martes, 25 de enero de 2011

Matanzas dice de si...


Matanzas refleja su pobreza en el caudal de su río,
No se disfraza de epicúrea, no se traviste placentera, 
Se desnuda mísera, para que la penetre cualquiera,
Chasconeando su pelaje al compás de su brío.


Matanzas no se esconde ante el ojo turista,
Arrastra sus lavazas en sus costillas de cemento, 
Te abraza por la espalda con sus muertos y esperpentos,
Se muestra transparente sin esconder sus aristas.

Matanzas está sembrado de viaductos y puentes,
Que cruzan la ciudad de piel oscura y ojos tristes, 
En las líneas de acero, sobre los durmientes,
Los niños caminan desgajando sus tintes.

Matanzas se navega a través del Yumurí,
Se transita con redes que cuelgan de sus barcas,
La pobreza imprime  en el agua su marca,
Te mira a los ojos, mientras se sumerge en ti.  

Matanzas es tronco de poetas y escritores,
Corteza popular, raíz de la cultura,   
Es un patio trasero donde habita la locura,
De un pueblo confundido en sus contradicciones.

Matanzas se despide vieja y silente,
Sonriendo en la miseria de sus calles desdentadas,
En sus museos habita la nostalgia ensangrentada,
En sus cuevas los fantasmas transitan a su suerte.

Dudas...


Dudo de la revolución,
Dudo del capitalismo,
Dudo de mi condición,
De dudoso pragmatismo.

Dudo de los gobernantes,
Que pregonan la igualdad,
También de la crueldad,
Del fascismo intolerante.

Dudo de Cuba muda, 
Me hace dudar la pobreza, 
El miedo, la incerteza,
La represión acrecienta la duda.

Dudo de los designios, 
Del embargo americano,
No del buen samaritano,
Que es el cubano más digno.




Dudo de los Partidos,
De los signos centenarios,
De los lobos esteparios,
No del cubano parido.

Dudo del poderoso,
De la razón de la fuerza,
Dudo de la pereza,
No del hombre laborioso.

Un pescador, una mercante, un mozo...


Un pescador de Varadero,
Me enseñó que la esperanza,
Al igual que la templanza,
Son valor imperecedero.

Que el trabajo dignifica,
Que el recelo solo mata,
Que más valor que la plata,
Tiene el hombre que fabrica.

Una mercante de Matanzas,
Me educó en la sonrisa,
En lo llano de la prisa,
En que el tiempo siempre alcanza.

Que la vida es un carnaval,
Que la muerte es transitoria,
Que la verdadera gloria,
Siempre está en el amar.

Un mozo de la Habana,
Me enseñó que la alegría,
Se fabrica cada día,
Al levantarse de la cama.
Que la paciencia es cimiento,
Para fabricar un sueño,
Que la verdad no tiene dueño,
Ni se descubre en un momento.

Impresiones e imprecisiones de la Habana


Habana Vieja, Remozada, 
Burguesa,  Proletaria,
Tímida, Libertaria,
¿Cuba Libre o  Encarcelada?



Habana Triste, Jubilosa,
Caritativa, Usurera,
Rica, Pordiosera,
¿Cuba Dogmática o Piadosa?

Habana Entera, Fragmentada
Desprendida y celosa,
Reservada,  Escandalosa,
¿Cuba Creciente o Estancada?

Habana Limpia, Indecorosa
Ramera, Intachable,
Registrada, Inabarcable,
¿Cuba Sombría o Luminosa?

Habana viva, silente.
Certeza, Contradicción,
Te describo sin precisión,
¿Cuba cobarde o valiente?


lunes, 24 de enero de 2011

Bitácora de Viaje (CUBA)

Arribar a Cuba, cargando con los prejuicios y estereotipos heredados por la sociedad de consumo, donde el capital es el Dios adorado y el recurso humano no es más que una herramienta cuantitativa y anónima necesaria para sembrar el exitismo, es someterse voluntariamente a un electroshock capaz de erizar la piel, en intentos sombríos por tratar de abarcar y advertir una realidad ignota, que no requiere segundos, minutos, ni horas, sino toda una historia, conjugando su pasado y presente, y tal vez su futuro, para ser comprendido.
Desde el momento de bajarse el avión, al pasar por las medidas de seguridad, se puede oler el espíritu de la Revolución, con el mismo o mejor olfato con que unos perros sin raza, quiltros como la mayoría de quienes habitan esta tierra de contrastes,  olfatean con desconfianza el contenido de las maletas, que ruedan en banda, en el aeropuerto de Varadero; esas diferencias con el resto de la sociedad occidental se acentúan cuando la casa de cambio genera un trato diferenciado a los apátridas, concediéndole una  moneda creada especialmente para degustar en su propia patria de los generosos bienes y servicios que le están vetados al común de los nacionales, cuando pasean por una calle de la Habana Vieja, por el frontis del Capitolio o en la cornisa del Malecón.
Los cincuenta aterrizan en cada uno de sus vértices,  en sus automóviles Ford y Peugeot, que arrastran nostalgia, belleza y panas a su paso;  en las máquinas soviéticas extractoras de petróleo  que se alzan como palmeras al costado de la playa, entre Matanzas y La Habana; en  las fachadas de las casonas, que en el tiempo de Batista sirvieron de hogar a la clase acomodada y que hoy cobija los sueños o pesadillas, solo ellos tienen la certeza, de los habitantes de esta Cuba tan viva como marchita.
Caminando por la Habana, se me hace la idea que es una mujer que no requiere maquillaje para verse bonita; y esa belleza no se encuentra precisamente en los espacios artificiales creados para que los turistas disfruten de un express, sino en las esquinas donde los negros instalan sus bazares mezquinos, en los Paladares donde las caribeñas sudan la gota gorda por unos pesos convertibles, en las canchas de tierra donde practican el béisbol a pata pelá,  en el Malecón donde se mezclan sus conversaciones, miedos, sabores y esperanzas.
Cada rincón parece un homenaje a la revolución, cada espacio un tributo al  Che Guevara, a Bertolt Brecht, a José Martí,  a un Fidel que sin gobernar, sigue siendo el corazón que da vida a esta Cuba perdida en sus contradicciones, o quizá seamos nosotros los extraviados, que no alcanzamos a leer a primera vista el espíritu de  esta masa, tan lejana a los mall, a los shopping center, a las tarjetas de crédito, a la vida de plástico que nos corre por la sangre.   Pero también algo esconde la mirada de estos mulatos, trigueños, negros y blancos que forman un arcoíris humano en esta Cuba herida por el sabotaje gringo y por sus propias decisiones; algo que va más allá del desabastecimiento y la recesión, y que constituye toda una oportunidad para quienes tenemos sed de historia y de verdad.
Algo dicen esos ojos cuando se acercan al turista y sin dejar de flamear su bandera ideológica, sin denostar la prisión y libertad que han construido, piden con vergüenza un jabón para bañar sus presas, un shampoo para  desenredar su cabello, una moneda para parar la olla.
La Habana turística está en el Museo del Ron, en la Plaza de la Revolución donde la imagen del Che posa inerte ante el lente ansioso de capitalistas ociosos, en la Plaza Catedral donde el bolero y la salsa amenizan una cena con langostas a la luz de la vela, a bordo de los cocotaxis que permiten recorrer la ciudad con distancia y con la misma reticencia con que admiramos y nos apartamos de esta sociedad igualitaria; pero igual de atractivo o más aún, es la Habana real, la que contamina de hedores sus calles limpias, a lo largo de la Avenida Los Presidentes, en sus paraderos sombríos donde esperan el ómnibus apenas caída la noche, en las comisuras de las escuelas, en los caserones ahora convertidos en estamentos estatales, al costado de la Estación de Ferrocarriles, en sus autos antiguos, en sus mundos privados que se convierten en público apenas se abre la entrepuerta.
Para quienes no somos más que golondrinas de paso en esta ciudad que huele y respira historia por cada uno de sus poros vetustos, la Habana es un escenario seguro, tranquilo, pacífico, un trozo de utopía que dan ganas de saborear, aunque siempre se hace escaso el tiempo para el paladar ansioso y exigente.
Avancemos a Varadero, veinte kilómetros de arena blanca y aguas turquesa, resort que germinan como quitasoles a la orilla de la playa, prados bien cuidados, canchas de golf, embarcaderos, un mundo all inclusive para  almas más sibaritas, que tiene sus mayores atractivos en el descanso, la buena mesa y una serie de tours con destino a Matanzas, Cienfuegos, Trinidad, Santa Clara y Cayo Blanco, donde se puede desde visitar la tumba del Che Guevara hasta nadar con delfines.
Pero Varadero también tiene sembrado un mundo público de rico cosechar,  pescadores que trabajan en los muelles a orilla de los faros, peluquerías al aire libre donde los más pobres despiojan sus nucas, aun que es preciso consignar, que dicha pobreza es estrictamente material, ya que sus almas están llenas de sueños, esperanzas, palabras de cortesía para quienes somos fantasmas penando sus huertos.
Al flanco de los muelles se agrupa la prole,  llegan a pie, en bicicleta, en moto, pescadores artesanales como Joel y Liovani, que nos regalan conversaciones de mayor valor que cualquiera que se tenga al vapor de un café cortado, otro poco nos heredan taxistas, empleados de hoteles y hasta los propios jineteros que venden su tiempo o su cuerpo por unos míseros pesos cubanos, jamás destinados a delectaciones sibaritas, sino a cubrir necesidades básicas que escapan de los fuertes que entrega el padre Estado.   Todos, sin excepción, sonríen en su tristeza, pero son capaces –a diferencia de cualquier chileno- de invitarnos un vaso de agua,  de compartir su mesa pobre en los barrios olvidados de su patria.
En la sorprendente Isla de Cayo Blanco tenemos la posibilidad de besar a un delfín asexuado, ver toples, disfrutar de la mejor langosta de esta Cuba herida por sus contradicciones y sumergirnos al océano para a través del snorkel, vivir la ilusión de alcanzar a Nemo con una mano.
Matanzas, en cambio, nos sorprende, con sus puentes, algunos dicen que son 17, otros llegan a contar 28, trenes que recorren el borde de la ciudad y la playa, donde escolares vestidos de blanco y chocolate, aplastan monedas en sus líneas, como lo hacíamos los niños pobres del Chile de los 80; también con su río Yumurí, que atraviesa la ciudad enmascarando la miseria en su caudal, donde los pescadores, también pobres, agrupan sus pequeñas embarcaciones en las costillas del río marchito.  Pero matanzas nos sorprende con su cultura, con su política, con la belleza de su gente, de su Teatro Souto, el de mejor acústica en América; con su  Museo donde la momia de una dueña de casa vela nuestro paso, con la farmacia más antigua de Cuba y con las Cuevas de Bellamar, una enorme recámara subterránea, de más de 700 metros de extensión, que recorremos con asombro y no menos cansancio.
Así es Cuba, la Isla de Fidel, donde la gente vive o sobrevive sin los códigos de nuestro tiempo; sin el estrés que genera nuestra cotidianeidad, sin la prepotencia de nuestras calles arrebatadas por el tráfico vehicular, sin el arribismo mercantil de las cadenas que nos impuso el consumo, con una tremenda dignidad de su gente,  pero con necesidades insatisfechas, que quedan de manifiesto en cada esquina sombría o al interior de las viviendas que se abren amables a los visitantes. 
Cuba es un lugar mágico, no hay duda, pero está lejos de ser un Cuba Libre, como el nombre de su famoso trago que recorre el mundo en su agridulce gorgorear.