jueves, 9 de junio de 2011

VIVIR EN OTRO

A las dos en punto de la tarde,  después de la cortina del noticiero, un titular se sentó a la mesa con la familia de Violeta, justo en el puesto vacío,  ubicado en el frontis del sitio del esposo y a la diestra de su hijo adolescente.  El control remoto hizo ascender el volumen del audio, una mujer con los ojos viudos, ojeras agudas y cabello desarreglado llegaba hasta el comedor con su voz fangosa y taciturna, solicitando a la opinión pública un corazón que le salvara la vida a su hijo.  Un paneo sobre el joven conectado a sondas sobre una camilla de hospital,  hizo que Violeta mirara de reojo a su primogénito y agradeciera en silencio a Dios por tenerlo vivo.  En un plano americano, un médico vestido con su delantal blanco y su estetoscopio colgado del cuello, explicaba la urgencia del transplante, ya tardío para las necesidades del púber que estaba escribiendo con dificultad sus últimos signos de vida. Un travelling a la sala de urgencias era la antesala del cierre de la nota,  y en un primer plano, una última cuña del adolescente, deletreada con dificultosa emotividad, traspasaba las pantallas: “Si usted ha perdido recién a su hijo, pese a lo doloroso del episodio, permítale vivir en otro y a mi seguir viviendo”.  La imagen regresó al estudio captando un suspiro entrecortado del conductor –que contagió las cuatro puntas del mantel donde almorzaba la familia de Violeta-  para dar paso luego a las crónicas policiales que tiñen de rojo la programación.
Los platos vacíos volaron de la mano de ella al lavadero, y mientras el agua y el detergente libraba la porcelana de las huellas dejadas por el paso de la comida, el hijo volvía la panera a su lugar, lo mismo, el servilletero y el mantel después de haberse sacudido sus migas al viento.
Después de secadas las manos, ella alcanzaba a su pequeño por la espalda, anudándolo entre sus brazos, mientras su cuerpo inmóvil reposaba sobre el sofá. “Te amo mucho”, le sopló al oído, con una lágrima conteniéndose en el puente de cimbra que anida en su garganta.
“No se ponga triste mamita”, le contestó él, mientras le fregaba el antebrazo, como aliviando la pena creada por la noticia que degustó en lugar del postre. “Es que es yo no sé que haría si tú no estuvieras”, le sollozó ella, incuestionablemente afectada por el relato que se había clavado en su memoria reciente.
“Pero si eso llegara a pasar. ¿Acaso no donarías mis órganos?”, preguntó el que estaba cada vez más cerca de la adultez que de la infancia que antes lo cobijó, mientras el padre se acomodaba la corbata y la chaqueta en la pieza para volver al trabajo.
“No sé mi amor, sería tan difícil”.
“Yo quisiera que así fuera si me llegase a ocurrir algo”, alcanzó a silabear el muchacho, antes de que su padre interrumpiera la discusión con su despedida.
“Apúrese si quiere que lo lleve”.
“No te preocupes, me voy caminando, si queda apenas a seis cuadras”, respondió, antes de ordenar su bolso sobre la mesa.
Un beso en la mejilla de la madre y un “cuídese”, lo despidió desde el antejardín hasta verlo perderse a la vuelta de esquina.  Él se puso los fonos del Ipod sobre los lóbulos de las orejas, una canción de Franz Ferdinand borró los ruidos exteriores: el de los pasos de otros peatones que venían a su lado, el de la cadena de la bicicleta que pasó por la vereda, el del vendedor ambulante que tarareaba su mercancía, la bocina de un auto que pasó en rojo y que él no  vio cuando atravesaba la calle.
El automóvil lo impactó por el costado derecho, mientras él divisaba la propaganda luminosa de un letrero que se erguía en el ala izquierda de un edificio de vidrios polarizados.  En cámara lenta el parachoques trizó las articulaciones de sus rodillas, el cuerpo giró en 90 grados sobre el aire que ahora con los fonos cayendo en otra dirección se hacía bullicioso, el cráneo rebotó sobre el techo del carro, el hombro se internó en el parabrisas convertido en frágil telaraña, y con los ojos apagados el tronco cayó por las laderas del armatoste hasta dormir en el cemento.
Desde el hospital le comunicaron a Violeta el destino de su hijo. 
Con el alma en veda le comunicó por teléfono la noticia a su esposo, con el alma en veda corrió hasta encontrar un taxi que la condujese al recinto hospitalario, con el alma en veda atestiguó el evidente calce de la muerte y  aceptó donar el corazón de su hijo, para verlo vivir en otro.

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