lunes, 14 de abril de 2014

Llámame

Pasada las doce de la noche sonó por primera vez su teléfono. Elena dormía al lado de su marido, separados por una almohada que se atravesaba entre sus anatomías, quizá a modo de signo respecto a la distancia que se había instalado entre ellos después de los primeros siete años de matrimonio; símbolos de ignoto ethos, pero que se expresaban en menester de abrazos, penurias de besos, pobreza de caricias, carestía de esas palabras de celofán que caracterizaron los primeros días, semanas y hasta meses de su unión santificada; rastros que habían desaparecido con el correr del tiempo, que era también carrera rauda del automatismo, de la rutina, de los silencios, del distanciamiento físico.
“Aló”, dijo cuando aún sus pestañas miraban el suelo tras el velo de sus párpados flojos. “¿Quién es?”, volvió a repetir cuando un silente respiro era el único sonido que interrumpía la sordina instalada en la línea invisible del auricular. “¿Hay alguien ahí?”, expresó dudando respecto a si el suspiro era tal o era el mero murmullo que se instala a modo de interferencia en la transmisión acústica.  
Apretó end, se levantó de la cama para ir por un vaso de agua fresca para satisfacer la sed que reclamaba su vientre y sus labios secos, volvió al lecho,  su esposo quebró el silencio para preguntar el remitente de la llamada. “Número equivocado”, respondió ella, antes de entregarse a los brazos de una quimera  efímera, donde su silueta se dibujaba bailando un blues,  con su rostro reposando en los hombros de un hombre que no era su marido.  Pudo haber despertado cuando se sintió acogida en el lecho de un extraño, pudo haberlo hecho cuando el desconocido acercó sus labios y la besó con una pasión que hace tiempo no le era familiar, pudo reclamar vigilia cuando la barbilla foránea recorrió su cuerpo; primero,  por los babores del cuello; luego, por la cubierta de sus senos; finalmente, por popa de sus extremidades; pero continúo al amparo del ensueño, quizá porque deseaba experimentar esa pasión que parecía extraviada en la cotidianidad de sus días.  “Elena, Elena, despierta”, escuchó musitar a su marido que la creía envuelta en pesadillas, al ver su cuerpo estremecerse desde los estribores de sus orejas hasta la falda de su entrepierna.  “¿Qué estabas soñando?”, preguntó el hombre cuando la vio con los faroles vivos y un exiguo rubor trepando por sus mejillas. “No te preocupes, sólo fue una pesadilla”, mintió, deseando volver al sueño donde estuvo al cántaro de alcanzar el orgasmo que en su rutina era aspiración baldía.  ¿Qué hora es?, preguntó descaminada de tiempo y espacio. “Diez para las siete. ¿Entras tú primero a la ducha?”. “Sí, gracias”, respondió ella consciente de que necesitaba de dicha cortesía para que el agua dejara correr los atisbos de delectación que quedaban en su fisonomía y que se delataban en su pulso agitado, sus pechos espigados y sus pezones correosos.
Entró a la tina, dejó que la lluvia artificial cubriera cada vértice de su corteza blanquecina, la humedad tibia relajó sus ángulos cóncavos y convexos,  se secó con especial énfasis en su cabello castaño y con la toalla anudada en la cumbre de sus bustos,  entró al dormitorio donde cubría su desnudez con paños de lino, textura compatible con el calor que emana de este tránsito estacionario de primavera a verano.
En un tercio del tiempo que ella destinó a la limpieza el culminó su tarea.  Escondió los pliegues de su camisa bajo el pantalón, ajustó el cinturón, vistió sus pies descalzos con mocasines de hilo y zapatos negros, se despidió de Elena con un  perezoso ósculo en los labios y salió sin tomar desayuno a cumplir con las demandas laborales, que para esas sí tenía tiempo, en desmedro de las obligaciones maritales, que parecían no tener prioridad en su franquicia privada.
Elena caminó hasta la cocina, esperó que el hervidor recitara sus últimas melodías para avisar la cocción del agua, llevó el té hasta su boca, y en el segundo sorbo,  el teléfono declamó tres ring antes que ella llegara hasta su lado. “Aló”, contestó presta.  “¿Quién es?”, replicó con sensación de deja vú al no tener respuesta. “¿Hay alguien ahí?”, alcanzó a decir, evidenciando que había repetido como un eco la contestación de aquella noche.


La mañana pasó colmando su oficio de tareas monótonas; la revisión de la agenda del gerente, la contestación de email, el archivo de correspondencia, la toma de actas en taquigrafía,  la redacción de ordinarios, memos y cartas, en fin, aquellas faenas propias que se esconden y revelan tras el rol de secretaria y que la obligan a parchar cualquier tribulación con un saludo cordial y una sonrisa oblicua, independiente del peso de la pena.
Concluida la reunión de departamentos, aquella en que cada jefe de área da un estado de cuenta de lo rendido la semana pasada y de las proyecciones de la semana que está en curso; una vez que el resumen taquigráfico es traducido a palabras de transversal entendimiento sobre el monitor; cuando la tarde se apresta a pisar los pies del mediodía, el celular de Elena crispa al interior de su bolso, la primera vez, sin lograr su atención debido a que se encuentra en vibración; pero la segunda vez, un breve estallido de luz que sopla por la rendija de la cartera vuelca la mirada de su dueña hacia el aparato ahora insonoro. “¿Aló?”, vuelve a pronunciar, esta vez algo ataviada por la falta de retroalimentación que ha recibido del equipo, desde esta noche reciente, que bien podría interpretarse como noche de desvelo anónimo o de anonimato placentero, según el énfasis que pretenda otorgarle el decodificador.  “Hola”, le responde una voz afable del otro lado de la línea.  “¿Con quién tengo el gusto?”. “Digamos que con un admirador”. “¿Cómo?”. “Oyó bien, con un admirador”, escuchó mientras espontáneamente y contra su voluntad, se delineaba una sonrisa sobre su fachada. “¿Es una broma?”, preguntó mientras se erguía de su puesto de trabajo para ver si alguien de la oficina le estaba jugando una broma. “No, no lo es”. “¿Lo conozco?”, preguntó al acreditar  que ninguno de sus comensales se encontraba con el auricular en la mano, sino más bien concentrados en otros quehaceres que reclama el escritorio. “Aún no, aunque para mí sería un privilegio”, escuchó con la contradicción del que se debate entre cortar la conversación por temor a lo incierto y el que desea continuarla al ver como su ego crece de menguante a luna llena.   “¿Trabaja cerca de mi oficina?”, inquirió, decidida a seguir el juego que se manifestaba inofensivo. “Frío, frío”, le respondieron también con aires de jugarreta. “¿Cómo me conoce?”, cuestionó. “Aún no la conozco bien, pero por ahora me basta con escucharla”, le respondieron, como sabiendo que existía un hueco sin llenar y que era el de la escucha activa, que tan silente se había mantenido durante los últimos años al costado de la cama. “¿Cuál es su nombre?”, investigó más por interés que por curiosidad llana. “Ricardo”, le respondieron sin rodeos. “Sepa usted que me siento muy halagada, pero ya no estoy en edad de jugar a las escondidas”, dijo cuando bien pudo haber precisado “en condición”, para notificar su estado civil. “No hay edad para volver a enamorarse ¿no cree usted?”, replicaron. “¿Y cómo sabe usted que ya no estoy enamorada?”, consultó ella, extrañada por la interrogante que parecía tan bien saber de sus precariedades. “Porque de lo contrario no habría continuado esta conversación”. “O bien podría ser que no he colgado por cortesía”. “La cortesía es obligación ante conocidos y no ante extraños mi estimada…”. “Elena”, contestó impulsiva, completando la frase. “¿Cómo es que es mi admirador y no sabe ni siquiera mi nombre?”, indagó inquieta. “A una mujer como usted, bastaría con escucharla una vez para que cualquier hombre que se digne de tal, cayese rendido a sus pies”, contestó con una galantería que situó un silencio reflexivo entre los dos interlocutores. “¿No le molestaría si la vuelvo a llamar?”. “Para qué”. “Para conocerla mejor, quien sabe, quizá hasta pueda llegar a conquistarla, a ser merecedor de usted”. “Es muy amable, pero…”. “¿Pero qué? ¿Es casada?”. “¿Cómo lo sabe?”. “Extraño sería que una mujer tan dulce como usted no lo estuviera”. “Ojalá mi marido pensara lo mismo”, exclamó sin medir la sinceridad de sus palabras. “¿Puedo?”. “Está bien, que de malo puede haber en una conversación”. “Una última pregunta. ¿Fue usted quien llamó anoche y esta mañana, cierto?”. “Sí, así es”.


La habitación vacía de Elena prontamente la ocupó el equipaje emocional que ella cargó casualmente desde que ese mediodía la asaltara una conversación que no pidió, pero que perfectamente pudo ser la respuesta a un deseo acallado que se fugó como un eco por algún recoveco del inconsciente hasta llegar a aquel que tomó el teléfono y marcó su número para reconocerle admiración incondicional, que era el alimento que su ego necesitaba para resistir en pie la embestida de los años, que pese a que no eran muchos, bien encontraba su razón en la génesis del abandono, el descuido o la distancia expresiva, que subyuga tanto o más que el apartamiento físico.  Su indumentaria y  sus joyas se apilaron dispersas formando un sendero anárquico sobre la cama aseada, y con la piel de vestido, caminó descalza hasta la tina; la llenó de agua sulfurosa, y ya dentro, hundida hasta el ombligo como un barco encallado en el océano, pensó con un extraño placer, no en su marido, sino en la entonación,  el ritmo y  las pausas de la voz que llegó como una brisa tibia para derretir el hielo de su corazón.  
Después de unos minutos en que los vapores alcanzaron cada vertiente de su cuerpo, desde sus caderas hasta sus pezones endurecidos, el sonido que arrastra la llave dando vueltas la cerradura la levantó de la pila; y aún húmeda en  puntos y ángulos que la toalla no alcanza a secar, regresó a la alcoba, apretando ansias de hacer el amor con un hombre que no era su esposo.   Lo vio entrar con la camisa perfectamente planchada bajo el pantalón de lino, siguió el curso de la chaqueta cuando ésta descansó en el colgador que dormía como un murciélago dentro del armario ennegrecido; esperó que los zapatos respiraran a la falda de la cama; dejó caer el paño que cubría desde la cúspide de sus senos hasta la cuenca de sus caderas, y ya desnuda, sin culpa por el deseo foráneo, besó a su esposo, desabrochó su camisa, retiró su cinturón, bajó el cierre de su pantalón, e igualados en desnudez, se entregó a sus brazos tratando de retener en algún rincón del paladar el olvidado sabor del la pasión.  Lo besó, no sabemos si motivada por una imaginería infiel, para paliar la culpa de lo que una llamada le estaba haciendo sentir o como una forma de aferrarse a aquello que se sabe perdido; asentó sus nalgas sobre la pelvis de aquel hombre rutinario que alguna vez había amado, dejó que su piel se erizara en cada caricia, que la saliva corriera por su garganta en cada embeleso, que sus montes de Venus se irguieran en cada inhalación y exhalación, y segundos previos a que se presentara el orgasmo, el ring monotemático e insistente del teléfono terminó por apagar su excitación. “¿Quién es?”, contestó con la respiración aún agitada. “¿Estoy interrumpiendo algo?”, le devolvieron una pregunta con intención de respuesta. “Número equivocado”, respondió al ver que su marido instalaba su mirada fijamente en sus ojos.
“Debemos hablar”, dijo el hombre mientras encendía un cigarrillo, al tiempo que ella volvía a su lado; ambos, ya sin la intención de retomar la faena pendiente.  ¿Pasa algo? “Creo que ambos sabemos que esto no está resultando”. ¿A qué te refieres?, preguntó Elena, confusa respecto a si la afirmación tenía que ver con la escena reciente o con la escena general de su vida. “A nosotros, ni tú ni yo somos los mismos de antes”. “Yo no he cambiado”. “Ambos hemos cambiado Elena”. “Tus sentimientos quizá”. “Si quieres tomarlo así, entonces está bien”. “¿Qué me estás tratando de decir?”. “Que no nos estamos haciendo bien, que sería mejor que nos diéramos un tiempo”. “Sabes bien que no creo en los tiempos, las cosas son o no son”. “Necesitamos distanciarnos, ¿cómo no lo ves?”. “¿Estás viendo a otra mujer verdad?”.  “Esto no tiene nada que ver con otras personas, esto es entre tú y yo”. “¿Existe otra mujer?”. “No voy hablar de eso Elena”. “¿Me estás dejando?”. “Hace tiempo que nos abandonamos el uno al otro, ¿no crees?”. “Eres un cobarde”. “Lo sería si decidiera quedarme a tú lado, trata de comprender”. “No hay nada que entender”. “Debes estar tranquila”. “Ese no es problema tuyo”. “Pero tu me preocupas”. “Ándate por favor”. “¿Estarás bien?”. “Dije que te fueras maricón”.
Él salió por la puerta después de vestirse y llenar de prendas una pequeña maleta; ella se quedó sobre la cama, llorando su abandono y la rabia que sentía por haberse sentido infiel por una mísera llamada.


El teléfono maulló adyacente a la última aurora, una hora después de que la luna creciente vistiera con su luminosidad la ceguera de la noche; dos desde que el sol se sumergió desnudo apagando sus brazas en el mar; tres, desde que el marido de Elena dejó la habitación para siempre, minutos después de estar haciendo el amor.
“¡Aló!”, se aprestó a contestar sin conseguir esconder el retumbo mohíno y mustio de su voz. “¿Está bien?”, preguntaron con sutileza al reverso de la línea, como advirtiendo el barranco por el que caía su estado anímico en estas últimas horas.  “No muy bien, la verdad”.  “¿Pasa algo?”. “No se si quiero hablar con usted, ni siquiera lo conozco”, masculló  con el silbido de las lágrimas entrecortándole las palabras. “Disculpe, no fue mi intención importunarla, quizá sería conveniente llamarla más tarde”. “No, no, está bien”, dijo retrocediendo en su intención primera, temerosa ante el silencio y la soledad que amenazaban con tomarse el cuarto por completo. “Es que aún estoy afectada…jamás me imaginé que sería capaz…es tan cobarde…no me merezco esto”, señaló discontinua, intermitente, aún sollozando,  como si aquellas frases dispersas pudieran tener una sola interpretación.  “¿La golpeó?”, interrogó el interlocutor, tratando de que el ritmo, acento y simetría de la voz no fuera descifrada como una falta de respeto. “No, no es eso; como cree…él jamás me levantó la mano”. “Perdone, yo creí…”. “Creyó mal; él sólo se marchó”. “¿Dónde?”, preguntaron con torpeza. “Cómo quiere que sepa eso, sólo me dijo que esto no estaba resultando…y se fue”. “¿Así nada más?”, “Sí, tal como lo oye…aún estoy tratando de comprender…quizá fue mi culpa”. “No diga eso, usted no es responsable de nada”. “¿Cómo lo sabe, si ni siquiera me conoce?”. “Estoy seguro que usted no…”. “Quizá lo dejé muy solo; ya casi no hablábamos”. “Por favor, no siga atormentándose así”. “A lo mejor fui muy fría… si ya casi no hacíamos el amor”, prosiguió Elena en su discurso, que más bien era monólogo sordo, catarsis o una purga respecto a los pecados propios más que los compartidos. “O tal vez…”, agregó dejando un espacio, un hueco, un silencio que invitaba a la reclamación. “¿Tal vez qué?”. “Dios me esté castigando por haberlo deseado”. “No diga eso, Dios no tiene que ver con los errores humanos”. “¿Y cómo está usted tan seguro de eso?”. “Porque yo cometí uno, y ahora estoy pagándolo caro”. “¿También dejó a su mujer?”. “No, no, nada de eso”, señaló antes de que un grito en voz alta  interrumpiera su conversación. “Luces”. “¿Qué fue eso?”. “No puedo seguir hablando, mañana le explico”. “Hay alguien con usted”. “No es lo que imagina”, alcanzó a decir antes de que el celular se viera obligado a silenciar su voz.


El aullido del despertador no fue suficiente motivo para  erguir a Elena de su cama, y tras una breve llamada, se excusó de asistir al trabajo aduciendo por causa una gripe que la mantendría al menos un par de días presa de la almohada. “¿Necesitas algo?”, preguntó su compañera de banco, una secretaria algo más joven que ella y que hace un par de años había arribado a la empresa para hacer más llevadera las múltiples tareas que cargaba a su espalda, como la elaboración de actas de las reuniones, la actualización de la plantilla de clientes, el registro de proveedores, la administración del abastecimiento. “No te preocupes, mi marido se encargará de todo”,  mintió para evitar que alguno de sus compañeros de labores llegara hasta su casa y descubriera el origen de su miseria.
Intentó en vano volver a dormir; y cuando se dio por vencida en sus intentos, cuando se acabaron las surtidas posturas que asumió sobre las sábanas para conciliar el sueño, cuando se extinguieron las variadas estrategias que usó para evitar que la luz del día se colara hasta su retina, se levantó, caminó hasta la terraza y bebió un café; extrañada al advertir su doble espera, que no eran otras, que un llamado de su marido para acallar las culpas que se despertaron con su retirada, y otra de su admirador anónimo en ropajes, cuya conversación se había interrumpido bruscamente la noche anterior, después de haber escuchado el vocablo “luces” entremezclarse en su parlamento.
“Por fin”, preguntó una vez que el celular le advirtió que era Ricardo el que esperaba su reclamación. “¿Ansiosa?”, ironizaron en alguna esquina oculta por el metal de la voz. “¿Estás mejor?”. “No”, le respondieron con sequedad. “¿Despertamos de mal humor?”. “¿Te parece que no tengo motivos?, mi marido me acaba de dejar y yo espero la llamada de un hombre al que ni siquiera conozco en persona”. “¿Pero no se desquite conmigo?”. “Disculpa, es que todo esto me tiene confundida, lo único que quiero es respuestas; además tuve una pésima noche”. “Comprendo, cualquiera no habría podido dormir bien después de un día como el de ayer”. “Es verdad… ¿Qué pasó anoche?”. “¿A qué te refieres?”, dijo el varón deseando que la palabra “luces” no haya llegado con nitidez hasta el oído de Elena. “¿Por qué cortaste?”. “Ah, eso, es complejo de explicar”. “¿Complejo?... ¿Eres casado?, porque si es así prefiero terminar esta conversación aquí mismo”. “No, no se trata de eso”. “¿Entonces de qué?, ¿No puedes ser más explícito?”. “Es que no sé como tomarás esto, me gustaría explicarte una vez que me conozcas un poco más”. “Mira Ricardo, si es que realmente te llamas así”. “Claro que ese es mi nombre, no te he mentido”. “No lo sé, para mí no eres más que una voz que se instaló al otro lado de la línea, justo en el momento en que mi vida está en crisis; por lo tanto, si no estás dispuesto a dar la cara, prefiero que continuemos por caminos distintos”. “No hagas esto, por favor, nunca había encontrado a alguien que me conmoviera tanto”. “¿Qué? ¿Habías hecho esto antes?”. “No quise decir eso”. “Pero lo has hecho antes ¿verdad?”. “No lo tomes mal, es que tú no entiendes”. “¿Qué número soy yo?”. “No comprendo ¿a qué te refieres?”. “¿A cuántas has llamado antes que a mí?”. “Te prometo que esta vez es diferente”. “¿A cuántas?”. “Es que lo interpretarás mal”. “Si no me contestas te juro que cuelgo ahora y no acepto ni una llamada más”. “No, no cortes por favor”. “¿Cuántas?”. “Seis”. “¿Seis?. Estas enfermo”. “No, es que…”. “No quiero escucharte más, no vuelvas a llamar”. “Es que…”. “No me des ninguna explicación, no me la debes, no eres para mí nada más que un extraño. Ahora tengo otras cosas de qué preocuparme”. “¿Cómo recobrar tu matrimonio?”. “¡Tal vez!, pero eso es asunto tuyo”. “Estoy preso”. “¿Qué?”. “Lo que oíste, estoy en la cárcel”. “Mentira, esto no me puede estar ocurriendo a mí”. “Disculpa, te prometo que esta vez es distinto”. “No habrá otra vez Ricardo, no quiero que me vuelvas a llamar”.  El teléfono recitó su último ring antes de que la plática fuera amputada y previo a que un río de sollozos tomara a la deriva a Elena.


Veintiocho llamadas perdidas advirtió el celular después de tres días de estar en reposo absoluto; veintiocho mensajes y ni uno sólo provenía de quien la había esposado hace ya siete primaveras. “Por favor, déjame explicarte.  Se que apenas hemos hablado por unos días, pero nunca me había sentido así”. “Enciende el celular por favor, necesito que comprendas por qué estoy aquí”. “Elena, se que debes estar asustada, pero si me dejas hablar…”  “Tengo una buena explicación para estar aquí, te prometo que no soy una mala persona”. “Por Dios, enciende el celular, te juro que lo que siento por ti es real”; eran parte de los relatos que se acumularon en la casilla de mensajes remitentes antes de que Elena decidiera encender el aparato y tuviera el valor de escuchar el cúmulo de recados que ante su fuero parecían honestos.
Caminó hasta al baño; el espejo le trajo ante sus ojos el evidente estado de deterioro porque pasaba su rostro; embestido por las lágrimas, el desvelo y la falta de agua. Se duchó después de setenta y dos horas de haber tocado fondo; se delineó los ojos, se encrespó las pestañas, pasó la punta del labial sobre sus labios resecos, el rubor cubrió sus mejillas, y con el pelo aún húmedo, salió de su casa.  Caminó hasta la esquina, hizo parar un taxi, lo abordó, encendió un cigarrillo con el permiso del conductor; las cenizas se desvanecieron en el aire después de colarse por la rendija de la ventana; y miró desde la lumbrera derecha del vehículo, desde el ángulo opuesto al que conduce el chofer,  pasar la ciudad; primero, los edificios engalanados de espejos que crecen como álamos en el sector alto; luego, los balcones enflorados de las casas de clase media; después, los  grafitos que cubren los  pabellones de los sectores populares, con sus niños jugando a la pelota en las canchas de tierra; y finalmente, las empresas que se alojan al costado del pavimento caliente que a esas horas suelta sus vapores en la carretera.   Frente al carro detenido, a no más de cien metros de la ventana opuesta de aquella en que atestiguó la metamorfosis de la ciudad, se levanta la reja de espinos, y más atrás aún, la mole de cemento, purgatorio de errores, de los propios y los ajenos, de los confesos y los negados, de los intencionales y los fortuitos.
El taxi se retira; ella camina por entre los pastizales secos que alfombran el recorrido a la cárcel; y a la distancia, la imagen se asemeja a una postal cliché de un filme independiente; pasa la reja, deja sus pertenencias e identificación en el filtro de entrada; una uniformada trajina sus partes expuestas y veja las más íntimas; avanza de la mano de un gendarme hasta una sala yerma, se sienta en una de las dos sillas estacionadas en los polos opuestos de una mesa; y cuando duda en mantenerse un segundo más en ese blocao húmedo y afónico,  ve entrar con las manos encadenadas a un hombre de uno setenta y cinco de estatura, pelo castaño, tez blanca, ojos pardos, nariz lisa, contextura delgada; que en nada se asemeja a los estereotipos que su imaginación fabricó en estos días de incertidumbre.
“¿Elena?”, susurro el hombre de traje uniforme y mirada cansada. “Espero que mi imagen no te decepcione”, susurró ella con los ojos humedecidos,  tratando de extender el ambiente. “Eres más bella de lo que logré imaginar”, confesó él, ya sentado a menos de un metro de sus labios. “Gracias por venir”, agregó al ver como una gota de rocío bajaba desde los ojos que lo miraban hasta perderse bajo las cuencas de los pómulos. “Tienes un minuto para explicarme por qué estás aquí”, dijo la fémina, sensible pero resuelta a la vez. “Un hombre entró a robar a nuestra casa, a la mía y de mi mujer, ella se había levantado a beber un vaso de agua, y cuando lo sorprendió, él le disparó y corrió hacia la puerta de calle.  Desperté con el disparo, tomé el arma que guardábamos debajo de la cama, llegué hasta la puerta y cuando lo vi cruzando la cerca, decidí correr tras de él; crucé el antejardín, luego la calle y cuando llegaba a la vereda opuesta a la nuestra, le disparé en la espalda.  Entré a ver cómo estaba mi mujer, y cuando me acerqué a su pecho me di cuenta que ya no respiraba.  Llegué tarde.  No logré salvarla y terminé en este sitio cuando la justicia desvirtuó el argumento de defensa propia, por considerar que ya estaba fuera de mi casa cuando le di muerte”. “¿Cuánto tiempo te queda aquí?”. “Once meses”. “Haremos un trato”. “¿Qué?”, preguntó Ricardo, quien esperaba una reacción más afectiva tras su revelación. “No nos veremos durante estos once meses, ni teléfono, ni cartas, ni ningún tipo de contacto.  Si terminado dicho plazo, tú y yo seguimos sintiendo lo mismo, entonces lo intentaremos”. “¿Ni siquiera una llamada?”. “Nada”. “Está bien, acepto”.


Aquel día se cumplían los once meses para que Ricardo cumpliera su doble condena. Elena encendió el celular apenas se anunció el alba, llamó al número que tantas veces se anunciaba como llamada perdida en el bagaje de su  tribulación; el buzón de voz no la sorprendió, ya que era comprensible que los reos lo mantuvieran apagado para evitar que fuera requisado por sus custodios; y sólo dejo un escueto “Llámame”, antes de colgar y sentarse en el balcón a esperar que junto a la libertad de Ricardo llegara su propia libertad, que ahora estaba convencida que era estar al lado de ese hombre que le sirvió de sostén en tiempos de cólera.  El teléfono sonó justo un minuto pasado mediodía, cuando el hombre antes anónimo había dejado atrás el muro de cemento y la cerca de púas que le sirvieron de vivienda más no de hogar, y sólo una hora después, que era el tiempo que se demoraba un vehículo en cruzar el trayecto desde la cárcel a la ciudad, Elena y Ricardo se encontraron en su primer beso; el beso más dulce que ambos pudieran recordar después de sus respectivas pérdidas.

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