jueves, 3 de febrero de 2011

Playa de Nudistas

Esa tarde de verano prometía ser una tarde común, un día de sol ordinario, refrescando la piel bajo las olas que bañan con aguas gélidas las costas calientes del pacífico.

El año académico había tenido su funeral apenas hace un par de días, y con ello también quedaban enterradas las maquetas, planimetrías y diseños de ese tercer año de arquitectura.

Arturo y Marcel pasarían por mí pasado el mediodía, un par de cervezas ayudaría a menguar los más de treinta grados que acompañarían nuestro viaje hasta la playa; almorzaríamos en viña, una corvina y un vino blanco en el restaurante de costumbre, aquel de grandes ventanales que miran al rostro del sector 5 de Reñaca; bajaríamos a que el sol flechara cada uno de nuestros zócalos y esquinas, la vista de mis amigos se perdería en las partes cóncavas y convexas  que se esconden tras bikinis diminutos; yo jugaría a engañarlos como ha sido mi costumbre durante este tiempo; y cálidos y calientes, jugaríamos a capear olas como es nuestro rito estival desde que terminamos el primer año de universidad.

El destino terco nos llevó por otros caminos ese día.

Salimos de casa pasadas las trece horas, luego de que marcel lograra deshacerse de su conquista bohemia que yacía a la luz del sol amarrada a sus sábanas, mientras Arturo cultivaba la paciencia sentado al volante de su auto detenido, en el frontis de su jardín.

La chica enfrentó la calle sin maquillaje y despeinada; un beso frío despidió y derritió el calor de los amantes; él subió al carro, tomaron la avenida excediendo la velocidad permitida, omitieron dos semáforos en amarillo, el humo de los cigarros se evaporó entre el resplandor y la velocidad; hasta que los neumáticos dejaron de caminar frente a mi casa.

Tomé unas cervezas en lata desde la nevera, me senté en la parte trasera del descapotable; sentí ganas de que Marcel se fuese al lado mío conversando; la carretera nos esperaba con su tránsito espeso y fogoso; el minutero avanzó con más lentitud en el epicentro de la ciudad y solo volvió a su rutina cuando tomamos la ruta norte que conduce a la costa.  Los envases de alcohol frío se abrieron un minuto antes de que apareciera un control policial custodiando el camino; las latas resbalaron intencionalmente de los flancos del volquete y su brebaje se hizo espuma sobre  la loza hasta desaparecer a la distancia sobre el asfalto excitado.   Retomamos el itinerario de nuestras intenciones prefijas; un collage de armonías disímiles emigró del dial sintonizado, encubriendo nuestro silencio, escoltando nuestro parloteo o  incitando un coro destemplado.




La brisa marina forjó el color del cielo y se arrojó fresca sobre nuestros rostros.

La taberna nos recibió con las mesas repletas y el ambiente cargado de fervor, odoríferos perfumes y destellos corporales.  Salimos de prisa, golpeando las puertas de otros locales para satisfacer los instintos o más bien el hambre que golpea la puerta de nuestro estómago ya pasadas las tres de la tarde.   La pesquisa infructuosa nos acarreó de vuelta a las butacas del automóvil. Prendimos otro trío de cigarrillos y salimos de un Reñaca saturado de vanidades, de quitasoles, de gargantillas de oro colgando de cuellos altivos, en fin, de aquello que de una u otra forma formaba parte de nuestras cotidianidades.

Cambiamos el rumbo, dejando atrás la algazara;  penetramos al camino que conduce al litoral central; contemplamos de lejos la flacidez y la pobreza que huelga en la playa “guachaca” de Cartagena; la música del automóvil ensució la quietud de San Sebastián; y antes de llegar a isla negra, a ese panteón donde la pluma encantada de Neftalí reyes lo transformara en Neruda, una solitaria mujer caminando por un sitio baldío llamó nuestra atención.

“¿Ese camino conduce a la playa?”, gritó Arturo poniéndose de pie en el puesto del conductor.

“Sí, pero solo se puede llegar caminando”, respondió la chica bronceada y curvilínea que ocultaba el color de sus ojos tras unas gafas ahumadas.

“¿Es una playa privada?”, inquirió mi compañero.

“algo así”, reveló ella trazando una risa que hizo más cercanas y amigables sus facciones.

“¿nunca han venido?”, inquirió firme sobre sus sandalias, con el pelo castaño al viento y un sombrero de paja abanicándose en su mano derecha. 

“No”, respondimos al unísono, como un coro de aves perdidas, indagando la trayectoria de su bandada.

“Es una playa nudista”, dijo con coquetería antes de encumbrar su mano al cielo en señal de despedida y darnos la espalda para retomar su itinerario.

Arturo y Marcel rieron con complicidad. “Yo ni cagando me saco la ropa, dije dejando al descubierto mis pudores e inseguridades”.

“No vamos a ver nada que no hayamos visto antes en los vestuarios”, emplazó Marcel, con la seguridad que le concedía su generosa herencia genética.

“Esta es una oportunidad única huevón”, increpó Arturo, con su usual guiño lascivo y el paquete ya marcándose bajo su pantalón.

“No pueden ser tan calientes los huevones”, dije tratando de arquearle la mano a una decisión decretada.

“Y tú no podí ser más maricón”, increpó Marcel, retando a mi orgullo.

Aparcamos el porche bajo la sombra frondosa de un árbol; caminamos, pasos que luego se transformaron en cuadras sin esquinas, nos detuvimos en un despeñadero; gradas  rústicas nos mostraban el vertical camino que conducía a la playa, y al reducir la distancia, empezaron a cobrar nitidez una decena de cuerpos desnudos y sus ocupaciones en tiempos de ocio.

Una pareja se besaba con ternura bajo un quitasol a rayas;  los senos de una morena seguían el vaivén del agua mientras capeaba las olas; dos muchachos caminan  por la huella que traza la espuma en la orilla mojada, y aunque sus genitales están expuestos, algo delata un deseo mutuo oculto en la forma en que se miran.

Las plantas de nuestros pies tocan la arena, mis amigos dejan caer sus bermudas y yo imito su arenga, quedando al descubierto nuestras desigualdades.

Arturo se empalma, y  pese a esa ventaja, se aprecia que es Marcel él más consagrado por la naturaleza.

“¿Te lo enmarco?”, ironiza al sorprenderme contemplado su bulto.

“No seai payaso”, me defiendo y trato de desviar el tema y la mirada, pese a la porfía de este sentido, que retorna sin previo aviso a concentrarse en su voluminosa dote.

Un deseo me recorre en sigilo y lo adiestro como lo he aprendido a hacer estos años en que me limito a acompañar sus andanzas de cazadores y a disfrazar mi instinto.

Arturo ya se apartó de nuestro lado, entró al piélago y ahora parlotea con la chica que nos reveló este nirvana anónimo.  Sonríen, se tiran agua; a la distancia cualquiera diría que se conocen hace ya muchos años.


“¿Quieres caminar un rato?”, me invita. Yo acepto mudo, como he aprendido a hacerlo, sabiendo que se me prohibe de otra forma.

Por lo menos un kilómetro nos separa del gentío; nos sentamos, jugamos a mirar el mar y él quiebra el silencio, sorprendiéndome.

“¿Desde cuándo te gusto?”, me pregunta con voz tenue, afectiva.

“¿De qué estai hablando?”, expreso sin dar la cara, mientras obligo a mi vista a seguir la línea de una gaviota.

“No te hagai el huevón conmigo, Joaco. Confía en mí”.

Mis ojos se estrellan de lágrimas contenidas; las mismas que escondo cuando besa a una chica, cuando me cuenta de sus conquistas, cuando encubro de sus infidelidades.

“¿De verdad querí saber?”, respondo ahora con los ojos fijos en sus ojos.

“Sí”, me responde sin expresión que yo pueda interpretar.

“Cuando te vi por primera vez, algo me pasó, algo cambió en mí. Jamás pensé que me podía llegar a gustar un hombre; pero entre más te conocía, entre más te tenía cerca, más iba acentuándose mi deseo de no perderte nunca”.

“Nunca me vai a perder, no seai tonto”.

“¿En serio?”, pregunté dejando al descubierto por primera vez todas mis vulnerabilidades.

El afirmó mi rostro con sus grandes manos, su dedo índice limpió una lágrima que arrancaba por mis mejillas, acercó sus labios, sentí su hálito, su lengua tropezó con la mía; una mano se mantuvo en mi sien y la otra se deslizó hasta anudar mi cintura; el peso de su cuerpo cayó sobre mis huesos; su piel cálida humedeció cada uno de mis poros, mis piernas se separaron buscando su fuego; su carne entró colmando mis concavidades; la oscilación de su cuerpo despertaba mis clamores y alaridos; mis muslos se erguían encadenando sus nalgas, hasta que el blanco clímax nos atrapó al unísono en un beso.

Mi cuerpo lo vistió durante algunos minutos, hasta que él rasgó el silencio y lo convirtió en sentencia.

“Ni una palabra de esto a nadie.  Tú también me gustas, y si guardamos este secreto, podemos estar mucho tiempo juntos ¿no crees?”.

Caminamos regreso a la playa de nudistas, Arturo nos siguió después de despedirse de la chica de gafas ahumadas con un beso en la boca.  Nos vestimos, retornamos al automóvil, ocupando los asientos de costumbre.  “Y ustedes ¿Dónde se metieron?”, preguntó.

“Cachando unas minitas”, respondió Marcel, mientras me guiñaba el ojo a través del espejo retrovisor.

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