de los Pabellones, y fue presidida por el padre Ángel,
que no pudo ser bautizado con un nombre más propicio, ya que según decía la Abuela María, era un hombre
Santo, seguidor del Padre Hurtado, y que había dedicado su vida al cuidado de
los postrados, de los pobres y de la clase trabajadora; y quizá por eso, era
sindicado con un cura rojo por parte de las autoridades militares que dirigían
nuestros destinos, y que hace sólo unas semanas habían anunciado un plebiscito
donde los adultos podrían elegir al año siguiente entre la continuidad del
régimen y la democracia, que era una señora muy apetecida en esos días en los
más recónditos lugares de la nación.
Mamá
me vistió con los zapatos y el pantalón de la escuela y una camisa negra que me
hacía ver como adulto; mientras yo la observaba con recelo, sin perdonarle aún
el abandono de la semana anterior.
Celia, en tanto, se vio obligada a dejar a Flo en casa, y a calzarse una
falda de lana café y una blusa blanca,
mientras un cintillo en el mismo tono le sujetaba el cabello.
Sentado
en las bancas de la Iglesia,
en el momento de la comunión, recordé los rumores que habitaron los días
posteriores a la muerte de papá. En
realidad, fueron cinco, quienes cayeron ese día, cuando uno de los túneles del
Chiflón del Diablo se derrumbó sobre sus
cabezas, después de una explosión de gas metano atrapado en su interior.
Mamá estaba embarazada de Celia, y yo, estaba
en la escuela, cuando llegó a nuestros pupitres, como un eco, una resonancia,
el rugido de la tierra. La profesora
miró por la ventana, para cerciorarse que no se trataba de algún acto
terrorista, de esos que se anunciaban de vez en cuando por una televisión
manipulada por las armas; y acto seguido, el rector se presentó en la sala,
suspendiendo las clases. En pocos
segundos el aula empezó a quedar desierta, mientras en oposición, las calles se
aglutinaban de gente, que camina rauda, trotaba o corría con dirección a la Mina.
Una
ventisca gélida recorrió mi espalda, crucé la calle, me interné en los
Pabellones, golpeé la puerta de casa, primero con cautela y luego con desgarro,
y al comprobar la soledad que la habitaba; me uní a la multitud que a esas horas iba
cuesta arriba a encontrarse con la muerte.
En
las afueras del terreno que sirve de maceta al yacimiento, cientos de personas,
sobretodo ancianos y mujeres, esperaban sobre el ruido, caminando por la
delgada cuerda de la incertidumbre, a que el administrador abriera las rejas y les
informara las causas de la explosión y
el estado de sus seres más cercanos.
Las
horas se desvanecían entre preguntas abiertas, el sol se retiraba presto a
yacer en la costa, y recién después de que la temperatura bajara unas décimas,
pasada las diez de la noche, cuando la desesperación decantó en lágrimas, fue
el capataz quien se acercó al gentío para señalarles que una decena de
trabajadores se había quedado preso, después de la avalancha ocasionada por una
linterna.
“Haremos
todo lo posible, por rescatarlos con vida”, fue lo último que señaló, antes de
perderse en el ascensor que conduce al fondo de la tierra.
A
esa hora yo ya había encontrado a mamá, cuyo peso en el vientre, contribuía a
hacer más pesada la espera; y antes de medianoche, pese a mi insistencia, la
abuela María me condujo hasta la casa, donde acompañó mi sueño hasta el
amanecer.
Mamá
se mantuvo en vela hasta las cuatro de la mañana, cuando luego de destrabar el
túnel, subieron a la ambulancia a los heridos,
mientras cinco cuerpos eran sacados en camillas, con unas frazadas
cubriéndoles los rostros.
No
recuerdo hasta hoy, una ceremonia tan bonita como la que nos reunió ese
día, llena de pequeños gestos hacia la
familia, palabras gentiles respecto a papá, una melodía sutil endulzando los
oídos y una hermosa prédica sobre la resurrección.
Luego
de la ceremonia emprendimos regreso a casa, y junto a nosotros, partieron
también, la señora Conchita, la tía María y dos de los amigos de papá. Sentados a la mesa, bebiendo café, narraron
las peripecias de esos años; el casamiento de mamá en el gimnasio de la
escuela, el partido de fútbol en la cancha del barrio, las jaibas saboreadas a orillas de Playa Blanca, las tortillas de Laraquete
que traía cada lunes el dueño de la
Pulpería, al regreso de sus viajes a Lebu y Cañete.
Cuando
la conversación hervía de recuerdos, aprovechando la invisibilidad que produjo
la nostalgia, abrí la puerta, corrí por entre medio de los jardines, arrastré a
mi paso el maicillo del camino, atravesé
por el costado de los panteones familiares, dejando atrás los nichos y las
bóvedas, el hogar de descanso de gitanos y paisanos, de cristianos y
judíos, hasta encontrarme de frente con
la tumba de papá. Llegué agitado,
henchido de una emoción que urgía mis latidos, con una lágrima vadeando mi
garganta, y una nostalgia presa en mis sentidos. Miré el sepulcro, imagine su rostro, oré un
padre nuestro y le di gracias al cielo por el privilegio de conocerte, y me
retiré pensando en Celia, que nunca supo de padre, más que cuando estuvo en el
vientre.
Celia se pierde
No
se si ya se había retirado septiembre o si fue a principios de octubre de ese
año ochenta y siete, cuando Celia nos hizo pasar un nuevo susto a mí y el
abuelo.
El
tata había salido esa mañana a sus servicios mortuorios, preparando la fosa que
esa tarde ocuparía un ex alcalde de la ciudad que había fallecido los días
previos; yo disfrutaba de una cálida ducha que me sacudía de los sudores y
lagañas que teje la noche en el cuerpo, cuando después de vestirme, me di
cuenta que no habían rastros de Celia en casa.
Primero pensé que jugaba a la escondida, pero luego de revisar detrás de
la puerta de la cocina, en los clóset y debajo de las camas, me di cuenta que
no se trataba de un juego, y miré por la ventana por si aún estaba a tiempo de
tenerla a mi vista.
Cerré
la puerta, dejando una ventana a medio abrir, por si el abuelo había olvidado
la llave; me interné en los laberintos que conforman los sepulcros y las
cruces, buscando detrás de los arbustos y al otro lado del estero que atraviesa
el campo santo; hundí mi mirada en la fosa que en los setenta se ocupó para
arrojar los cuerpos anónimos de supuestos terroristas, presos políticos y
vagabundos sin familias ni historia; franqueé las cubiertas de mármol y
granito; y cuando me di por vencido, volví donde había visto al abuelo ocupado
en sus faenas.
“No
puedo encontrar a Celia, tata. Debió
salir cuando estaba bañándome”, reconocí
culposo.
“Tranquilo
hijo, no puede estar tan lejos”, me tranquilizó.
El
tata soltó la pala con que labraba el agujero, deslizó la vista como un halcón
por sobre la necrópolis, agudizó los sentidos, y conmigo cargado en su sombra,
empezó a recorrer callejones y pasadizos, abriendo las puertas a medio cerrar
de los panteones, inspeccionando tras los
castillos de nichos, en los tarros de basura, en los pastizales que ponen fin
al sacramental. Y fue al internarnos en
esa sabana de desgreñada melena rubia y desecada, al caminar sobre esas cerdas resecas y
descuidadas, que vimos el bulto de Celia tendida en posición fetal sobre ese
vientre nativo y marchito.
El
ceño fruncido del abuelo, su mandíbula apretada, la saliva marcando su travesía
en los pliegues del cuello, aprehendían el miedo y la turbación que anidaba en
su fuero; mientras yo, sin entender el por qué de esa imagen indefensa que se presentaba llana ante
nuestros ojos, rogaba a los santos de
devota confianza de la abuela María, que
por favor estuviera viva. Volvimos a
respirar cuando sentimos su pulso y el latido tibio de su corazón; y cuando el
abuelo la cargó en sus brazos, sus párpados se levantaron, exponiéndola decaída
y desorientada.
“¿Cómo
llegaste hasta aquí Celia?”, pregunté.
“¿Te
perdiste mi amor?”, interrogó el tata, mientras mi hermana afirmaba con un
tenue movimiento de su cabeza.
“No
sabes el susto que nos hiciste pasar.
Nunca más salgas sola, por favor”, agregó el abuelo.
Yo
sabía que tras el silencio de Celia habitaba una confesión que no se atrevía a
hacer pública, y no fue hasta que estuvimos solos, cuando confesó que el fantasma de la Llorona la condujo hasta
ese sitio.
Estaba
en la ventana cuando la vio flotando y con las gasas blancas revoloteando en el
viento; Celia caminó unos pasos,
dispuesta a calmar su llanto, pero al intentar tocarla, al traspasar con su mano el espectro
doliente; ella la miró fijamente a los ojos, soltó un grito agudo, la envolvió
en energía, en un cintillo de luz que la hizo levitar, hasta arrastrarla desde
el patio principal hasta las negligentes campiñas. Solo habría logrado zafarse de sus brazos,
después de que Celia repitiera incesantemente que ella no era la hija que
buscaba.
El
espíritu sopló un polvo de estrellas sobre su rostro, y mi hermana habría caído
en un sueño profundo, del que solo logró
despertar cuando el abuelo la cargó en sus brazos.
La
piel se me erizó de pies a cabeza, y se me eriza hasta hoy cuando me veo
obligado a pasar por su figura cuando acudo al cementerio a visitar a mis
muertos; pero a Celia no se le movió un pelo y solo atinó a preguntar si habría
una forma de que esa mujer recuperara a sus hijos.
El novio de mamá
La
desaparición de Celia por esas horas receladas, o más bien el rapto de que fue
objeto por parte del ánima que durante décadas vaga de la mano de la mitología
latino y centroamericana, constituyó un episodio velado durante años ante el
juicio de mamá. Así lo prefirió el
Abuelo, para no sacudir una inquietud a la distancia, y así lo entendimos
nosotros, que aprendimos a callar por amor.
Los
últimos volantines desterrados en el viento, así como el recuerdo de papá
avivándose como fuego tras la conmemoración de su muerte, marcaron el fin de
septiembre. Mientras octubre no heredó
episodios memorables, de esos que se quedan patentes en la memoria, a no ser
por la visita de un extraño, que mamá se atrevió a traer a casa, la semana
previa al Día de todos los Santos.
La
semana había estado cargada de un mal agüero.
Al abuelo le habían brotado orzuelos en los ojos, que lo tenían desde el
lunes a punta de colirio y ungüentos; a Celia, en tanto, el nuevo orientador
del establecimiento, que debutaba el título de psicopedagogo, le diagnosticó
déficit atencional, un padecimiento que no se había escuchado hasta esa época,
donde la desconcentración y el mal rendimiento empezaba a ser tratado como una
enfermedad, y no solucionado a coscorrones
o haciendo penitencia todo el recreo de pie y de cara el pizarrón como era la
usanza. A mi, no me iba mejor, y por vez
primera un rojo se coló en el crucigrama de mi libreta de notas, tiñendo de
vergüenza mi hasta ese entonces, inmaculado rendimiento escolar.
Con
fe en que la semana no podía ponerse más cuesta arriba, la madrugada del
sábado, el destino nos demostró que
siempre las cosas pueden empeorar.
Dormía,
a pata suelta, cuando la voz de mamá, destejió las telarañas de mi
almohada. Desperté a Celia, a penas bajé
las escaleras de madera que conducían a mi cama, y en pijamas, aún librándonos
de las lagañas que duermen en los flancos de los ojos, llegamos hasta el
comedor, con la ilusión de en un abrazo,
hacer añicos la desapacible última semana de octubre.
Mamá
sonrió al vernos aparecer sin mediar aviso; sus brazos se hicieron cuna para
mecer nuestras ansias; el labial rojo de sus labios dejó una huella en nuestras
mejillas y frentes, hasta que una taza
de café a medio consumir sobre la mesa, diluyó mi afecto y me puso en alerta.
Fue
allí cuando lo vimos aparecer, saliendo del baño. Era un hombre joven, alto, pelo castaño, nariz aguileña y profundos ojos verdes y
rasgados. Una sonrisa amplia dejó ver
su blanca dentadura, que contrastaba con su barba a medio afeitar que germinaba
como pastizal en su barbilla. Se acercó
con desmedida efusividad, me frotó el
cabello y cargó a Celia en sus brazos marcados; pero mi cuerpo reaccionó rechazando su presencia, lo
que quedaba de manifiesto en el retroceso de mis pasos, mis brazos en cruz y mi
ceño dibujando un arco sobre mis ojos.
Guardé
silencio siguiendo sus gestos, para ver si encontraba en ellos un rastro, una
pista, un vestigio de papá; sin embargo, todo en él se distanciaba de nuestro
pasado; sus uñas limpias y manos tersas no parecían jamás haber labrado un
pique; su ropa de tela contrastaba con el overol manchado y desteñido con que
los mineros bajaban a la tierra; su rostro no sabía de cuencas ni su cuerpo de
las cicatrices que causa un derrumbe, o la explosión que mató a papá; y todo en
él, parecía postizo y estudiado.
Salí
del cuarto, cuando observé a Celia
abriendo el regalo que el impostor cargaba en la maleta. Papá habría sabido que una muñeca anoréxica y deslucida, jamás podría competir
con Flo, aunque no tuviera por casa un castillo, sino una simple caja apilada
en la ropa americana. Mi regalo, quedó
atascado al costado del sillón, y allí deseaba yo que se quedara días, semanas
o meses, hasta que ese intruso saliera para siempre de nuestras vidas.
Me
interné en el cementerio, transité por estribor del arroyo que divide el patio
de mis muertos; paseé con indiferencia por los bustos de alcaldes que habían
partido a mejor vida; erré por el ala donde yacen los niños que no alcanzaron a
nacer; hasta encontrarme de frente con la tumba de mi padre.
Me
senté en su pantalón de granito; ordené las flores que decoraban su vestido, y
tras leer su nombre en la cabecera, exploté en un llanto que parece haber
estado preso en mi garganta desde su ausencia.
“Por qué te fuiste papito, por qué te fuiste”, grité incontables veces,
hasta que la luna suplantó al sol en el horizonte de cruces que se expandían a
mis pies.
No
alcancé a llegar a casa, cuando observé a mamá venir a mi encuentro. Me secó las lágrimas, me tomó la mano, y
caminamos hasta que el crepúsculo dio paso a la noche.
“Quiero
que sepas que tu padre será siempre irremplazable”, me dijo mientras cercábamos
la catacumba del poeta del pueblo.
“¿Lo
extrañas?”, le pregunté.
“Más
que a nada en el mundo”, me dijo mientras empezaba a llover en sus ojos.
“¿Lo
quieres más que a papá?”.
“Cien
veces menos que papá y mil veces menos que a ustedes”.
La
rabia fue acallada por la certeza de que ese hombre no podría competir de igual
a igual con nosotros ni con el recuerdo de Manuel; entramos a casa del abuelo,
abrí mi regalo, detrás del papel emergió el primer auto a control remoto que
recuerdo de mi infancia, miré a Pedro, con los ojos sin signos de cólera, y el
domingo siguiente, en el Parque Cousiño, hasta le dediqué una sonrisa antes de
su partida.
“Cuide
a mamá”, le pedí antes de subirse a la micro.
“No
tengas duda de eso”, me respondió con dulzura, lejos de la imagen, que Lota me
había heredado de los uniformados.
“La
próxima vez, iremos juntos a Santiago”, prometió antes de la despedida.
El día de todos los santos
El
primer día de noviembre, pintado carmesí en el calendario, constituía
para la muchedumbre una jornada íntima y reflexiva, un espacio para la nostalgia,
donde cada habitante de esta faja carbonífera, apartando sus diferencias de
cuna, credo o el peso de su billetera,
hacían un alto en el camino, por muy ajetreado que fuese, para retornar
al pasado, que era el espacio en que habita el cementerio.
Hasta
el osario llegaban de los cuatro puntos cardinales de la comuna, a pie, a
caballo, en carretela o automóvil; de las aldeas rurales, caseríos
abandonados, ayuntamientos limítrofes, y
de las grandes urbes; arrastrando recuerdos dispares, pero con el común
denominador del reencuentro.
Desde
el altozano en que se sentaba el
sacramental, se podía observar a las
familias subiendo el otero -familias
parentales, biparentales, extendidas, uniformes, bien constituidas y
disfuncionales- todas florestas podadas,
en busca de la rama que cayó al suelo después de un hecho natural o fortuito; a
lo lejos, no parecían diferenciarse, pero a medida que el trecho se constreñía,
la coloración del cabello, la textura de la piel, la vestimenta y el aroma,
diferenciaba su alcurnia y su sangre.
Cuando
el rebaño entraba al redil, y sin importar que ese día todas sus ovejas se
ataviaran con las mejores prendas, algunos rasgos, mohines y signos, hacían
latentes sus identidades: las señoras de alta sociedad arribaban cubriendo su
rostro con sombreros de terciopelo y gafas de sol, mientras de sus cuellos
espigados colgaban collares de perlas, herencia de tiempos mejores a los
que rehusaban renunciar; las viudas
recientes, anclaban orladas de riguroso luto; el ejército de salvación lo hacía
con una capota blanca cubriendo sus molleras calientes, mientras disminuían el
pedaleo de sus bicicleta, bajando de ellas y cargándola en sus manos al
ingresar al circuito; los mineros
arrastraban en sus semblantes migas de tizón y la mayoría usaba pantalones de
casimir café y camisa blanca abierta hasta el segundo botón; las dueñas de casa
–como lo era mamá hasta la muerte de mi padre- se reconocían por su pelo
maltrecho, sus ojos tristes y las manos partidas de tanto lavar en las pilas colectivas
y cocer el pan en los hornos urbanos.
De
la casa del abuelo, que ahora era nuestra nueva casa, se contemplaba el hedor
de la multitud, y a su paso, un rastro de pétalos de rosas y claveles,
desprendidos de los brazos iba dibujando rastros en su camino a las tumbas.
En
medio de la copia, distinguí al grupo de gitanos que meses atrás había
enterrado a uno de los suyos; ahora cargando una ruma de trastos y vasijas que
luego instalarían en la cabecera de la última morada; pero lo que más me impresionó fue una decena
de mujeres, algunas lozanas y otras canosas, que elevaban al cielo carteles con
rostros en blanco y negro bajo la interrogante “¿Dónde Están?”.
¿Están
buscando a sus detenidos desaparecidos?”, pregunté al abuelo, a lo que él
respondió con un leve movimiento de su cabeza, como si su refutación
constituyese un peligro. Hice signos de
salir de casa para conducirme hasta su lado, pero el abuelo cerró la
puerta y me ordenó que me quedara frente
a la ventana, como si hubiese presagiado lo que luego vendría.
La consigna de las mujeres llamó a la afluencia,
y bastaron minutos para que el puñado de viudas se trasformara en masa, y para
que los lemas primero recitados en voz baja, subieran de intensidad, apelando
directamente al régimen militar. “Compañero
Salvador Allende, ¡Presente!, Compañero Salvador Allende, ¡Presente!, Ahora y
Siempre, Ahora y Siempre; quien lo mató, el fascismo, quien lo liberará, el
pueblo. Luchando, Creando, Poder
Popular”, recitaba en el anonimato la multitud. Pocos minutos después arribó el guanaco, el
agua dispersó a el pelotón, algunos corrieron patio adentro, otros se
escondieron tras la hilera de nichos, y el grupo de mujeres, ahora encadenadas
a las rejas de la entrada, soportaron primero el chapuzón, y luego un alicante
gigante cortó los ataderos, para
conducirlas a la patrulla con rumbo al cuartel.
Durante
la tarde llegó la tía María, y tomados de su mano, yo a la diestra y Celia a la
izquierda, acudimos a la tumba de papá
para rezar por su alma.
Esa
noche decidí no llorar más la muerte de
papá; convencido de que conocíamos las causas que lo apartaron del camino de la
vida; y antes de dormir, imaginé el vía crucis que recorren aquellos que no
conocen el paradero de sus seres queridos, como esas mujeres, que en el ocaso
de la dictadura y los albores de la democracia, se multiplicarían como el pan y el vino en la Última Cena, juntando
su pesar con otros miles, que habían sido torturados, exonerados o exiliados
bajo la regencia del Tirano.
El Cacerolazo
Corría
diciembre del ochenta y siete, y la ciudad estrenaba nuevas prendas, para dar
la bienvenida a la Navidad
y el año nuevo; y como siempre, el cementerio, a excepción de la tumba de los
gitanos, quedaba al margen del maquillaje urbano.
Los
faroles de Lota Bajo vestían capotas de género rojo y pompones de algodón, de
la canaleta de la
Municipalidad colgaba
de extremo a extremo un lienzo con la leyenda “Feliz Navidad y Próspero
año nuevo”, mientras de los tendidos eléctricos colgaban ampolletas formando una
aurora boreal en la noches. Los
Pabellones donde trenzamos hasta hace poco nuestras vidas, vestían pascueros
articulados en las ventanas, y un pino de navidad, vendido a los pies de un
tren proveniente de San Rosendo, ocupaba el espacio baldío que nos servía de
cancha en nuestros sueños peloteros.
Esa
tarde, repitiendo el protocolo que nos ocupó en el aniversario patrio, Celia y yo aderezamos la casa con guirnaldas,
tiaras y una estrella de belén que colgamos de la cortina, mientras sobre la
estufa, que hace casi dos meses había dejado de cantar vapores, fijamos un
pequeño árbol de navidad sobre un tarro de aserrín, que llenamos de tiritas de
papel volantín, luces y motas de algodón, mientras a sus pies, un pesebre
esperaba el nacimiento del niño Jesús.
Cuando
la ilusión estaba sembrada, esperando la cosecha del veinticinco de diciembre,
una vez que el sol se escondió tras el mar que baña nuestro pueblo de carbón,
un sonido, grácil primero, y que luego
empezó a repetirse hasta transformarse en estallido, nos llevó a curiosear desde la ventana.
“¿Qué
es ese ruido Tata?”, preguntó Celia, mientras Flo y su esbelta y espigada amiga de plástico
compartían en el sofá.
“Salgan
de la ventana, vengan, vengan”, pidió el abuelo en voz baja, como evitando ser
escuchado.
“Apaga
la luz Nino”, me indicó, antes de tomarnos por la cintura y arrastrarnos hasta
el cuarto.
“¿Pasa algo malo abuelo?”, pregunté asustado y
aferrado a su regazo.
“Nada
hijo, es solo que aquí es más seguro”.
El
crujido se expandía como humo por el cielo, a veces bajaba de intensidad, pero
a medida que contábamos los segundos y los minutos, también crecía,
convirtiéndose en una olla de grillos, ensordecedora y resonante.
“Parecen
ruidos de ollas”, me aventuré a especular.
“De
miles de ollas”, dijo Celia, sin soltar el brazo del abuelo.
“Es
un cacerolazo”, confirmó el abuelo.
“¿Y
para qué las hacen sonar?”, inquirió mi hermana.
“Es
difícil de explicar. Es una forma de
protesta”.
“¿Protesta
contra los militares?”, pregunté recordando las historias que se contaban en la
escuela o en el patio de los Pabellones, y que hablaban de que estaba ad portas
de fraguarse la caída del dictador; aunque a mi edad, no entendía mucho lo que
ese concepto encerraba.
“Algo
así hijo, pero no es bueno hablar de ciertas cosas”.
“¿Y
son verdad las cosas que se dicen Tata? ¿Que hay personas que han muerto y
desaparecido?”.
El
abuelo me miró temeroso de su respuesta; la estudió en silencio, y acercándose
a mi oído, para evitar que creciera el temor que Celia amasaba en la penumbra,
ratificó mi miedo, y me pidió que nunca más hiciera esa pregunta hasta que
volviera la democracia.
El
sonido de los recipientes se repitió como un eco desde el interior de las
mediaguas, y el trinar del metal y el aluminio, se hizo tambor en las
poblaciones y en las villas, bajo el anonimato que concede la noche. Pero a la melodía reformista le siguió un coro de
balas, y fue en ese instante cuando el abuelo nos ordenó que nos tumbáramos
bajo la cama, para evitar que un plomo, un proyectil, un perdigón diera por
error en nuestras murallas.
Papá
habría estado tocando las cacerolas, me dije en silencio, mientras esperábamos
que la calma volviera a la ciudad.
Navidad
Los
villancicos de Navidad silenciaron los rumores que se encendieron tras el mugir
de los pucheros; y pese a que me apenaba dejar al abuelo acompañado tan solo
por sus muertos, el apetito fue mayor, y accedí a viajar junto a Celia hasta
Santiago para pasar las fiestas con mamá y su nuevo novio.
Nunca
habíamos viajado solos, ni siquiera en
micro, pero el abuelo terminó rindiéndose al deseo de su hija, y nos embarcó en
el bus, bien recomendados al chofer, señalándole que ella nos estaría esperando
en el terminal Alameda.
No
conocíamos Santiago, más allá de las imágenes que caben en un aparato de
televisión de catorce pulgadas; y como el viaje fue de noche, el albor nos
sorprendió contemplando una ciudad infinita: largas carreteras, dos torres
cilíndricas denominadas Tajamares y edificios de altura, nos saludaban con
desdén.
Mamá
esperaba junto a Pedro en una banca de la estación, y apenas entramos a la avenida, Santiago nos aplastó como un
gigante, con su tráfico y su smog, pero también nos cautivó con su multitud
colmando las callejuelas, sus librerías exponiéndose a la intemperie en San
Diego, La Casa
de Gobierno merodeada de carabineros, el Edificio Diego Portales elevándose
como una niebla a babor de la autopista y un Libertador exánime y afónico cabalgando
sones de independencia trasnochada en plena Plaza Italia.
Pedro
vivía solo a unas cuadras de allí, a medio camino entre la Universidad Católica
y Portugal, en el décimo piso de un edificio que hacía ver enanos a las residencias
tangentes. Subimos al ascensor, una caja
claustrofóbica de acero cuyos botones se iban iluminando a medida que ascendíamos
rumbo a un cielo de concreto; un pasillo lúgubre nos esperó al abrirse las
puertas; y tras dos vueltas a la cerradura, el departamento nos recibió
impasible y con candidez estival. Un refresco drenó nuestras gargantas, y antes
de sentarnos a desayunar, Celia y yo nos asomamos al balcón y contemplamos
desde las alturas la metrópoli inflamada por el tráfico, el comercio, la
cantinela y la multitud. El vértigo
afectó a Celia, quien me sujetó de la mano para contemplar la ciudad, una muy
distinta a la que apreciábamos desde Lota Alto, pisando tierra firme, desde los
Pabellones.
Después
de almuerzo nos dirigimos al zoológico, en las faldas del cerro Santa Lucía, y
al salir del ascensor, luego de recorrer las celdas, de avistar a unos inquietos monos parlanchines
balanceándose de árbol en árbol tomados de una lianas verduscas, a un par de cebras pastando sobre una estepa
artificial, a un hipopótamo buceando en el lodo, a una foca dominando una
pelota de plástico en su hocico húmedo, a un león viejo y soñoliento espantando
las moscas con su garras; nos acoplamos al funicular, y llegamos hasta los pies
de la Virgen
en el cerro San Cristóbal, donde luego de orar un padre nuestro, nos sentamos
sobre el césped a disfrutar una merienda fría.
La
tarde nos sorprendió bebiendo un helado en Bellavista; Pedro retornó al
departamento excusándose en que debía terminar unos arreglos para la cena de
Noche Buena; mientras nosotros recorrimos extensas cuadras hasta llegar al
frontis del Cerro Santa Lucía, donde una feria artesanal quemó el tiempo que
quedaba para el advenimiento del ángelus. Las luces titilando como luciérnagas en
un pequeño árbol de navidad iluminaba
tenuemente el departamento; la mesa estaba vestida con un mantel blanco, vajilla
nueva y un candelabro de velas rojas decoraba su seno; y antes de una
hora, sólo los huesos del pavo quedaban
sobre la fuente que lo había acompañado al horno. Luego del postre, Pedro y mamá abrieron la
ventana de corredera que conducía al balcón, y la voz de Celia estalló como un
trueno al observar unos paquetes de regalo depositados a la intemperie.
“Debió
ser el viejito pascuero”, exclamó mi hermana mientras se esforzaba por leer su
nombre en la pila de papeles de regalos, hasta que por fin, encontró los suyos,
y los abrió hasta descubrir una pollera
floreada, una cuerda para saltar, un espejito con la imagen de Ángel, la Niña de las Flores, y un
juego de té. Yo, en cambio, sin que mi
hermana se diera cuenta, agradecí a Pedro y a mamá, cuando luego de romper los
pliegos multicolores, descubrí una polera impresa con la imagen de “Centella” y
una autopista, que colmaba por esos días la publicidad en la televisión y
constituiría la envidia de mis amigos en Lota.
La
mañana siguiente, a bordo de la
Citroneta azul de Pedro, partimos rumbo a la Costa, y fue allí, luego de pasear de la mano por el reloj de
flores y playa Las Salinas, de andar en Trole y subir por los ascensores de
Valparaíso, que me di cuenta que mamá se había enamorado de ese hombre que hace
tan poco yo y el abuelo mirábamos con distancia, más por ser el hombre que
reemplazaría a papá, que por su condición de militar, que no era un signo de
admiración en mi pueblo sindical en esos días de dictadura.
Playa Blanca
Al
volver a Lota, el abuelo nos esperó con sus regalos bajo el brazo, y luego de
celebrar el año nuevo junto a él, una de
las mañanas venideras, la tía María nos pasó a buscar para bajar a Playa Blanca
y disfrutar un verano que prendía sus
primeras brazas.
La
tía era la única hermana de mamá y si bien la aventajaba en solo dos años, sus
siluetas y semblantes las apartaban aún más, y no eran pocos los que creían que
a lo menos una década separaba sus nacimientos.
La
suerte que corrieron, también fue distinta, así como la relación que cultivaron
con el abuelo. La génesis de dicha
diferencia no fue gratuita; por el contrario, estaba enraizada en la infancia,
cuando el que oficiaba de padre, extravió su rol, entre los quehaceres de la Mina, la adicción al alcohol
y la inclinación por el adulterio; todas estas ocupaciones y vicios que desconocía por completo la temporada que
vivimos juntos en el cementerio, y que se develaron recién cuando se formaron
las primeras marcas y arrugas en mi catadura. La madre soportó estoica las noches en vela,
el olor a vino barato impregnando la cabecera, la falta de plata para parar la
olla y las huellas que las amantes dejaban intencionalmente en el cuello de la
camisa del esposo, en la piel o en las inapetencias del bajo vientre; pero el
abandono se imprimió a fuego en el gobierno íntimo de la hija mayor, no así en
mi madre, que en este entonces convirtió su infancia en un paraguas donde jamás
llovía. La granizada cayó siempre sobre
la tía, que se tapaba los oídos, ocultando su cabeza bajo las sábanas para no
oír al abuelo arrastrando su curadera, que se declaraba sorda ante el rumor de
mujerzuelas que contaban o descontaban los días que faltaban para que el esposo
infiel cayera rendido en sus brazos arpías, y que acompañó muchas veces a su madre
a aplanar las baldosas de los Pabellones numerados, a fin de vender el pan con
chicharrones que les permitiera enfrentar la carestía.
Pese
a que una enfermedad coronaria mató el apetito sexual del tata, llevándolo a
abandonar el alcohol, sus oficios en la mina y a las otras “minas” que ocupaban
sus noches borrachas; pese a que el paso de los años, la costumbre, la
comodidad o el amor incondicional de
la abuela, lo convirtió en el zorro
amaestrado del Principito; y por sobre todo, pese a que terminó pidiéndole
perdón de rodillas a la abuela, compartiendo junto a ella una década de su
oficio mortuorio, y declarándole su amor hasta que soltó el último hálito de
vida; tía María jamás logró cicatrizar sus heridas; lo que la sentenció a la
soledad y a separar su camino del camino de los hombres. No eran pocas las lenguas afiladas que
llegaron a decir que la tía era una “marimacho”, o una “camionera”, y yo solo
comprendí su distancia y su pena, cuando crecí y leí el real significado de
dichos apelativos denotativos. El único
hombre que amó fue su padre, y fue temprana y amarga su desilusión cuando este
tropezó en el camino.
Las
diferencias superficiales con mamá, en tanto, también nacieron en la cuna de la
desilusión; pues la difidencia la condujo a hacer de su casa una cueva ermita,
donde sació sus instintos a punta de comida, hasta quedar convertida en un
bulto estático y rollizo.
Solo
mi nacimiento y el de Celia, lograron sacarla de su gruta, para volverla a la
vida, y si bien no logró reconciliarla por completo con el abuelo, por lo menos
redujo la distancia y permitió que volvieran a compartir el saludo, una mesa o
un abrazo tibio.
Pasó
la tía a buscarnos esa mañana para bajar al océano, y apenas nos desprendimos
del cemento, descalzamos nuestros pies, reposamos unos instantes nuestros
cuerpos en la arena y luego nos echamos mar adentro, jugando a capear las olas,
seguidos de cerca por su mirada.
Sentados a su lado dejamos que el sol secara la humedad de nuestros cuerpos
y trajes, el mío apenas un pantaloncillo corto de fútbol y el de mi hermana un
traje de una pieza monocolor, y luego caminamos por la orilla de la playa, allí
donde las olas dejan un surco, una estela espumosa, hasta llegar al roquerío,
donde descansamos sobre un penacho, comiendo los huevos duros que la tía había
cocido para nosotros la noche anterior.
La
tarde atrajo una aglomeración al arenal, rápidamente se pobló hasta la última
plaza vacante de la ribera; y fue fácil reconocer rostros conocidos, como el de
don Luis, el vendedor del kiosco del colegio, junto a su familia, y el mismo Pera, con quien entré nuevamente
al salar, hasta que el sol bajó unas palmas de mano. Celia se quedó al costado de tía María,
haciendo agujeros en la arena, que en segundos se convertían en vertientes, donde
sumergía a la Barbie
regalada por Pedro, mientras Flo quedaba
en su regazo, cuidada de que su cuerpecito de lana y lona, no se estrellaran
contra la dunas diminutas.
El ángelus dibujó olas naranjas y amarillas en
el cielo, y partimos a casa, donde la tía accedió a pasar, beber un té junto al
abuelo, para luego sumergirse en su covacha, que era el único lugar donde
realmente se sentía segura.
Nuestra propia Playa
En
dos ocasiones adicionales, bajamos a la playa ese verano, una junto al abuelo,
y la otra con mamá, en su única visita estival;
mientras los últimos días lo pasamos entre enterramientos y sepulcros,
con el sol pegando fuerte sobre nuestras molleras. Pero como a falta de pan, buenas son las
tortas, yo y Celia decidimos que no era hora de perder tiempo en lamentaciones,
por el contrario, nos dispusimos a hacer del cementerio nuestra propia playa.
Agarramos
el paraguas negro del tata, ese que le servía de arrimo cuando debía pilotar
cementerio adentro para cavar las tumbas en pleno invierno, y que ahora
reposaba boca abajo, como murciélago, colgado del travesaño de la tina;
dibujamos flores sobre ropas que ya nos habían quedado pequeñas, las recortamos
con aplicación, las pegamos en el lomo del utensilio, simulando una sombrilla;
y la dispusimos en el antejardín; al costado de unas toallas; mientras nos
turnábamos con Celia por ocupar el balde y la pala, que nos servían para
fabricar con esfuerzo un castillo de tierra; que los castillos de arena sólo se
pueden construir a la orilla del mar, y nosotros éramos impetuosos en nuestros
desdén, pero no ilusos para no comprender la diferencia.
Cuando
el calor apremiaba, como ya tiene costumbre el sol de verano, corríamos hasta
el primer pilón que sirve para refrescar las flores de las tumbas, llenábamos
el balde de agua y lo dejábamos caer sobre nuestros cuerpos; para luego
regresar a nuestra Costa.
Los
transeúntes fijaban su mirada en nuestro litoral contrahecho, algunos
carcajeaban al pasar, otros disimulaban la sonrisa, pero también hubo un par de
cristianas, de esas mojigatas que se golpean el pecho y luego lanzan la primera
piedra, que consideraron nuestro juego una falta de respeto, y así se lo
hicieron saber al abuelo, que al cabo de un rato desmanteló nuestro espejismo,
para enviarnos a jugar dentro de la casa.
Un
rato nos mantuvimos ocupados; Celia, haciéndole trenzas a Florencia y bañando
su Barbie en la tina del baño; y yo, dando vueltas redundantes al autopista que
el novio de mamá me había regalado en navidad; pero luego desobedecimos, y
corrimos entre las tumbas y bóvedas, jugando primero a la “tiña”; y luego a un
particular invento que consistía en buscar a lo largo de la hilera de nichos la
mayor cantidad de nombres muertos que se iniciaran con la letra “a”.
Luego
de recorrer el abecedario, nos sentamos a la orilla del riachuelo que cruza
como la línea del Ecuador al Campo Santo, y seguimos con nuestra mirada a los
parientes, ascendientes, descendientes, consanguíneos y allegados que arriban
al cementerio, con la idea de ver a los que adelantaron el vuelo, para lo cual
tendrían que tener un sexto sentido, pues no hay ojos que vean muertos, salvo
los de Celia cuando supuestamente fue raptada por La Llorona.
Contábamos
a las personas que aún cargaban luto en su vestimenta, a los que las lágrimas
les jugaban una mala pasada, a los que oraban a los pies del granito, a los que
se sientan en el mármol que sirve de funda al sepulcro vecino, a los que niños
que ofrecen cambiar el agua de las flores, a los jóvenes novios que se besan bajo
el sauce, en fin, a todos los que llegan hasta
aquí, con motivos explícitos o solapados.
Nuestra
mirada se hunde en las tumbas olvidadas, desiertos cercados por rejas carcomidas por el óxido; en las tumbas
proletarias, que tienen el traje de tierra; pero también en las de mayor
refinamiento, que en su atavío de jaspe y piedra caliza, no hace
más que pronunciar las ventajas que tuvieron en vida, aquellos que hoy
las ocupan.
Regresamos
a casa, la televisión ocupa lo que queda del día.
Marzo del 88
Marzo
del 88 arribó entre protestas del gremio docente, que peleaban por
engordar los flacos sueldos que el
Estado les pagaba, por el reconocimiento a la carrera docente, por la
reposición de la educación cívica –desde septiembre del 73 excluía del currículum- por fijar mayores límites a la educación
particular, así como por el término de prácticas abusivas, como los despidos
injustificados y la exoneración de la que habían sido objeto una larga nómina
de profesores de izquierda; así como por
movilizaciones de los trabajadores de la salud, que agrupados en la
“FENATS”, veían con malos ojos las explosivas ganancias de las ISAPRES, a costa
de la salud pública.
Por
el canal católico desfilaban las más diversas movilizaciones ciudadanas, desde
los estudiantes universitarios, hasta los trabajadores; mientras que el
noticiero del canal nacional, era dominado por
monotemáticas notas de gobierno, donde se podía contemplar al emperador,
inaugurando una nueva línea del Metro o acusando a grupos extremistas por la última
bomba que dejó a oscuras la capital.
En
Lota, la situación no era distinta a la del país, por el contrario, constituía
junto con Coronel, las ciudades donde el eco opositor resonaba más fuerte; lo
que quedaba de manifiesto en verdaderos cabildos ciudadanos que brotaban
espontáneos en la plaza; en las marchas de los mineros, que se rehusaban a
abandonar la explotación del carbón; en los panfletos subversivos, que
alfombraban las principales arterias del pueblo; y en las reuniones
clandestinas, que se desarrollaban a la luz de una vela, en los
Pabellones.
Entramos
a clases, sin mayor preámbulo, y con ello me refiero a que no hubo necesidad a
comprar nuevos uniformes, y si la hubo, nadie abrió la boca para explicitar
dicha penuria.
La
conformación de la sala era un retrato del año 87, a excepción del guatón Cortés, que si bien el
año pasado ya exhibía sus primeros kilos menos, ahora se había transformado
para sorpresa de muchos, en el “Mino” del curso; y de Laura, la nueva
compañera, que destronó al Pera del lado de mi banco, y selló en un par de
meses mi paso a la adolescencia. Sin embargo, algo distinto se olía en la
escuela, y era que no, si no había rastros de a lo menos tres profesores que
hasta el año pasado colmaban nuestras aulas, incluido el inspector, cuyo puesto
ahora lo ocupaba un uniformado en retiro, que mantendría la disciplina a costa
de hacernos pasar todo el día oliendo fecas de ratón en las penumbras de la
bodega.
¿Qué
pasó con el profesor de matemáticas?, preguntamos al nuevo docente que recién
empezaba a dibujar ecuaciones con tiza
en la pizarra, para acto seguido, quedarnos sin recreo, y de paso, con
la lección aprendida de que era mejor no
preguntar ciertas cosas.
Extinto
el primer día de clases, junto a un grupo de compañeros nos dirigimos hasta la
cancha trasera de los Pabellones, y allí el Pera, que además de ser mi mejor
amigo, era el hijo de un dirigente sindical, nos narró lo que se comentaba a
puertas cerradas.
“Dicen
que aprovechando que el profesor
Ortúzar, estaba de vacaciones, los militares habrían allanado su casa, y le
habrían encontrado literatura
subversiva; algo de Marx creo que escuché; y un montón de fotos de Allende y la
“Tencha” Bussi. Lo fueron a buscar al
mismo campo donde descansaba junto a su familia, en Los Álamos, y lo habrían
sacado a la fuerza, llevándoselo a la rastra.
Luego lo subieron a una “cuca” y de ahí nunca más han sabido de él”.
“Que
mala, ¿y su familia?”, pregunté.
“Dicen
que la madre dejó a los hijos en el campo, encargados a los abuelos, y que
ahora vaga de comisaría en comisaría, tratando de saber algo de su esposo”.
“¿Y
el profe Ramírez?”, interrogó un compañero, curioseando respecto al destino del
maestro de matemáticas.
“Lo
que me dijo mi papá, y esto que no lo sepa nadie, es que le habrían sorprendido
con el inspector en una taberna, curados como tagua, hablando contra la
dictadura, y que ellos la harían caer a punta de propaganda. Esto lo habría escuchado un policía de civil,
que tomaba un trago sobre la barra, y al día siguiente, habrían encontrado en
su casa una imprenta artesanal y cientos de facsímiles, igualitos que esos que
amanecían esparcidos por los Pabellones”.
“¿Pero
están bien?”, preguntó el guatón Cortés.
“Nadie
supo más de ellos; y sus esposas y madres, están hace un par de días en
Santiago, golpeando las puertas de la Vicaría de la Solidaridad, por si
pueden ayudarlas”.
Recordé
que no había pasado a buscar a Celia a su sala de clases, deben haber
transcurrido por lo menos veinte minutos; volví a la escuela, y la vía allí
parada, al costado de la bandera,
esperando que yo apareciera.
“¿Dónde
estabas Nino?”, estaba preocupada, me sermoneó.
“Disculpa
hermanita, es que tuve que cruzar a la casa de un compañero a buscar un libro”,
mentí.
Nos
enrielamos rumbo a casa del abuelo, allí donde nuestros compañeros no podían
explicarse que viviésemos, y que más de alguna broma nos costó en los primeros
días después de la partida de mamá.
El
abuelo terminaba sus ocupaciones del día, Celia y Flo se encerraron en el
cuarto, y mientras poníamos la mesa con el tata, le asalté con las noticias que
me habían relatado a la salida de clases.
“¿Es
verdad abuelo?”, pregunté inquieto por su respuesta.
“¿Quién
te contó eso?”.
“Eso
no importa, pero ¿es cierto que la dictadura los hizo desaparecer?”.
El
abuelo me miró con sus ojos sin consuelo, me condujo hasta el sofá, nos
sentamos, y me explicó que tal como ocurrió el día del Cacerolazo, o el día que
un grupo de mujeres se había encadenado a la reja del cementerio reclamando a
sus desaparecidos, era mejor quedarse al margen de estas situaciones.
“No
son cosas en las que deban meter su cuchara los niños”, me indicó.
“Solo
quiero saber si es cierto, nada más”.
“Prométeme
que si te digo la verdad, será nuestro secreto, y nunca, repetirás nuestra
conversación, con nadie, por más amigo o cercano que este sea”.
“Te
lo prometo abuelo”.
“Es
verdad hijo, pero en ocasiones, es mejor ser ciego. Eso no significa que estemos de acuerdo,
pero ya llegará el momento, más temprano que tarde, de poder conversar estos
temas abiertamente. Hoy no está el
trigo bueno para la cosecha. ¿Me entiendes?”.
Confirmé
con mi cabeza, tomé once en silencio y antes de dormir, le pedí a Dios que
terminara con la dictadura, sin saber que un Arcoiris estaba formándose allá
afuera.
Un cumpleaños sorpresa
El
veinte de marzo tía María cumpliría un nuevo año, y como no recordaba
celebraciones previas en su honor, salvo algún chocolate o cachivache que mamá
le llevaba de regalo, decidí que era el momento de preparar un cumpleaños
sorpresa, que aliviara en algo sus cargas y de paso, contribuyera a
reconciliarla con su padre.
Hablé
con mamá por teléfono, y después de confirmar que viajaría el fin de semana, le
aclaré mis intenciones, dispuesto a fabricar la fiesta más bonita de la que
tuviéramos recuerdo.
Rompí
el chanchito de greda que reposaba sobre la cómoda del cuarto, y que desde la
partida de mamá a la capital, había recibido, gota a gota, por su rendija, las
monedas que el abuelo, mamá o su novio nos habían regalado; conté el dinero esparcido sobre la funda de
la cama, dos mil trescientos ochenta y cinco pesos fue el saldo de nuestro
esfuerzo; los eché al bolsillo, y finalizada la jornada escolar, caminamos
junto a Celia hasta Lota Bajo, donde compramos una torta de biscocho y piña, un
manojo de bebidas Guinda Nobis y Free, ramitas, suflés de queso, maní con
merquén y una bolsa de cotillón que nos serviría para adornar la casa.
Esa
noche ataviamos las tapias, el cielo y
el mobiliario de la morada; unas letras festivas recortadas en colorida
cartulina vistieron el muro principal, cuatro ovillos de globos se elevaron
como nubes arcoiris en las cuatro esquinas de la cubierta y algunas serpentinas
colgaron como lianas policromadas por las cimas y ángulos de la habitación.
Mamá
llegó de madrugada a nuestra plaza galana, llegó sin compañía, debido a que Pedro tenía
compromisos laborales que saldar; se tomó un té esperando que aclarara el
día, dio tiempo al abuelo para
despertar, sentarse a su lado y charlar un rato, entró a la cocina y no salió hasta que
concluyó una bandeja completa de sopaipillas y otra de calzones rotos, que
servirían para orlar la fiesta de la tarde.
Apenas
Celia despertó se enganchó a ella, y como siempre ocurría, se desprendió de sus objetos de transición
para mantenerse encadenada a su falda, desde donde no se desprendía hasta la
partida, cuando hacía que mamá llenara de su perfume a Flo, para que algo de ella quedara en su
cuerpecito de lana una vez que la distancia no admitiera más abrazos.
Almorzamos
pastel de papas, y una vez lavada la loza, empezamos a ubicar los bocados en
posillos de vidrio que terminaron por decorar nuestro alcázar. Mamá sacó tres regalos desde su maleta, un
anillo de plata, un santito esculpido en metal y una figurita decorativa de
esas que se acostumbran a ubicar sobre pañitos tejidos a crochet; y nos dio las
dos últimas a mí y a Celia para que fuésemos nosotros quien le entregásemos
dichos obsequios a la tía.
El
abuelo salió un momento, y llegó pasadas las cuatro de la tarde, cargando una
caja de bombones bajo el brazo, lo que hizo que a mamá se le empañaran los ojos
de emoción, quizá esperanzada de que ese pequeño gesto, abriera las puertas a
una reconciliación que tardaba más de la cuenta y que durante años tenía al perdón
esperando en el pórtico.
A
las cinco, mamá se dirigió a buscar a tía María, y cuando atravesaron el acceso
al cementerio, prendimos las velas de la torta, y una vez abierta la puerta,
entonamos a todo pulmón el cumpleaños feliz, ante una agitación que la tía no
logró ocultar.
“Feliz
cumpleaños hija. La quiero mucho”, dijo
el abuelo, entregándole la caja de bombones, mientras la tía se fundía en sus
brazos, y en su rostro, las lágrimas brotaban como agua fresca emergiendo de
una vertiente.
Sentados
a la mesa, fue el tiempo de recordar, no las retentivas dolorosas que
terminaron por distanciar al abuelo de su hija, sino aquellos momentos alegres que parecían
olvidados, pero que estaban allí, al pie de la memoria, esperando a ser
desenterrados. Así se trasladaron a sus
partos, a sus primeros pasos, a sus
cumpleaños infantes, al primer paseo familiar, en fin, a aquellos momentos en
que junto a la abuela, la vida parecía no irse tan rápido.
Los Deudos más queridos
Para la polis, el cementerio constituía el ángulo donde confluían
presente y pasado, vida y muerte, recuerdo y olvido, pero bajo el común
denominador de constituir solo un momento, un espacio transitorio, tal vez una
pausa donde podían darse el gusto de
bucear en la intimidad, de encontrarse a través de una lágrima, un
silencio, una oración, con aquellos que
adelantaron el vuelo. Para nosotros,
por el contrario, era nuestro lugar de residencia, nuestro hábitat natural
donde se deshilvanaban nuestras cotidianidades. Los espacios donde dominaba la reflexión nosotros los convertíamos en juegos
infantiles; el miedo era reemplazado por la curiosidad, los mitos urbanos se
deshacían en nuestras manos como objetos de realidad, y las personas que ante
la mirada colectiva eran deudos, para nosotros eran sujetos con historia, que
arrastraban culpas, confesiones y recuerdos contenidos, en los que era una
tentación indagar. Donde ellos veían
tumbas, nosotros distinguíamos el granito, el mármol, el hormigón y la arcilla; artefactos que pasan ante la mirada corriente
inadvertidos, para nosotros componen signos, que develan profundas convicciones
y significados, como la cruz cristiana, la estrella de David o el “Ménora” o
candelabro de siete brazos; las flores que ante el vocabulario masivo no
distingue ethos, para nosotros era un conjunto infinito de nombres, texturas,
colores y aromas dignos de un alquimista; y las lápidas impresas que ante los
ojos que miran pero no ven no son más
que nombres tallados en la piedra, para nosotros instituían personalidades,
familias, vínculos afectivos que era preciso urdir, vidas alegres o miserables,
pero vidas al fin y al cabo, muertes dignas o indignas, pero muertes al fin y al cabo.
Los deudos que más llamaban nuestra atención eran tres: la señora
Ninfa, una viuda de piel morena y seca, cejas anchas, ojos oscuros, pelo tieso,
labios siempre bien pintarrajeados, altura de alfeñique, cojera en el pie
izquierdo y de figura tan exigua que se perdía al paso de
los árboles, de los faroles y las señaléticas; quien acudía al cementerio todos
los días del año, sin importar que el sol quemase hasta los rastros o que la
lluvia anegara las arterias de la ciudad.
El abuelo nos contó que perdió a su compañero cuando ambos alcanzaron la
edad de Cristo, cuando él –de oficio
maquinista- descarrilló el ramal en uno de los viajes trasnochados en que le
ordenaban trasladar el carbón que extraían de las minas. La gente los recuerda paseándose sin libreta,
de la mano por la ciudad, echándose al bolsillo los vistazos y comentarios prejuiciosos que los creían pecadores, por el hecho de no
ser marido y mujer ante los ojos de la Iglesia, aunque siempre fueron más complemento
que cualquier otra pareja que Lota recuerde.
No tuvieron hijos, y las malas lenguas no tardaron en culpar a su concubinato
pecador de la afrenta, y de ello también acusaron al destino, cuando éste
separó sus rumbos para siempre. Yo y
Celia la observábamos a la distancia, detrás de los arbustos podados con formas
geométricas, y si bien para algunos, su gesticulación frente a la tumba de su
amado no era más que la ratificación de su extraviado juicio, a nosotros no nos
cabía duda de que ambos charlaban, quizá recordando su insolencia de no haber
seguido las normas de la época, quizá repitiendo las palabras de amor que se
susurraban abrazados en la cama o quizá contando los segundos, minutos, horas,
días, semanas, meses o años, que faltaban para volver a caminar juntos, ahora
en un paraíso, seguramente liberado de prejuicios. Nos daba gusto ver a la señora Ninfa, medio
siglo después, arrastrando su cojera día a día, para encontrarse con el único
hombre que le robó la virginidad y el sueño.
El segundo personaje que atraía nuestra mirada, era una mujer aún
joven, de no más de treinta años, tez blanca, ojos almendrados, pelo castaño
claro, piel tersa, vestidura aristocrática y gestos refinados. Se trataba de la nieta de una connotada
familia de la comuna, que se vio empujada a abortar a su primer hijo,
engendrado en una población callampa, a los pies de una pasión juvenil que no
alcanzó a derivar en amor. Cada
domingo, acudía hasta el campo santo con una vela y una flor, y se mantenía
orando en la falda de la cuna, hasta que la cerilla se extinguiera, sin importar que fuera solo
un minuto, a causa del viento que apagó la lucerna, o si la oración se
extendiera por ocho horas, que es el tiempo aproximado que demora la cera en
consumirse por completo. Dicen que hoy
está casada con el hombre que sus padres escogieron para ella, y si bien tiene
otros dos hijos, vivos, siempre acude sola, tapando su rostro bajo un sombrero,
para reencontrarse con ese ángel al que le obligaron a cortar sus alas.
Pero sin dudas, los pasajeros más curiosos de nuestro patio, son la
familia de gitanos que ocupó las primeras líneas de la fábula. Llegan ataviados de objetos, presentes y regalos; encienden cigarros y beben vino,
entonan cánticos, elevan bulliciosas plegarias al cielo, siempre dejando bien
provista la casa del difunto. Me gusta
observarlos, ver como actúan libres, sin las ataduras de los gallé y sin peso más allá del luto que mantuvieron cuando
el alma aún era impura. Me imaginó sus
charlas en romané y envidio sus ritos, sobretodo el banquete fúnebre, donde se
aparta un puesto para el occiso, a los siete días, seis meses y un año después
de su partida; pero sobretodo me conmueve la creencia de que tras la muerte,
podamos seguir interviniendo en la vida nuestros descendientes, algo que
comparto, pues siempre he sentido que mi padre marcha a mi lado, silencioso y
tácito, despejándome el camino.
Una flor para Laura
Abril del ochenta y ocho, tiene en mi cuaderno dos anotaciones que son
dignas de sacar del anonimato. Mi
rostro se colmó de espinillas y barros a causa de una adolescencia que acampaba
en mi rostro, y por vez primera experimenté
esas mariposas aleteando en mi estómago, esa idiotez súbita que nubla la
razón y que la prole denomina amor. Fue
con la llegada de Laura al vecindario, y que no se entienda por vecindario a
los muertos que son nuestros reales colindantes, sino a una casa apostada en la
avenida donde se ubican las floristas, a no más de doscientos metros de nuestro
hogar, donde llegó para vivir con su familia, trasladada desde la lechera
localidad de Osorno.
No podría definir por qué no me gustó una niña antes, pero sí conozco
las razones que hicieron que fuera ella, la primera en desviar mi mirada de los
autitos Match box; razones simples, como el hecho de hablar con las manos y
clavándome sus ojos verdes en mi mirada desde la reja del cementerio, regalarme
una sonrisa cada mañana cuando llegábamos a clases, su letra redonda y clara con
la que me comunicaba hechos nimios en un papelito confidente, en fin, cosas que
en la adultez pueden resultar banales, pero que en plena adolescencia, son pura
suma y multiplicación.
El otoño se derritió a su paso, y pronto, yo ya no tenía más recuerdos
que nuestras eternas charlas bajo un paraguas, mientras caminábamos de regreso
a casa, sin percatarnos de que Celia se mojaba la mitad del cuerpo.
Recuerdo nuestro primer beso, el primero de mi existencia, detrás de la
cortina del gimnasio, allá donde se izaba el pabellón patrio, cada lunes de lluvia,
mientras los alumnos entonábamos en fila, y de pie, el himno nacional, incluido
la estrofa que aludía a “nuestros hombres, valientes soldados”. Estaba nervioso, me sudaban las manos; yo ya
había leído un papel donde me decía que yo le gustaba, y ella ya había
confirmado que el sentimiento era mutuo, a partir de otra misiva que yo había
escrito con mi mala letra y faltas ortográficas.
“¿Y qué vamos a hacer ahora?”, me dijo con un dejo de picardía mientras
me conducía detrás de la cortina.
“No sé, nunca me había gustado alguien”, asumí avergonzado, bajando la
cabeza.
“Por eso me gustas, porque eres muy tímido”, respondió risueña.
“O sea, que ¿nunca has pololeado?”, preguntó.
“No, nunca”, respondí ruborizado, comprendiendo que ella me llevaba
ventaja en el amor.
“Mira, no es tan difícil, solo debes darme un beso y luego podemos
pololear; siempre y cuando tú quieras”.
“Sí quiero”.
Y fue en ese momento que ella estiró sus labios, y yo, con torpeza puse
los míos sobre los suyos, hasta que se confundieron en el beso más limpio, más
lindo del que tenga memoria.
Ella fue causante de mis mayores alegrías de infancia, pero también me
costó el distanciamiento de algunos amigos, y más tarde, el reproche del Pera, el que me cobraba que
ahora solo usaba mi tiempo en atender a
esta “niñita alemana” –como le llamaba despectivamente- postergándolo a él, al
guatón cortés y otros integrante de mi tribu.
El amor duró lo que demoraron los árboles en perder sus hojas, y el
invierno trajo consigo un frío entre nosotros, que se acentuó cuando me di
cuenta que ella le hacía ojitos al guatón cortés, que de guatón ya no tenía
nada. De ahí, al engaño, un paso; y
bastaron las vacaciones de invierno, para que yo viera, entre lágrimas, partir
a mi primer amor, perdiendo de paso a uno de mis mejores amigos, que de un día
a otro, pasó a convertirse en mi enemigo.
Con el corazón herido y a duras penas, logré terminar el año; pero no
sin antes, vivir la explosión social de un pueblo que pedía a gritos
democracia, y que ese 5 de octubre se volcó a las urnas, para derrotar a
Pinochet.
El Pueblo, Unido…
Las penas que me heredó el amor se fueron raudas como el amor mismo, y
ya a fines de agosto, ni rastros quedaban del dolor que había sentido. Mamá había distanciado sus visitas, a cambio
de ello, el abuelo parecía aprovechar esos vacíos para acortar aún más la
distancia con la Tía María, quien se veía más a menudo por la casa y hasta
tenía otro semblante, que le hacía verse más joven y alegre que en el pasado.
Celia había postergado un poco su obsesión por Flo, y por vez primera, algunas
compañeras de curso se paseaban por el patio de los muertos, a veces asustadas,
debido a las historias que mi hermana les narraba, donde el límite entre lo
real y lo ficticio era una delgada línea por sobre la cual parecía caminar a
gusto.
“Te juro que la Llorona se pasea por el cementerio, buscando al hijo
que perdió”, sentenciaba, causando el pánico en las pequeñas comensales.
El país entero vivía una fiebre política que dividía la población en
dos bandos; los que estaban a favor de la continuidad del régimen, y otros que
pedían el fin de la dictadura. Algunos
ocultaban su intención de voto, y sus ideologías solo eran comentadas a la hora
de la “Once” y en voz baja, como en casa del abuelo, siempre temeroso a que
alguien escuchara a través de la puerta y lo sentenciara al mismo destino
incierto de miles de compatriotas, que se vieron privados del trabajo, de la
familia e incluso de volver a poner un pie sobre la propia patria; otros, salían a la calle, se tomaban las avenidas, y
como si se tratase de un Carnaval, anunciaban con cánticos, gritos,
pancartas, serpentinas y “challas” el término
de los días de luto.
“El Pueblo, Unido, Jamás será vencido”, se escuchaba como un panal de
abejas a punto de estallar; los más valientes instalaban letreros con la
palabra “NO” en las ventanas de sus casas, otros marchaban elevando
carteles con los rostros de sus
familiares desaparecidos; los micreros y taxistas tocaban las bocinas, desde
una que otra casa, asomaba la esperanza vestida de bandera tricolor, mientras
algunos cerraban la cortina o miraban tras el ojo de la cerradura como pasaba
la historia ante sus ojos.
Cada día que pasaba, el miedo iba despojándose de sus cadenas, y ya no eran cientos, sino miles, o
decenas de miles, lo que se atrevían en cada ciudad y cada pueblo, a salir a la
calle, a frenar las aspiraciones del militar a seguir ocupando el trono por
ocho años más. Y fue así, como
lentamente, observé desde la reja del cementerio, sumarse a la caravana a los
pirquineros, los mineros y pescadores, luego a los estudiantes, los profesores,
las dueñas de casa, y a muchos de los que formaban parte de mi historia, como
don Luis, el quiosquero de la escuela; la señora Conchita, los compañeros de
trabajo de papá, el tío Armando, y hasta la propia tía María, que caminaba
altiva con un brillo especial en los ojos, como si hubiese recuperado la
alegría de vivir.
La franja política no hizo más que aumentar la polarización en el país,
y al anochecer, las calles quedaban vacías y las familias se sentaban frente al
televisor, a ver dos opciones que se presentaban nítidas ante el país: una que
mostraba a un país anclado en temores y
librando una guerra interminable contra “enemigos” invisibles; y otra, que
contagiaba con humor, color y música la sensación de que un país más alegre
estaba por nacer.
La Campaña del No me heredó imágenes surrealistas para mi pequeña Lota;
a un personaje florido entonando un vals chispeante por los distintos
escenarios de Chile; a un político
apuntando con el dedo acusador al dueño de la batuta; a decenas de actores y
actrices, músicos y futbolistas, que salían de sus escenarios y canchas, para
terminar con los atropellos; a noveles figuras internacionales sumándose al
llamado del Arcoiris; a hombres comunes y corrientes, anexándose a las
interminables manifestaciones con que el pueblo, estaba dispuesto a “vencer a
la violencia con las armas de la paz”; pero también puso de manifiesto ante
nuestros ojos de pueblerinos quizás, las atrocidades del régimen, a través de
relatos sobre las exoneraciones, el exilio, la tortura, los fusilamientos y las
desapariciones, muchas de las cuales circulaban como olas de rumor en los
pasillos de la escuela, en las canchas, en los bares y cuya mayor cercanía para
un niño como yo, fue la imagen de las madres y esposas de detenidos
desaparecidos, encadenas a las rejas del cementerio, mientras un guanaco
escupía agua sobre sus débiles carnes.
“¿Viste a la tía María en la marcha?”, pregunté al abuelo. “También estaba el tío Armando”, agregué.
“Sí, si los vi”, dijo el abuelo, esbozando una sonrisa de orgullo.
“¿Y tu vas a votar que No?”, preguntó Celia el último día de la franja
electoral.
“Efectivamente”, señaló el abuelo, con la vista perdida en el cementerio,
mientras en las calles volvía a nacer el lema “El Pueblo, unido, jamás será
vencido”.
El rumor
Mamá llegó temprano el día previo a la elección, pero a diferencia de
otras ocasiones, se metió a la ducha, se vistió con un traje de dos piezas y
tacones, me saludó con un beso frío, y salió de casa luego de susurrar unas
palabras a mi abuelo en la cocina.
“Traté de viajar antes, pero los patrones no me dieron permiso”, le
escuché decir al abuelo.
“Y como usted sabe, puede ser peligroso andar comentando este tipo de
cosas”, comentó con un tono de preocupación.
“Puede que sea un rumor, mija.
Usted sabe que como andan los ánimos de exacerbados con el plebiscito”,
sentenció el tata, antes de que mi madre despachara un “Ojalá usted tenga razón”,
cuando ya venía camino a la puerta.
¿Qué pasa?, pregunté al abuelo cuando mamá ya se asomaba a la calle.
“Nada hijo, nada”.
“¿Qué es ese rumor del que usted hablaba?”, insistí.
“No le he dicho yo que es malo andar escuchando detrás de las puertas”.
“Si no escuché detrás de la puerta, solo estaba aquí sentado y oí lo
que decían”.
“No se preocupe usted, son cosas de adultos”, dijo acabando la
plática.
“Ocúpese usted de darle desayuno a su hermana, que yo tengo un sepelio
esta mañana”, sentenció, antes de salir rumbo al campo santo.
Puse otra taza, con su plato y cuchara sobre la mesa; calenté unos
panes en el tostador, y desperté a Celia, más con la intención de compartir con
alguien mi desasosiego, que para dar cumplimiento a la orden emanada del
abuelo.
“¿Dónde está mamá?”, escrutó mi hermana, al ver las maletas aún sin
abrir a un lado del sillón de mimbre.
“Salió apenas llegó. Iba a ver
algo de un rumor”, contesté.
“¿Qué es un rumor?”.
“Un rumor es algo así como algo que se dice de boca en boca, pero de lo
cual no se tiene certeza de que sea cierto, ¿entiendes?”.
Celia aprobó con un movimiento vertical de su cabeza.
“¿Y a qué hora va a llegar?”.
“No sé, Celia, a penas me saludó”.
“¿Estás preocupado?”, examinó mientras untaba el pan con mantequilla.
“Un poco. Me pareció que era
algo grave”, dije sin dejar de pensar en qué podría haberle llegado como un
rumor a tan larga distancia, sin que a nosotros mismos no nos haya llegado a
los oídos.
Terminamos de desayunar en silencio, nos vestimos sin ducharnos, pues
era un hábito ducharse cada tres días en tiempos de escuela, a excepción del verano, donde el propio aroma
avisaba el momento oportuno; y creímos apurar las horas, saliendo cada cierto tiempo al portal de la
casa, prendiendo la televisión, estirando las camas, o más bien la de Celia,
pues la mía no alcanzaba, debido a la altura.
Mamá llegó con los ojos enrojecidos, como si escondiera un llanto pasado
o uno que estaba por venir; saludó a
Celia, preguntó por el abuelo, llevó la maleta a la habitación, y sentó en la
cama recién extendida, recitando suspiros entrecortados, mientras su mirada se
perdía por sobre la ventana del cuarto.
Al ver al abuelo caminar hacia la casa, mamá salió de la habitación y
se apuró a encontrarlo. Hice atisbos de seguirla, pero me ordenó cortante que
me quedara adentro con mi hermana, mientras ella cerraba la puerta por fuera,
distanciándose a propósito del acceso de la casa.
“¿Qué quería que no oyéramos? ¿Qué sería tan grave como para ocultarnos
información?”.
Pegamos con Celia nuestras orejas a un vaso adherido a la puerta, pero
el ruido de los deudos que abandonaban el cementerio, los motores encendiéndose
de algunos automóviles apostados en el estacionamiento y la propia naturaleza
con sus ecos habituales, no nos dejaron oír una sola palabra.
Mamá echó a llorar sobre los hombros del abuelo; espero a que las
lágrimas se secaran, entró sola a casa, y esta vez fue él, quien salió del cementerio,
extendiendo el enigma que nos heredaba esa víspera de domingo.
¿Pasa algo malo mamá?, me atreví a sonsacar, mientras ella tomaba un
sorbo de agua.
“Nada Nino, no es nada”, respondió contradictoriamente afligida.
“¿Dónde fue el abuelo?”.
“Anda averiguando algo”, dijo austera, al tiempo que por la puerta, se
asomaba la tía María, cierto de que solo algo malo podría estar pasando.
¿Es verdad lo que están diciendo en los Pabellones?, preguntó la tía,
haciendo vox pópuli, algo que mi madre se obcecaba con mantener en reserva.
“Nino, lleva a tu hermana a comprar un helado”, ordenó mamá, mientras
sacaba un billete de quinientos del monedero.
“No tengo más sencillo, pero me trae el vuelto”, insistió presurosa de
librarse de nuestros fisgoneos.
“Pero mamá”, rezongué, tratando
de eludir su mandato.
“Haga lo que le estoy pidiendo, después le cuento”, me hizo un mueca de
complicidad como para que dedujera que no podía contarme en presencia de mi
hermana menor.
A través de la ventana se podía ver a mi madre y mi tía conversando,
pero el reflejo del sol sobre el vidrio me hizo imposible leer siquiera una
palabra. Cruzamos la calle a toda prisa,
compramos un Nifti y un Cremino, y entramos raudos a casa, movidos por la
curiosidad, o más bien la mía, pues Celia ya había olvidado lo del rumor,
mientras chupeteaba su helado de manjar.
Ahora era la tía María quien tenía los ojos rojos y el habla muda;
hasta que llegó el abuelo, y en claves, prosiguieron la conversación velada, para no volver a salir del cuarto.
¿Qué le dijeron papá?, preguntó mamá.
“Que eran presunciones, que están tratando de averiguar más, pero usted
sabe que es difícil con tanto milico dando vueltas por ahí”.
“Pero, ¿era o no una bomba lo que encontraron en la mina?”, dijo tía María,
sin filtros ante nuestra presencia.
“Explosivos, más bien, según nos
contaron algunos compañeros”.
“Ellos dirán que fueron los extremistas, y así, como tantas otras
veces, escondieron la verdad”, dijo la tía, con evidente rabia.
“No tengo dudas que esos infelices los mataron”, disparó otra vez.
“¿A quién mataron?, pregunté tratando de despejar dudas y no sacar
conclusiones apresuradas.
“Mejor seguimos hablando después”, dijo mamá, frenando la conversación,
que se dirigía en mi cabeza, justo a las causas reales de la muerte de mi
padre.
5 de Octubre
El día del plebiscito la ciudad despertó al alba; el nerviosismo se
había asentado en las almohadas y camas, exiliando al sueño a un escondrijo del olvido, así como
también al rumor del que se filtró bajo la puerta el día anterior; mal que mal,
no era poco lo que se jugaba aquel día,
una libertad doble opuesta, pues para algunos el triunfo del No libraba
de las cadenas de la dicturadura, mientras para otros, el triunfo del Sí
libraba de la posibilidad de volver al camino del marxismo.
Mamá y el abuelo se levantaron junto a la aurora, prendieron la
televisión, los noticieros trasmitían con matices el preludio de la jornada: los
vocales de mesa cayendo como gotera sobre los locales de votación, uno que otro
cartel –desobediente de la ley electoral- balanceándose en los cables de la
luz, las principales figuras de gobierno y oposición llegando hasta sus
comandos, una hilera de madrugadores votantes caminando dispersos hacia
distintos establecimientos educacionales habilitados para el sufragio, en fin,
un aguacero de imágenes, que no hacían más que acelerar las pulsaciones de
aquellos que veían en esta jornada, la posibilidad de torcerle la mano al
destino.
La tetera rechinó sobre la cuna de fuego; para los adultos, el té supo
a ansiedad y el pan a incertidumbre; mientras los niños, recién nos
desprendíamos de las lagañas que duermen en los flancos de los ojos.
Celia continuaba dormida; y yo caminaba descalzo hasta llegar a la
alfombra, donde mamá me pidió hacerme
cargo de la casa por unas horas, mientras ella y su padre, acudían a cumplir su
deber cívico, con el temor a cuestas, de que se repitiera el fraude del
plebiscito del 80, donde con el Tricel abortado, con los colegios escrutadores en manos de los
militares, la prensa ciega y sordomuda –convertida en el relacionador público
del poder- las fronteras cerradas a los
observadores internacionales, el cohecho filtrándose por la rendija de las
casas proletarias, y el miedo al soplonaje, que podía conducir a la muerte o en
el mejor de los casos al destierro, no había posibilidad alguna de dar vuelta
la página de la historia.
Caminé hasta traspasar la reja del cementerio, las calles de mi Lota
zigzagueante se atestaban a temprana
hora de peatones impacientes, y se podía respirar en el aire el aroma de la
transformación.
Mamá me contó que un silencio lúgubre se coló en las filas de espera de
cada mesa de votación; y por primera vez, en casi dos décadas, zurdos
dirigentes, becarios revolucionarios, pasivos jefes de hogar incluso, perdieron
el miedo a mirar a la cara a sus adversarios y compartieron mesa con vocales,
que antes actuaron como denunciantes, chivatos, verdugos del señorío.
Dentro de la urna, la desconfianza al espionaje hacía tiritar la muñeca, pero no alcanzó a
desviar el camino del índice y el pulgar
por trazar una línea bien marcada sobre la opción No; y fuera de ella, un guiño
silente, un palmoteo en la espalda, una sonrisa tibia, hacía que resistiera la
fe en los comensales, de que con un lápiz grafito, estaban escribiendo el
epitafio de la dictadura.
La hora de los cómputos, sorprendió a mi pueblo y al país entero con
las calles vacías, las veredas llanas, las puertas cerradas y los televisores
encendidos; la expectación hervía al interior de las moradas, y no había mujer,
hombre, viejo, niño, que no estuviese pendiente de los flashes, zoom, primeros
planos y planos americanos que ofrecían las estaciones televisivas.
Las primeras mesas cerraban con un rotundo triunfo del No, y el paso de
las horas, no hizo más que incrementar el abismo que separaba las opciones;
pero algo no cuajaba en el ambiente, pasó el atardecer, el crepúsculo, se
instaló la noche, y ni una palabra de la Junta Militar hacía preveer que se
cumpliría el compromiso de respetar el resultado de los comicios; la prensa
internacional clamaba por una cuña, algunos
civiles de derecha, con las cámaras encendidas,
empezaban a asumir la derrota, así también un oficial de las fuerzas
armadas, que rápidamente ingresaba a Palacio; pero la Moneda, la misma que se
consumió en llamas con el Presidente Allende defendiendo la democracia con una
metralleta desde el balcón, seguía muda, estática, impenetrable.
Los primeros resultados –basados
en unas pocas mesas del barrio alto escrutadas- no hicieron más que incrementar
la conmoción y la sensación de que las autoridades se resistían a sacarle a
Chile el traje verde olivo; pero en los cántaros de la medianoche, después de
que la alianza democrática transparentara sus propios cómputos, después de que
los veedores internacionales revalidaran la victoria de la Concertación y que
se prendieran las primeras barricadas en las fronteras de las poblaciones, el
cronista de Estado se plantó incómodo en el podium, y con la barbilla temblando
y la voz entrecortada, deletreó región por región, el epigrama del absolutismo;
hasta que el recuento final, hizo detonar millares de vítores contenidos, los que luego se hicieron estallido público,
en los portales de las casas, al interior de los antejardines, hasta bullir a
las veredas, las calles y las plazas.
El crujido ensordecedor de las
bocinas se confundió con los vítores
peatonales, y allí, al pie del Chiflón del Diablo, por sobre la covacha de
carbón y debajo de un cielo de banderas estrelladas, explotaron los abrazos de
los pirquineros y mineros; en los hornos y bateas comunitarias se agruparon las
mujeres, decenas, y después cientos de
ellas, dejando que la emoción se escapara por los vértices de los ojos.
Nuestro vecindario lúgubre, era
el único donde ni un vecino hacía flamear el júbilo, aunque de poder hacerlo,
no tengo duda alguna, de que muchos se habrían levantado de sus tumbas, para
reclamar un trozo de la historia.
Tía María llegó a casa pasada la medianoche; más tarde lo hizo el tío Armando,
y tras arroparse una y otra vez en abrazos, luego de unas copas de vino que los
embriagaban de emoción, recordaron el
rumor que había nacido el día previo en las casas colgantes de Louta. Esta vez, comprendí a la perfección, de que
estaba en juego la verdad sobre la muerte de mi padre.
La noche consumió lentamente las brazas de los festejos, y en la
antesala de la madrugada, camino al baño, sorprendí a mamá y su sombra hipando
sobre el sillón de mimbre.
Sin que me viera volví a la litera, apoyé la cara en la almohada, hasta
la habitación llegaba el eco de su sollozo intermitente, y me dormí inquieto,
sin descubrir si las raíces de ese llanto, estaban enclavadas en la emoción de
ese triunfo que devolvía al país a la democracia, en la incertidumbre generada
a partir de un rumor que asociaba la muerte de mi padre a la intervención del
aparataje represor del gobierno, o a un presentimiento sobre la suerte que
Pedro corría como militar, tras el retorno de la democracia.
Sombras en el cementerio
El rumor sobre la muerte de papá empezó a crecer a tal punto, que hasta
el Pera, me preguntó si era verdad que los militares eran los responsables de
haber plantado explosivos en la Mina.
Las razones, apuntaban a que dentro de los pirquineros muertos, figuraban
dos destacadas figuras del extinto partido comunista, declarado ilegal por el
régimen militar, y un Frentista; que por no haber sido detectados y
desaparecidos con posterioridad al Golpe, seguían constituyendo piedras en los
zapatos, o más bien en las botas, de los que regían los destinos de la patria
marcial.
Dirigentes clandestinos, testigos del hecho y abogados de la Vicaría de
la Solidaridad decían tener irrefutables elementos probatorios de los hechos
acontecidos, pero la fragilidad política de la época, la cercenada
institucionalidad y la justicia dependiente del poder ejecutivo, hacían de la
justicia una quimera, hecho que se mantuvo inalterable incluso durante los
primeros años de la democracia coja y tutelada con la que tuvo que lidiar el Presidente
Patricio Aylwin.
Con el correr de las semanas y meses, mamá tuvo que conformarse a la
distancia con esta verdad silenciada, y con el despertar de los noventa, de
regreso en Lota, se vio forzada a marchar con la fotografía en blanco y negro
de mi padre, como esas señoras desconocidas para mí, que un día protestaron
encadenadas al portal del cementerio.
Un hecho aconteció en el Campo Santo, los días posteriores al
plebiscito, que está marcado a fuego en mi memoria. Unos hombres vestidos con terno y gafas
negras, bajándose de dos vehículos sin patente,
llegaron una noche hasta los límites del cementerio, el abuelo caminó
con su linterna encendida hasta la reja;
entraron al recinto, uno de los hombres de quedó custodiando la
entrada, el otro se apostó en las
afueras de nuestra vivienda; vigilando que se cumpliera la orden de que nos
recluyéramos en la habitación del abuelo con las luces apagadas; el resto, unos seis u ocho hombres más, se
internaron en los dominios de la muerte; a lo lejos, creímos oír ruido de
picotas y palas; y pasadas las horas, vimos a los hombres arrastrar algunos sacos,
hasta los maleteros de los vehículos.
La mañana nos sorprendió en vela a mi y el abuelo, a Celia la había
vencido el sueño y el temor; nos internamos en el patio, vimos la tierra suelta
en la parte posterior del cementerio, allá donde se acaban los nichos y las
tumbas. “¿Qué pasa abuelo?”, “¿A qué
vinieron esos hombres anoche?”.
“A remover cuerpos, hijo”, me respondió, sumergiéndose en un silencio
que erizaba la piel.
El autoexilio de Pedro
El trabajo, mantuvo a mamá apartada de nuestra casa del cementerio por
unos meses, y recién con el arribo de una nueva navidad, volvimos a arroparnos entre sus brazos; pero
esta vez, sus ojos encerraban una pena que no tardaría en alborotarse.
En plena noche buena, después de que Celia y yo, abriéramos nuestros
regalos; ella, unos trajes para vestir a
Flo y a la anoréxica Barbie; y yo, un personal estéreo del porte de un
ladrillo, que colgué de inmediato del cinto del pantalón; mamá se quebró en los
hombros de su padre.
Contuvo las lágrimas hasta que
Celia se durmió, y luego, ignorándome mientras yo fingía que tenía el personal
estéreo encendido, mientras jugaba con un cubo Rubrik sobre la mesa de centro,
la escuché relatar la pena que inundaba los pasillos de su alma.
El teléfono de la casa de sus patrones había repiqueteado los días
póstumos al plebiscito, ella se había aprestado a contestar, creyendo que era
la dueña de casa, encargándole las compras del fin de semana; la voz de Pedro
se sintió frugal y lacónica a través de la línea, la noticia que tenía que
comunicar no era para una voz más encendida ni daba para una charla más larga;
el triunfo de la democracia, la misma que permitiría a mamá aproximarse con
paciencia a las razones de la muerte de mi padre; le quitaba también a su
segundo hombre.
“He hecho algunas cosas de las que no me siento orgulloso”, “Sólo
cumplía órdenes”, “Estábamos en medio de una guerra civil”, “Eran ellos o la
vuelta de los upelientos”, dio a mamá luces respecto a que había dormido todo
este tiempo con el enemigo; y ahora ese mismo hombre que le había curado las
heridas, dejada por la partida anticipada de mi padre, el que había llenado sus
espacios de soledad en ese Santiago que crecía explosivo y bestial, el que la
navidad recién pasada había compartido nuestra mesa en casa del abuelo,
aparecía como un extraño, despidiéndose como un cobarde de la patria, por muertes que él creía merecidas y que mamá
sabía inocentes, arrancando de una justicia que caminaría con bastones durante
los noventa.
Y ahora tenía rabia, por no haberse percatado de aquello que el abuelo
y yo quizá presentimos en nuestro rechazo inicial a Pedro; pena, por haberse
enamorado de un hombre que ahora enjuiciaba como equivocado; decepción, por ser
nuevamente desterrada del amor.
“Quiero volver a Lota, papá”, le escuché decir, antes de que me
ordenaran partir a la cama.
Epílogo
Lota recibió nuevamente a mamá un año después de que ella susurrara su
deseo al oído del abuelo; y los ahorros de los años en Santiago nos permitieron
montar un pequeño negocio en los pabellones que volvimos a habitar.
Tía María terminó su reencuentro con mi abuelo el día de su muerte, en
1996, cuando él le pidió perdón en las costillas de la cama.
Tío Armando salió de Lota con destino a la ciudad de la que mamá
arrancó con la decepción bajo el brazo, para vivir su condición, sin los
cuestionamientos nacidos como pulgas en el colchón del pueblo, y solo años
después, lo vimos sonreír, cuando nos presentó a un tío, que imaginé era su
pareja.
Pedro fue repatriado desde Argentina en 1999, y hoy cumple condena de
20 años por crímenes de lesa humanidad.
Recién con el despertar de un nuevo siglo, se develó que mi padre había muerto en un
atentado perpetrado por la DINA, y mientras algunos autores pagan con su
libertad el precio de la sangre, otros, aún vagan por calles y avenidas desconocidas
de nuestro paisaje nacional.
La dulce patria de mis muertos continúa recibiendo nuestras visitas,
cuando con Celia, descansamos a la
orilla de la tumba de mi abuelo, platicando con él, sobre esos días en que
nuestra infancia fue acompañada por la Llorona, el funeral judío, el entierro
gitano, la remoción de cuerpos por parte de agentes de la CIA y otros fantasmas
que habitan en la memoria.