domingo, 29 de agosto de 2010

No Admitir (Del Libro de Cuentos Palabras Sacan Palabras)

Son las una y cuarto de la madrugada y Gabriel no se ha dado cuenta como se le pasó la hora frente al computador, una noche más, desde que descubrió en el chat el camino para romper su problema de comunicación, el que arrastra desde pequeño debido a lo poca bondadosa que fue la providencia con él, a la hora de distribuir las virtudes explícitas, que no son otras que aquellas que se ven a simple vista y que nada conocen de alma; pero a diferencia de las demás noches, sombras de sosiego en lo que se refiere a la posibilidad de entablar una conversación exenta de perversiones, una pequeña frase en cursiva, un breve texto en Arial número doce, apareció frente a la pantalla, en la sala compartida, llamando la atención a su dormido sentido de la vista. “Alguien que quiera de verdad…”, recitaba textual el párrafo que atrajo como imán sus manos al teclado para contestar el mensaje. “Hola”, respondió con escueta timidez al anuncio. “¿Cómo te llamas?”, le preguntaron a quien sabe cuántos metros o kilómetros de distancia. “Gabriel”, escribió inquieto viendo como el tecleo sonoro de sus dedos dibujaba palabras frente al monitor. “¿Qué edad tienes?” “18”, contestó subiéndose los bonos, justificando su mentira por temor a que si reconociera los dieciséis que realmente carga en sus espaldas, pueda motivar una despedida prematura del que está al otro lado de la línea invisible que los mantiene conectados. “¿Qué haces?” “Estudio”. “¿Qué estudias?” “Derecho”, contestó enrojeciéndose por la falta que no era otra que revestirse por un crédito que aún no recibe, pese a que dicha carrera es la que amasa su deseo y la que será objeto de su postulación el año próximo, cuando acabe secundaria. “¿En qué Universidad?”, siguieron interrogando en un muelle que no era visible a la barca de sus ojos. “En la Chile”, dijo o más bien escribió trayendo al ruedo el deseo de sus padres, que desde pequeño lo imaginan de terno y corbata defendiendo causas, pese a lo contradictorio que resulta a ojos ajenos debido a su opaca personalidad. “¿Y tú, qué haces?”, se atrevió al fin a escribir, rompiendo el rol de receptor pasivo con que hasta ahora estaba arropado. “Soy médico”, leyó en la página electrónica. “¿Alguna Especialidad?”. “Pediatra”, le respondieron después de unos segundos de espera inquieta que casi lo lleva a apretar el ícono de zumbido, para llamar la atención del receptor de su interpelación. “¿Eres homosexual?”, notó que se delineaba en la interrogación manuscrita. “Imagino que tú igual”, respondiendo tácitamente con otra pregunta. “Claro, pero nunca he estado con otro hombre”, leyó absorto y a la vez fascinado por la respuesta. “¿Qué edad tienes?”, se aventuró a preguntar por lo insólito que le resultó la contestación. “30”, le respondieron con la lentitud que asumen los que estudian sus respuestas. “¿Y tú?”. “Yo qué”. “¿Has estado con un hombre antes?”, examinaron agregando un dibujo de mejillas sonrojadas al costado del escrito. “Nunca”, respondió sintiéndose infante en la respuesta. “¿En serio?”, cuestionaron en busca de ratificación. “Lo prometo”, respondió haciendo uso del vocablo que supone estricto apego a la verdad. “¿Cómo eres?”, indagaron con una escritura que podríamos definir como ansiosa por lo intempestiva que apareció en el reflector. “Común”, confesó apenado por su falta de atractivo, como si tuviese culpa alguna de su carencia de beldad, que tampoco era tal carencia, si supiéramos que lo que le faltaba de belleza y personalidad le había sido compensado con generosa emotividad e intelecto. “¿Qué respuesta es esa?”, vio que apareció escrito en el ordenador. “Una respuesta honesta”, trazó con la prisa que le daban sus dedos ágiles, natos conocedores del teclado. “Pude haberte dicho que soy guapo, pero sería más la decepción si llega el momento de conocernos”. “Inteligente respuesta”, leyó al frente de sus ojos negros. “¿Y tú, cómo eres?”, examinó con el temor de quien cree que el amor escapa de las imperfecciones, sin entender que el que huye no es el amor, sino el deseo superfluo. “No soy un Adonis, pero hay muchas mujeres que me encuentran atractivo”, dijo el que escribe, ojea el que lee. “¿Y te importa lo que piensan los hombres o las mujeres?”. “Ambos, el ego no conoce de géneros”, respondió el prosista ignoto. “La vanidad tampoco”, respondió el que se reconoce tímido, pero que tiene alas cuando se escuda tras un artefacto que no conoce de prejuicios, haciendo que nacieran caricaturas de humor sobre la pantalla. “Ha sido un placer hablar contigo”, escribió el mayor de los comensales que aún no se conocían en sus formas, no porque no tuvieran Webcams sino porque el más joven prefería omitir su existencia debido a su menguada anatomía. “Más bien escribir contigo, que aún no conocemos nuestras voces”, precisó el púber. “¿Podemos volver a conversar?”. “Desde luego”, garabateó el que por autodescripción, imaginamos goza de menos atributos físicos, para dar paso al intercambio de msn, que es el primer paso para llevar un diálogo público a una conversación privada para quienes acostumbran usar Internet para cubrir sus inseguridades, para ampliar sus círculos afines, para estrechar la distancia que separa del ser amado, para romper las fronteras lingüísticas y para tantos otros fines, que bien pueden ser nobles o tan virulentos como un mensaje infectado almacenado en el spam. “No he preguntado tu nombre”, escribió Gabriel antes de cerrar el correo. “Mateo”, leyó antes de clausurar con un click la ventana abierta de la página web.





Tres horas demoró Hotmail en arrojar la advertencia de que el usuario que Gabriel esperaba con tantas ansias ya estaba conectado, ansias ciegas, únicamente motivadas por el atractivo que nace al arrimo del anonimato, de grafías, caracteres, letras al fin y al cabo que bien pueden decir la verdad como arrastrar mentiras, eso depende de la decodificación que el usuario haga del mensaje, de la interpretación que haga de las mayúsculas y minúsculas, de las negritas y cursivas, de los códigos, símbolos y morisquetas que se esgrimen como argumentos en las relaciones narrativas.

Sonó la puerta, evitando que el lozano ávido de una plática escrita, pudiera responder con celeridad el “Hola” que se aproximó como ola sobre el monitor, mojando la playa de su espera. “¿Con quién hablas?”, preguntó la madre, que venía a darle el beso de buenas noches antes de retirarse al lecho. “Con un compañero de curso”, respondió el escolar velado de sinceridad, que también había vetado su apetito sexual ante los ojos de sus progenitores, sabiendo que su respuesta reciente conduciría a su madre hasta el sitio de descanso. “Buenas noches mi amor”, dijo la de instinto gregario, al mismo tiempo que sus labios rozaban la frente del mocito, para enseguida conducir sus pasos hasta el tálamo. “¿Qué pasa que no me contestas?”, es lo último que alcanzó a leer antes de disponerse a otorgar una disculpa electrónica. “Era mi madre, por eso no te podía contestar”. “¿No saben tus padres que eres gay?”, preguntó el interlocutor omiso.”No”, se demoró en escribir el que está frente a los ojos del narrador, por miedo fundado o no, eso lo juzgarán ustedes, a ser rechazado por su falta de arrojo. “Te entiendo, en mi caso, nadie sabe que soy homosexual”, se dejó ver en la pantalla la comprensión del camarada. “¿NADIE?” replicó en mayúscula como haciendo énfasis en la necesidad de una respuesta igual de absolutista. “NADIE”, respondió el parlante comprendiendo el código en que fue parida la expresión. “¿Con quién vives?”, preguntó el infantillo y la respuesta se demoró más de la cuenta pensó él, para una pregunta tan sencilla. “Con mis padres”, respondió el hombre del cual desconocemos intenciones más allá de las que declara. “¿Dónde vives?”, rasgueó curioso el mayor. “En el centro”, respondió sincero el adolescente. “¿Y tú?”, escudriñó el que recién respondía. “Más arriba de Escuela Militar”, respondió el adulto, sabiendo que su respuesta obligaba a una asociación de clase. “¿Cuiquito?”. “No, pero tampoco flaite”. “¿Cómo estás vestido?”, escudriñó el del barrio alto. “Pijama corto, camiseta blanca, descalzo”, reconoció con cortedad el más niño. “mmm”, escribió el más experimentado como un piropo que manifiesta agrado. “¿Y tú?”, osó contrapreguntar el pequeño mientras el rojo alcanzaba sus mofletes. “Boxer ajustado, camiseta sin mangas”, leyó en el monitor y el carmesí volvió a trepar por su rostro. “Me gustaría estar allí contigo” deletreó en negritas el de anatomía más madura, como una muestra de acentuación de franqueza en las palabras, que más sinceras suenan no cuando se leen sino cuando se puede escuchar el ritmo, los tiempos, los acentos, la entonación de la voz. “A mí igual”, confesó el que no siendo un efebo, no alcanzaba la mayoría de edad. “¿Tienes una foto?”, solicitó Mateo con signos de interrogación. “Sí”, reconoció el mancebo. “¿Me puedes enviar una?”. “Sí. La busco en la carpeta y te la envío”, señaló Gabriel al mismo tiempo que escrutaba primero en el escritorio, luego en la carpeta de fotografías, revisando entre las imágenes en jpg aquella en que se viera más agraciado y que no era otra que una en que su imagen se retrataba en plano americano, ya que bien sabía que su figura no admitía un zoom in o un primer plano. “Te la estoy enviando”, escribió al tiempo que presionaba agregar con su dedo índice, sin poder desprenderse de la sensación de incertidumbre que le ocasionaba que su retrato estuviera en evaluación al otro lado de la línea. “Te ves lindo” le respondieron una vez que la fotografía se había desnudado con lentitud en pixeles verticales sobre la mampara del solicitante. “Es lo que hay”, dijo Gabriel excusándose por su carencia de primor, que ya dijimos no era culpa de él, sino de la naturaleza que lo había embozado con otros dones. “Me gusta lo que hay”, leyó aliviado, después de unos minutos de silencio, en que gobernado por su inseguridad, llegó a imaginar que se unilateralmente se cerraría la ventana de conversación. “Y tú ¿Tienes fotografía?”, silabeó envalentonado por el descanso que le produjo haber sido correspondido. “Mejor que eso, tengo Webcams”, le respondieron mientras unánimemente se desplegaba un link en la visera que lo instaba a aceptar la recepción de imágenes, y apenas su dedo angular cedió al convite, vio a Mateo aparecerse como un fantasma a través de la red. “Eres muy guapo”, escribió reconociendo los atributos del interlocutor, que se tomaba la barbilla en síntoma de coqueteo, dejando al descubierto sus ojos pardos, su nariz respingada, su barba rasa, su pelo castaño y crespo, sus hombros anchos, su torso marcándose a través de la camiseta sin mangas. “Gracias”, leyó como epístola a su cortejo.

Una hora más se extendió la plática carente de audio, sesenta minutos de gestos que ya no eran sólo vocablos esparcidos en forma manuscrita sobre el monitor, al menos a la vista de Gabriel, que se fue a recostar con el alma en vilo, no sin antes echar mano a su deseo erecto y despierto, para poder conciliar el sueño,



“Me compré una cam”, fue lo primero que escribió sobre el computador el que ayer estuvo en vela por el deseo, omitiendo el hecho que ya desde antes la tenía, pero que le avergonzaba hacer uso del aparato hasta verse correspondido. “Enciéndela, te quiero ver”, le contestaron desde una distancia geográfica que se desvanece en la red. “Me da un poco de susto”. “No hay nada que temer, te lo prometo”, leyó antes de atreverse a presionar shift, para que su contorno viajara kilómetros para asomarse ante otros ojos, adelantándose a su percepción herida por la inquietud que ocasiona la perplejidad y la vacilación. “Mateo, ¿sigues ahí?”, borroneó con prudencia luego de unos segundos en que el folio iluminado cayó en reserva. “Aquí estoy”, le ratificaron desde un extremo anónimo. “¿Muy desilusionado?”. “Al contrario, me pareces lindo”. “No mientas”. “Sólo digo lo que pienso”. “Gracias”. “¿Estás seguro que tienes 18?”. “Si, claro”, timó por segunda vez por aprensión a que el uso de la autenticidad lo alejara de su homólogo. “”Te ves más joven”. “Tú igual”, reembolsó la falacia cristianizada en piropo. “¿Cómo es tu voz?”, estudió en el terminal. “Suave, un poco aguda tal vez, pero no afeminada”. “¿Y la tuya?”. “Grave, masculina”. “Me gustaría escucharte”. “A mí igual”, alcanzó a hilvanar el más crío, antes de que los dígitos se aparecieran en el lomo de la persiana analógica, haciendo que el abdomen se agitara en péndulo en signo de revolución. “¿Quieres mi número?”, preguntó como réplica a lo que consideró un acto de confianza.”Me encantaría, aunque ya tienes el mío y sólo te basta con marcar”. “No me queda saldo, pero si quieres me puedes llamar”, alcanzó a escribir antes de precisar el guarismo que identificaba su celular, el mismo que tardó sólo un parpadeo en trinar para traerle por vez primera la voz del que hasta ahora sólo conocía a través de textos. “Aló”, respondió cauto. “Que gusto escucharte”, le respondieron al otro lado del auricular. “Igualmente”, respondió tiritando. “¿Estás nervioso?”. “Un poco”. “Tranquilo, no hay motivo para inquietarse”. “Lo se, es sólo que no me imaginé hablar contigo tan pronto”. “Es verdad lo que dijiste respecto a tu voz”. “Qué”. “Suave, pero se te olvidó decir que también es dulce”. “Gracias”, dijo mientras sentía un rubor caluroso abochornando sus carrillos. “La tuya es muy varonil”, agregó respondiendo al floreo. “Tengo ganas de verte”, escuchó mientras se calentaba la sangre que corría por sus venas. “Yo igual”, admitió abatido por los sentimientos que llegaban primerizos a su corazón que no sabía de amor. “¿Cuándo te podré ver?”. “Cuándo tú quieras”, respondió arrepintiéndose de lo fácil que sonó su respuesta. “Mañana en la noche”. “Está bien, dime dónde y a qué hora”, exigió precisión en el lenguaje. “A las nueve en el metro Los Leones”. “¿De la mañana?”, preguntó inocente. “No, de la noche”, le respondieron con una risa en los labios. “¿En qué salida?”. “Por Providencia”. “Bueno, ahí estaré”. “No me dejes plantado”. “No, no, jamás haría eso”, respondió con ternura. “¿Por qué?”. “Me gustas”, reconoció sintiéndose tonto por su confesión prematura. “Tú igual”, le respondió aliviándole la carga de su revelación, antes de que ambos colgaran, para dar paso a los últimos recados que se escribieron pasada la línea de la sensualidad a través del msn.



“¿Estás listo?”, se dejó entrever luego de que un sismo iconográfico hiciera zigzaguear la pantalla. “Vengo saliendo de la ducha”, confesó el adolescente que llevaba la camisa a medio abrochar sobre el torso y una toalla amarrada a la cintura que cubría sus partes íntimas. “Estás atrasado”, le reclamaron. “Disculpa, me visto y salgo de inmediato”. “¿Cuánto te demoras en llegar?”, le preguntaron con un ansia seca, que si bien pudo haberle hecho retroceder, cegado por la pasión le hizo apurar el tranco. “30 minutos”, dijo calculando el tiempo que necesitaba para terminar de cubrir las desnudeces de su cuerpo, las tres cuadras que debía caminar y el tiempo de trayecto desde metro Santa Lucía hasta la estación señalada como destino en la tertulia anterior. “Está bien, te espero a las 9.15 en el Portal, pero no te demores”. “Llegaré a tiempo, no te preocupes”, señaló antes de finalizar la conversación, sin evidenciar que había dejado abierta la ventana en el monitor.

Se puso un bóxer blanco, con un cinturón ajustó su pantalón a la cadera, se peinó frente al espejo, se lavó los dientes, se aplicó dos garúas de perfume en cada flanco del cuello, caminó bajo las sombras que vestían las cuadras que separaban su vivienda del Metro, se trasladó de pie, inmóvil y afirmado en la barra atestada de otras manos que henchían el transporte, se bajó en Los Leones, tomó la salida izquierda, subió a la superficie, y cuando estaba a menos de una cuadra del punto prefijo, vio la atractiva efigie de Mateo saliendo a su encuentro desde la esquina donde transitaban aglomeradas soledades.

Se estrecharon en un abrazo partido, lo decimos por la diferencia de afecto que se vislumbró en la gestualidad proferida; más fría y distante, en el mayor de los que hoy miden sus cuerpos; más cálida y cercana, en el más joven de los que enfrentan sus humanidades; transitaron confundiéndose en el anonimato que concede la masa, que a esas horas sale del trabajo o inicia el happy hours, según el peso de sus ocupaciones, ociosidades y bolsillos; se sentaron en la terraza de un restaurante que se encontraba en las cuadras menos saciadas de gentío; bebieron café, y después de encontrar la hebra que uniera la conversación que habían dejado pendiente, se aprestaron a conversar con igual naturalidad a la que habían trazado a través del CPU. “Eres muy guapo”, se arriesgó a declamar el que se jactaba de su retraimiento. “Gracias”, contestó sin corresponder la galantería el que sabía de sus patrimonios físicos. “Quiero estar contigo”, exteriorizó intrépido el más crecido. “Pero debo regresar a casa, ya que no me dejan dormir fuera”. “No me respondiste la pregunta”, inquirió con mayor temple el de fachada seductora. “Bueno, pero no hasta muy tarde”, cedió el de sentimientos nobles. “No te preocupes, vamos a un mirador y luego yo te voy a dejar”. “¿Andas en auto?”, curioseó el que había mentido respecto a su edad. “Sí, lo tengo estacionado a la vuelta”, señaló Mateo apuntando con el anular la arista urbana más próxima. “Bueno, vamos”, aceptó el niño sin medir consecuencias respecto a la propuesta indecorosa.

Arrastraron sus pies hasta alcanzar el vehículo que se abrió con un pestañeo electrónico, se sentaron mirando el parabrisas y desaparecieron pasando de las calles boscosas hasta aquellas más desérticas; subieron una colina de oscuridades, el conductor se bajó primero, abrió el maletero del coche con la excusa de sacar una frazada, llamó al copiloto que se trasladó a tientas por la costilla del armazón de acero a causa de la escasa luminosidad que aportaban las estrellas y una luna menguante, y cuando alcanzó su lado, a menos de un metro, dejó caer con fuerza un garrote de fierro que escondía en su mano izquierda sobre el cráneo ahora roto del que creyó enamorarse a un click de distancia. “Púdrete maricón”, le gritaba al tiempo que se empezaba a erosionar la epidermis del rostro, a desgarrar la piel más profunda de la espalda, a develarse los huesos de las extremidades forjadas a golpes. “Pico quería el maraco”, gritó al tiempo que la sangre brotaba fuera de las venas, que las lágrimas mojaban las cuencas de los ojos, que los fluidos corporales humedecían la entrepierna. “Muérete puto”, dijo antes de limpiar la varilla cromada con un guante y lanzarla cuesta abajo a través de la quebrada, antes de pisar el acelerador de su carromato que ahora dejaba en penumbras al que confundió amor con ilusión, en el espejismo destellante de una pantalla de Internet.

Su madre recién vio la ventana desplegada sobre el monitor, cuando alertada por la ausencia de su hijo, se dirigió hasta la habitación de Gabriel extrañada por el inusual vacío que le traía la alborada. Sólo encontró respuesta a la inquietud que le produjo el mensaje cuando pasado el mediodía una llamada le advirtió de la necesidad de reconocer un cuerpo que finalmente fue el de su hijo.

Muerto él, que no vio intenciones detrás de un correo electrónico para poder apretar a tiempo “no admitir”. Muerta ella, que jamás intuyó los peligros que se esconden en un aparentemente inofensivo mensaje de texto. Muerto el padre, que sólo se enteró esa tarde del destino de su hijo al que había discriminado pese a no tener certeza respecto a su sexualidad.



2 comentarios:

  1. Gracias por compartir tu talento...te adoro!!

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  2. Polo : Excelente, como todos tus textos, me aflijio, es increible como un inocente, incluso una persona demasiado confiada puede salir demasiado afectada, todo por la falta de apego familiar, inclusive la necesidad de sentirse querido y considerado ..... fuerte la discrimincacion, increible la falta de culturizacion, bueno hay tantas cosas que se deben cambiar en el mundo, y cambiaran, ser de esa elite ocasionara la obligacion de la aceptacion de la homosexualidad, si o si!! Abrazos Victor y FELICITRACIONES.

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