domingo, 29 de agosto de 2010

RONDA DE LOS AUSENTES (Novela Breve)

I

Su madre partió cuando apenas tenía doce años, huyendo sin planificarlo, de la tragedia que vendría convertida en río, arrastrando el lodo de la vergüenza, el sedimento de los dolores. La encontraron con las piernas entreabiertas y la piel rígida, los ojos blancos, el rostro congelado, una mano alzándose al cielo y una costilla rota, teñida por el barro, al costado de un estero, que atraviesa la periferia donde habitan los olvidados.

Detuvieron su paso cansado, cuando regresaba del trabajo –a solo cuadras de la casa de Ronda- aprovechando el anonimato que concede la noche y la lluvia de invierno. La embistieron por sorpresa, aprovechando la ceguera que ocasiona el paraguas que aparta los goterones del rostro, para despojarla luego de sus vestiduras, empuñarle un trozo de piel en su bajo vientre y el filo de una navaja en sus huesos.

Allí, a la borde del riachuelo, donde los roedores pululan entre los desperdicios, sustrajeron su dignidad, mientras ella mordía la luna, con los ojos llorosos y los puños apretados.

No fue hasta la madrugada siguiente, mañana de garúa y niebla espesa, que un transeúnte anónimo advirtió a la policía, para conducirla hasta la morgue, donde por segunda vez vulneraron su cuerpo, ahora convertido en una hoja seca desprendida del árbol de la vida.

Un cardumen de humanos se volcó a su despedida, siguiendo a pie y con mil paraguas en el aire, el avanzar cauteloso de la carroza fúnebre, desde el apartado geto poblacional, hasta el último peldaño que suben las almas para llegar al cielo.

Ronda caminó atolondrada, de la mano de su padre, zigzagueando entre cruces y abedules, eludiendo rejas y lápidas de concreto, saludando con una reverencia a ángeles de yeso, hasta soltar una rosa roja, que cayó en cámara lenta sobre el sellado ataúd, que bajaba hacia la tierra, para acompañar a su madre en su largo recorrido entre el suelo y el cielo.

El camino se hizo pesado los días venideros a la muerte que asaltó el principio de este relato. Ronda estaba sola, y todo cuanto hacía, y cuanto dejaba de hacer, traía de regreso a su paridora pagada con pan . Le faltaban sus afectos, sus arrumacos, su compañía. Su ausencia empezaba al alba, cuando la mantequilla ya no se derretía esperando el impulso de su boca, cuando la leche ya no dejaba su nata en la comisura de sus labios, cuando el labial de su beso tibio ya no dibujaba un óvalo en sus mejillas rosadas; continuaba a mediodía, cuando la mesa desnuda esperaba ansiosa por su vestido de tela y sus accesorios de loza, vidrio y porcelana; o cuando la olla no recitaba vapores condimentados; y se extendía hasta la noche, de oraciones proscritas, mientras la cabeza de Ronda trataba de conciliar el sueño, aplastando la almohada, en la espera de la bendición, antes cotidiana.

Elcira ya no estaba y ni siquiera su alma rondaba los pasillos de la casa, como objeto de consuelo, en los momentos en que la niña, más necesitaba que tomara de su mano para hacerla transitar desde oruga a mariposa.

Durante largas tardes, Ronda se debió conformar con acariciar su imagen impedida y sordomuda, que miraba desconsolada, al otro lado de la fotografía, pero lentamente fue perdiendo el rastro de su aroma, la huella de su mirada, la textura de sus manos, la trama de su cabello, la pista de sus mimos, la estela de sus monerías, el indicio de su carácter, su voz de poesía.

El vacío, la obligó a cambiar el Jumper por el delantal, mientras sus compañeras de banco, aún corrían libres por el patio de la escuela, saltando la cuerda, brincando sobre los cuadrados trazados a tiza del luche , cuchicheando niñerías a escondidas en el baño, sobrecargando de maquillaje sus talantes púberes a fin de cargar unos años más en sus mozas apariencias –que las hicieran apetecibles al ojo ajeno de los precoces infantes de talante espinudo- dejando volar sueños de libélula, impresos en tinta en sus diarios de vida.

Su Padre, se volvió retraído, huraño y misántropo, y de pronto empezó a reconocer en él a un alma en pena habitando el patio de los vivos. Dejó el taxi, que fue su compañero y fuente de trabajo durante nueve años, y abrió la puerta al alcohol, hasta apagarse como la llama de una vela, sacudida por el viento.

Una noche de aguacero, en el invierno siguiente a la partida de su madre, encontraron al padre de Ronda, abatido entre los fierros de su automóvil, con el agua hasta la cintura, tras caer como una estrella fugaz, sobre el estero donde le quitaron la vida a su amada Elcira.

II


En los albores de los trece, Ronda carga con dos muertes, dos recuerdos, dos nostalgias, mientras ve que la sangre que antes vio derramada sobre la tierra, ahora emerge desde dentro de su cuerpo, obligándola a transitar desde la niñez a la adultez; y contempla su casa, donde la soledad ha permeado sus espaldas de concreto húmedo, sus pies de madera podrida y su cabeza de zinc, mientras explora en el abismante silencio, ansiosa de encontrar algo que mantenga viva.

Cuando el olor que deja la lluvia al confundirse con la tierra, aún se pasea en sus fosas nasales; cuando aún no es capaz de sortear con propiedad su tránsito desde la edad de la inocencia a la edad madura; se ve sentada frente a la balanza de la justicia -esa señora altiva y petulante, propietaria o expropiadora de la verdad- con el mandato de decidir entre internarse en un colegio de monjas o convivir con un primo hermano de su Padre, Fermín, al que vio por última vez cuando aún infanta, reposaba la siesta en sus brazos.

Según serán testigos en las próximas líneas, tardaría lo que el mar se demora en estrellarse en la rompiente, en darse cuenta del traspié de su fallo.

Salió esa mañana con rumbo a casa del conocido desconocido, una vivienda maltrecha, de dos habitaciones, apostada en otro hábitat prejuiciado; dejando atrás el sitio donde ahora quedaba solo el recuerdo de sus muertos.

Los primeros días cayeron pétalos de rosas sobre su mollera perturbada, adulada con vestidos nuevos y zapatos de charol; un diario de vida –donde empezó a cultivar su afición por la catarsis- y Días de Fiesta de Ever Green , un cuento sobre la navidad y el placer de dar sin esperar respuesta, que fue su primer idilio con la literatura.

Después de un puñado de soles, saliendo por la cordillera y bañándose en el océano, el afecto de Fermín empezó a cambiar de estructura; y los objetos fueron reemplazados por una caricia –al principio inocente- que al llegar la noche se transformaría en vejación.

Estaba acostada de lado, con los ojos cerrados, cuando sintió su colosal mano, hurgando bajo sus bragas, mientras la otra aprisionaba su cintura. Se mantuvo inmóvil, congelada por esta emoción inexplorada y culposa, con los dientes oprimidos y los ojos humedecidos, mientras una barba extraña recorría a besos su piel lampiña. Un espasmo caminó por su espalda, mientras paralizada por el miedo, dejó aproximar en silencio su cuerpo inexplorado, hacia una entidad con historia, dejando que apretaran sus montes en desarrollo, que asieran sus pezones rosáceos, mientras una lágrima –invisible en las sombras- bajaba por su rostro. Se mantuvo en sigilo, horrorizada y estremecida, hasta que le fue imposible seguir amarrando el grito que explotó de su cuerpo, cuando la carne ignota violentó su piel, haciéndola contraer los músculos de su entrepierna. Tiritaba sumisa y rendida, ante el péndulo ondulado de caderas, que colisionaban con sus nalgas, mientras contenía el tormento, que desata el saqueo, la usurpación y la rapacería.

Esperó que se fuera a su cuarto sin pronunciar una palabra, y el resto de las horas que restaban de oscuridad, sollozó en afonía, aún perpleja, por las contradictorias emociones que ocasiona la pasión precoz y obligada.

Al día siguiente, Fermín llegó con dos regalos. Ronda, entendería con el correr de los días, que uno era una compensación y el otro, una interpelación, un deber, para volver a entregarse sumisa a la luna creciente del deseo de un extraño.

Fermín tenía 38 años, espalda ancha, brazos fuertes y un rostro endurecido por la barba, sus cejas anchas y su nariz prominente. Sus modos toscos, son frutos de su trabajo en la albañilería; su escasa educación y reducido vocabulario, un legado de la ruralidad en la que pasó su infancia; y su introvertida personalidad, el resultado de los golpes que le propinó su padre.

Pese a sus carencias, es un hombre varonil y atractivo, y por eso cuesta comprender de donde vienen los impulsos que lo hicieron convertirse en victimario.

Ronda se hizo mujer, aprendiendo a lidiar con su cuerpo, a cumplir sus exigencias, a satisfacer sus caprichos, pensando que esa era la única realidad posible, cuando no surgía paisaje más armonioso más allá de su ventana; y aunque era capaz de distinguir la diferencia entre un golpe y un beso; se rehusaba a morder su mano, convencida de que detrás de su agresor, se escondía también su salvador.

Y aunque no podemos responsabilizar a esa mirada dual de los actos perversos que esconde y a veces devela el maltrato a la mujer, un golpe de mano sobre la nuca, una cachetada sobre las mejillas, una pateadura sobre las costillas; no podemos tampoco exculparla de cuantas agresiones se han cometido en nombre del silencio, del temor e incluso de la convicción de que el acto impuro es equivalente a lo merecido, a lo justo, por esas explicaciones que solo conoce la inconciencia o por lo menos el extravío del juicio.

Ronda era parte de ese grupo de mujeres acostumbradas a justificar lo injustificable, ya sea por lo labrado en ella por sus innumerables carencias afectivas, por la contradictoria presencia de la ausencia, por el deterioro más brutal de la autoestima, de la autoimagen, por la inexistencia de un amor bueno, o tal vez, por la simple falta de conocimiento del mundo.

Se mantuvo impasible, inalterable, impávida; obedeciendo cual mascota los dictámenes de su amo; guardando silencio, encontrando compañía en un espejo, palabras en el ruido que ocasiona el agua cuando se deja abrazar por ella bajo la ducha; calor, en el abrazo distante de un atrofiado bracero. No conoció parientes, amigos, vecinos, ni más mundo que los 36 metros cuadrados que ampararon sus dolencias inconcientes, pero como el ser humano es un ser gregario, capaz de moldearse a las circunstancias más adversas, pronto aprendió a encontrar gratitud en el crecimiento milimétrico de una planta, en el brillo pulcro de la baldosa recién lustrada, en el hervor de una cazuela desacoplando vapores en la cacerola, en la planicie de una cama recién estirada, en la transparente gratitud de un vidrio, en la textura tersa de un mueble recién barnizado, en fin, en todas aquellas encomiendas diarias que ocupan el tiempo y la cabeza, a falta de faenas y placeres más nutrientes.

La conciencia la empezó a experimentar una tarde de verano, cuando después de revelar su primer embarazo, el otrora hombre anónimo, su amante, su captor, la obligó a entrar a una choza mal parida, con olor a eucalipto, donde una partera clandestina, sustrajo un ángel de las nubes de su vientre. Pero esta historia, es harina de otro costal, que más temprano que tarde, se convertirá en pan recién salido del horno de la presente narración.

Ronda llega cansada a casa, después de haber caminado 8 cuadras hasta subir al metro en Escuela Militar, haber recorrido las 15 estaciones que la separan de Estación Central, y caminar otras 8 cuadras, para llegar a su pequeño hogar, una casita interior, que habita hace 20 años.

Su cuerpo no es el de niña, le sobra carne, grasa, caderas y pechos; le falta musculatura, elasticidad y dinamismo. Su rostro también ha cambiado su cáscara. Atrás han quedado su piel tersa, ojos despiertos y cabello brillante; y su lugar lo han ocupado, las fisuras de los labios, las arrugas de la frente, los pómulos resecos, el pelo opaco. Su estado anímico es cuento aparte; ese cambió mucho antes de que llegaran las estrías a las laderas de su ombligo, y la celulitis al monte erosionado de sus nalgas; ese cambió, cuando sus padres partieron sin equipaje –uno por decisión y otro inducido- al viaje que solo tiene retorno en la resurrección.

Sus estampas y ramalazos físicos, tienen motivos diversos. De ello podríamos culpar al cuchillazo que propina la ausencia, a la estocada que deja su huella tras la violación, al sablazo que da entregarse a un camino obligado, a la lesión imborrable que deja el aborto; pero también, podríamos responsabilizar a la mala compañía elegida en el libre albedrío, a la soledad impuesta por los vaivenes incomprendidos de la vida; y hasta podríamos echar mano, a la doméstica pero agobiante tarea, de por casi 20 años, limpiar baños que no son su baño, lavar ropa que no es su ropa; cuidar hijos que no son sus hijos, ni los que perdió, ni los que decidió perder.

El libre albedrío es un ser inanimado, dual; que tiene vida propia, que se presenta a la puerta de la conciencia sin preguntar siquiera, que aterriza inesperadamente en la azotea de nuestro camino; sin que muchas veces hayamos alcanzado a alumbrar la pista, para conducir su planeo, su descenso y su arribo. El libre albedrío se presentó muchas veces en el autopista que transitó Ronda, pero fue ella, quien eligió mal mil veces; muchas, por temor, otras, por vacilación; y las más, por dejar la decisión en manos de terceros, que solo la condujeron por un camino pedregoso. Y no es que el libre albedrío venga a tientas en la noche, caminando en las sombras, sin lámpara que alumbre su paso; para hacernos tropezar, caer o simplemente detener la marcha; no es que actué de mala fe o motivado por malas intenciones; no es que nos quiera ver hundidos en el lodo más espeso; sino que simplemente nos deja –en su objetividad, ecuanimidad y justicia- dar el paso que consideramos más conveniente, aunque sea el error más profundo. Por el contrario, el libre albedrío, se presentó tantas veces en la vida de Ronda, como la cantidad de años que carga en su espalda; pero fue ella quien no prestó atención, o quien, dejó conducir sus decisiones, por otros seres inanimados -que habitan en la oscuridad- como la duda, la conformidad, la turbación y el miedo; seres peligrosos, suicidas, cargados de dobles intenciones, especialistas en convertir el aplomo en cobardía, en revestir el cambio en incertidumbre, en tapizar las determinaciones en contradicciones.

Las únicas decisiones que no tomó, fueron producto del libre albedrío elegido por otros, que siempre tienen consecuencias en el camino de terceros.

Ronda prende el televisor, no para ver algún género o producto específico que la haya cautivado –ya que para ella es lo mismo la teleserie de la tarde, el programa de concursos o la publicidad que engalana la engañosa era del consumo- sino por la necesidad de compañía; la misma que la tuvo en cautiverio, prisionera y rehén, de un gendarme imaginario, por media decena de años.

Deja una bolsa con pan encima del mueble de cocina, toma un tazón, le agrega una cucharada de café de cebada –más económico que uno convencional- dos cucharadas de azúcar; y después de esperar unos segundos a que el agua suelte sus íntimos vapores, la vuelca sobre el recipiente, y luego, la desvanece sorbo a sorbo, sentada en su sillón de mimbre, sin pensar en nada, mientras la televisión proyecta pixeles diminutos, destellos inconclusos, casi imperceptibles al sentido de la vista, que luego se transforman en imágenes, que Ronda ni siquiera recordará, por que solo le sirven de compañía.

El timbre la saca de su letargo afónico y la conduce a la puerta. Se esfuerza por dar vida a sus facciones antes de abrir.

¡Ramón, que gusto verte!, dice mientras se le enciende una tibia mueca en los labios, con aires parecidos al de una sonrisa.

¡Déjame pasar linda, que vengo echa una yegua!

Ronda ahora se ríe, mientras abre de par en par la puerta, rendida –como siempre- ante la voz de payaso de su vecino travestido.

¿Qué pasó Ramón? ¿Por qué tan alterado?

¡Es que esto me pasa por huevona , por confiada!

¿Pero qué pasó pues hombre?

“Como tú sabí pues niña, yo no trabajo en las tardes, por qué después no tengo ganas de ná en la noche” Ramón hace un silencio esperando que Ronda asienta con la cabeza como síntoma de comprensión, o a lo menos de una atención vulgar.

“Pero por dura , se me ocurrió aceptar un trabajito de un cliente especial –alguien conocido por supuesto- y se resulta que me salió con el pastel de que quería que le fiara el servicio”

¿Hay escuchado semejante barbaridad antes?

¡No!, respondió Ronda, a quien siempre le divertían los relatos de Ramón.

¿Y qué le dijiste?

“Que no era la panadero ni carnicero pa’ estar fiando. Que no me viniera con huevás, por que no tenía tiempo pa’ estar perdiendo”

“El que quiera celeste, que le cueste”, agregó Ronda.

“Claro. Entonces, le dije: Yo papito funciono igual que los taxistas, recorrido echo, recorrido pagado”.

¿Y qué te dijo él?

“Me salió con una sarta de huevás: que el precio del pan, que el alza de los combustibles, que el impuesto a los libros, y no sé que otra mierda más”

¿Y qué le respondiste tú?

“Que a mí eso me tenía sin cuidado. Que no como pan porque estoy a dieta, que no uso combustible por que apenas me alcanza pa’ la micro y que la única lectura que me importa es el diario cuando estoy cagando”.

Ronda soltó una risotada que estremeció hasta los pilares de la casa.

“Pero espérate, niña, que eso no es todo. Entonces me paré y le dije, este taca taca funciona con ficha”

¿Y qué pasó allí?, volvió a interrumpir Ronda, sin parar de reír.

“Cuando estaba agarrando mis pilchas, el huevón me agarró por la cintura y me tiró contra la cama, tratando se agarrarme por la fuerza”

Ronda esbozó una o sobre su boca, en posición de asombro.

“Entonces me dí vuelta mierda y le pegué una patá en las bolas, que lo tiene que haber dejado viendo burros verdes ”

¿Y lograste arrancar?, pregunto con obviedad.

“Si pues niña, o creí que me clonaron pa’ venir pa’ acá”

La conversación siguió su curso hasta que el reloj marcó las once, y luego de que Ronda ayudara a Ramón a repasar el delineador por sus ojos; después de que posara el tinte de un labial rojos sobre sus labios carnosos; a continuación de que le acomodara el portaligas en la pierna rasa a la fuerza; despidió a su amigo desde la puerta, y volvió a su mutismo inicial, hasta que el programa estelar bajó su cortina.

Se fue a su cama, fría a esas horas, y se lamentó por el destino que compartían ella, Ramón y Elsa, una vecina peruana que movilizará la escritura en otra parte del relato, aún inconciente de su rol en el orden de las cosas.

Se durmió, como la suma de las noches de sus 33 años, sin evidenciar la presencia del libre albedrío. El mismo espíritu que le dio a elegir si continuar o no al lado de su verdugo durante 6 largos años; el que se presentó a Ramón –cuando conciente de su homosexualidad- escogió transitar por la vereda del dinero fácil, que más tarde se hace intransitable; y el que un día Elsa no vio, al dejar atrás su tierra Limeña y sus niños de piel carbón.



III



Cuando Ronda comunicó a Fermín que estaba embarazada esa tarde de verano; cuando sus ojitos rasgados, musitaban un brillo ilusorio de maternidad, en espera de una palabra de aliento; cuando sus deditos albos se entrecruzaban de impaciencia ante la reacción de su amante; cuando un niño de luna dormitaba la siesta en su vientre estrellado; cuando su barriga convexa recitaba pálpitos y pulsos desconocidos; dos palabras afiladas, una sola frase cortopunzante bastó para romper con su ingenuidad e ilusión: “Debes abortar”.

El “deber” es una orden perentoria, una acción nacida al alero de la convicción, un valor parido de la racionalidad, que instruye al cuerpo a conducir sus pasos por un sendero determinado. El “deber” es siempre una meta individual, que al convencer a otros, se hace un impulso colectivo. Sin embargo, Ronda tomo ese “debes abortar” como una obligación moral –tal como lo escucharon, aunque resulte difícil de comprender e incluso de explicar- para esa niña de 13 vividos años, el abortar era a sus ojos tuertos o más bien ciegos, una forma de responder a las ocupaciones proferidas por su verdugo, de corresponder a sus cavilaciones; de retribuir a la decisión de haberla “rescatado” de su hábitat ermitaño, de respetar el contrato firmado cuando salió de la corte; donde como recordarán, la balanza de la justicia la sitúo por primera vez frente al libre albedrío.

Ronda guardo silencio por dos días, un mutismo crónico, enraizado en la convicción de que la razón estaría siempre del lado de su “redentor”, la hicieron volar con la liviandad de una pluma hacia la mano de Fermín, quien desprendido del peso púdico de la rectitud y enajenado del concepto del pecado, la condujo raudo hacia el otro extremo de la ciudad, donde tras la fachada de una morada cualquiera, una parturienta de piel y corazón ajados, profesaba oraciones de muerte.



IV



Ronda se despertó anoche, con el carraspido gastado del auto que trajo a casa a su vecino Ramón, después de una jornada de trabajo tan extenuante como particular, donde se abren las flores nocturnas en Quinta Avenida . Tomó un vaso de leche del refrigerador y volvió a la cama, hasta que el gallo que habita uno de los patios interiores de la cuadra, anunció el alba, presumida de un sol refulgente. Miró con un ojo a medio abrir por la ventana, a esa hora empañada por el vapor que nace del encuentro entre el frío del exterior y la candidez de lo habitable, y decidió volver a dormir hasta que la mente ordene al cuerpo desprenderse espontáneamente de las sábanas. Despertó pasadas las 10 y dejó que el agua sobre su cuerpo hiciera el resto para salir del estado de reposo. Secó sus partes contundentes, pasando la toalla por cada ápice de su anatomía generosa, por los pliegues que forma el sedentarismo en su abdomen, por el claroscuro de su entrepierna, por los fuelles de su cuello, por los dobleces de sus pantorrillas. Dejó caer un vestido negro con flores rojas hasta sus rodillas; el resto de las piernas las cubrió con una calza negra, y unos zapatos oscuros arroparon la talla 37 de sus pies. Se sirvió tostadas, huevos revueltos y té; respetando la vieja costumbre de encender el televisor como compañía; abrió las ventanas para que se ventilara la casa, y luego se sentó en el living a hojear un libro de Ángeles Mastreta, que compró a precio módico en un local de libros usados. Se trataba de Arráncame la Vida, un título sugerente para quien impulsada por un afán masoquista, busca inconscientemente saldar cuentas de su historia a través de la literatura. Llegó hasta la página 22, cuando tres golpes se apostaron en el lomo de su puerta.

¡Hola niña, cómo estás!, arremetió rápido Ramón, ahora con atuendo, no diremos que de macho, pero por lo menos de varón.

“Hola Ramón, despertaste temprano hoy”

“Es que ayer tuve buena paga y quiero que me acompañí a hacer unas compritas al mall”.

Ronda dejó el texto que leía con tanto apego, se maquilló con mesura, calzó unos aros en los abultados lóbulos de sus orejas, se pasó el peine por su cabello aún húmedo, en señal de aceptación, mientras Ramón se extendía en un monólogo teatral, relatando los pormenores y pormayores de sus relaciones exiguas. Estaba el hombre de genitales generosos y poco desarrollado intelecto; el de medida minúscula, con autoestima deteriorada; el eyaculador precoz, de agresividad pasiva; el multiorgásmico, de locuacidad retórica; el anciano, conversador nato; el de sexualidad no asumida, afeminado en los avatares de la cama. Así describía Ramón a sus amantes; así los reconocía Ronda, sin necesidad de ubicar nombres, apellidos u otros rasgos distintivos a la hora de referirse a ellos.

Ronda terminó de arreglarse, cerraron la puerta por fuera, caminaron hasta el paradero colmado de graffitis, abordaron la micro número 237, se sentaron en la última fila, en señal subconsciente de autodiscriminación, y se dejaron conducir hasta el búnker de cemento, donde el vestuario, los accesorios, alhajas y otros elementos decorativos, se muestran prohibitivos, detrás de las vitrinas, para quienes habitan las mediaguas que se caen de los lomos de un cerro, de las costillas de un charco, o del propio vientre de un campamento proletario.

“El traje pa’ lindo huevona, me vería como la Bolocco ”, dijo Ramón, mientras contemplaba un maniquí vestido con un dos piezas de lino, una pañoleta de seda, una peluca rubia y zapatos de tacones altos”

“Igual de regia”, agregó Ronda, para almidonar la frase utópica de su camarada, que en su encubierto ropaje, y en su maquillaje haciendo más sutiles las regueras, cunetas y surcos de su varonil rostro marchito; trataba de disimular su evidente aunque marchita sexualidad.

Siguieron recorriendo por largos minutos los mostradores de las boutiques, tiendas y negocios, que forman una larga y angosta faja de consumo en los costados de los centros comerciales; se probaron prendas importadas –mientras muchas vendedoras miraban con desconfianza y hasta con un dejo de asco su particular linaje- y acabaron con una cartera y un echarpe bajo el brazo, gracias a las facilidades que da el plástico tramposo, que todo lo soporta, aunque sea bajo el costo de tener que empeñar hasta la mismísima alma.

Volvieron a subir la 237 que las condujo a la mole consumista, se sentaron en los asientos intermedios, sintiéndose algo menos pobres, por cargar con dos bolsas con una reconocida marca impresa en su embestidura; y después de media hora de viaje, de risas altivas, de pláticas sobrantes; después de 30 minutos de soportar las fragancias dispares de otros cuerpos, de mil 800 segundos del roce de bultos, volúmenes y masas anónimas, que chocaban sus hombros, sus brazos, sus costillas; llegaron a casa de Ronda, donde bebieron un café, mientras Ramón aspiraba el fálico container de nicotina y alquitrán, y un destello de humo grisáceo contaminaba los humildes mercados de la vivienda arcaica.







V



Arrastrada por Fermín ingresó con recelo y desconfianza a la casa donde los ángeles pierden sus alas, donde los querubines recitan coplas de sangre, donde la muerte se instala omnipotente con su cuerpo invisible o visible en el sufrimiento de los más débiles. Era un espacio estéril, con piso de parqué, engalanado con dos bancas de listón roñoso, una camilla nívea con extremidades de fierro, una estufa a parafina, y una grácil ampolleta, donde se estrellan dos polillas que no han aprendido a sortear el vuelo. Al interior del espacio mustio, de pie junto a la estufa que hace hervir un tarro con agua y hojas de eucaliptos, una mujer pequeña, membruda y de rostro partido, calienta sus dedos de tijera. La extraña de contornos ovalados, de surcos en la frente y mandíbula hundida, que es objeto de nuestra detallada descripción, es Felicia, la responsable de apretar el gatillo cuando otros quieren disparar el arma.

Felicia es partera clandestina. El oficio lo heredó de su madre hace más de 30 años. Lo aprendió al ver la inyección salina desvanecer la piel en formación de un infante, al observar con atención cuando la presión de la aspiradora trituraba huesos impúberes, cuando la tenaza iniciaba el raspaje rebanando por capas, primero la dermis, la epidermis y luego la hipodermis, la carne inocente. Desde el primer día no sintió nada, no hubo plaza para el remordimiento, la atrición, la compunción, y mucho menos, lugar para la vergüenza. El aborto constituía para Felicia, un trabajo, una labor, un oficio bien remunerado. Incluso, con el correr de los años, le fue asignando el don del arrojo, la gracia de permitir a otros la continuidad de sus vidas. Ni un minuto dedicó a pensar en los cuerpos mutilados, en los personajes ausentes que pudieron escribir de manera distinta la historia. Ni un segundo consagró a la culpa, ese espíritu que vaga de la mano del yerro, sufrió la omisión tácita de su parte, y no es que no sea un espíritu débil, enclenque o falto de poder, según demostraremos más adelante, pero para la partera –carente absoluta de fe- era un espíritu simplemente inexistente, y como lo imaginario no pesa en la conciencia, simplemente para ella era una emoción indocumentada.

Exigieron a Ronda recostarse en la camilla, formar un ángulo recto con sus piernas flectadas, para que una mano usurpadora rastreara las cuencas de su género. Ella obedeció constriñendo los músculos de la cara, apretando los dientes, desprendiendo una lágrima pasajera por el mapa de su cara, mientras la reina de espadas rasgaba sus vestiduras interiores, que eran también los fragmentos, segmentos y piezas de un querubín inconcluso, hasta que el último trozo de piel, la última gota de sangre se estrellase contra un lavatorio oxidado, que holgaba en la superficie. Ronda rompió en llanto, su gimoteo tartamudo se hizo creciente como la luna que compartía el cielo estrellado, mientras Fermín, sentado en la banca, apático, gandul e indolente, cubría con las palmas de sus manos su cara, con igual resultado con que se cubre el sol con un dedo.

Después de que la toalla limpiara los fuelles de su entrepierna, donde unas pequeñas ronchas serían la evidencia palpable de su atrofiada indecisión; a continuación de que el papel higiénico formara un cerro, una colina, un montículo rosáceo de sangre al costado de la cama, tras desaparecer las exequias en el remolino del baño, Ronda caminó a tientas hacia el portal de la casa, y salió gateando, sin aceptar como bastón el hombro de su marido, y sin que su vista se encontrara con la imagen de botero de la partera insensible.



VI



Cuando Ronda y Ramón acabaron de tomar el café, el timbre sonó dos veces y el último –o esta última si prefieren precisar- se levantó como gacela hacia la puerta y después de abrirla de par en par, recibió con sus gestos de colibrí a Elsa, su vecina limeña.

¡Y vos!, ¿Tabai en la Sierra niña por Dios, que andabai tan perdida?, exclamó Ramón con su habitual tono sarcástico.

“Ya creíamos que te habían deportado”, volvió a decir, antes de que Elsa pudiera trazar una respuesta.

Elsa era una mujercita menuda, de unos 47 kilos de peso y no más de 1.55 de estatura; pelo tieso, que sujetaba con un pinche de garfio, nariz lisa, rostro y cuerpo azabache. Llegó a Chile con visa turista, hace un tercio de sus 30 años, donde habita invisible, preparando comidas en una vivienda del barrio alto, a fin de aportar unas mezquinas monedas a sus padres ya ancianos que habitan también en rincones marginales de la capital del Perú.

Ramón siempre la molesta, ya que por su trabajo puertas adentro, solo le es posible asomar sus narices los fines de semana, como esta tarde de sábado, en que sorprendió a sus amigas degustando una infusión de cereal tostado, ya finalizado el Shopping.

¿Cómo estuvo la semana Elsita?, pregunta amable Ronda, haciendo uso del habitual diminutivo que se profesa a quien se tiene en la más alta estima.

“Bien pues, un poquito cansada no más pé”, respondió la suscrita arrastrando vocales y consonantes, enfatizando en su sonsonete, y abusando del modismo, no más de lo que se profana el lenguaje en este país que se jacta de poetas, en su circunscrita sapiencia literaria.

¿Y cómo van las cosas con su patrón?

“Como están no más pues”, respondió dando señas de una situación estática.

Elsa y su patrón, amasan un cariño malo hace casi 4 años. Él, motivado por el impulso obseso que desata la efímera pasión; ella, por la propulsión racional que moviliza el permanente amor. Elsa está conciente de lo perecible del objeto de su deseo, de su condición efímera y perecedera; pero enfrentada al libre albedrío –que antes ya se le había aparecido a Ronda y Ramón- se opuso a que ésta ganara terreno, aún con la sutil ventaja que le llevaba al equívoco, en la carrera de las sensaciones. Logró arrancar de abrazos de espuma un par de semanas, escabullirse de besos de espejismos durante los primeros meses, zafarse de caricias rotas durante el primer año de su arribo; pero el corazón precipitado omitió al juicio –aún conciente de su presencia- y se lanzó al vacío, con vendas sobre sus ojos, creyendo que por no poseer la condición de la vista, el golpe que propicia la caída, no se siente o se percibe con menos violencia. Craso error, pronto acusaría recibo del porrazo, en un contexto muy similar a las circunstancias que acarrearon a Ronda a emprender el vuelo, con todas las dificultades que forja volar para los humanos, poco habituados a emigrar como los pájaros.

¿Y tu patrona todavía no los pilla niña?, preguntó Ramón.

“No lo digas ni en broma pues, que hasta ahí no más me llega la guita ”

Y efectivamente, la señora Blanquita, como Elsa la llamaba con un respeto ambiguo e inconsecuente, nunca dudaría de su sirvienta devota, aquella que con la cabeza gacha, sale a su encuentro para abrir la puerta de su casa; la que le ayuda a cargar las bolsas del supermercado; prepara sus bocados favoritos, la cuida cuando su salud mengua, vela su hogar en sus noches ausentes.

“So harto diabla curiche”, dijo Ramón, avivando la risa cómoda de sus iguales.

La hora caminó en puntillas, discreta y rauda, hasta que la noche se abalanzó sobre el día, y los comensales se vieron obligados a emprender la retirada. Ramón, con destino a disimular su fisonomía varonil para ajustarse una braga rebajada, una minifalda de escarapela, unas botas taco aguja, una peluca plateada; Elsa, con la ocupación de planchar la ropa de sus patrones, que cada fin de semana traía a casa, para llegar como alumna aventajada, con la tarea echa el día lunes. Ronda, en cambio, cumpliría con un ritual hasta ahora no descrito, no por omisión o por falta de prolijidad del narrador, sino por la necesidad que tiene la escritura de cultivar la paciencia, afición compartida por el cine, el teatro y otras ramas arrancadas del tronco arbóreo del arte.

Se dirigió a su cama, prosiguió la lectura de la autora mexicana, objeto de una interrupción madrugadora, y cuando el sueño dio sus primero indicios, leyó un pasaje de la Biblia, rezó un Padre Nuestro e inició la liturgia que la convoca cada noche, antes de dormir, en honor a sus niños no nacidos.

Encendió una vela, bajó sus párpados y se concentró en los rostros –imaginarios o no, será objeto de una discusión que le compete al lector- y habló con ellos, mientras revoloteaban inquietos sobre el respaldo de su cama.

¿Cómo estás mamá?, preguntaron al unísono los serafines.

“Bien hijos”, respondió Ronda, simultáneamente que esbozaba una sonrisa y le llovían lágrimas por las mejillas.

¿Qué quieren que hagamos hoy?, musitó.

“Cántanos una copla, mamá”, recitaron las beldades.

Ronda se concentró un momento y empezó a entonar “Mi pequeño tesoro se haya escondido, entre el valle y el monte que hay en mi ombligo, mi pequeño, trocito de vida, es un ángel que viene a mí de puntillas. Mi pequeño tesoro quiere ver cosas, y por él me desgarro como una roza, mi pequeño trocito de gloria, es un ángel que escribe mi nueva historia ”

El dúo de criaturas celestiales se durmió con la canción que su madre les entonara; como tantas veces habían reposado sus halos inmaculados, después de la entonación de un villancico, de una tonada, de un cántico, un estribillo. Se durmieron como sólo lo saben hacer las criaturas celestiales, que no es otra que desapareciendo a la vista de lo humano, desvaneciendo sus figuras en los recodos del mundo frívolo, diluyendo sus contornos alados en los ángulos de lo pagano, para pasar al paraíso prohibido a nuestra vista pécora, a nuestras manos tantas veces teñidas por la violencia, a nuestras mentes en reiteradas ocasiones inundadas de pensamientos impúdicos. Ronda, los vio escapar de su vista, y como cada noche, como cada fría o cálida noche desde el principio de su abultada adolescencia, tardó unos cuantos minutos en conciliar el sueño.



VI



Cuando Ronda y Fermín llegaron a casa después del parto precoz, del alumbramiento mancillado, del suicidio asistido; del evento forzoso que llamó a la muerte –como si de ésta ya Ronda no tuviera demasiado después de haberle arrebatado sin contemplaciones a ambos padres- ella se tiró sobre la cama, de bruces, con la mirada abollada en la cabecera, intentando detener su respiro, y la culpa carcomiendo sus entrañas. Él se acostó al costado, pasivo, intacto, indolente e inquebrantable, sin siquiera la mínima intención de acercarle una mano, asentarle un abrazo, propinarle un beso o el más exiguo gesto de cariño. Esperó que el ronquido gutural del varón la advirtiera de su sueño insondable; abrió los ojos, contempló la lobreguez de la noche, se dirigió al sillón y observó desde la ventana la mutación de la intemperie, la metamorfosis del cielo, el cambio de hábitos de las nubes, hasta que una estela de luz anunció la madrugada.

No es que Ronda no quisiera dormir aquellas horas deseosas de olvidar, no es que el insomnio tuviera la intención de apartarla del descanso, ni siquiera el más mínimo propósito de haber permanecido frente a la ventana, inmóvil como la playa frente al mar; sino que no se atrevió, por temor, a cerrar los ojos y que el ángel malogrado acometiera su sueño, convertido en visión, espectro, ilusión o pesadilla.

Fermín se despertó temprano, se mantuvo largo rato bajo la ducha –quien sabe si con la ilusoria pretensión de que el agua lavara su pecado- tapó con morigeración sus partes generosas y menudas, bebió una taza de café que acompañó con un cigarro sin filtro, y salió temprano al trabajo. Inevitablemente Ronda se quedó sola –o más bien eso es lo que ella creía- en ese terruño de madera y cemento, que algunos se empeñarán en denominar casa. Y puede que estén en lo cierto, porque casa se llama al recinto, habitación, inmueble que sirve para cobijar cuerpos animados o inanimados. En lo que sí coincidiremos, en que Ronda no habitaba un hogar, entendido este como la conjunción de afecto, diálogo, intereses comunes, objetivos compartidos, comunión, y una innumerable lista de atributos, condiciones, virtudes, ausentes por completo en los materiales con los que había sido construido y posteriormente nutrido dicha espacio de madera.

Cuando el sitio yermo vociferó glosas de afonía en la partitura mental de Ronda, sólo unos intervalos después de que su opresor emigrara rozando la arteria de polvo suspendido, a menos de 12 horas de que la comadrona de semblante astroso delinquiera su matriz, empezó a auscultar un silbido casi imperceptible que la sacó de su butaca. Primero se mantuvo inactiva y silente, tratando de encontrar la fuente, germen u origen del delgado, aéreo y casi gaseoso elemento sonoro; luego –cuando se hizo más cierto- se alzó violentamente, caminó buscando el arranque del sonido, recorrió el baño, el cuarto, y recién contuvo su travesía en el patio, sin lograr identificar el ethos de la resonancia. Caminó por el pasto y la hierba a medio cortar, sintió como sus pies descalzos se humedecían con el forraje que aún servía de vasija al aura, una que otra rama imperfecta rasguñó sus plantas decoloradas, retornó a la sala, se sentó en una de las cuatro sillas que orbitan en su mesa humilde, su mirada trató de atrapar en un vistazo la totalidad del área, del espacio, la plaza; tratando de detectar el fragor, que se hacía más intenso, enérgico y vivo.

El estallido de un lamento aturdió sus sentidos, llevó sus manos a la cabeza, su quijada se contrajo, sus piernas se hicieron puentes de cimbra, mientras sus ojos formaron un péndulo bajo sus párpados titilantes, buscando la imagen aún ausente, privada u omitida, con la convicción de quien busca el relámpago después de detonar el trueno.

Pensó en correr, amasó la idea de salir por el frontis de la casa hasta hacerse visible para otros una vez que sus pies desnudos se sembraran en la calle carente de asfalto, quiso desarraigarse de la frecuencia ensordecedora; apartando su piel, su carne, sus huesos del eco amorfo, pero sus pies no respondían, sus extremidades se mantenían firmes como si fuesen raíces de árboles encadenándola a la tierra. El corazón –que no controla su ímpetu ante el miedo, el júbilo o un mal de amores- no logró destrabar su paso, y llegó hasta el desgarro en su incesante intento de zafarse, cuando un llanto se coló en su cabeza sin escapatoria.

“Mamáááááááááá”

Ronda intentó infructuosamente arrancar sus bulbos del suelo, una, otra y otra vez, mientras el grito manifiesto se repetía incesante, como eco atravesando los cerros, abatiendo el alma de la mujercita que en ese entonces aún no consumaba las 14 floraciones.

¿Quién es? ¿Quién anda ahí?, replicó con la voz escindida y el juicio trastabillado. “Soy yo mamá, soy yo”, alcanzó a escuchar, hasta que su llanto crecido, logró acallar el sollozo, gimo, palabra corpórea del espíritu incorpóreo. Un gemido tormentoso que se haría habitual desde aquel día y para siempre, en la oquedad de sus soledades, y que aprendería a leer como una señal, un vocablo, una palabra, una frase, una estrofa y un parlamento de aquel que dejó caer de las madrigueras de su entrepierna.



VII



El domingo llegó parco, estático, atascado y obstruido, abusando de su característica sobriedad en el campamento de las desilusiones. La mañana pasó en banda; y excedido con creces el mediodía, Elsa llegó a casa de Ronda, provista de un Taperware , colmado hasta el borde con un ají de gallina , que le ocupó las horas de la noche, después de haber planchado la ropa de sus patrones y de que su amiga dedicara una tonadilla escondida a sus ángeles secretos.

Frotaron durante dilatados intervalos un sin fin de temas distintos. Pasaron revista a los amores ficticios de las teleseries vespertinas, “que si te fijaste en el beso entre el protagonista y la antagonista”, “que si sería vengada la traición por parte del mozalbete”, “que como podía ser tan ciega la pobre, de no ver que le estaban colocando los cuernos”; a los comentarios voyeur de los programas de farándula, “que si te fijaste en la última relación del futbolista con la modelo”, “que es una aparecida”, “que solo quiere su dinero, ya que de atractivo no tiene nada”; a uno que otro episodio amarillista que cubrió la portada de los periódicos de la semana, a la última crónica policial anunciada con bombos y platillos como entrada y plato de fondo de los noticieros televisivos, “que accidente más atroz”, “que si habrá estado bajo los efectos del alcohol”, “que para mí que andaba drogado”; y a los líos de sábanas poblacionales. Entraron en los rincones de los hábitos domésticos, en los escondrijos de sus oficios, en las madrigueras siempre oscuras y desagradables de los asuntos económicos. Hablaron sobre sus familias ausentes –una por el destierro, otra por la expiración- sobre sus punzantes amores perros y otras calzadas coincidentes.

Solo un secreto conservaba cada una, en la larga lista de los derechos y reveses de sus historias. Ronda, la relación que mantenía con sus seres alados; Elsa, un episodio que estaba a punto de bullir y que la dejaría en desventaja en cuanto a confesiones embotelladas.

El lector más agudo podrá inquirir con ecuánime juicio la razón por la que Elsa no removió ayer su confesión, aprovechando su visita atardecida a la casa de su vecina. La respuesta es simple. Si bien profesaba un afecto sincero a Ramón, el cariño no cegaba su carácter etéreo y personalidad dispersa, que limitaba su capacidad de comprensión y menoscababa la posibilidad de otorgar seriedad a un asunto como el que desprendería de su boca. Una cosa era confiar secretos de alcoba a su coadjutor desviado, a quien reconocía el mérito de agregar más aliño y condimentos a los relatos, o de impregnar una bien esperada cuota de humor a los incidentes hostiles del desafecto; pero una muy distinta, era sincerar un evento, un accidente, que tanto podría conducir por el camino ético, como por el licencioso. No había en Elsa una intención discriminatoria o arbitraria, en el mal entendido sentido de la palabra; tampoco una sensación de recato, pudor o decoro, sino simplemente una omisión basada en el convencimiento de que el atributo de su amigo –aquel de restarle seriedad a los hechos más graves- terminaría por diluir la conversación del cauce que ella esperaba, por afectar su capacidad en la toma de decisiones obligadas.

“Debo confesarte algo pues, y no sé por donde empezar”

¿Pasa algo grave Elsa?

“Yo diría que sí, pues”

“De qué se trata amiga”

“Es que me da mucha pena, pues”

“Anda, no tengas vergüenza. Yo estoy aquí para apoyarte”, dijo Ronda, mientras su palabra era acompañada por el gesto coherente de posar su mano sobre la mano de su compinche ”

“Es que creo que estoy embarazada pues”

¿Crees o tienes certeza?

“Estoy casi segura, pues. Es que no me ha llegado la regla hace tantito”

¿Cuánto?, inquirió Ronda.

“No, se pues. Algo así como tres semanas”

Y ¿Te tomaste el examen?

“No he tenido plata, pues”

Ronda sacó unos billetes de una lata de conserva que mantiene en el mueble de cocina, algo teñido en imagen y aroma por los rastros que dejan la canela en polvo, el clavo de olor, la vainilla y otras especies dulzonas; intercambió un par de frases con su lindante peruana, la tomo del brazo y caminaron juntas hasta la farmacia más cercana, que no era más que una botica antigua, de esas que han quebrado o están a punto de quebrar por acción u omisión de los grandes monopolios, ubicada a un kilómetro y medio de sus arrabales.

Después de tardar 55 minutos a pie, en el trayecto de ida y regreso; de haber manoseado con la vista la pobreza que exhalan las viviendas que se encuentran en el recorrido, de haber contemplado unos cuantos chavales empolvando sus zapatillas rasgadas en una improvisada cancha de tierra suspendida, de haber mirado con desagrado los montículos de basura acumulándose en las esquinas olvidadas, Elsa pasó por el descanso de la casa, caminó un par de metros, entró al sanitario, se puso en cuclillas, con las piernas rozando el borde de la taza y las nalgas suspendidas, mojó con orina el termómetro de su intimidad, esperó un par de segundos la sentencia del objeto exinanido, y cuando la línea vertical y horizontal formaron una cruz rotunda e innegable, secó su intimidad, se alzó con los ojos empapados, y esperó el abrazo de Ronda, no en señal de regocijo como algunos podrían asumir erróneamente, sino para servirse de soporte ante un escenario inesperado, que profesa como única certeza, la reacción estupefacta del acompañante equívoco, que seguramente esgrimirá razones artificiales para inducir al ocaso.

Ronda ya pasó por esto. La primera vez cuando apenas tenía 13 años, y la segunda –que le valió la posibilidad de eximirse de la esclavitud- en los preludios de la mayoría de edad.

Conversaron hasta once de la noche; y terminaron la discusión, una, resuelta a abortar; la otra, decidida a frustrar el intento homicida.

Ronda se fue la cama donde conversaría con sus niños no nacidos, prometiéndoles –en un acto de contrición- que impediría que otro feto no alcanzara a madurar.



VIII



Desde los catorce a los dieciséis años, Ronda siguió omnisciente, casi hipnótica, el ritmo impuesto por el pedófilo no asumido. Aprendió a cocer sus labios cuando, bajo las sábanas –o sobre ellas- palpaba el puzzle de su carne; a roer su dialecto, cuando su lengua traposa se arrastraba como caracol por su cerviz; a mascar la vergüenza, cuando destrababa su pollera para trepanar su membrana encubierta; a domar la rabia, cuando un puño subrepticio rompía en sus molletes; a subyugar la pena cuando el usurpador mancillaba su honra. Aprendió, además, a disipar el temor cuando su nomo mariposeaba por los estribores de su sien, cuando aleteaba inquieto las latitudes de su cabeza, cuando aparecía y desaparecía de su vista, en sus días despoblados.

Más largo fue el amaestramiento accesorio que el original, por esas razones desconocidas, que hacen que los humanos convivan con mayor facilidad con los avatares mortales que con los ritos prodigiosos. Fue más hacedero aceptar el garrotazo sacudiendo su quijada y la bofetada soltando los pómulos, que adecuarse al ánima insistente que se atrevía a interrumpir, cada vez con mayor frecuencia, su coma. Pero por esas indescifrables sendas que asfalta la incuria, Ronda debió adecuarse a su nuevo feligrés, que por cierto era el único ser que saludaba su morada en ausencia de Fermín.

Si a algún lector puede extrañarle o hasta molestarle el hecho de otorgar a la entelequia una particularidad masculina, sepa que no es utilidad del azar, o del mero antojo del narrador, sino consecuencia de una aseveración, un testimonio que el propio espíritu le reveló en su solitaria oscuridad. Su designación era Rafael, el apodo inicial, el pensamiento primario, que tuvo Ronda al tocarse por primera vez el ombligo convexo, cuando supo que sería madre.

Durante esos años, supo de días duros, de ciclos amargos, de datas mohínas. Primero, obligada por la mano tirria a sobreponerse al desahogo de su panza gibosa; luego, presionada a rasgar vestiduras para desagraviar los antojos carnales de su oponente; posteriormente, forzada a resistir la embestida de la droga que Fermín entraba a casa, con hábitos de consumo o bajo ropajes de tráfico; compelida a convertirse en codependiente del vicio arrebatado que se caló en los sesos de su mala compañía; y finalmente, cuando violentada por la cobardía, ingresó por segunda vez a la residencia fullera de Felicia, quien no tardaría en disponer la trampa letal, que ahora cazaría a un nuevo pasajero de su abdomen esférico.



IX



Elsa no se dirigió al trabajo ese lunes. Estaba físicamente extenuada, por el insomnio que la visitó anoche; moralmente abatida, por la confidencia del descanso dominical ; psicológicamente alterada, por desconocer la carretera por la que transitaría su decisión. El orín diseñando su crucifixión se archivaba intacto en su memoria, compartiendo espacio con la duda respecto a la posibilidad de gestación de su fruto subrepticio; con el peso cristiano de la culpa, que causa la desviación al pecado de haber deseado el hombre de su prójimo; con el raquitismo del espíritu, que ocasiona la farsa de su relación dispareja; con el vacío que causa la omisión hacia la señora Blanquita, que si bien no es santo patrona, jamás le podrá reprochar algún hecho de descortesía, indisposición o injusticia. La cabeza de Elsa solo tiene espacio para huir del domicilio al que sirve hace 5 años, arrancar de la mentira que construyó 365 días después, y que la ha depuesto de soldar una pestaña en las últimas doce horas.

Camina en hilera, de un paraje a otro, en los estrechos y ahogados metros que conforman su cuarto, siente ganas de salir, de tocar la puerta de Ronda, de tenderse en sus brazos –en la ausencia de los que desea con pasión, pero que le están vedados- pero frena su impulso al recordar que es día laboral, y por lo tanto, su amiga estará cumpliendo con las obligaciones que la hicieron desertar de su rol de paridora pagada con pan. Está inquieta, atormentada, con el corazón latiendo sin cautela, la voluntad torcida y el cuerpo cediendo a las precipitaciones del alma. Necesita respirar, desahogar sus cavilaciones, encontrar respuestas y aunque nunca ha visto en Ramón templo espléndido para confesar sus ensimismamientos, decide asistir a él, debido a las circunstancias –que ya describimos- y que lo mantienen siempre con luz día en su regazo.

Con una máscara secándose en su rostro, que se descascara como la dermis violentada por el ímpetu del sol estival, y el cuerpo cubierto por una mohosa bata blanca, Ramón la recibe en la puerta; y antes de modular vocablo saleroso, se sorprende a sí mismo, desplegando sus brazos como velero navegante, para calmar a su pequeña y colindante peruana que flaquea en su cuerpo. Después de unos minutos de abrazos tácitos e incógnitos, la hace pasar, la sienta en un sillón de cuero sintético y le trae un vaso con agua, que bajará sorbo a sorbo, mientras desenreda la madeja de su virgen incidente, que solo tiene de incólume, su temporalidad.

¿Cuántos días tienes niña? Pregunta Ramón.

“Creo que tres semanas, pues, que fue la última vez que me acosté con el patrón”.

Y ¿Tení decidío que vay a hacer?

“No puedo tenerlo, pues”, murmuró sollozando, como queriendo explicar su desvarío.

“Segurito perdería también el trabajo, pues”.

Se quedaron mudas unas milésimas de segundo, o mudo y muda, si prefieren aquellos a quienes les puede incomodar la condición del sujeto travestido objeto y sujeto de nuestro relato.

¿Conoces algún lugar donde pueda…? Preguntó Elsa sin terminar la frase, con evidente muestra de vergüenza, mientras su rostro miraba el suelo y su voz se destemplaba. ¿Sabes de algún lugar, pues?, insistió, al evidenciar después de un rato que no llegaba la respuesta.

¡Conozco!, respondió escueto Ramón, no por la evidente estrechez de su vocabulario, sino por la incomodidad que produce entregar una respuesta de la cual florecen nuevas preguntas.

¿Y es confiable, pues?

¡No podí esperar que quien se dedica a esto sea confiable pu’ niña!, exclamó.

Ambas callaron. Elsa, por la decisión que había tomado; Ramón, por el pasaje no confeso sobre la partera en la que no se podía confiar.















X



Era la segunda vez que Ronda –a causa de su voluntad endeble- entraba a ese cementerio con olor a eucaliptos, la ocasión duplicada de su visita al paisaje agreste que perturbaba su sueño. Ni la presencia de Rafael, el primer ángel que ya aleteaba en sus yermos, fue capaz de suspender su travesía. Podríamos asociar su desobediencia a razones particulares, como el escaso conocimiento que aún tenía de las criaturas celestiales, las dificultades del lenguaje que se utiliza con los muertos, la incapacidad de leer los signos que emiten los que han partido; o a motivos generales, como el exiguo desarrollo de su espiritualidad, el deterioro creciente de su autoestima, el borrascoso ocaso de su fe; diluida a causa de los infaustos lances que marcan sus cortos 17 años, pero tal vez, era solo resultado de su inconciencia, de su inmadurez, de su falta de apego por su propia existencia, una forma tácita, implícita, sobrentendida, de entregarse al regazo de la muerte, aún cuando ella no era quien recibiría la estocada mortal.

Ingresaba a lo opuesto al regazo, en cueros, respirando en el vacío, cargando con las expiraciones de sus padres, un embarazo malogrado, un amor obsesivo y perturbador –nacido del obligo- y una situación financiera cada vez más misérrima, a causa de la pasta base, que ingresó con pujanza en los hábitos y rutinas de su amante impuesto; y que a pesar del ansia entendible del lector impaciente, éste deberá cosechar más tarde, por ser fundamental para explicar la transición de Ronda hacia su independencia.

El recinto anticonceptivo estaba incólume, como un retrato gemelo en su recuerdo, y hasta el tarro con hojas de eucaliptos permanecía sobre la estufa, ahora apagada por la innecesaria acción del calor artificial en los preludios de la primavera.

Igual que la primera vez se recostó en la camilla, ésta vez, apoyada en sus codos, mientras con su torso erguido y su cuello garboso, observaba aterrada como su nueva criatura era quemada por una inyección salina; y con igual rapidez que cayeron los trozos deshechos de piel inocente, los fragmentos deformados de membranas íntegras, las fracciones diluidas de huesos vírgenes; salió del cuarto, cojeando física y moralmente, con destino a su casa rota.

Un llanto ensordecedor la desveló esa noche. Era Rafael, ahora acompañada de Muriel, quienes gemían por la desatención explícita de su madre viva.









XI



Ronda regresó más temprano ese lunes. Con prisa tendió las 4 camas que habitan la casa que la acoge, aspiró la alfombra, frotó los muebles, cocinó arroz a la marinera, lavó la loza; y después de despedirse con una nota que apostó sobre el refrigerador, regresó a casa, con la preocupación que heredara de Elsa. Ambas compartían el oficio de sirvienta, criada, doméstica; y no por casualidad, sino por la dificultad que implica para Evas solitarias –divorciadas, separadas de hecho, madres solteras, emigrantes, lesbianas- que habitan en barrios segregados, acceder a otras oportunidades laborales.

Fue directo a casa de Elsa, con la decisión que profesa quien después de un saco de años, un costal de tiempo, una talega de experiencias; aprende a escuchar las voces del más allá y a conducir sus pasos hacia un destino productivo. Golpeó la puerta durante luengos e ininterrumpidos minutos, y cuando se daba por vencida, vio a Ramón extender sus aletas de toyo , llamándola desde la ventana abierta de su casa, dispuesta a irrisorios metros de la vivienda apelada.

Se enfocaron con ojos cálidos, se arrimaron en un abrazo afectuoso, que al interior de la vivienda, se multiplicó hacia su camarada foránea, más repuesta, después de horas de conversación y compañía.

Después de gozar de la venia de Elsa, para explorar manifiestamente en su intimidad, Ronda inició la tertulia con destino prefijo y respuesta inducida.

¿Vas a tenerlo, cierto?

Elsa y Ramón se miraron masticando la réplica.

¿No estás pensando en abortar, verdad?, volvió a decir, entorpeciendo el sigilo.

¿Y qué querí que haga la pobre, niña? ¿Que se quede sola, cesante y preñá huevona? alzó la voz Ramón, con el talante de abogado defensor.

¡Por supuesto que no, pero hay que encontrar otro modo!, exclamó Ronda.

¿Cuál, pues?, inquirió Elsa.

“No sé, podría ser la adopción”.

¿Y qué querí que haga con la guata, niña?, ¿Que lo esconda como yo escondo el paquete bajo la braga?, ironizó el hombre tras el maquillaje.

“No bromees”, apuntó Ronda.

“Es que no veo otra salida, pues”, señaló la involucrada.

“Que estai moralista, niña por Dios”

“No se trata de moralidad o no”.

¿Y de qué entonces?

“De las consecuencias del aborto”

¿Y qué sabí tú de eso?

En ese instante Ronda bajó sus ropas, dejó al descubierto las cicatrices estampadas en su bajo vientre, liberando un secreto que solo conocían ella y sus ángeles, en el escondite de sus soledades. La lengua demoró un trayecto no menor en soltar las amarras, nudos y trabazones de la historia, en completar el relato sobre Fermín, que alguna vez escribió de manera inconclusa ante los ojos de sus amistades.

¿Por qué nunca nos contaste esto?, preguntó Ramón.

“Por miedo, vergüenza, culpa”.



¿Culpa de qué, pues?, musitó Elsa con una lágrima en la garganta.

“De haber matado”.





XII



Habían brotado y se habían escondido un puñado de soles y lunas, desde que Ronda dejó ir –sin resistencia- su segundo querubín, que ya se había asomado sobrepuesta por el respaldo de su litera, escoltando la acrobacia de su hermano. Daban vueltas con la única intención de despertar a su madre frustrada, del letargo que la convertía en cautiva de las voluntades de un extraño, y tuvieron que seguir así, durante unos días más, hasta que resolviera salir con rumbo a su emancipación.

Del espíritu inaugural, Rafael, ya hemos dicho lo suficiente o por lo menos lo necesario, para que el lector sepa el ethos de su nombre y su primera intención, pero no queremos excluir de la descripción al ser que se une a su ruedo; no por la necesidad de aderezar la presente novela, sino que porque la ausencia de estos personajes olímpicos, determinaría un curso distinto en el cauce de este río literario. Sin ellos, Ronda no habría despertado a la cognición, no conocería la culpa, no tendría temor de Dios, y por ende, no existiría la más mínima intención de corregir lo desviado.

La entelequia, hasta ahora ignorada, se denomina Muriel; no porque su madre lo haya pensado en el astro menguante de su panza como lo hizo con Rafael, sino porque fue el nombre con la que la bautizaron en el cielo, cuando llegó sin equipajes después de su purgatorio. Apareció de la mano de su pariente, más vivaz y bulliciosa, sin causar en Ronda la conmoción que causó el primero, no porque careciera de valor o jerarquía, sino porque en cierto modo, la suscrita ya había tenido cuatro años para familiarizarse con las apariciones castas. Digo en cierto modo, porque al fin de cuentas, el ser humano nunca estará completamente preparado para contemplar el universo paralelo; como el tacto no está presto a palpar el alma tras la carne, como el olfato no es competente para dejarse permear por los aromas de los arcángeles, como la audición no ha sido instruida para escuchar las voces de los santos; el gusto no puede degustar los frutos del paraíso, ni la vista está capacitada para mirar el rostro de Dios.

Habían transcurridos, como recordarán, unos cuantos días después de apartarse para siempre –o al menos así Ronda lo creía- de las manos de Felicia. Fermín estaba raro las últimas semanas y recién hace un manojo de horas había descubierto el motivo de su cambio de temperamento. Lo reveló al descubrir un papelillo de polvo blanco envuelto en papel de diario, en la gaveta superior del armario, que no es otra cosa que la poderosa pasta base, un derivado de la cocaína, mezclada con talco, arsénico, cal, amoníaco, harina, entre otros elementos que la hacen más accesible al bolsillo de las clases proletarias. El vicio apareció anillado a una juerga reciente, de la mano de un traficante avezado -como lo son la mayoría- que le regaló tres papelillos, una dosis más que generosa, para avivar la ambición del principiante fumador.

Ahora, Ronda es capaz de comprender una serie de anécdotas, intrigas y tribulaciones que se alojaron de improviso bajo su techo. Ahora cobraban sentido las inhabituales ausencias vespertinas, los cambios de temperamento a la hora de la cena, las salidas de la cama a media noche, los ojos enrojecidos, la insistente modorra, que causa la droga depresora y alucinante.

Ha pasado medianoche y Ronda –que siempre se acuesta temprano para charlar con sus ángeles, antes de dormir- ha preferido esperar de pie el regreso de Fermín. Pasada la una de la madrugada, la rotación de la llave sobre la cerradura hace ceder la puerta; Fermín ingresa y reacciona extrañado ante el retrato erecto de su mujer.

¿Qué estai haciendo de pie a esta hora?

¿Dónde estabas?

¿Me estai controlando mierda?

“No se trata de eso”

¿De qué se trata entonces?

Ronda saca el papelillo que encontró en la cajilla del clóset y aprieta el puño, comiéndose las ansias de botar el contenido.

¿Quién te dio permiso pa intrusear en mis cosas, mierda?, arremete Fermín, mientras se acerca con violencia para desprenderle el serrín albo de la mano.

Ronda baja la mirada, contraída por el imponente volumen de su voz y de su cuerpo. “Estaba preocupada”, responde excusándose.

“Las huevás que yo haga son problema mío, escuchaste”

“Pero me afectan a mí”, se atrevió a musitar Ronda, un segundo antes de que la palma extendida de Fermín aterrizara en su maxilar, mientras la otra mano le estrangulara el cuello.

“No me faltí el respeto, mierda”

“Suéltame por favor”, suplicó.

La llevó a empujones a la cama, le abrió los muslos a la fuerza, le tapó la boca acallando su gemido, atrajo las costillas hacia su cuerpo, amasó con violencia sus senos y también coercitivamente, la obligó a entregar su recto para hacerla suya.

“Suéltame huevón, suéltame”, alcanzó a gritar llorando, antes de resistir la embestida.

Cuando el cuerpo masculino se abatió después de consumar el acto, después de que ella se encerrarse en el baño a llorar su desolación y a esperar que menguara el resentimiento de sus músculos, se tendió en el sillón, hasta que aparecieron sus niños no nacidos.

“Debes irte mamá”, señaló Rafael.

“Tienes que salir de aquí”, agregó Muriel.

“No puedo, no sabría qué hacer” respondió afligida.

“Ya sabrás en qué ocuparte”, señaló el mayor de sus hijos.

“No sé como sobrevivir sola”.

“Ya has sobrevivido a lo peor”, agregó el espíritu masculino.

Muriel, quien estaba convencida de que su madre no se atrevería a tomar la decisión, pues poco y nada había aprendido del libre albedrío, rompió una regla básica de los ángeles, y dio un sablazo oral con vistos de futuro. “Si no sales de esta casa, vas a morir”, se dignó a decir, mientras Rafael la miraba atónito, sorprendido por la referencia prohibida.

Si algún lector osó pensar que a los ángeles les estaba prohibido narrar el futuro, deberé decepcionar su desvarío y confesar que la regla rota era más simple y mortal. Ronda no moriría si se quedaba en esa casa, simplemente por que el oráculo no tenía en su agenda dicho deceso, pero Muriel se atrevió a mentir, a violar una ley sagrada, con la convicción de que era la única forma de que su madre subiera un peldaño más en su camino a la cognición, al respeto de su propio cuerpo, a la revaloración de su autoimagen, a su desarrollo personal.

¿Es cierto lo que dices Muriel?, preguntó.

“Es cierto”, volvió a mentir.











XIII



La noche en que Ronda desprendió su confesión del huerto de su experiencia; Elsa no pudo conciliar el sueño, convirtiéndose en imagen dolorosa cada palabra relatada. Ramón, en cambio, trabajó normalmente, omitiendo o conviviendo con la información proferida, mientras montaba travestido de hembra, la masculinidad de sus pasajeros. Tan desigual reacción, tan disímil secuela y disparejo corolario, no era escrutinio del azar, sino que a un pábulo y sentido hasta ahora intangible a nuestros ojos, que serviría tangencialmente para explicar la impermeabilidad de la noticia en las emociones del ambiguo comediante; y que no se haría manifiesto hasta el mediodía siguiente, cuando en un acto catártico, Ramón se decidiera a conducir a Elsa al patíbulo de la muerte.

Fue después de una la noche cenicienta, ulterior a que Ramón desprendiera sus pétalos de rosa infructuosamente regadas por su extraño jardinero, horas más tarde a que su cuerpo descansara la modorra del desgaste lucrado; a cara deslavada por la madrugada, una vez que reloj dejó escapar una docena de campanillas y que Elsa se justificara a través del auricular con sus patrones, aduciendo como causa una dolencia febril.

Fue en residencia de Elsa, una vez que el café había descendido hasta la mitad de la taza, después de que los comensales calcularan y sopesaran las distintas alternativas que trae consigo el embarazo inesperado.

¿Está decidido entonces?

¿Qué sea lo que Dios quiera, pues?, contestó Elsa.

“Esto no es asunto de Dios, niña. Que él no sabe de abortos”, rezongó Ramón.

¿Y cuándo iremos, pues. Quiero que esto acabe ya?

“Iremos mañana, debo prepararme primero pa’ volver a ese sitio”

¿Volver? ¿Acaso tú has estado ahí, pues?

“Hace mucho tiempo, morena”, dijo empapado de una voz de pena, clavado por las memorias tortuosas que saquean su mente. “Nunca pensé que volvería a ese lugar”.

¿A quién acompañaste a abortar, pues?

“Ojala se tratase de eso, huevona”

¿Y de qué se trata entonces, pues?

“De la partera, niña, de la partera”, dijo con la hastía con la que uno se refiere a un tema indeseado.

¿De donde la conoces, pues?

“No es de donde, sino de cuando. La conozco desde que nací, morena”

¿No comprendo, pues?

“Esa mujer que te sacará el hijo es mi madre”

Ramón era el menor de un quinteto de hijos, el último atisbo de fertilidad de una mujer al bordear las cuatro décadas, el peldaño final de la fecundidad. Creció en un hogar disfuncional, corrupto por el oficio proceloso de su madre; marcado por la estampa de un cuarteto de hembras carnosas en piel y años, que ostentaban el rol de hermanas; distinguido por la caída precipitada de su figura paterna, que se desprendió de su alma, cuando Ramón recién veía caer las hojas de su tercer otoño. Su metamorfosis genérica situó tempranamente centímetros de distancia con su progenitora, que se convirtieron en metros cuando ambas reconocieron sus faenas y luego en kilómetros, cuando sus irascibles temperamentos, se estrellaban con reiteración ante sus opiniones divergentes; pero no fue hasta la adultez, que Ramón decidió extraviarse voluntariamente de su bandada, cuando entre sombras, sorprendió a Felicia castrando el vientre de una de sus hermanas, en el cuartucho de la camilla blanca, que olía a eucaliptos.

Había pasado mucha agua bajo el puente, desde que sin mirar atrás, saliera de la embarcación materna, para a nado libre, enfrentar las oleadas y marejadas del infinito océano de la existencia humana.



XIV



Al día consecutivo del episodio drogadicto, después de la que aurora esperara al dependiente del otro lado de la puerta, Ronda rellenó de perchas añosas sus maleta labriega. Uno a uno fue situando sus indumentarias sobre el recipiente acicalado; primero los abrigos, que le sirvieron de escudo en estaciones frías y lluviosas; luego los sweater, que envolvieron su cámara de piel árida; las faldas, espectadoras silentes de su intimidad descerrajada; los zapatos, que cubrieron su caminar retorcido; su maquillaje, que encubrió los chupones indefectibles y golpes arrebatados. En una chuleta del bolso dispuso sus tesoros más preciados: una cajita musical heredada de su niñez, un crucifijo de plata que encontró casual o causalmente en el asiento trasero de una micro, el texto Días de Fiesta, al que asignamos su digno importe en la apertura del relato, y un desnudo álbum de fotografías, livianamente liado con imágenes de un cumpleaños inmaduro, de un paseo familiar, del abrazo pasajero de sus padres. Su mirada se prendió a sus progenitores, recorriendo los pasajes frescos y olvidados de su compañía; el primer día de escuela, su primera excursión al populoso balneario de Cartagena, el apagón de las velas de sus precoces cumpleaños; y también los callejones de su ausencia; la del cuerpo de su madre al orilla del riachuelo y la de su padre retorcido entre los fierros de su automóvil.

Muriel y Rafael iluminaron con su presencia su rito de despedida, asegurándose de que no hubiese espacio para el retroceso, en su transito al destino incierto. La acompañaron hasta el momento en que cerró la puerta de su mediagua, dejando atrás las condicionantes de su quebranto; la escoltaron en su recorrido micrero hasta llegar a una tierra de hábitat común y habitantes anónimos; custodiaron el sueño de su cuerpo, enredado entre las sábanas de una cama ignota; estimularon al destino a profesarle nuevas oportunidades, en los intersticios de la amistad y en las ocupaciones del laburo.

No hubo nota de despedida, ni un escrito, ni una nota, que diera atisbos a Fermín de su aventura fugitiva.



XV



La revelación que recibió Elsa de la boquita decolorada de su aliado floripondio, la dejó enajenada, con la cabeza distraída declamando desvíos y musitando coplas de desafecciones. No era menor el hecho de estar ad portas de entregarse a las manos de una extraña para que espoleara su bandullo, que ya de por sí constituía un fallo amedrentador, sino más bien por el develo del lazo que adhería a la comadrona con su cofrade de vocación histriónica y transformista. Las preguntas arrebataron su percepción cimbrada: ¿Cómo entregarse a los brazos de una mujer que es capaz de matar a su propio nieto? ¿De donde emergerá el valor –o más bien el desvalor- de acometer su falta? ¿Cuáles son los reales riesgos a los que somete su paso ciego? ¿Podrá convivir con la conciencia atrofiada por su acto mafioso? ¿Qué pasará si se arrepiente una vez cometido el sacrilegio? ¿Qué lugar ocupará la culpa una vez acometido el asesinato?

La culpa, ya lo dejamos entrever antes, es un ser exánime de fuerza desmedida, que se alimenta del yerro, de la falla, de la falta y la equivocación. Ocupa los elementos decorativos de la fe, para pesar en la conciencia, ante el más mínimo desvío, permitiendo en algunos casos la corrección del camino, la exculpación del pecado; y en otros, facilitando el descanso a través del suicidio, como si la muerte –incierta en su trazo y destino- fuera un acto liberador. La culpa no admite presagio, por lo cual no queda otra opción que esperar el desenlace del relato para saber qué sitio ocupará en el gobierno interno de Elsa, en su contexto; si es que llega a sojuzgar un espacio.

Faltan horas para que la navaja rasgue su entrepierna y a Elsa, los minutos se le escabullen con prisa, esta noche descolorida, ante su decisión titubeante, mientras desea que Ronda no brote engalanada de conciencia en el arco de su puerta, cierto de que sus consejos –bien intencionados por cierto- en nada contribuirán a saciar la sed de sus atribulados pensamientos. Sus oídos no están preparados para escuchar los hechos de muerte que grabaron su pasado, los escozores que acusa el homicidio, los sinsabores que incrimina al pensamiento tras la falta consumada. No quería atestiguar el peso de la culpa, los detalles de la magra cirugía, la sutura física o los vaivenes del crepúsculo. Se sentía más cómoda en la escalinata antecedente de la desinformación, ese vicio que suele transformarse en virtud en manos de una figura acongojada, en los brazos de la ignorancia y en la alcoba de la impericia.

Cuando divagaba en su deseo, dos toc toc en la vista de madera, destronaron sus expectativas.

“Gracias a Dios te encuentro Elsita”

¿Qué pasó, pues?

“Nada, solo temía que hubieses tomado una decisión de la que te arrepentirás toda la vida”

“No me digas más, pues. No tengo cabeza para pensar en nada”.

“Te entiendo amiga, pero por favor no te equivoques. Prométeme que no vas a abortar”

“No estoy en condiciones de prometerte nada, pues”

“Promételo Elsa”, exigió Ronda.

“No puedo, pues”, sentenció su amiga peruana.

Se mantuvieron un par de minutos más en el culebreo constante del tira y afloja de sus convicciones, y después de concretado el llanto –que siempre termina cortejando las pláticas cerriles- Elsa pidió a su amiga que la dejara sola.

Cedió a la fatiga, bajo la mirada de la Luna, de la misma que quiere ser madre y no encuentra poder que la haga mujer.















XVI



Fermín buscó a Ronda durante meses eternos; partió escudriñando por los rincones del barrio, con la convicción de encontrarla en la morada cómplice de su lamento; examinó las poblaciones aledañas, con la creencia de que estaría alojada en algún domicilio marginal; inspeccionó las estructuras altruistas que albergan a almas vagabundas, errantes, nómadas y anacoretas; registró las salas indemnes y salubres, de los hospitales que hacen eco en sus pasillos ociosos; y el ánimo le alcanzó hasta para sondear las huestes sin vida que pernoctan en la morgue. Únicamente osó interrumpir su búsqueda, rendido por el síndrome de abstinencia, para quemar los residuos de la pasta , que en escasos 30 segundos, dejaban su voluntad a merced de la lasitud, la ofuscación y la locura.

El consumo había crecido en intensidad, volumen y frecuencia, y a Fermín lo empezaban a embestir las derivaciones de la droga, que adquirían estatura, grafía y/o forma, en la abrupta pérdida de peso, de elasticidad muscular, de tonicidad, de motricidad fina; en el florecimiento y auge de la pulmonía y enfisema pulmonar; en el retroceso de la capacidad de coordinación, de la memoria de corto plazo, y en otros códigos inequívocos del menoscabo corporal, que pesan en la musculatura, en el aparato respiratorio, y con más ímpetu aún, en el sistema nervioso central.

Durante meses, se meció en el péndulo de la pesquisa perenne y la adicción implacable, accediendo intermitentemente a plazas insospechadas como congregaciones, comunidades religiosas, caseríos rurales; con el cifrado aguardo de dar con su paradero.

Al más mínimo comentario, rumor, ruido o bisbiseo de su presencia, proferido por figuras tan disímiles como el comerciante minorista del barrio, el repartidor de periódicos, el panadero, la casera de la feria itinerante, la prostituta de la esquina; lograba sacarlo de su trance toxicómano, drogodependiente; para conducir su ojeada miope a cualquier cobijo urbano, por más insigne, extraordinario, fantástico o inconexo que pareciera; siempre motivado por la expectación, perspectiva o esperanza de localizarla, de atarle una pierna a una extremidad de la litera, de proferirle un golpe “bien merecido”, de obligarla a entregarse a su libídine despierta, a su sexo firme y espigado.

Perseveró en su pesquisa terca durante dos años y fracción, hasta que su corpus fue cedido a la tierra por la substancia perniciosa, después de una jornada paranoica que lo llevó a saltar desde un puente a un río que se encauza al Mapocho.

Murió sin enterarse siquiera, de que su postrimero operativo, lo situó a metros de su presa; cuando pasando por su calle, se encontró con una figura travestida que desvió intencionalmente su paso hacia otros paisajes marginales; la misma que jamás confesaría la anécdota a su amiga Ronda, cierto de que el hecho sólo podría configurarse en piedra y escollo, en su cirugía de reconstrucción.





La luna no ha sido capaz de revertir el laudo que Elsa ya apretó en su gobierno íntimo, y el amanecer no ha hecho más que armarla de denuedo para hacer transitar su rorro hacia el patíbulo, como los prisioneros condenados caminan hacia su ejecución o hacia la inyección letal, tras la pronunciación del vocablo “dead man walking ”

Hizo la cama, haciendo un nudo en las puntas de las sábanas para afirmarlas al colchón, estirando las frazadas con minuciosa precisión, acomodando las almohadas a los pies del respaldo de raulí, que luego adorna con dos cojines floreados, que fueron obsequiados por Ramón, en su último cumpleaños.

El agua caliente cae sobre unas hojas de té, que huelgan sobre un espumador, liberando un aroma maderoso y frutal. Bebe la infusión con parsimonia; se sienta en una silla vieja, mientras cuenta las vueltas que le faltan al minutero para recibir el atardecer, que es el momento escogido para acarrear su silueta menuda hasta el sitio hostil –así lo imagina- donde se detiene la vida.

Ramón, en tanto -contrario a lo que Elsa piensa- no está dormido. Por más costumbre que hayan tenido sus caderas de arrojarse al vaivén de las olas; entrada la madrugada, decidió bajar de una montura hostil, revestir su desnudez y salir del cuarto de motel, donde rutinariamente hace alarde de sus piruetas carnales. Salió en el interludio de la escena, ante el reclamo manifiesto del único espectador que a esas horas ocupaba el teatro de su intimidad. Se internó en su espacio precario; ingresó a su tálamo, tratando de conciliar el sueño, pero la vigilia –que es enemiga del sosiego- lo conservó despierto hasta llegado el amanecer.

El pretexto de su inquietud no era el hecho de hacerse cómplice de un aborto inducido; pues esa realidad había acompañado su tránsito de semilla a fruto, y de oruga a mariposa, sino más bien, el hecho de imaginarse frente su madre, después de tantos años de destierro. Qué efectos tendría su reencuentro, qué palabras saldrían de sus bocas, cuántas otras callarían, qué imágenes se vendrían a sus memorias, cuánto expresarían sus miradas y cuánto más esconderían.

Pese a los metros que separan las aguas de sus moradas, ambos se sienten apremiados por el hecho que se avecina al atardecer; una, por la empresa emprendida; el otro, por la que dejó atrás, mientras Ronda, que a esas horas labora lejos del epicentro marginal, desconoce con precisión las huellas que dejarán esta noche las estrellas en el cielo.



XVII



Tras pasar por la morgue, esa bovedilla grisácea y muda, que hospeda fragmentos óseos, tibias, peroné y clavículas rotas, uno que otro fémur desprendido de su floresta, riñones descompuestos, corazones detenidos; Fermín fue conducido por un par de vecinos caritativos hacia su choza esquelética; donde un racimo desnutrido de peatones colindantes, conocidos acreditados y anónimos, camaradas de jarana y algarabía y cofrades de su vicio dependiente, velaron su morfología alterada por el impacto del cuerpo sobre las rocas y por la erosión del agua, consecuencia de su vocación de Alsino frustrado.

Al percatarse del vacío en que naufragaba la despedida del occiso; motivada por una mezcla de piedad y altruismo, la vecina más senil inició un recorrido por la población con la intención de lograr que unos cuantos consocios más participaran de la escuálida cuenta regresiva; trabajo arduo debido al carácter huraño, apariencia tosca y prestigio rasgado del personaje alusivo. Como era de esperarse, unas puertas no se abrieron, otras rompieron contra los mofletes rugosos y estriados del alma peregrina y misericordiosa; pero un ramillete de vecinas opuestas había aceptado rendir pleitesía al cadáver maltrecho: dos conocidas prostitutas actuarían el papel de lloronas y una tropa de fieles evangélicas habían aceptado la labor de rezar por el alma del difunto y entonar cantitos rítmicos, habituales compañeros de los que la tierra despide.

Ronda se enteró por la crónica roja del accidente intencional. Fue hojeando el diario, en casa de sus patrones, que su vista cedió ante la fotografía de un cuerpo arropado por el nailon, al costado de un riachuelo; que le trajo el recuerdo de Felicia, su madre, cuando ultrajaron su cuerpo una noche de lluvia. Dirigió su lectura –como diría un periodista- hacia el titular, el epígrafe, la bajada, el lead y el cuerpo de la noticia.



Habría saltado desde un puente

“ENCUENTRAN HOMBRE MUERTO EN LAS ORILLAS DEL MAPOCHO”

Veinticuatro horas debió esperar para ser encontrado el cuerpo sin vida de un hombre adulto, que se habría arrojado al Mapocho y cuyo cuerpo naufragó kilómetros hasta se encontrado ayer bajo el Puente del Arzobispo en la comuna de Providencia. La policía descartó la acción de terceros.



Como Fermín Octavio Jara Jara, 53 años, soltero, fue reconocido el cuerpo sin vida encontrado ayer, en el costado del río Mapocho, al costado del Puente del Arzobispo en la comuna de Providencia.

El cuerpo, habría transitado más de 12 kilómetros, arrastrado por el caudal del río, después de haber caído de un puente vehicular en la comuna de La Reina.

Concordante con los primeros antecedentes otorgados por la policía de investigaciones, y a la luz de la autopsia, el Centro Médico Legal, descartó la acción de terceros y aportó como antecedentes la presencia de sustancias psicoactivas en su cuerpo.

A la fecha se desconoce el móvil del suicidio, pero fuentes cercanas al occiso, señalaron que el individuo se encontraba bajo el efecto de las drogas, como consecuencia de una depresión no controlada, que se habría originado hace muchos años, tras la ruptura con su pareja de hecho.



Ronda dejó el periódico in situ, inmovilizada por el pasado antojadizo que abofeteaba su presente, dejó una nota excusatoria pegada a lomo del refrigerador, cerró la puerta con doble llave, caminó a paso trunco hasta el paradero urbano, abordó una micro albo verdosa –signo y síntoma del nuevo sistema de transporte- y llegó a casa, preguntándole mil veces a su corazón si debía o quería ocupar un asiento en el velatorio.

Si bien la noticia sacudió los adobes de su historia, mantuvo firme sus extremidades al suelo de su cuarto y despidió a Fermín con una lágrima silenciosa, como las que caían por sus mejillas, las noches de lunas rotas, cuando él la obligaba a morder la almohada antes de conciliar el sueño.



XVIII



Elsa miró el reloj, con reiterada alevosía, el resto de la tarde, en que el sol camaleónico transitaba sus tonalidades por el amarillo luminoso, el anaranjado frutal y el café maderoso. Siguió el tránsito del segundero, el tranco del minutero, la zancada de la hora, hasta que la oscuridad arropó la tarde, mientras la ansiedad atosigaba su fuero, en la espera de su arribo hasta el depósito de cadáveres.

La puerta libró su trueno, y tras ella, Ramón se hizo relámpago ante los ojos rasgados de Elsa.

¡Deja pasar niña, que vengo destruía!

¿Qué te pasó pues?, preguntó Elsa, al ver que Ramón traía la peluca inclinada, el rimel corrido y un taco desprendido de sus sandalias de charol.

“Es que como caché que no iba recibir ni uno esta noche; decidí dar un paseíto, pa’ ver si saltaba la liebre. Taba a punto de tirar la toalla, cuando se acercó un mocosito que estaba lavando un auto y me dijo: ¿Cuánto por la cachita ? Y yo, dura la loca, al ver que se me podía pasar el tren, le doy un grito del otro lado de la calle y le digo “A usted le cobro tarifa rebajada mijito”.

¿Y?

“El pendejo se acerca, me dice ¿Cuánto? Le digo el precio, me pide más rebaja y luego de regatear un rato, ya entregá a sus ojos verdes, ni tonta ni perezosa, le digo gueno. Es que mejor platita poca pero segura ¿No creí?”

“Si, pues”.

“Entonces el cabro me agarra la mano, me lleva bajo un puente y se baja el cierre del pantalón, y ¡O sorpresa!, saca su aparato, que te morí. Era como una luma , niña, no te exagero”

Elsa soltó una sonrisa, borrando un minuto el occiso episodio que la espera.

¿Y qué hiciste, pues?

“Apechugué no más pues niña. Le dije, váyase despacito papito, con cuidadito que no lo tengo de hule. Pero bastó con que me subiera la falda, y antes que me bajara el calzón, sentí como se izó la bandera, Elsita” “No te riaí huevona, que llegué a cantar el himno nacional"

“Es que es muy gracioso, pues”

Después de unos minutos de ahondar en las profundidades de su encuentro furtivo, en los detalles de la carne alquilada, en las referencias anatómicas de su novato pasajero, mansamente la plática giró hacia su dirección premeditada.

¿Tai preparada morena?

“Ya me hice la idea, pues”

¿A qué hora salimos?

“Ahorita, pues”

“Ya niña, pero déjame pegarme una manito de gato y te paso a buscar”

“Está bien, pues. Te espero”

Ramón salió cojeando, producto de su calzado rajado, y meneando su retaguardia abultada, se perdió a la vista de Elsa, que tendría que extender unos minutos la espera para cumplir su profecía autocumplida.

Se quedó amasando las dudas en el más sepulcral de los silencios, tratando de desprenderse de los miedos y no dejándose aprisionar por las conclusiones de la causa y el efecto, repitiéndose hasta sugestión: “es lo que debes hacer”.



XIX



Faltaban diez minutos para las nueve, cuando Ronda vio a Ramón y Elsa perderse en las escaleras de la 231. Apuró el tranco, hasta llegar al paradero, pidiendo a Dios que una micro melliza aparcara frente a su napia, para cazar su huella. Un dolor profundo fisuró su pecho y la duda se tardó segundos en instalarse en su ceño. Un par de peatones anónimos esperaron a su lado, impidiendo que Rafael y Muriel se hicieran luz en la cerrazón de la acera, y que pudieran responder al clamor silencioso de su alma mother. Pero antes de que uno de los peregrinos terminara de extinguir la cerilla del cigarro, previamente a que otro finalizara su conexión celular, y que la única transeúnte femenina terminara de pintarse los labios, el bus se posó como abeja polinizando la berma y Ronda se hizo al abordaje, con la intuición ya despierta.

Sus vecinos le llevaban menos de un kilómetro de distancia, y si la suerte o el destino la acompañaban, un par de semáforos –en rojo para sus amigas y en verde para ella- podían estrechar la distancia y materializarlas ante su vista, que ahora zigzagueaba atravesando los vidrios derechos e izquierdos del vehículo, por si habrían decidido bajar antes de lo que la razón aconseja.

Al cabo de veinte minutos de que su vista se hiciera péndulo en los laterales del camino, su sentido se empezó a familiar con el paisaje barrial que se aparecía bajo el autobús. El restringido espacio de los pasajes interiores, la escasez de áreas verdes, unos juegos infantiles de fierro oxidado –que dejaba ver sus imperfecciones bajo la luz artificial- una sede vecinal sin techo y luminarias abatidas por el vandalismo, se hicieron deja vú y la llevaron a sus trece y dieciséis años, cuando transitó esa misma acuarela blanco y negra, de la mano de Fermín, para entregarse a su parto crudo.

“En la esquina por favor”, gritó mientras su dedo índice presionaba incesantemente el botón de bajada, antes de verse en una calle tan conocida como peligrosa, en los preludios de los claroscuros.

Midió el espacio, lo recorrió con la vista mientras giraba en 360 grados, pesó sus componentes y dirigió su senda hacia los castrados recreos pueriles, que constituían la imagen más viva de su recuerdo. Nuevamente se detuvo, tratando de conseguir una imagen de sus camaradas de cuadra, pero al no encontrar nada más que vacío, llenó sus pulmones de aire y buscó en la mochila de sus memorias, de sus remembranzas y evocaciones, tratando de encontrar otro objeto, píxel o cuadro sabido, para mandar su travesía. Cuando encontró lo que buscaba, que no era más que una muralla vestida con los rezagos de una descascarada imagen de la Unidad Popular , caminó lentamente hacia el pasaje que la custodiaba, y recorrió la vereda, en busca de la casa de la partera Felicia, convencida de que ese era el destino fijado por Ramón y Elsa antes de abordar la 231. Más allá de las interpretaciones, un destino coincidente -casual para quien cree en la suerte, causal para quienes confían en los designios de la providencia- la tenía allí, frente a frente al pasado que esquivó, enfrentándose a sus fantasmas, en otros tiempos más poderosos.

“Al fondo de la cuadra, mamá”, entonaron Rafael y Muriel, al unísono, aprovechando el desnudo concedido por la noche. “En esa casa, en esa”, repitieron al momento de que la habitación se hizo visible, patente, palpable.

Los ángeles revoloteaban alterados, con vuelo dubitativo por sobre los hombros de Ronda. “Apresúrate mamá. Aún estás a tiempo”

“Nunca creí volver aquí, hijos”, interrumpió a los querubines, mientras se detenía frente a la reja del antejardín.

Con el cuerpo tembloroso, las piernas flojas, la barbilla titilante, el rostro partido por la herida del recuerdo, llegó hasta la puerta, tocó una vez, y otra, y otra más, hasta que cedió el sarcófago y dejó ver desperdicios de la muerte.



XX



Minutos antes Ramón y Elsa habían subido a la 231, sin percatarse de que Ronda los seguía con la mirada dolida. Se sentaron en los aposentos baldíos del fondo, ella, ocultando el pasajero de su vientre; él, esforzándose por esconder la imagen de fémina inconclusa que vende en O’Higgins con Santa Rosa.

¿Crees que Ronda me perdonará, pues?

“No hay na’ que perdonar morena. Cada una es dueña de su cuerpo y nadie mejor que una misma pa’ saber donde le aprieta el zapato”.

“Pero me siento culpable ocultándoselo, pues”

“No podía ser de otra forma, Elsa, pero terminará aceptándolo”.

“Gracias, pues”

“No hay de qué, niña. O si no ¿Pa’ que están las amigas si no es pa’ ayudar a las amigas?”

“Valoro lo que estás haciendo, pues. No debe ser fácil para ti volver a ver a tu madre”

Ramón retrató una mueca de confirmación y preocupación. La idea de encontrarse con Felicia le había abierto el tórax, breve tiempo después de que la vio obligando a su hermana a desprender el anzuelo; las primeras noches posteriores a su oficio de veleta; la primera vez que sintió hambre; la vez que sufrió por un amor podrido, y ahora la embargaba, desde el momento en que la sirvienta peruana le comunicó su intención de interrumpir su preña.

Bajaron del vehículo de tripulantes de mirada esquiva y palabra difícil, caminaron por el lúgubre y angosto tablero de cemento denominado calle, cruzaron la reja del antejardín, golpearon la puerta tres veces, hasta que una anciana la abrió, sin distinguir en primera instancia, que su hijo la contemplaba de pie.

¿Qué desean?

¿Ya no me reconoce, madre?

¿Ramón?

Antes de esperar la respuesta, Felicia se había arrojado como las brazas al madero, sobre los hombros de su hijo. Al inicio, Ramón evitó el tacto, más que por remordimiento o rabia, para no ilusionarse con algo que inevitablemente volverá a perder; pero luego de un rocío de palabras, una garúa de lágrimas aventurándose en las mejillas de la partera clandestina; terminó cediendo a sus arrumacos, respondiendo con afecto mesurado.

El libertinaje de la palabra no alcanzó más que para un par de minutos, que Ramón supo detener con un breve, “Necesito su ayuda”

¿Mi ayuda?

“No es na’ pa’ mí, oiga. No se haga ilusiones que todavía no ha nacido el hombre que sea capaz de parir”

“Con las cosas que sales Ramón, eres el mismo de siempre”

“El que nace chicharra, muere cantando; madre”

“Lamentablemente”, entonaron a coro, pensando ambos, en el irrenunciable oficio que profesaba el otro”.

“Mi amiga necesita un trabajito”

¿De cuánto?, preguntó Felicia, pidiendo acotar el tiempo de embarazo.

“A lo más un mes y medio, pues”, respondió la aludida.

Felicia situó las manos sobre su estómago aún llano. ¿Aspiración o raspaje?, preguntó.

“Lo más breve y lo menos riesgoso”, respondió su hijo.

Se dirigió hasta la artesa, se lavó las manos, mientras –sin mirar a los ojos a su víctima- le pedía que se recostara en la camilla, con las piernas flectadas.



XXI



Ronda tocó la puerta con obstinación e impertinencia durante largos minutos.

“Estoy ocupada señora… “, señaló Felicia, con la puerta medio abrir, dejando el espacio para que la suscrita completara su nombre.

“Ronda” ¿Me recuerda?

“No guardo recuerdos de mi clientes, Perdone”, contestó sin hacer el más mínimo gesto de evocación.

¿Cómo sabe que fui una de sus clientes?, dijo con la voz fibrosa.

“En estos momentos no la puedo ayudar”, cambió de tema, evitando la respuesta.

“Solo estoy buscando a unas amigas”, inquirió Ronda.

“Se equivoca de lugar. Hoy estoy sola”, mintió Felicia.

“EELSAAAAA”, gritó Ronda, desesperada en busca de un eco de respuesta.

“Déjela pasar”, esgrimió Ramón.

La puerta cedió en su estrechez. Ronda vio su imagen reflejada en la camilla. El cuerpo de Elsa –tan distinto al suyo- le recordó su propio cuerpo, la posición de los muslos, el olor a eucaliptos inundando la sala, el lavatorio a los pies del vientre, inundado de sangre, de fragmentos irreconocibles por su escaso desarrollo.

Aunque fuera por unos escasos segundos, había llegado tarde. La muerte había tomado posición del lugar, pero no estaba sola. A su lado, casi invisible estaba el libre albedrío.



La noche posterior al ocaso, un nuevo ángel se sumó a la ronda de los ausentes, no tenía nombre, al menos no aún, pero se conformaba con revolotear atrás de Rafael y Muriel, imitando sus movimientos alados. Cruzaron las paredes que separaban la casa de Ronda de la de su amiga peruana, y antes de que su cuerpo abatido sobre la cama conciliara el sueño, soplaron muecas indescifrables en sus oídos, no por venganza –que los ángeles no conocen de esos sentimientos bastardos- sino para corregir el camino, tal como lo corrigió la primera, cuando hizo buen uso del tan codiciado libre albedrío.

Elsa corrió hasta la calle –sus pies no se pegaron como raíces al suelo, como en el caso de Ronda- zigzagueó por la avenida de tierra con el juicio violentado, tocó las puertas de sus dos amigos, y cuando los tres estaban semidesnudos, con las nucas bajo la constelación de estrellas, vieron nítidamente a los ángeles formar un círculo en los contornos de la luna.

Ramón no daba crédito a lo que sus ojos veían, llorando en el silencio de su emoción contenida; Ronda trataba infructuosamente cruzar palabras con sus entelequias, ahora sordas e inmutables en su dedicación; mientras Elsa se culpaba en voz alta por el acto impurio que había manchado de una sangre inlavable su vientre y sus manos.

Se abrazaron con fuerza, estrechamente, bajo el halo que tejían los tres ángeles sobre sus entidades corpóreas; se tomaron de las manos, entrecruzando las desiguales formas y contornos de sus dedos; e iniciaron juntas una oración por el alma de las tres criaturas que las mantenían en vigilia a estas horas de la noche. Las que no tenían fe, se vistieron a contar de ese día con ella; las que no sintieron culpa, entendieron que el yerro es humano y que sólo su reconocimiento aproxima al camino recto; las que no vieron el libre albedrío, ahora entendieron que siempre hay más de una opción, que las decisiones son individuales y que no hay causa sin efecto.

Al cabo de unas horas las ficciones ascendieron al cielo, lentamente, como el aire caliente trepando el espacio vacío. Desde el suelo, las tres podrían jurar que las nubes se apartaron a su paso para dejarlas pasar.






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