domingo, 29 de agosto de 2010

Un Parpadeo (Del Libro de Cuentos Diez Trajes para la Muerte)

Lo único que vivía en ella era una parte menguante del hemisferio derecho de su cerebro. La mayor parte del tiempo dormía, y en el resto, sólo sus ojos abiertos y un pequeño movimiento de sus párpados daba cuenta de que estaba despierta.

Así había estado desde hace doce años, inmóvil, con su cuerpo recostado de manera horizontal sobre la cama –que cada tres horas era mecido de su ángulo para evitar laceraciones inevitables- una manguera conectada a su nariz y otra a la vena del antebrazo por donde recibía el suero que le servía de alimento; y una bolsa colgando de la pelvis que le permitía soltar la orina.

A veces, su padre subía el respaldo de la cama para que su vista calzara con la programación televisiva; en otras, giraba la cama convertida en sofá hacia la terraza para que posara los ojos fijos sobre los peatones que estuvieran a su alcance, mientras los rayos del sol iluminaban su tez de luna y hacían ver más verdes sus ojos de alga.

Su madre, sagradamente, tres veces a la semana, le abría la bata y limpiaba con minuciosidad sus partes íntimas y expuestas; y cuando el ánimo le acompañaba, le leía los mismos cuentos infantiles que custodiaron su infancia.

Su hermana tocaba el piano que estaba a un costado de la sala con los ojos empañados de melancolía, y de vez en cuando, subía el volumen de la radio y le cantaba al oído.

A los tres años de estar en estado vegetal, su príncipe azul salió del cuarto, renunciando a los besos que trataban de despertarla del sueño eterno, y así también, salieron sus amigos, sus conocidos y otros pasajeros temporales que se aparecen en los caminos de la vida.

En las noches, con la oscuridad de cómplice, muchas veces la madre lloraba velando su sueño, deseando los minutos para verla despertar, y la culpa encendía su desvelo en las oportunidades en que deseaba que partiera, para reencontrarse con su sonrisa de antaño, extraviada después del accidente, con su círculo de amistades a quién ya no podía dedicarles tiempo, con su hija menor ante quién hoy ejercía una sobreprotección castrante, con su esposo, al que había renunciado a entregarse más allá de un abrazo partido estrechado bajo las sábanas.

Doce años habían echo lo suyo en los padres de la que antes era apenas una adolescente y que ahora estaba a un año de golpear la puerta las tres décadas; las canas habían crecido en sus cabellos, las arrugas se habían ceñido sobre sus frentes, en las quebradas de los ojos, en los barrancos de las mejillas, y las espaldas se estaban curvando con el peso de las primaveras; pero había una huella aún más imborrable dejada por el tiempo, y era la que no dejaba olvidar esa noche tiniebla.

La niña cumplía diecisiete, esa mañana había abierto los regalos, floreciendo una sonrisa que alcanzó a ser fotografiada cuando sacó de su envoltorio el Ipod, el último disco de Britney, una medallita de oro blanco –que enseguida colgó de su cuello- y un reloj Swatch, que prendió a su muñeca. Almorzaron a los pies de la piscina, recibiendo la brisa tibia del mediodía, y con el atardecer llegaron las amistades y los minutos se llevaron los palmitos, las aceitunas rellenas, el ceviche de salmón y las brochetas de camarones que engalanaban el cóctel.

La noche cayó como un relámpago sobre la terraza, y a penas treinta minutos después de que los adolescentes salieran rumbo a la fiesta, un llamado telefónico los condujo hasta el hospital, donde su retoño había llegado en coma, después de que un camionero –dormido al volante- se estrellara contra el auto donde viajaba su hija.

Ningún indicio de recuperación se había presentado en esa docena de años marchitos; ni un leve movimiento de un pulgar, ni una vocal pronunciada de sus labios, nada, a excepción de una ligera inclinación de los párpados que en los últimos años les habían servido para comunicarse aunque sea básicamente con su hija. Un parpadeo para afirmar, dos parpadeos para la negación.

“¿Quieres que volteemos la cama al sol?”, un parpadeo. “¿Prendo la televisión?”, dos parpadeos; y así, siempre las mismas preguntas, para similares respuestas, que se repitieron días, meses y años, rutinariamente, como único gesto de vida.

Esa mañana, al cumplirse doce años aferrada a ese sarcófago de resortes, plumas y telas, su hermana abrió las cortinas, y luego de terminar una sonata en el piano, se acercó a la cama, lavó y secó el sudor nocturno que se estaciona en distintos recovecos, se acercó al oído, y preguntó: “¿Estás cansada?”. Un parpadeo afirmó lo que la sangre ya sabía. “¿Quieres que haga algo?”, recitó la única capaz de lenguaje, mientras una gota de tristeza caía hasta empapar la frente de la enferma. Otro parpadeo. “¿No quieres vivir más?”, susurró con la voz entrecortándose por la aflicción. Un parpadeo. “¿Quieres que te saque estas mangueras?”, otro más.

La hermana soltó la mano de la que ya no esperaba un milagro en su regazo, corrió hacia sus padres, les contó lo ocurrido, y volvió con ellos, ratificando en un parpadeo la dolorosa verdad que los esperaba en el cuarto.

Durante semanas discutieron la decisión, semanas que se hicieron purgatorio para sus almas roídas por el peso de la fe, y al cabo de ese tiempo, entraron juntos a la habitación, el padre desconectó el suero; la hermana sacó la jeringa clavada a su brazo y la madre, lloró sin consuelo, cuando después de un parpadeo, su hija moribunda agradeció la despedida.

Cinco días después velaron sus restos, al sexto la bajaron a la tierra, al séptimo pidieron perdón a Dios por su pecado, concientes, de que era la última voluntad de su hija.

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